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Apuntes de investigación del CECYP

On-line version ISSN 1851-9814

Apunt. investig. CECYP vol.24 no.2 Buenos Aires Dec. 2014

 

LECTURAS EN DEBATE

De cómo leer el narcotráfico y otras advertencias

 

Gabriela Polit Dueñas*

* University of Texas.


 

Si el título de este ensayo estuviera formulado a manera de pregunta, respondería que al narcotráfico hay que leerlo con cautela. Las siguientes son algunas reflexiones generales sobre la representación del narcotráfico, y ante todo, sobre los peligros de hablar del narcotráfico como un fenómeno uniforme.

Según Luis Astorga, (1994) la palabra narcotraficante empieza a circular en los diarios mexicanos hacia finales de la década del 50.1 Antes de eso, sembrar, cosechar, procesar, contrabandear marihuana y heroína, lo hacían personas a las que se asignaban distintos nombres: gomero, bandido, contrabandista, (etc.). Esas palabras no sólo daban cuenta de la diversidad de actividades requeridas para la producción de un gramo de heroína o para que la bolsita de yerba llegara a su destinatario final en los Estados Unidos, sino que además, no tenían la connotación del término narcotraficante.

Han pasado casi veinte años desde que Astorga publicó estas reflexiones que, aunque fundacionales sobre los estudios del narco, giraron en torno a la realidad de Sinaloa. En las últimas dos décadas, el narcotráfico se ha desarrollado de maneras múltiples y es un fenómeno que afecta en mayor o menor grado, a todos los países latinoamericano. Los narcos, además, operan desde escenarios distintos, vienen de diferentes contextos: algunos tiene escaso capital cultural, poca o ninguna oportunidad de movilidad social, y otros, por el contrario, ocupan un cómodo lugar en la jerarquía y manejan con privilegio el tráfico de influencias. Todo esto vuelve sospechoso al tipo de personajes que se construyen alrededor de los estereotipos provenientes de contextos homogéneos.

Al narcotráfico además, hay que entenderlo en relación al específico universo político donde se desarrolla, y con esto no sólo me refiero a los territorios nacionales, sino sobre todo a ámbitos acotados dentro de las naciones. Por ejemplo, el narcotráfico tiene una historia y se manifiesta de manera diferente en Medellín y Bogotá; así como es diferente la cultura del narco que surge de Culiacán y la que se expande en los últimos años en Michoacán. Estas diferencias no son menores en el momento de escoger cómo se representa el narco.

A esas complejidades propias del negocio ilegal, cuando se habla de su representación, hay que añadir la propia trama de la circulación de los productos de la cultura de masas y el lugar que ocupa América Latina como productora de bienes culturales en el mercado global. En este ámbito, hay que reconocer que lo que se consume como narcotráfico responde, entre otras cosas, a una serie de convenciones, de formas establecidas y de fórmulas que garantizan su comercialización. Del afortunado uso del estereotipo de un personaje (sea el del mafioso cuyo origen es una exigua clase media; el serrano en el caso de Sinaloa o, el paisa ambicioso en el caso de Medellín, etc.), que pueda ser vinculado fácilmente con un uso exacerbado de la violencia, depende el éxito de la circulación del bien cultural en el mercado local y global. Al modelo masculino se le contrapone el femenino, que como en casi todos los ámbitos de la representación, tiene menos versatilidad y es más plano.2

En todo caso, lo que sobresale al hablar de la representación del narco es que en última instancia, se ha convertido en una suerte de marca, made in América Latina.3

Vale la pena remontarnos a los orígenes del narco en Medellín y Culiacán, aunque sea de manera general, para ver cómo el narco se codifica de manera diferente en estas dos ciudades durante los años 90 e inicios de la década siguiente. Después de ese recorrido, propongo pensar en formas contemporáneas de representarlo.

La guerra contra las drogas

Años antes de que cayera el muro de Berlín y cuando los peores horrores de la Guerra Fría habían salido a la luz, en 1986, Ronald Reagan declara la guerra contra las drogas. Esto implica que el tráfico de drogas ilegales, una práctica antigua en varias zonas de las Américas, pasara de ser un delito común a ser un asunto de seguridad de estado, lo que legitimaba la presencia militar estadounidense en varios lugares de la región. Algunos analistas (Gootenberg, 2009, Kenney, 2004) han sugerido que la guerra contra las drogas mantiene cierta continuidad en la estrategia militarista en la región. Sus análisis muestran la necesidad de pensar el narcotráfico como un fenómeno en el que hay intereses geopolíticos que definen la construcción del crimen. Este dato es relevante para los análisis, ya que al ser un fenómeno con trascendencia política, las formas en que se lo representa son también maneras de interpelar, interpretar, silenciar o cuestionar su las relaciones de poder que genera a nivel local.

Hay dos eventos que salen a la luz poco tiempo antes de que el presidente de los Estados Unidos declarara la guerra contra las drogas. Uno es el descubrimiento del enorme laboratorio de cocaína ubicado en el departamento de Caquetá, en Colombia; propiedad del grupo de narcotraficantes conocidos desde aquel entonces como cartel de Medellín. Tranquilandia, como se llamaba el laboratorio, fue destruido en marzo de 1984 por las fuerzas policiales colombianas con asistencia de la DEA. En abril 30 de ese mismo año, el entonces Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, cuya ayuda había sido instrumental para la destrucción de Tranquilandia y la implementación de lo que sería la ley de extradición, fue asesinado por el cártel de Medellín. Su asesinato se llevó a cabo por órdenes de Pablo Escobar, el jefe del cartel que, además, le cobraba a Lara Bonilla la negativa de aceptarlo en su partido, privándolo de llevar a cabo uno de los más encumbrados sueños del capo, el de ocupar un cargo público.

Dos lecciones que quedan de este evento: la primera, la prueba fehaciente de que el narcotráfico era un negocio de dimensiones enormes que justificaba una intervención militar. En Tranquilandia se habían encontrado 13.8 toneladas métricas de cocaína. La segunda, que los narcotraficantes, con Pablo Escobar a la cabeza, habían declarado una guerra al estado colombiano al asesinar a su Ministro de Justicia.

El segundo evento ocurre en México. En noviembre de 1984, el ejército mexicano con asistencia de la DEA, entró al rancho El Búfalo del sinaloense Rafael Caro Quintero, ubicado en el estado de Chihuahua. Se decomisaron más de mil hectáreas de marihuana y se encontraron a diez mil campesinos trabajando en condiciones miserables. En marzo de 1985, hombres de Caro Quintero secuestran al agente de la DEA Enrique Camarena, lo torturan y lo asesinan. El escándalo lleva a Washington a reclamar a las autoridades mexicanas su incapacidad para defender al ciudadano americano y pone en evidencia sus vinculaciones con los criminales. Las autoridades mexicanas no lograron dar una explicación clara de lo ocurrido, y según Astorga, las contradicciones entre las versiones que se dieron sobre el evento, hicieron que la acusación de los gringos fuera más creíble.4

También son dos las lecciones que quedan de este evento: la primera, la prueba de que el narcotráfico era un negocio de dimensiones enormes que justificaba la presencia militar. La segunda, que los narcotraficantes locales operaban bajo la lupa y el conocimiento de un sector del estado mexicano. Los sembríos de marihuana y amapola de la sierra norte occidental habían suministrado las demandas de los Estados Unidos desde hacía varias décadas.

Lo que llama la atención de estas historias es su sincronía; los escándalos de Tranquilandia y de El Búfalo salen a la luz cuando hay una necesidad de poner en la escena global una nueva estrategia que legitime la militarización de dos áreas importantes de América Latina, sobre todo en un momento en el que la retórica de la Guerra Fría perdía derrotero.

Más allá de la similitud en la estructura narrativa en las historias, sin embargo, existe en ellas una importante diferencia: en el caso de México el reto era destruir las oscuras vinculaciones entre el estado y los narcos. En el de Colombia, el desafío era asistir al estado en la guerra que los narcos les habían declarado.

Estas diferencias son evidentes en las formas estéticas con las que se representa el narco en Medellín y en Culiacán. En el caso de la ciudad colombiana, las primeras representaciones del narco en los años 90, se centran alrededor de la figura de los jóvenes que mataron al ministro Lara Bonilla. Desde diferentes perspectivas, y en distintos géneros narrativos (ficción: La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo 1994, Rosario Tijeras Jorge Franco 1999; crónica: El muchachito que no duró nada, Víctor Gaviria 1991, No nacimos pa semilla, Alonso Salazar, 1990; documental: Rodrigo D. No futuro Víctor Gaviria 1990; y, cine: las películas basadas en La virgen y Rosario), el sicario surge como un tropo que explica el origen de la violencia. Los muchachos moradores de las comunas (las villas que rodean las ciudades de Medellín, Bogotá y Cali), son los chivos expiatorios- a la manera de R. Girard (1989), cuyo sacrificio simbólico da sentido a la unidad del resto de la tribu.

En la identificación de la violencia que se desata en las ciudades colombianas, esa primera etapa de la representación del narco se concentra en la victimización de la sociedad a causa de un fenómeno que surge (según algunas de estas versiones) de manera inesperada. En casi todas las obras que se ocuparon de los sicarios, se destaca la necesidad de sus autores de traducir el lenguaje de las comunas, (el lenguaje de los pobres), como si este fuera el único que existe para nombrar la violencia. Como ejemplo, sirve una cita de la ya célebre novela La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, en la que el narrador (un gramático) habla de la necesidad de traducir a sus amantes, los sicarios:

"No habla español, habla en argot comunero que está formado en esencia de un viejo fondo de idioma local de Antioquia, más que una que otra supervivencia del antiguo barrio de Guayaquil, ya demolido, que hablaron sus cuchilleros, ya muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nuevos, feos para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el muerto, el revólver, la policía. Un ejemplo 'Entonces qué, parce, vientos o maletas?' ¿Qué dijo? Dijo 'Hola hijo de puta'. Es un saludo de rufianes" (21).

En esa nueva manera de nombrarla, está la violencia de los sicarios que necesita traducción para que los lectores y espectadores de las clases medias y acomodadas de las ciudades entiendan la complejidad del fenómeno. Esa es primera tanda de producción cultural sobre el narco.5

Hubo excepciones, Cartas cruzadas, Darío Jaramillo Agudelo (1994) y años más tarde Delirio, (sobre la situación en Bogotá) de Laura Restrepo (2004), son novelas que abordan la temática del narco como algo que se estuvo cocinando en la sociedad por varios años entre las clases medias y altas, dado el enorme flujo de dinero que circuló en la época previa al asesinato de Lara Bonilla y la aparición pública de Pablo Escobar como el gran y único origen del mal.

En esos mismos años, los escritores sinaloenses también pensaron al narco desde un punto de vista cultural. La intención era acercase al fenómeno desde una perspectiva que fuera más allá de las versiones maniqueas que hacía de los norteños, en ciertos discursos oficiales, únicos los culpables. Las novelas y las crónicas de Élmer Mendoza, Cada respiro que tomas (1991); Un asesino solitario (1999); El amante de Janis Joplin (2001); Balas de plata (2007); y de César López Cuadras, La novela inconclusa de Bernardino Casablanca (1993) y Cástulo Bojórquez (2001), son las mejor muestra de ello. Los autores juegan con el género criminal y la ética que rige las tramas deja en suspenso al lector; éste no recibe una versión simple de la realidad, sino que las narrativas lo increpan y lo llevan a indagar sobre las zonas grises que existen entre los narcos y el estado. La sofisticación de la versión de los sinaloenses se condensa en el uso del lenguaje. Los autores sinaloenses trabajan el lenguaje vernáculo -- verdadera medida de sus personajes y de las situaciones que describen--. Así cuenta Chuy, el personaje de la crónica de Mendoza su inicio como consumidor de marihuana:

La chinga pa'pensarla. Eran como 200 kilo de greña. Y ahí estamos cabrón, cuando van llegando aquellos batos con otro chingadazo; y ahí tienes que retacamos el cantón de mota. Olía tan bonito. Neto que olía tan bonito que ahí fue que me inicié. Me inicié como fumador. Era una delicia esa chingadera, compa. Y ahí estamos pensando, loco que el pinche moterío, pensando que ahora sí se van a volver locos los pinches gabachos (20).

El lenguaje muestra su cercanía con un mundo en el que crecieron y con el que todo sinaloense tuvo que negociar desde las primeras décadas el siglo pasado. La riqueza de estas obras no puede ser medida por la vara del "narcotráfico", tiene que ser entendida como un gran aporte estético a las literaturas de la región.

En el caso de México, sin embargo, el género que realmente rompe con la posibilidad de ciertas versiones simplistas que se pueden dar del narco, es el narcocorrido. En su célebre libro Mitología del narcotraficante en México, Astorga dice que son los compositores y los músicos quienes comparten un universo semiótico con los narcos quienes dan una versión cercana a esa realidad. Si bien esta afirmación todavía tiene un peso importante, la proliferación de bandas de narcocorridos en las últimas décadas, los intereses de las compañías disqueras, así como las tendencias del consumo, son elementos que hay que tomar en cuenta en el momento de analizar estas formas de representación.6 La especificidad de su forma, sin embargo, es una muestra de que no se puede hablar de la representación del narco como un fenómeno homogéneo.

Decidí regresar a los casos de Culiacán y de Medellín, que son los que trabajo en mi libro Narrating Narcos (2013), porque son los mejores ejemplos de que desde el génesis de sus formas de representación, el narco aparece como un fenómeno muy local. En ese sentido, vale la pena hacer una evaluación de cómo afecta el narcotráfico en los campos culturales de estas ciudades. Élmer Mendoza, cuando lo entrevisté en el 2007, me confesó que había escrito una novela de ciencia ficción, pero que sus editores en España le habían dicho que lo suyo debía ser el narco. El año siguiente, su novela Balas de plata, ganó el premio Tusquets. Javier Valdez, periodista y cronista local, me había comentado que sus manuscritos estaban archivados en una editorial del DF y que no había escuchado de ellos. Cuando la guerra del narco tomó las dimensiones que tomó, Valdez no solo publicó sus libros, sino que para uno de ellos Carlos Monsiváis escribió el prólogo (Polit Dueñas 2013). La visibilidad que la guerra del narco les dio a muchos escritores del norte muestra una situación paradójica. Su obra pasó a ser el centro de atención únicamente cuando los efectos de la violencia fueron devastadores en todo el país. Al narco, entonces, hay que entenderlo también como un elemento definitorio de la consagración del arte y de la posibilidad de que las obras locales circulen más allá de las fronteras regionales.

A diferencia de México, donde se vive un fenómeno de centralismo en el que la producción y el consumo cultural se concentran en el DF, en el caso de Medellín el impacto del narco en el campo cultural es menos obvio. Sin embargo la historia del surgimiento de Fernando Vallejo es una prueba de lo contrario. Vallejo había estado escribiendo novelas desde hacía muchos años antes de la publicación de La virgen, y el tema de sus historias era el mismo: un hombre que regresa a Medellín en busca de jóvenes moradores de los bajos fondos, con quienes tener contacto sexual. Si bien algunos críticos apuntan a que esta novela es la mejor lograda, hay que reconocer que es la que se publica apenas muere Escobar. Se traduce al francés y luego Barber Schoeder hace una película. Vallejo se volvió un autor muy conocido (Von der Walde, 2001).

Indudablemente el narcotráfico es el tema que consagra a estos autores. Sin desmerecer los logros de sus obras, su visibilidad está atada a cierta tendencia en la presentación de lo que es América Latina en los mercados globales, y la violencia del narco es un tema fundamental.

Historias recientes

En los últimos años el narco no solo que ha tomado otras dimensiones, sino que sus formas de representación se han vuelto aún más diversas. La crónica y los relatos de no ficción han sido quizá los que más atención han despertado en las casas editoriales mexicanas, sobre todo a raíz de la guerra declarada por el anterior presidente Felipe Calderón. La violencia que este conflicto armado desató en México, ha estado acompañada por una innumerable cantidad de trabajos sobre el tema. Los libros tienen calidad diversa, todos están regidos por el mandato de dar a conocer 'la realidad', algunos con cierta aspiración de ofrecer nuevas tendencias estéticas, y muchos son publicados para saciar la curiosidad de un público ávido de eso que produce el narco, el horror.

En Colombia, una vez que la violencia de las ciudades volvió a donde había estado por varias décadas en este país, la narrativa también se desplazó. El narco, nunca fue ni es el único grupo que ejerce la violencia. La durísima novela de Evelio Rosales Los ejércitos (2006), es quizá la mejor muestra de cómo en el contexto colombiano, al narcotráfico hay que entenderlo en el hábitat que disputa y comparte con la guerrilla y con los (ahora desmovilizados) grupos paramilitares.

La exitosa novela de Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer, (2011) pretender ser un borrón y cuenta nueva sobre lo que se dijo del narco en los 90. La historia es una exploración bien hecha de un personaje poco convincente para muchos, y se remonta a la parte más inverosímil de lo que fueron los años de Pablo Escobar: las ruinas de lo que fue su zoológico y la fuga de los hipopótamos que habitaron en él. El narco surge como el origen de un trauma, y a la vez, como el evento exótico. Además de ganar el premio Alfaguara de novela, se ha traducido a varios idiomas. El mejor ejemplo de lo que es Latin America for export.

En la televisión, desde la producción de Sin tetas no hay paraíso de Gustavo Bolívar, las teleseries son cada vez mejor hechas. El estreno de El patrón del mal fue un éxito que ahora se distribuye en otras ciudades de América latina donde tiene el mismo auge. Es el efecto de la televisión de hacernos creer que lo que vemos es o fue la realidad; como si no hubiera una mediación sino una suerte de traslado automático de los acontecimientos hacia la pantalla, es lo garantiza éxito a estas series. (De esto se ha escrito bastante, y sin embargo parece que hay que volver a los clásicos para recordárnoslo). En ellas, por supuesto, se lava el contexto de la trama histórico político que hace posible la existencia de personajes como Escobar en Colombia, o el Chapo Guzmán en México.

En ese necesario olvido y la presentación de la vida del narco como un drama de un personaje que se debate en un contexto de violencia, radica el éxito de la producción cultural que se ofrece al mercado desde América Latina.

Pero más allá de la imagen, de los lenguajes que se usan para narrarlo, de la estética de algunas de sus obras, es necesario recordar que el narcotráfico es ante todo, un invento político con resultados desastrosos. Para entender la trascendencia que pueden tener algunas de las obras que lo representan, habrá que ver cuánto de lo que significa nos cuentan abordan el verdadero problema del narco.

Notas

1. La edición original de libro de Astorga es 1994, se comenta sobre la edición de 2004.

2. El mejor ejemplo esto es la crónica de Jorge Scherer García sobre Sandra Ávila Beltrán, La reina del Pacífico, (cuyo título emula el de la novela de Arturo Pérez Reverte La reina del sur, que a su vez es sacado de un corrido de los Tigres del Norte), no logra acercarse a la mujer y a lo que Ávila Beltrán representa, porque el autor está atado a las convenciones de lo que se supone son las mujeres en ese mundo. La duda que surge después de leer el libro es si la limitación de Scherer García, uno de los periodistas más consagrados de México, se explica por una cuestión de un hábitus de género, o si fueron sus entrevistas con Ávila Beltrán más acotadas de lo que aparece en el libro.

3. En este campo vale la pena ver los trabajos de Alejandro Herrera-Olaizola (2005, 2007) y el libro clásico de George Yúdice (2003).

4. Esta fue la historia en la que se basó la película Desperados, (1995) dirigida por Robert Rodríguez.

5. Aunque el interés en el sicario es el denominador común, no todas las obras dan la misma versión. Tampoco las obras son iguales, no en vano sus autores escogen diferentes géneros narrativos para contar sus historias. El interés de este artículo es dar una mirada general, no un análisis específico de las obras.

6. Un excelente estudio de los narcocorridos desde una perspectiva etnográfica es la de Elijah Wáld, Narcocorridos. a journey into the music of drugs, guns, and guerrillas (2001).

Bibliografía

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  4. Kenney, Michael. 2004. From Pablo to Osama. Trafficking and Terrorist Networks, Government Bureaucracies, and Competitive Adaptation. Philadelphia: Pennsylvania State U. P.         [ Links ]
  5. Polit Dueñas, Gabriela. 2013. Narrating Narcos. Culiacán and Medellín. Pittsburgh: Pittsburgh U.P.         [ Links ]
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