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Apuntes de investigación del CECYP

versión On-line ISSN 1851-9814

Apunt. investig. CECYP  no.25 Buenos Aires jun. 2015

 

OFICIOS Y PRÁCTICAS

Música, juventud, hegemonía: crítica de una recurrencia*

 

Pablo Semán**

* Una primera versión de este texto surgió cuando debí editar el número de una revista dedicada a las relaciones entre música y juventud. La multitud de artículos que debimos examinar me dio una idea clara de un panorama de hallazgos y déficits que parecía insistir en lo que yo había advertido como obstáculos a enfrentar por mi propia producción unos pocos años antes: ¿cómo abordar la relación entre música y juventud sin atribuir a la música juvenil significaciones que parecían ser más bien la esperanza redentora o la decepción desilusionada de los analistas? Un texto que tuvo la forma de un editorial antecede las formas de este que sistematiza y expande las reflexiones vertidas en primera ocasión en la Revista Argentina de Estudios sobre Juventud de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata.
** CONICET / IDAES - UNSAM

Recibido: 20/03/2015. Aceptado: 5/05/2015.


 

Sociologizar prácticas habitualmente no sociologizadas, en el marco de una ciencia social que hasta cierto momento apuntaba con solemnidad a objetos inmensos, materialmente inabarcables y muchas veces declinantes, fue innovador y atractivo. Ese fue tal vez el éxito de una incipiente sociología de la música que en Argentina se vinculó fuertemente a una ciencia social de la juventud1 y a una visión sobre resistencias a la última dictadura militar. Trabajos como los de Vila desde la sociología, Pujol desde la historia, o De Marchi desde el periodismo, son representativos de esta época. Los cientistas sociales en formación en aquella época tenían en esa operación el testimonio de la posibilidad de hacer sociología con algo que los atravesaba o, al menos, les pasaba muy cerca material y sentimentalmente (y esto también era importante en unas ciencias sociales que en los años iniciales de la transición democrática eran renacientes y entusiastas, pero carentes de recursos, casi desiertas de hallazgos que no fueran los propios estudios sobre la transición y que encontraban en la aproximación a la música un referente empírico de bajo costo y alto rendimiento).

El efecto de aprobación que anudaba esta jugada se hizo amplio y productivo cuando las ciencias sociales estaban muchísimo menos desarrolladas que hoy en Argentina y cuando ese gesto, "inaugural", permitía actualizar la ciencia social variando los actores, proponiendo ejes y objetos concretos, conectando debates locales con los de otros espacios académicos. Se continuó en investigaciones que son parte de una línea más o menos establecida en nuestro sistema científico y puede comenzar a ser interrogada en algunos de sus supuestos habituales. Esta línea de investigaciones, que propone la asociación entre juventud, música y, muchas veces, política, debe ser interrogada en inercias, logros, puntos muertos y perspectivas que se nos hicieron tangibles a lo largo de proyecto de investigación en que comenzamos a desarrollar nuestra perspectiva actual.2 La posibilidad que tuvo una generación de cientistas sociales de analizar su placer, sus filias y sus fobias como hecho sociológico debió tomar oxigeno contra el riesgo de volverse, más que repetitiva, pobre y sociológicamente ingenua. Entiendo que este riesgo, en el ámbito de las ciencias sociales de nuestro país, está señalado/conjurado por un conjunto de proyectos e intervenciones que, en acto, al promover pesquisas capaces de trascender lo transformado en hábito (algunos géneros o variaciones del rock, sobre todo el nacional, el material de las letras), descentraron productivamente el impulso inicial generando una nueva etapa de esos estudios.3 Sin embargo, permanecen en la práctica analítica automatismos que resulta posible y necesario discutir. Aquí abordaremos algunos de ellos: el binomio música/juventud, la forma que cobra la problematización derivada de la noción de hegemonía, la necesidad de un diálogo con las concepciones contemporáneas sobre las relaciones entre música y sociedad. Este texto transcurre en el discernimiento de lastres y cristalizaciones obstaculizadoras y desafíos que se presentan en (y al) panorama de investigaciones sobre música, juventud y poder. Se trata de examinar algunas expectativas tradicionalmente presentes en estos análisis, de dar lugar a la circulación de otras perspectivas, capaces no sólo de abrir nuevos caminos, sino también de devolverle movimiento a conjunciones que, viéndolas desde el presente, parecen haber pasado un largo tiempo enyesadas.

I. ¿Música = juventud?

¿La música es una actividad predominantemente juvenil?, ¿la juventud es predominantemente musical? Es necesario tornar contingente una conclusión que silenciosamente parece ir tomando el carácter de hecho necesario: la relación música-juventud está hipostasiada en los estudios sobre juventud.4 Más importante aún es que este supuesto no está despojado de asociaciones que afectan las investigaciones y las concepciones emergentes. A veces infantiliza o al menos empobrece a los jóvenes, olvidando cuánto hacen además de "expresarse musicalmente" o "identificarse socialmente a través de la música" (también veremos más adelante que en la relación con la música hay más variedad de la que se explora bajo el concepto-resumen de "identificación" -o sea, se comprimen las razones por las que se supone que un "joven" se aproxima a la música-). A veces, los torna blanco de una idolatría político-analítica análoga a la que practican los populismos de toda índole5 cuando se atribuye o intenta encontrar en esas identificaciones nada menos que un "potencial revolucionario". Así, es necesario poner en evidencia y en cuestión una serie de elementos contenidos en el supuesto que establece una relación biunívoca entre una edad y una práctica que sería representativa de esa edad en una clave específica.

Partamos de un hecho: la juventud, en ciertas versiones, es en nuestras sociedades una referencia ética y vital que parece concitar las voluntades, expectativas y autoajustes de los sujetos independientemente de la edad. El modelo de realización, la referencia estética, el desempeño ideal es el juvenil o tiene elementos de una juvenilidad mítica reverenciada como omnipotente y soberana. Agilidad, fuerza, ambición, creatividad, son parte las virtudes que definen un valor que, a pesar de todo lo que decimos en lo que sigue (o quizás gracias a ello), resulta tan hegemónico como desgastante de las subjetividades. En este contexto, dos observaciones que pretenden desnaturalizar la relación juventud, música y ciclo vital.

En primer lugar, y por varias razones, pareciera que es problemática la existencia de "una" "música joven" y esto no es de ninguna manera así.

Hay muchas músicas jóvenes y los "jóvenes de hoy" tienen un menú "infinito" en sus opciones y en su complejidad de combinación. Si la música es parte de la educación sentimental (en un sentido amplio de este término) de las generaciones contemporáneas (y ese es un tema que justifica la actual expansión de investigación social de la música), no lo es desde las dos o tres últimas décadas, sino al menos desde hace seis o siete. No es que no lo fuese otrora, pero sí en un sentido particular, motorizado por la industria discográfica, por los medios masivos y por el hecho de que el tiempo está cada vez más habitado de música y señales audibles (Yúdice, 2007). En la actualidad "una música", una misma música, ha sido parte, de formas diferentes, de varias "juventudes", como puede observarse en la suma de generaciones que acude a ciertos recitales, en el asombro indebido que le causa al cuarentón ver a un sesentón escuchando a Spinetta o de Pink Floyd. Pero también debe observarse, inversamente, la actual dispersión de gustos musicales juveniles que incluye a los "jóvenes" que se identifican con las "músicas jóvenes" y no tan jóvenes de la actualidad y de todas las épocas pretéritas en una dinámica de individualización del menú musical que en las generaciones nuevas es intensa como en ninguna otra época anterior (Semán y Vila, 2008) -nunca olvidaré la gracia con que un veinteañero que cultivaba su originalidad pedía, urgente, en una tienda de Buenos Aires, la discografía entera de José Alfredo Jiménez-.

En segundo lugar, resulta importante subrayar que "juventud" implica una relación diversa y compleja con la edad, y también valores expresados en formatos variados y de ninguna manera consensuales en sus formas y contenidos. Hay muchas juventudes en un género musical y muchos géneros musicales para las juventudes así como, también, son las músicas las que ayudan a producir juventudes diferentes y a construir de maneras diferentes el ciclo vital y sus divisiones. Se suele decir, dóricamente, que "juventud" es una categoría socialmente construida. No obstante, se ignora hasta dónde ese principio noble se pierde cuando se centra el estudio en los sujetos cuyas edades están entre los quince y los treinta años y se prioriza en su enfoque la (con)fusión de las tensiones de la socialización secundaria con un supuesto carácter esencial de lo juvenil. La juventud es una construcción social pero tiene un sustrato objetivo imposible de ignorar ,la edad, es lo que parece suponerse cuando se obra sí. Y en ese contexto de esencialización se suma una segunda naturalización: se derivan de las características de la juventud como transición a la inserción plena, o de la estructura de conflictos familiares que implica, un potencial de rebeldía sistémica que se supone que debería expresarse en la música (no es por nada que no hay entre nosotros ningún estudio sobre la generación de Fiebre del sábado por la noche -ver nota 7-). No se puede estudiar la noción contemporánea de "juventud" si no se recupera la contingencia radical del contexto de luchas por la definición de las juvenilidades y del ciclo vital.

Pueden señalarse momentos que tienen un factor en la música y crea valores propios de "jóvenes" independientemente de la edad, o hace circular músicas que permiten establecer puentes entre distintas generaciones re-definiendo lo supuestamente propio de lo juvenil. Los valores que jerarquizan las fracciones etarias y que se otorgan a cada una de ellas varían muchísimo apenas la mirada se detiene en prácticas musicales especificas y en los eventos en que se usa música con fines lúdicos y al mismo tiempo identitarios. El estudio de Gallo (2011) permite radicalizar el cuestiona-miento de la identificación entre lo juvenil (equivalente a una edad) y la música a partir del estudio de una producción electrónica dance específica en Buenos Aires, ya que, en este caso, no sólo la juventud incluye edades no contempladas habitualmente en la definición dominante del término, sino que, a su vez es la misma práctica musical y en particular la práctica de baile ("el estar bailando") lo que produce la experiencia de "ser joven" y habilita "una vuelta" o una permanencia "en juventud", "en estado". Es joven el que baila y el que baila puede tener 15, 35 o 50 años.

En relación con estas observaciones, es posible precisar un sentido a la vez más radical y más elaborado para la mediación de la música en relación con la edad y lo juvenil. Más allá del carácter expresivo o constitutivo que se decida otorgarle al acercamiento hacia la música, esta tiene en la realidad y el análisis papeles mucho más variados que los que implícitamente se le reconoce. La circulación social de la música se define por el "uso", y esto en un sentido que excede la idea de la capacidad interpretativa de los "oyentes" como definidores de un sentido que les llega desde "la oferta". La música se define por su uso, en el entendimiento de que su implicación en la vida es variable y determinante de su sentido pero también de la vida a la que afecta: la misma música no sólo significa diferente para diferentes sujetos, sino que toma lugar en y da organización a experiencias diferentes por su significación, por su valor vital, por el ángulo de la existencia con que se conecta, dando lugar a veces al sentimiento amoroso, a veces a la reflexión existencial, a veces al dinamismo matutino en un frío invierno, apuntalando no sólo una comprensión, sino un curso de acción, emoción y sensibilidad recibida y devuelta al ambiente social. Si esto es así, la propia conexión música-juventud (cada uno de los términos por separado y en su conjunción) tiene una contingencia y una incidencia habitualmente negada por las suposiciones que discutimos en este apartado. La noción de uso aplicada a esta conexión tiene que tener una radicalidad y hablar de una capacidad constitutiva recuperables teóricamente como una imbricación fundante y no como una conexión de entidades preexistentes. La ausencia de problematización de los efectos de esta imbricación es ejemplarmente patente en dos síntomas específicos de los análisis sobre música. El letrocentrismo de las interpretaciones sociológicas y la ceguera ante la articulación de la música con el baile6 (actualmente y cada vez más en discusión y superación), así como el verbalcentrismo en los trabajos de campo sobre el baile, producto de una falta de problematización de la relación entre palabra hablada y movimiento (Carozzi, 2011). Ambos centramientos son subcapítulos de la falta de radicalidad de noción de uso cuando es restringida al mensaje y la comprensión de lo dicho. La falta de foco en emociones, energías, corporalidades, movimientos, hace que una serie de usos de la música, vehiculizados por todo lo que trae el sonido como tal, estén opacados, salvo las supuestas comunnitas extáticas que un observador externo puede conjeturar, con exageración reificante, ante casi toda danza. La oposición entre el "contexto" y lo que lo trascendería es, en general, la madre del olvido de esta imbricación entre música y sociedad y de la singularidad y contingencia con que esa imbricación produce y bloquea "juventudes".

II. De la hegemonía como a priori a la hegemonía como punto de llegada

Y si estamos hablando de construcciones simbólicas no podemos dejar de lado el tema central de este trabajo que es el del marco general en el que el análisis de estas construcciones adquiere equilibrio y significación sociológica. Pongamos un ejemplo actual: el análisis de la música electrónica. Siguiendo el análisis de Gallo (2011) se revela una tensión paradigmática. De un lado es consensual caracterizar la música electrónica como un género que cuestiona los parámetros del arte occidental en cuanto al estatuto y materia de la música, a las distinciones y el paralelismo entre músicos/ actividad y públicos/pasividad y las relaciones entre humanos y tecnología. Asimismo, en el contexto de una discusión relativa a la sexualidad, las drogas, el baile, la bibliografía afirma que la ausencia de presiones moralizantes respecto de los consumos de drogas, los comportamientos sexuales y la expresión corporal dotan al fenómeno de un potencial democrati-zador o de transformación social (de Souza, 2006; Gore, 1997; Gilbert y Pearson, 2003; Thornton, 1996; Rietveld, 1998; Pini, 1997) que se concreta al celebrar el hedonismo y transformar la organización de la producción musical; De otro lado encontramos que se trata de una propuesta sectaria, elitista (Reynolds, 1998) clasista (Bradby, citado por Thornton, 1996), que difícilmente puede ser vista como un movimiento contracultural (García, Leff y Leiva, 2003). En definitiva: a la música electrónica se le pregunta, como a muchos géneros musicales si es emancipadora o no. Y como en muchos casos se arriba a respuestas casi opuestas que pueden deberse a la diversidad de casos u ópticas, pero, pensamos nosotros, se basan en la precariedad de la interrogación. Para decirlo con un ejemplo que me atañe particularmente, e influyó en el campo que analizo, basta recordar que una consideración bastante densa que hicimos sobre el rock de los años 90 en argentina, fue encuadrada, entre la presión del campo y mi propia desidia, como un fenómeno de oposición al neoliberalismo. Y no es que no lo era en algún grado, pero lo era por mediaciones y consistencias tan específicas que esa caracterización termina desconociéndolo. Aquel rock no era el relevo de una formación política tal como pareció quedar implícito entre nuestras vacilaciones y las presiones a interpretar el fenómeno en la clave y en el uso que criticamos acá (ver Semán 1999). Es que a la luz de este tipo de basculaciones nos preguntamos: ¿no simplifica radicalmente llevar a este punto el análisis de un fenómeno que toca paradigmas estéticos, de pautas de profesionalización y mediación, de fronteras redefinidas entre el "ruido" y la "música", de usos del cuerpo y de las relaciones entre sujetos y cuerpos, de construcción de los géneros? . Los casos en que se sucumbe a la interrogación simplista de fenómenos complejos no son pocos: ya nos hemos preguntado si la cumbia villera es emancipadora de las mujeres o refuerza su subordinación?, si el rock subvierte el sistema o lo reproduce. Tal vez debamos preguntarnos si la extensión y naturalidad de este tipo de razonamientos no estanca el análisis, generando modos pobres, rígidos, apriorísticos y gruesamente dicotómicos en el análisis de los fenómenos musicales?

Entendemos que la postulación de la disputa hegemónica como perspectiva genérica resulta empobrecedora cuando es el traslado automático del postulado, sea del resultado de una investigación a otra o desde la premisa teórica pura a la investigación de un nuevo caso (por ejemplo, los usos juveniles de la música, sobre todo cuando no se dimensiona el caso "en sí" y en sus relaciones con la "sociedad mayor"). En este razonamiento, la consistencia "hegemónica" de todo objeto social parece tener la arquitectura de un edificio conocido de una vez y para siempre; y en ese plano todo sucede como si el orden simbólico estuviese concebido como plenamente determinado y las relaciones de hegemonía que se disciernen surgieran de una planilla de análisis sin tiempo de despliegue, sin terceridades, indeterminaciones, ambigüedades ni contradicciones. Todo esto que automatiza el análisis lleva al sociólogo, como un despreocupado rabdomante ciego, bien al alegre descubrimiento de contra hegemonías por doquier, bien a la impugnación del carácter funcional a la dominación de todo aquello que no aporta a formular y consumar un cambio sisté-mico. Además, suele suceder a menudo que estas miradas reivindican el valor analítico del juicio estético, permitiendo que se filtren a través de este medio sociocentrismos de todo pelaje que estaban en la base de la interrogación y que deberían ser más que confirmados superados. En este contexto desarrollaremos a continuación tres cuestiones que fundamentan, más que una distancia definitiva, una elaboración crítica de la exigencia analítica que deriva de, pero también congela, la vertiente gramsciana, ciertos desarrollos frankfurtianos y, también, el impulso bourdiano. La primera es que dichas concepciones se otorgan la tarea de una crítica al movimiento por el cual el sujeto se deja solicitar por lo que se le inculca "sistémicamente". En eso son indispensables. Es dispensable, en cambio, la simpleza, la llanura de la superficie sociales que se surge cuando en uso de esa concepción todo puede ser dicotomizado y comprimido, cuando el analista se deja encandilar por los poderes de la dominación y no puede ver más resultados que los planes que le atribuye al poder (o cuando el analista le atribuye a la diferencia que produce la recepción el valor de una victoria estratégica que nadie reivindica como tal ni en la escena social ni en la analítica). La segunda cuestión es que también es problemático el hecho de que estas visiones disciernen la alienación, o la dominación partiendo de la hegemonía como premisa y no como conclusión. En tercer lugar nos interesa discutir la identificación entre los puntos de vistas críticos y la dominación que critican a través de una maniobra que esconde esa identificación: la homologación del juicio estético (dependiente de las condiciones de dominación que se critican) con el juicio sociológico capaz de producir esa crítica. Asumimos en nuestra elaboración que las críticas que proponemos parten de un supuesto: las posiciones que discutimos asumen, por decreto o por default, las supuestas posibilidades y privilegios de discernir ese movimiento desde afuera, sin compromiso y, por tanto, sin posibilidad de confusiones, con los bandos en juego, especialmente el dominante (son, como las llama Boltanski (2009) "surplombants").7

Por un análisis no dicotómico y no dominocéntrico

Bien se dice, como fundamento de la perspectiva que lleva a la polarización analítica que discutimos, que es necesario reintegrar lo popular, lo subalterno o lo dominado, a la totalidad social para dar cuenta de lo real social, consistente en relaciones de fuerza materiales y simbólicas. El problema aparece, por un lado, cuando se desprecian mediaciones que matizan las innegables jerarquías y relaciones de fuerza simbólicas que pueden y deben descubrirse entre formas que nunca "culturales" en sentido "puro". Por otro lado, también se plantea un problema cuando se ignora que, en el espacio relativamente indeterminado en que se procesan y combinan los ejes de múltiples posibilidades hegemónicas, se presentan diferencias, texturas, ambigüedades y situaciones que admiten rótulos más específicos y más abiertos que resistente/no resistente8 que cualificarían la relación de fuerzas que se pretende caracterizar).

La innegable necesitad de reintegrar lo dominado en la totalidad requiere no sólo de una noción compleja de hegemonía sino también de una forma de concebir la totalidad y la crítica que no son las habituales en los esfuerzos destinados a efectuar esa necesaria integración . La afirmación repetida ad nauseam de que "la cultura" de un grupo social de una sociedad contemporánea no es como la de un grupo de una sociedad "simple", como las que privilegió la antropología para fundar sus contextualizaciones, es utilizada para impugnar los procesos relativizadores en los que se subraya lo "propio" del subalterno, su poder de determinación (aún en la disimetría). Este supuesto debe ser revisado y llevar justamente a lo opuesto: habilitar más ampliamente esos procesos. Es a partir de esa distinción sociedades simples/sociedades complejas que estos procedimientos son sospechosos de populismo, ingenuidad, exotización y olvido de la dominación partiendo de un supuesto que considera a las sociedades "simples" como universos unificados y cerrados en términos de una especie de solidaridad mecánica. La crítica de esta concepción (por ejemplo, Goldman, 1999; Kuper, 1988), muestra en qué grado las sociedades simples no son ni unánimes, ni repetitivas, nos salva de la disyuntiva que se plantearía si mantuviéramos intacta la distinción entre las sociedades "simples" y las "complejas": o el relativismo nunca fue posible y su aceptación es un gesto vacío, o se puede aceptar la relativización para sociedades divididas, y esto es válido tanto para las sociedades "simples" como para las "complejas". El relativismo que hace inteligibles las sociedades y sus conflictos, implica que los puntos de vista otros (en las sociedades simples y en las complejas) siempre deben ser tan captados en su alteridad como en su incomple-tud, su relacionalidad política y en la relación que nosotros investigadores tenemos con ese grupo. En ese sentido, insistimos, la relativización es una tarea que o es posible para todas las sociedades ("simples" o "complejas") o para ninguna de ellas. Y entonces siempre será siempre un peligro sobreestimar la subalternidad como producir visiones aplanadas en las que lo dominación sea descripta con el punto de vista dominante sin dar cuenta ni de lo que la resiste, ni de lo que se le oculta. Como lo demuestra Viveiros de Castro (1999) hay algo inasimilable aún en la situación más adversa, en la mayor de las disimetrías (la que aqueja a los indígenas "situados por Brasil"), como lo advertía Florestan Fernandes (1975) que originó dicha concepción, esa pertinencia del punto de vista subalterno para comprender una totalidad vale para todo tipo de subalternidades tal como lo elabora y lo retomamos de Fonseca (2006). 9 Así que para captar las estructuras que contienen los puntos de vista de dominantes, los dominados y sus luchas y relaciones de fuerza, no basta ni todas las declaraciones de vigilancia epistemológica, ni todas las declaraciones de haber hallado un lugar ahistórico que sirve de punto de mira definitivo. Declaración que nos lleva, con más frecuencia que la que se teme, a la identificación entre nuestro punto de vista, los parámetros de la totalización y la propia dominación. Todo dominocentrismo habla en nombre de ese supuesto saber, de la necesidad de la crítica -que no negamos- pero no da la más mínima chance a un hecho que debería elaborar para justificar sus pretensiones. La dominación que se denuncia con la grilla apriorística de la teoría de los iluminados iluminadores tiene sus compromisos con la dominación y los subalternos, con toda la debilidad que tengan, estructuran su mundo de vida de acuerdo con categorías que la percepción no relativizada del propio punto de vista tiende a ignorar o sancionar. Si se trata de mantener la exigencia de la crítica debe saberse que esto no se logra a costa de renegar (en el sentido freudiano de negar lo que se dice aceptar) con la necesidad de dar cuenta de la alteridad agitando el "temor al "populismo" y al "etnocentrismo invertido", sino de elaborar nociones de totalidad y de crítica que distancien la crítica del punto de vista dominante e incluyan, todo lo balbuceante que sea, el punto de vista subalterno. El proyecto de la crítica debe sofisticarse, tal como lo sostiene Boltasnky, en un encuentro entre las formas clásicas de la crítica y las derivadas de una sociología pragmática que encuentra el fundamento sistémico de la necesidad de la crítica en los actores y en su imposibilidad de adherirse de forma total y permanente a la realidad (algo que retoma de forma menos críptica, pero no menos radical la inadecuación estructural sujeto/sistema que podrían sostener autores tan diferentes como De Certeau y Castoriadis). Así la insistencia y la contraposición en demostrar bien el carácter "emancipador", bien el carácter "esclavizante o reproductivo" de la música electrónica (como en el caso del rock o a la cumbia villera, por mencionar algunos casos) obliga a realizar algunas interrogaciones desnaturalizantes del "marco teórico". Sin renunciar al horizonte interpretativo que determinan las disputas hegemónicas como clave de interpretación de un escenario social, es necesario considerar las complejidades de lo real y las posibilidades de los analistas para preguntarse en qué medida es válido plantearse esta exigencia, hecha en términos inmediatistas, dicotómicos y simplifica-dores. Es necesario preguntarse si la pregunta del tipo "¿consuma el rock "chabón" un camino de efectivo cuestionamiento del capitalismo en sus lógicas sociales y estéticas?" No lleva al empobrecimiento de la respuesta que se busca bajo el amparo de la categoría guía hegemonía.

En este contexto una cuestión, que necesita ser señalada y superada, surge del siguiente razonamiento que cuestiona la lógica de suma cero que se imprime al análisis de la hegemonía. Supongamos que la música y la articulación político-hegemónica de lo social fuesen todo el tiempo coexten-sivas, que toda dominación tiene sistemáticamente una dimensión musical (o que toda música participa decididamente de la producción de una relación de fuerzas). Aún así, debería decirse que la escala de la apreciación propuesta para entender el papel de la música torna inmediatamente poco interesante, imposible de apreciar, salvo como reproductivo, lo que no tiene potenciales nítidos, unívocos y altísimos de transformación de lo social. Esto sin contar que las cosas se complican cuando, como sabemos, las relaciones de hegemonía más desarrolladas y determinantes, aquellas que dan lugar a una estabilización sistémica, integran relaciones de hegemonía parciales y contrapuestas (por ejemplo, la hegemonía del "neoliberalismo" supone diversas formas de dominación simbólica diferentes articuladas en efectos estratégicos). Pero hay algo más. Los efectos políticos que podrían atribuirse cualquier intervención musical tienden a ser, además de entramados en otras dimensiones, temporalmente variables, ambiguos y abiertos. La exclamación cantada por Kapanga, "Andate a dormir vos, yo quiero estar de la cabeza", ¿implicaba discutirle por "izquierda" el uso del tiempo al gobernador Duhalde -que quería terminar con la "nocturnidad"- o podía legitimar, a través de la apología del hedonismo diversionista, una forma de abstención social que, en última instancia, reforzaba la continuidad de las asimetrías existentes? Para que una eventual respuesta a esa eventual pregunta deje lugar a algo más que una interpretación simplista, cualquier canción, incluida esta, debería examinarse además de "en uso y circulación", "en contextos", a lo largo de la historia que ayuda a resolver o en que se resuelve. En una obra que ejemplifica la fertilidad de la posibilidad de complejidad que reclamamos Blazquez (2014) logra, por "prepotencia de las descripciones", mostrar como en el baile del cuarteto se afirman y luego fracasan en su captura hegemónica las posibilidades de autonomía de ciertos sujetos subalternos. Pero esto no sucede como resultado de una necesidad histórica, ni como efecto de una afirmación a priori, ni sin dar cuenta de todos los posibles puntos de fuga de esa situación que en este caso resultan desbaratados.

Al prescindir de la hipótesis de múltiples pliegues, ambigüedades estructurales, desarrollos históricos, singularidad de cada escenario, la pregunta por su eficacia hegemónica/contrahegemónica formula un rango de efectos posibles estrechamente bivariado y difícilmente comprobable en el ámbito social e histórico en que se lo interroga. Más aún: tal vez esto sea interponer un filtro normativo y "pedirle demasiado" al fenómeno, desperdiciando la observación para confirmar otras posibilidades analíticas que se encuentran "más acá" de la hegemonía o aun en un cierto estado de la batalla hegemónica. Tal vez sea que como resultado de "pedirle demasiado" luego "se encuentra nada".10Y en todo esto no deben dejar de computarse los efectos de la proyección dominocéntrica que ya hemos comentado en la construcción de los objetos de investigación: así no solo se ignoran las verdaderas texturas de los fenómenos contrahegemónicos sino que se los busca a la medida de los ideales del investigador. Y como la batalla por la hegemonía no está al rojo vivo todo el tiempo ni en todo espacio, preguntarse cuánto erosiona tal o cual expresión musical al neoliberalismo implica la pretensión muchas veces imposible de lograr de constatar un rango de efectos que sólo se presentan agregados y más claramente en unos momentos de lo histórico que en otros. Esto sin contar que, como la medida de lo contrahegemónico es una cierta versión de la alternatividad política, se vuelve a subir el listón que deben alcanzar los sujetos para calificar como contrahegemónicos (o se alienta el entusiasmo imputativo del analista de manera que cualquier fenómeno alcanza ese listón). Si alguien pretende haber resuelto todas estas cuestiones ¿no resultaría sospechoso de sobre-análisis? Cuando leemos que un trabajo o un proyecto de investigación sobre cualquier banda de la calle se deja llevar por este entusiasmo y confunde la postulación del horizonte hegemónico/ contrahegemónico de las prácticas con la verificación efectiva de un grado de esa relación, es posible convencerse de un hecho: que la postulación de este criterio de análisis reproduce invertido el error frecuentemente atribuido a los etnógrafos (confundir el fenómeno con la unidad de observación que siempre es más estrecha). En estos casos se propone una escala de análisis que excede la unidad de observación, pero se olvida ese hecho y se termina queriendo, obstinadamente, como decía Geertz cuando amonestaba ciertos usos del método etnográfico, "observar el mundo en una taza de té". Insistimos: no es necesario prescindir de esta perspectiva, es necesario no utilizarla mecánica y simplificadoramente. Pero obviamente pesa otro elemento propio de la escena de las ciencias sociales: los investigadores se prestigian de la mano de objetos prestigiosos. ¿Cómo no buscarían entonces que sus fenómenos sean siempre decisivos?

11.2. La hegemonía como punto de llegada

Sin embargo no sólo se trata solamente del contraste entre la pobreza de la escala analítica y la realidad o de la compresión del fenómeno en lo inmediatamente observable. También se trata inversamente de la amplitud de lo que es abarcado por (y desconocido en) la unidad observada. Es que no sólo se exige de más a los fenómenos, si no, también, de menos. Una amplitud que se sacrifica, tal vez innecesariamente, pues la pregunta por la hegemonía, redimensionada, hasta se beneficiaría de estas aperturas. Si se toma en cuenta todo lo que esa música incide en prioridades en cuanto al uso del tiempo y la conciencia, a normatividades sexuales, a relaciones con la propiedad y la profesión, a patrones perceptivos, a formas de articular una reacción corporal y una sociabilidad (Gallo, 2011), puede verse que hay una serie de terrenos muy diferentes en los que evaluar y luego armonizar evaluaciones sobre la eficacia político-hegemónica de un género musical. A su vez, debe contarse que, en la medida que los fenómenos de producción de hegemonía son fenómenos temporales, muchas veces de transmisión y/o acumulación intergeneracional, y dan lugar a efectos en diversos plazos, las preguntas no siempre pueden plantearse del mismo modo ni en cualquier momento. Entonces, uno se pregunta si, además de "pedir demasiado", como decíamos arriba, no se pierde también demasiado por presionar el análisis tan taxativamente hacia conclusiones tan nítidas donde hay ambigüedades, hacia corolarios tan inmediatos donde hay tiempo por transcurrir, con escalas tan groseras donde hay tantos estados específicos y tantas variaciones a considerar.

A los fines de entender cómo se relacionan un género musical, sus seguidores y sus usos con "el capitalismo", es necesario tener en cuenta, al menos, las complejidades antecedentes para preguntar por la capacidad de una escena musical de afectar relaciones de fuerza tan agregadas y dependientes de otros factores, muchas veces más poderosos. Si algo de esto ocurre, no es lo único que ocurre, ni lo único importante. En cambio, mucho de lo que es parte de esa escena se borra por el arrobamiento con que se concurre al encuentro de la hegemonía, ignorando que ella sólo puede encontrarse como una viga maestra, que exige reconstruir la arquitectura singular del espacio en que esa viga es maestra. Es fácil encontrarla cuando tenemos los planos y cuando los planos son universales. Pero es muy difícil reconocer esa viga maestra en construcciones desconocidas en las que avanzamos tanteando. Si, como se decía en otros tiempos, y como se puede entender esta lógica de la reconstrucción de la totalidad, "lo concreto es lo concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones", y es así que son las formaciones hegemónicas, será muy difícil hallar hegemonías por decreto apriorístico en el análisis como si esto fuese posible de recetar.

Pero aparte, se verá, no es necesario desperdiciar todo el rendimiento sociológico que tienen esas piezas que rápidamente descartamos como escombro irrelevante cuando se avanza ansiosamente por el socavón hacia el discernimiento del oro puro de la hegemonía. La música existe en la vida de los jóvenes y, aún cuando portase relaciones hegemónicas, esperando la captación de nosotros, los sagaces de siempre, también porta interpelaciones que construyen corporalidad, oído, sensibilidad a la vibración, capacidad de imaginar. En todos estos terrenos, podrá verse con razón el terreno de concreción de hegemonías. Igualmente, hay en ellos experiencia social variable, digna de registro e interpretación per se y no sólo por el propio análisis de la hegemonía. Porque, por ejemplo, hay procesos de diferenciación que, sean cuales sean sus efectos hegemónicos, tienen valor de historia cambiante digno de nota y de interpretación en marcos analíticos relativos a la "evolución" de las sensibilidades, las estructuras etarias, las articulaciones entre objetos y actores, etcéteraétera.

Esto no implica hacer una regresión a la distinción entre "cultura" ("valores") y "sociedad" ("conflictos"), como lo hace la sociología establecida de la primera mitad del siglo XX, sino de registrar que la experiencia de los sujetos supone, además de la relacionalidad de la hegemonía, como momento analítico, lo sedimentado, lo que los sujetos viven y practican a diario, pero que cambia históricamente. Se trata asimismo de mantener permanentemente un doble registro en el análisis: el de las simbolizaciones que caracterizan una experiencia y el del valor de estas simbolizaciones en relación con otras simbolizaciones (que implican relaciones de fuerza que son objetivas, pero no agotan la descripción ni las variaciones sociales de la experiencia -¿o acaso la cumbia villera, o cualquier otro género musical sólo tienen eficacia social e interés sociológico porque en la declaración de su gusto "se interioriza o se rechaza la dominación"?-). En este sentido es conveniente recordar una intervención: en su obra dedicada a los amantes de la ópera Benzecry (2011) muestra cómo es posible realizar análisis sociológicos de la música sin atarse a la necesidad de buscar correspondencias simplificadas entre la adhesión a la música y la pertenencia a un estrato sociocultural. Superada esa posibilidad críticamente nos deja ver cómo es posible pensar al gusto en términos de performances que deben ser hermenéuticamente establecidas en todo un contexto en que esa figura, que emerge del diálogo entre el investigador y sus anfitriones es siempre una posibilidad histórica y nunca una categoría urbi et orbi.11 Lo que en el caso de Benzecry aparece como amor y pasión es una respuesta cuya construcción empírica resulta ejemplar para encontrar en diversos casos diversas relaciones cuya definición es una pregunta empíricamente abierta.

Confundir un posible punto de llegada del análisis con los momentos de su despliegue y luego, por añadidura, modelar los análisis subsecuentes de acuerdo con esa confusión es empobrecer el cuadro en que elaboramos ese punto de llegada, pero también la misma dimensión de la hegemonía (pecado de abstracción imperdonable para la dialéctica (tomando este término estricto sensu) en que debe fundarse una concepción de hegemonía que enfoca tanto el resultado como el proceso. El análisis inmediatista de la hegemonía conduce a ignorar tanto sus temporalidades como la riqueza de las sincronías en que se despliega y termina justificando la referencia al concepto en una razón genérica (la necesidad de generalización y totalización) que, más que presidir el análisis, lo premoldea y lo aniquila como experiencia.

II.3.El canon y el análisis. Contra-hegemónico es lo que me gusta

Son muchos los que, cuando se les describe, por ejemplo, la lógica con que los lectores de autoayuda entienden, significan y usan los libros, reaccionan tronantes: "pero eso no quiere decir que sea buena literatura". La racionalidad posible de la acción de los otros, su valor sociológico les resulta lógicamente imposible y socialmente "peligroso", porque estéticamente intolerables o viceversa. La vieja y ajada máxima de Andre Gide, según la cual comprenderlo todo es justificarlo todo, abre una ventana de oportunidad a los que quieren filtrar su opinión inmediata, directa, natural, sin confrontación con la realidad, sobre el otro. En el plano del análisis sociológico de la música esto significa algo muy concreto: que en el espacio que niegan entre el juicio sociológico crítico (que problematiza la acción) y el juicio estético, reside, para ellos, un pegamento, un saber siempre reivindicado de antemano y equipolente en los dos planos (estético y analítico). Por eso es que resulta pertinente la crítica que plantea Alabarces (2012) a los análisis que consisten en la "desenfada exhibición narcisista del analista como intérprete" que es, a nuestro juicio, la mejor forma de decir que sucede lo que no debe suceder para que el análisis sea válido: que el análisis se identifica con un canon que al mismo tiempo se pone como parámetro sociológico "objetivo".

Esta posición de saber autoatribuida sin ninguna modestia es la del conocimiento de la verdad sociohistórica, de las categorías de objetividad del mundo que en esa doctrina son las determinaciones estructurales, pero también las subjetividades que necesariamente surgen de una misma forma estructural. Un saber que implica la posibilidad de reconocer en el gusto de los subordinados los hilos sutiles que lo vinculan a la adhesión brutal a sus amos (y por lo tanto permite la crítica de esas adhesiones in toto, partir de su componente estético tomado como la punta del iceberg hacia el conjunto de su ser tomado como su verdadera dimensión).

La reivindicación del juicio estético entendido como indicador del juicio sociológico, derivada de la anterior reivindicación, es al menos problemática. La pobreza de la cultura pobre debería ser siempre una afirmación sospechosa aun cuando la afirmación de su riqueza no sea un indicador de insubordinación hegemónica. Daremos un breve rodeo que no concluye definitivamente la imposibilidad de asimilar el juicio sociológico al estético, pero muestra la productividad sociológica de la suspensión de categorías que como las categorías de plausibilidad de un determinado campo, son parte tomadora en el juego que analizan.

Tomemos la siguiente contraposición de la bibliografía relativamente reciente pertinente para nuestro tema. Según Svampa, la cumbia villera posee, por sus letras hostiles a la policía, un ethos antirrepresivo que diluye su potencial de antagonismo y erosión de la dominación en la medida en que se diluye en una apología de "un modo de vida (el descontrol, la droga, el delito), mediante la afirmación festiva y plebeya del 'ser excluido'" (Svampa, 2005: 181). La crítica de Alabarces, Salerno, Silva y Spataro (2008), que conduce a una forma más precisa de concebir el modo de la politización subrayada por Svampa, merece ser largamente citada por la especificidad de ese logro, como por la lógica del razonamiento ofrece:

aunque nos tiente coincidir con Svampa, y argumentar que el ethos antirrepresivo se disuelve en una falta de caracterización e historización adecuada, nos alimenta la sospecha de que eso supone a la vez la creencia en un único tipo de politización y un ligero etnocentrismo, que confía en una politicidad moderna, ilustrada y prescrip-tiva. (Alabarces, 2008: 56)

Esta lectura apunta a ver la politización implícita en la cumbia villera y el rock como una "politización aunque sea por posición: porque señala un diferencial ... en épocas en que toda desigualdad se pretende escamoteada" (Alabarces, 2005: 56).

Dos comentarios para complementar una interpretación que podemos suscribir en casi todo. La crítica a Svampa insiste metodológicamente en todo lo que el relativismo tiene de confiable, de realista, de "objetivo": detener la proyección descontrolada de categorías que confunden el bien deseable por el investigador con la diferencia y la oposición entre los sujetos investigados y el orden al que, de diferentes maneras, se oponen el investigador y los sujetos. Se trata de algo básico pero muchas veces imposible de lograr: romper las falsas sinonimias entre el observador y lo observado, sinonimias de las que la búsqueda y el encuentro del buen salvaje (el piquetero sujeto de la emancipación, el chabonismo redentor) es el arquetipo de la operación populista. Pero también son pare de esa lógica las miradas miserabilistas que sólo registran subordinación inconsciente, desconocimiento de los efectos del poder que sólo el sociólogo puede vislumbrar. La atribución consecuente de una "politización por posición", una politización, nos parece precisa y justa porque preserva la diferencia y no la traduce equívocamente (y aunque es cierto que se corre el riesgo de pensar que toda diferencia que no alcance el altísimo listón ser contraehe-gemónica, portadora de una "historización adecuada", o sea con todos los requisitos que cabría llenar para ello, sea asimilada siempre a la macroca-tegoría "resistencia por posición", también es cierto, al menos, que no se le niega el mínimo de positividad ontológica que asiste a la alteridad que difiere y por hacerlo resiste).12 Es indudablemente una ventaja no transformar la positividad en negatividad o llegar a esta última por frustración de un primer entusiasmo imputativo (como sucede con frecuencia cuando a la vocación de encontrar sujetos emancipadores le sucede, como resultado de hallar "nada", el rabioso encuentro del refuerzo de la dominación). Y mucho más es una ventaja que se reconozca algo de positividad a una entidad que está en relación y en disimetría con las posiciones del investigador.

Tamaña ventaja surge, insistimos, por la suspensión del juicio político propio a la hora de dar cuenta de la política de los otros. Esta interpretación, al menos por un momento, no se deja arrasar por el binarismo de lo pro y lo contrahegemónico, no al menos en la oposición que exige la plena formación de estas dos categorías. Tampoco se deja capturar por alternativas oscilarían entre el "sacrosanto" ethos antirrepresivo juvenil que acerca el fragmento fresco a la selección de movimientos sociales que confluyen idealmente en la contrahegemonía o en el rebaño "conservador" del asentimiento. Esa interpretación deja ver que, desde esa "resistencia por posición", pueden originarse otros lazos políticos, incluso algunos que al analista le parezcan peores. Se abre a la posibilidad de existencia de otras formas de política porque objetiva las propias y las anula como rasero, mientras las mantiene como punto de contraste iluminador.

El rodeo que iniciamos más arriba puede culminar: si en el análisis de la politización se puede tomar distancia de las categorías canónicas de la política, por qué no se puede hacer la misma operación en el campo de lo propiamente estético y en el análisis que toma lo estético como indicador de lo social. Por qué no hacerlo si los procesos y configuraciones que permite revelar este procedimiento relativizador son más precisos, debido a que son más complejos, más abiertos, menos sujetos a ser encerrados en la dinámica del titular de diario que coloniza cada vez más la propia ciencia social?

Dicho todo esto puede entenderse que el uso de la perspectiva analítica que enfatiza los fenómenos hegemónicos, es más productiva si reconoce, en la complejidad de lo social la pluralidad de dimensiones, la pertinencia de un enfoque temporal, y la ambigüedad de los desempeños de las acciones, trayectorias y proyectos, la heterogeneidad entre lo estético y lo sociológico. A esta necesidad las concepciones contemporáneas de los fenómenos musicales tiene mucho que ofrecerle si se las entiende en parte como mediaciones conceptuales para comprender mejor los funcionamientos hegemónicos, en parte como el señalamiento de un conjunto de mediaciones concretas que delinean dimensiones sociológicamente relevantes tanto para complejizar la percepción de la hegemonía como para lo que escapa a las disputas hegemónicas.

III. La música como sociedad, lo musical de la agencia.

Las posiciones de Hennión (2002) y DeNora (2000) ayudan a concebir lo sociomusical saliendo de las naturalizaciones de sujetos y temas en el análisis de la relación música-juventud, así como de la forma empobrece-dora en que se presentan los análisis del conflicto en el que la música es parte. La necesidad de entender la música como parte de un sistema de relaciones hegemónicas podría encontrar en estas concepciones dos elaboraciones complementarias que ciñen y elaboran productivamente esa exigencia.

Anticipando un poco el argumento que este recorrido quiere abonar, debemos decir que entre las tendencias clásicas y las contemporánea media una diferencia a favor de estas últimas: se trata de no pensar como si música y sociedad fuesen términos a combinar, pero preconstituidos. Se trata de entender el proceso de co-constitución de ambas como momentos de un proceso. Y se trata, al mismo tiempo, de algo complicado: no conceder a los regodeos autohipnóticos del constructivismo que confunden la velocidad de los análisis deconstruccionistas con los ritmos de la sociedad. Ritmos que muchas veces son de largo plazo, se construyen y sedimentan en camadas de sentido que disponen la acción y tienen efectivamente una duración que el antiesencialismo en piloto automático no puede registrar.

En este sentido, las posiciones de Hennion y DeNora proponen una especificación de la relación música-sociedad que desarrolla dos aspectos de la densidad y la interpenetración constituyente que asiste a lo que llamamos "música" o "sociedad". Hennion delinea la superación sin disolución absoluta de la relación entre el sujeto y el objeto disponiendo la rede de mediaciones en la que surge el objeto de análisis, e introduce también la mediación de las cosas, la "actancia" de los objetos como parte de la red que determina lo musical. DeNora amplía la idea de agencia y su relación con el plano estético y, desde el punto de vista de la misma, también emprende una crítica paralela a la dicotomía sujeto-objeto ayudando a problematizar la ambigua y muchas veces insidiosamente equívoca noción de "contexto". A partir de ellos, el paralelismo música-sociedad puede ser sustituido plenamente por la imbricación. Ya no es la sociedad expresándose en la música, sino constituyéndose en ella, y ya tampoco es posible prescindir de la necesidad de ajustar los conceptos sociológicos a las formas específicas de los campos.13

La música como sociedad

Una primera cuestión es la que derivamos de Hennion. Para este autor, debe superarse una oscilación permanente de los análisis sociológicos. De un lado están las interpretaciones que conceden todo al supuesto sentido inmanente en la obra. Esta ha sido la posición propia de los musicólogos, pero también la de los que identifican el juicio sociológico con el canon.

De otro lado la militancia interpretativa en el desenmascaramiento del carácter político que disuelve lo musical en una materia social que le es extraña tal como surge de la demanda constructivista contemporánea. Esta oscilación obliga al investigador a deslizarse entre dos alternativas sin salida: la utilización perversa de las categorías de juicio estético para enunciar un análisis sociológico (¿música buena o música mala?) o la consideración externa a las prácticas, ciega a su especificidad (¿música emancipadora o alienante?), con el consiguiente abuso de categorías sociológicas que se sobreimprimen al hacer y lo tergiversan. La confusión de estas dos alternativas ciegas en una sola (la música "mala" es reproductiva o viceversa) llega al clímax cuando pretende deducirse el carácter socialmente reproductivo de una forma musical de sus características vistas críticamente-negativamente- según el canon que opera en una época. Esta posición opera como denuncia de la hegemonía al señalar el horizonte contrahegemónico al que los "falsos rebeldes" "nunca llegan". Y también lo hace como expresión de la hegemonía, al descalificar a los sujetos por no suponer en sus adhesiones y prácticas más que una forma degradada de lo establecido, una expresión a años luz de las vanguardias superadoras lo que representa una acomodación del sociólogo a la hegemonía que más que describirla la expresa en la denuncia de la pasividad incompetente de los brutos. Esta tensión puede superarse en un movimiento que cuestiona también la escisión entre sujeto y objeto en las prácticas musicales. Así, más que diluir la especificidad de la música en su determinación social, es necesaria una sociología de la mediación que implica (discúlpese la extensión de la cita):

tomar en serio la inscripción de nuestras relaciones en las cosas, y no en deshacer con el pensamiento, como si no resistieran, los montajes y dispositivos a la vez físicos y sociales que sirven para establecer semejante reparto, situando de un lado un objeto autónomo y del otro un público sociologizable. Interpretar no es explicar, regresar a la pureza de las causas únicas, exteriores, que los actores buscan tanto como nosotros, sino mostrar las irreversibilidades que, por todas partes, han interpuesto los mixtos, entre los humanos, entre las cosas, entre los humanos y las cosas: ¿qué otra cosa es la música? (Hennion, 2002)

Es en ese contexto que la música debe concebirse en sí misma como una sociedad, plena de mediaciones eficaces. Para Hennion, la música es "una sociología" si se concede el peso que tienen a las mediaciones que la producen más allá de los extremos imposibles, sólo virtuales, del sujeto y el público. Estas mediaciones, como los océanos entre los continentes, producen un vaivén mucho más significativo que las orillas a las que más que unir produce en ese vaivén: el del sujeto y el objeto que se redefinen en ese mover y, en última instancia, son parte de ese mismo movimiento14. Es necesario recuperar la complejidad de esa dinámica para entender que ni la producción de hegemonía es tan simple de captar, ni es el único fenómeno sociológico relevante, aunque los otros fenómenos y dimensiones relevantes son significativos también para la producción de relaciones hegemóni-cas. ¿Qué es lo que se procesa en "la música", entendida como "asamblea" (como lo dice Hennion) atendiendo a los diferenciales de poder, de los que constituyen esa "asamblea"?

III.2. La ampliación de la agencia

Esta última cuestión remite a la intervención de Tia DeNora (2001) que a este respecto resulta estratégica y nos permite plantear el segundo punto. A partir de su concepción podemos entender el grado específico en que la acción social puede tener determinaciones musicales. En un libro clave encontramos el papel de la música como parte de la estructura de la acción que orienta la producción de emociones, prácticas corporales y conductas (como tecnología del yo, como tecnología del cuerpo, como un dispositivo de regulación de las interacciones en distintos escenarios de la vida cotidiana).

En este sentido, el planteo radicaliza, supera y contiene la tensión que podría formularse entre, por ejemplo, el planteo de Adorno, por un lado (y su énfasis en el material musical per se), y, por otro, Michel de Certeau (y su énfasis en el uso de la resignificación y la apropiación). Es que la música es concebida y descripta en su investigación como elemento crucial de un dispositivo habilitante, en un promotor de la acción. De Nora se aproxima pragmáticamente a la cuestión del significado musical de forma tal que la dicotomía texto/contexto (y la idea del objeto musical) resulta estéril. Se trata de entender, mas bien, que la música es lo que es tanto un recurso presente en una configuración social para la acción, el sentimiento y el pensamiento (p. 49). Es por eso mismo que resulta tan doloroso al oído escuchar que se refiere al "contexto" como al "accidente" en filosofía aristotélica. El "contexto" no se adiciona a la música ni a la acción como si esta fuera una "variable", la engendra, como la ostra a la perla. Así, se trata tanto de atender a la interpretación musical como a su apropiación, pero en la dinámica en la que existen imbricadas subrayando y teniendo en cuenta su materialidad como música en tanto capacidad de afectar el mundo vital en el que está entramada y actuante. En el marco de estas consideraciones los usos de la música ya no son sólo el efecto de la lógica subversiva de las apropiaciones, del desvío que las prácticas le imponen a las prescripciones de uso, sino de algo que implica esta idea, pero la desplaza del plano de la comprensión de un mensaje a un plano que es el de la acción misma. Una cosa es que, en producción, como decían los analistas del discurso, se destile un sentido místico de una letra de rock. Otra cosa es que, al oírla, se viva esa canción (que no era para nada mística) como una forma de oración (supongamos el caso de un joven practicante zen que tiene en un determinado rap la perfecta articulación rítmica para finalizar su práctica diaria). De tal modo, para la autora, la música es algo más que un medio "significante" o "expresivo". En el plano de la vida cotidiana, "la música está involucrada en muchas dimensiones del agencia-miento social, en sensaciones, percepciones, en la cognición y conciencia, en la identidad y la energía" (pp. 16-17). Así, la "música está en relación dinámica con la vida social, ayudando a invocar, estabilizar y cambiar los modos de agencia, ya sea individual o colectiva" (p. 20).

La teoría de los efectos sociales de la música que cuestiona De Nora concibió la agencia y la acción social en una época que, comparativamente resulta de bajo desarrollo de la industria cultural. Por ello es necesario multiplicar la necesidad y el valor de una concepción como la reseñada cuando, como dice Yúdice (2007), esta es una "época de auralidad incrementada" en la que las instancias de la industria cultural se han multiplicado y redefinido su forma. A este respecto, no es irrelevante para entender el papel contemporáneo de la música que DeNora agregue que "en los tiempos del siglo xxi las bases estéticas de la vida social se han vuelto dominantes -con lo cual- estas deberían ser trasladadas al corazón del paradigma sociológico". En este sentido, los estudios sociomusicales merecen mayor atención dentro de las ciencias sociales, donde pueden ser de considerable importancia en la reformulación de una teoría de la agencia que permita superar las teorizaciones de la acción social "aislada" de las dimensiones del cuerpo, los sentimientos y las emociones. Conforme a esto y si la música es, siguiendo a Hennion, sociedad, la acción social, siguiendo a De Nora, puede ser musical. Cuando estas dos afirmaciones se encuentran, puede inferirse que el todo (la "sociedad", la "cultura") tiene en la agencia expandida en su papel y su consistencia, una instancia analítica equivalente a un contrapunto dinamiza la totalidad (una representación disociada entre la agencia y la cultura, retoma y renueva la relación entre el actor y el sistema). Esta tensión entre cultura/sociedad y agencia es el terreno en que no sólo es posible re elaborar productivamente la noción de hegemonía, sino también la visión de los terrenos donde música y acción social se interpenetran de forma densa, compleja y específica. Esto queda plasmado en una agenda posible que, al mismo tiempo, vale más allá y más acá de la hegemonía, pero le crean una urdimbre mucho más rica que la que suponen los análisis que señalamos críticamente como estrechamente dicotómicos.

IV. Palabras finales

Los estudios sociales de la música, y sobre todo los avances de estos estudios en el ámbito académico local han dado un salto cualitativo en los últimos lustros. A los poquísimos investigadores que tomaron estos temas en sus manos se han sumado decenas de jóvenes investigadores en formación que han dado lugar a una extensión inédita de los objetos de investigación en el campo de la música. De esa masa crítica surge el hecho de que se encuentran ante un panorama en el que las viejas preguntas, quizás las permanentes, pero no las únicas deben hallar un nuevo lenguaje. Y en este punto se trata de renovar las interlocuciones con la bibliografía contemporánea que se produce en contextos particularmente activos como el mundo anglosajón, el francés o el brasileño. El estancamiento en la naturalización de la relación entre juventud y música o la porfía en detectar hegemonías y contrahegemonías sin plantearse las condiciones bajos las cuales se definen y se captan esos movimientos testimonian la necesidad de ese diálogo tanto para redefinir productivamente las preguntas por las relaciones entre "sociedad", "música y "poder" como para liberar y producir otras interrogaciones que se agregan legítimamente a las inquietudes irrenunciables del proyecto crítico bajo cuya inspiración se desarrollan las ciencias sociales.

Aquí hemos querido destacar tanto el agobio al que tienden ciertos usos clásicos como la posibilidad de una intersección productiva entre los planteos renovadores y las inquietudes permanentes del proyecto crítico: la producción de relaciones de fuerza en un nivel simbólico y material puede comprenderse mejor en términos de términos de concepciones que dimensionan de una forma más amplia y precisa las prácticas que intervienen en esa producción. Y es toda una necesidad la de aprovechar esos recursos para librarse de la tentación a la que casi siempre se cede contradiciendo inconscientemente el proyecto crítico: la de identificar el juicio estético con el juicio sociológica. La defensa encarnizada, prepotente y al mismo tiempo ingenua de la superioridad supuestamente universal de unas formas musicales históricas y singulares no deja de ser nunca un parroquialismo que hace de esa pretensión el naufragio de una crítica siempre dispuesta a creer que esta vez, esta vez sí, mi punto de vista es universal, abarcativo e inobjetable, para descubrirse tiempo después de todos los desprecios vinculada al canon, a los poderes que lo sostienen y a los que se quería someter a crítica.

Pero tal vez en este diálogo entre las preguntas de siempre y las nuevas concepciones resta una virtud más por explorar. Si el esteticismo realiza un juicio sociológico perverso, no es menos cierto que el sociologismo que resulta de la consagración siempre placentera del sociólogo cómo último intérprete inapelable puede moderarse cuando se vuelve críticamente sobre categorías sociológicas que deliberadamente se hacen ciegas a la especificidad de los campos. En ese sentido el movimiento que da cuenta de la estetización de la agencia y el que repone la contingencia de lo social vuelven a insistir sobre un hecho que frecuentemente se olvida: entre el sociólogo y los campos no existe ni un abismo, ni un muro impenetrable ni una confusa continuidad sino una grieta viva en la que es preciso no dejar de trabajar. Esa no es una novedad absoluta, pero es el llamado que desde el mundo de la especialización y la "subdisciplina" se tiende, creemos que con pertinencia, a las ciencias sociales en general.

 

Notas

1. La vinculación rock-movimientos sociales-juventud apuntada pioneramente por Vila (principalmente Vila, 1985) articuló este clima que describimos muy sumariamente, y esta capacidad de articulación fue una de las condiciones de una feliz recepción como de la apertura de una senda que se fue poblando y naturalizando. Había en esto una tentativa de vincular un nuevo objeto a una vieja agenda de teoría, investigación e, incluso, acción política. Se podrá decir que los nuevos movimientos sociales no constituían en ese entonces parte de una agenda vieja, pero se entenderá también que uno de los usos de esa agenda -esperar de los movimientos sociales el maná de la democracia, como del movimiento operario la revolución- implicaba un uso antiguo de esa noción, una búsqueda ansiosa de los actores de un nuevo relato emancipador. Sobre las relaciones entre esta expectativa democrática y la sociología, Frederic (2003) muestra cómo la búsqueda del "potencial democrático" de la sociedad por parte de la sociología implicaba una reflexión sobre las responsabilidades políticas de los intelectuales y, entendemos nosotros, de su relanzamiento como normatividad supuestamente fundada. La ingenuidad de esta visión no dejó de proyectarse a buena parte de lo que algunos escribieron sobre el rock chabón o a las interpretaciones de dichos textos. La propia forma de titular uno de los artículos que editamos sobre esta apropiación popular del rock ("El rock chabón y la Argentina neoliberal...") colocaba un género musical en una posición complicada: casi como relevo de una juventud política y no, como podría pensarse mejor, como una articulación simbólica, que engrosaba una diferencia social, cultural, política y geográfica y, por ello, más allá de cualquier proyecto político, resistía densamente, tenía, valor político (cuestión que es muy distinta de suponer una perspectiva de actuación política explícita y homologa ala de una fuerza política de cualquier tipo). Es cierto que en ciencias sociales se habla de unas cosas para hablar de otras, pero habrá que revisar alguna vez la tendencia a no poder dejar de decir grandes cosas de cualquier cosa, en tratar de legitimar nuestros objetos posibles por la escala de valores acríticamente vigente en una zona de transición entre la academia y las relaciones de fuerza sociales más generales: en otras palabras, no podemos convalidar los criterios de relevancia vigentes y tratar de colar en ellos cualquier cosa que se nos ocurra. Otra cuestión que es necesario retener: un texto posterior de Vila elaboraba parte de la ingenuidad que subrayamos al interrogar esa identificación entre movimiento musical y movimiento social sugiriendo otras nociones para captar más complejamente las relaciones música-sociedad (volveremos sobre esto más adelante). Un texto pionero de Mónica Flores (1993) dedicado a la música popular en el Gran Buenos Aires también fue parte de esas aproximaciones iniciales, pero, desgraciadamente, su paso resultó inadvertido para muchos.

2. El proyecto de investigación inicialmente planteado en torno a la producción y circulación de géneros musicales en jóvenes del conurbano, que luego se amplió a otras expresiones territoriales, abarca diversos nichos etnográficos, entre ellos el rock, el indie, la música melódica y romántica, así como diversos géneros electrónicos de baile.

3. En este mismo cambio de agenda, resultan reordenadoras de la situación iniciada en los años ochenta al menos cuatro direcciones de trabajo que es necesario mencionar: 1) el trabajo que desarrolla e impulsa Carozzi (2005, 2009 y en prensa), no sólo por su tema (el tango), sino también por su esfuerzo en lo relativo al baile y a la discusión de los conceptos más fértiles para su interpretación socioantropológica, toca la consideración de la música en general; 2) en el mismo sentido, por su referencia al baile, así como a lo que debe considerarse como dispositivo en se usa música, debe citarse la producción de Blázquez en referencia a los cuartetos cordobeses (2008) y la música dance (2008, 2009); 3) el trabajo de Benzecry (2011) aporta al mismo cambio de agenda en cuanto a terrenos y focos de observación al referirse a la ópera, pero también una consideración que, para ser sociológica, no paga el precio del resolver en dimensiones falsamente universales los términos de referencia para concebir la música; 4) las investigaciones impulsadas por Alabarces (condensadas en Alabarces, 2008), que han abierto, en cuanto a lo juvenil, una agenda de investigaciones de casos y comparaciones en las que la salida del letrocentrismo, la atención a las dinámicas de "incorporación" de lo musical y la pluralización de los géneros, así como los esfuerzos de interpretación histórica, tienen un valor notable junto a un uso pertinaz, pero agudo y empírico, de las indicaciones frankfur-tianas. Nuevamente acotando esta observación a nuestro ámbito de interlocución, podemos citar algunos ejemplos de esa agenda emergente en los trabajos de Garriga Zucal (2008), Liska (2009), Martín (2001, 2008), Míguez (2006), Semán-Gallo (2008, 2010), Silba (2011), Spataro (2010, 2011), Gallo (2011), Irisarri (2011, mimeo), en cuanto a la apertura de la agenda de géneros y prácticas musicales a estudiar.

4. Hipóstasis a la que conducen tanto el tratamiento pobre de la relación música-hegemonía, como una noción reducida de la idea de "uso" (cuestiones que serán tratadas en los dos apartados que siguen). Ambas condenan el análisis al centramiento de la comprobación de rebeldías y subversiones que prolongan los deseos juveniles del analista o llevan a denostar el grado en que los jóvenes de hoy están cooptados/arruinados por el sistema social.

5. Y, vale la pena aclararlo en estos tiempos, populismo como caso de etnocentrismo invertido, de glorificación compensatoria y distorsiva de la alteridad, no como categoría de lazo político que en las teorizaciones contemporáneas redefine el valor negativo que tenía el término en sus equivalentes de "demagogia", "bonapartismo", etcéteraétera.

6. Las aproximaciones de las ciencias sociales a la música juvenil en Argentina tendieron a prescindir de su aspecto bailable o de la música "puramente bailable". No sólo por lo que en esta misma publicación afirma Carozzi, acerca de la antropología del baile y su relación con la música y la antropología, sino también porque "lo bailable", en tanto tuvo el aura de lo conservador, lo frivolo (y en tanto los sociólogos no bailaban), no se estudiaba (no acordamos con lo que decimos que sucede, pero sucede). Una ausencia ejemplar expresa esta tendencia: todavía no hay trabajos sobre la generación activa en la recepción del fenómeno caracterizado por Fiebre del sábado por la noche y la música disco en general. Una excepción reciente, que muestra la necesidad de ampliar esa consideración son los estudios de Carassai (2014) y Manzano (2014). En ellos se aborda no solo lo que fue mayoritario e ignorado sino la potencia transformadora de de hechos y tendencias que son desconsiderados por el privilegio que ostentan ciertas figuras de la música que consagran la agenda de las ciencias sociales debido a que mas allá de su importancia real transmiten al investigador el prestigio con que los consagro una zona muy pequeña del sentido común (que es justamente la barrera a erosionar y transponer).

7. Nos eximiremos en este texto de analizar más críticamente el populismo que es el simétrico inverso de estas posiciones (aunque en varias ocasiones nos referiremos como derivación lógicamente necesaria a él). La razón de esto es simple: en el mundo académico, especialmente en el análisis cultural, el populismo es apenas un fantasma. Nos pesan más los resultados del pánico al populismo que las prácticas populistas propiamente dichas que no es que no existan, pero no logran darse a sí mismas el mínimo de legitimidad que las establezca como algo más que cómo posiciones militantes.

8. Podemos imaginar las intersecciones entre diversas dimensiones de disputa hege-mónica como el desborde de una figura por otra: imagínese por ejemplo el corte transversal de una esfera atravesada por un plano de forma octogonal y no sólo el círculo resultante, sino también la superficie sobrante, inasimilable en la esfera. Las lógicas de la individualización, por ejemplo, tan afines al neoliberalismo, no dejan de ser relevantes para la articulación de perspectivas de salidas del androcentrismo, pero al mismo tiempo rompen ciertas condiciones holistas de lo popular (como lo he tratado en las relaciones entre psicologización y religión. Y, lo sabemos, las emancipaciones de clase y de género no necesariamente van de la mano sino que se suman, algebraicamente, en ecuaciones singulares (sin contar que cada una de esas emancipaciones tiene también recorridos y articulaciones singulares).

9. La referencia etnológica puede parecer extraña o inatingente. La cita ayuda a entender que no. Frente a la preponderancia del análisis de la colonización Fernandes (1975) reclamaba considerar el proceso en "rotación de perspectiva" desde el punto de vista de los indígenas. Si en una situación tan disimétrica el punto de vista de los "derrotados" y extinguidos" traía diferencias para la descripción, ¿como no lo haría una rotación de perspectiva para las batallas contemporáneas?

10. Parte de los estudios sobre piqueteros, por ejemplo, reproduce esta improductiva oscilación: si no fueron lo que esperaba Toni Negri, entonces son clientelistas.

11. La mencionada intervención resulta una de las más consistentes puestas en obra de los avances contemporáneos en cuanto al análisis social de la música y, en nuestra lengua, es una de las más necesarias actualizaciones de las que este trabajo se halla tributario y, tentativamente, prolongador. En ella la captación de la prioridad que un grupo otorga a una práctica musical, captada en términos de una metáfora como el amor, se revela como uno de ellos ejemplos más fértiles de la concepción por la cual, integrando abordajes contemporáneos, el propio libro aboga: entender el gusto a partir de lo interno, sin disolverlo en una razón exterior.

12. De alguna manera la idea de "resistencia por posición" se aproxima a lo que he señalado hace un tiempo (Semán 2006, 2010): la resistencia más allá del proyecto de resistir, una forma de resistencia en sí que no se debe a ninguna objetividad socioeconómica, sino a que en el peor de los casos siempre hay un mínimo de agencia que hace que "la cultura" sea, por definición, contrapuntísticamente elaborada.

13. Un escrito también pionero de Vila (2000) intentaba elaborar el vaivén entre, por un lado, interpretaciones estructuralistas, muchas veces materialistas, y, por otro, fenome-nológicas, muchas veces "culturalistas". Dicho esfuerzo antecede el camino de los que estamos citando e intenta dar cuenta de algo que en cierta época parecía difícil de asumir (el peso de lo simbólico). Los emprendimientos que citamos radicalizan la vocación de síntesis del argumento que recordamos. Pero ya no se trata solamente de la comprensión de mensajes, de su peso en la acción, sino de la acción misma. Aquel argumento mostraba además que no había correspondencia entre clases predefinidas objetivamente y estilos. Lo cultural y lo material se determinan mutuamente. El argumento de DeNora parte de que esa demostración es un argumento adquirido.

14. Esto debería ser parte de una discusión más importante que es objeto de un eventual artículo aparte: la insistencia casi escolástica en la relacionalidad con la que se creen superar los esencialismos es inútil si se piensa que las entidades "son relacionales" y no, lo que sería más consecuente, que las relaciones son las que hacen aparecer las entidades.

 

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