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Apuntes de investigación del CECYP

versão On-line ISSN 1851-9814

Apunt. investig. CECYP  no.28 Buenos Aires dez. 2016

 

Editorial

 

Las ciencias sociales se han ocupado de la noción de juego desde distintas perspectivas, pero atendiendo, generalmente, a dos maneras de acercamiento: lo que dicen los juegos concretos sobre el mundo social y la noción de juego para pensar los procesos sociales desde la teoría.

Sobre la forma de acercamiento mencionada en primer término se han escrito muchas cosas y con variadas lentes teóricas y metodológicas que resultaron en la construcción de objetos también diversos. El tiempo, que mayormente actúa como enterrador, ha dejado a un costado del camino estudios de caso no desprovistos de imaginación; pero sin embargo, ha permitido la productividad en el presente de algunos de ellos. Y quizás es pertinente mencionar uno, simplemente por el hecho de que varias generaciones de grupos inquietos y curiosos de las ciencias sociales y humanas continúan leyéndolo desde los años cincuenta para acá. Se trata del pequeño y potente texto de Roland Barthes sobre el espectáculo del catch del Pa-ris.1 La atención a los modos activos de implicación en el juego por parte del público, actor mayoritario pero no central de ese espectáculo, se presentó como una apuesta interesante en una época en que la alienación (o algún sinónimo conceptual) eran la puerta de entrada más habitual para intentar un análisis de ese tipo de fenómenos. En este caso se toma en cuenta un tipo de implicación que no supone la ignorancia de que se trata de un juego, de un espectáculo, pero de uno que consiste en desplegar con todo el énfasis posible la imagen de la pasión; si se quiere, “los matices más sociales de la pasión”. La crueldad refinada, el sentido del desquite, dirá Barthes, encuentran felizmente el signo más claro que pueda encarnarlos. Y por supuesto, no importa que la pasión sea auténtica o no: “Nadie le pide al catch más verdad que al teatro. En uno y en otro lo que se espera es la mostración inteligible de situaciones morales que normalmente se mantienen secretas” (Barthes 1985: 21). Cuando Barthes escribió este pequeño ensayo en 1957, llamó la atención a los lectores cultos porque se ocupaba de un espectáculo degradado, como se decía en la época, “innoble”, y le atribuyó características de una verdadera comedia humana. Al fin se trataba del análisis de un ritual de espectáculo popular y de una sociedad contemporánea urbana. Quizás refexiones parecidas estaban habilitadas a realizarse desde una perspectiva antropológica sobre sociedades otras. Pero barreras no teóricas –pero sí culturales– que operaban con fuerza en los campos culturales modernos del período, dificultaban tomarse en serio cuestiones como la mencionada. En este juego, los actores centrales, los del escenario, aceptan unas reglas en las que las reglas formales pueden y deben ser violadas. Hay una complicidad del público que protesta cuando es la imagen del mal la que transgrede y se regocija cuando es el bien quien lo hace. La escenografía contempla un árbitro y jueces que también serán arrebatados de distinta manera (contra su voluntad o con ella) por las pasiones. De alguna manera, tanto para las figuras que representan el bien, como para las que representan el mal hay un papel donde no existen las mediaciones que en la vida real inclusive conspiran contra la definición de uno u otro. En momentos de buen funcionamiento de un sistema de dominación, cualquier agente social corriente del mundo moderno cree presentir que existen fuerzas ligadas a los lugares de privilegio económico y político que, a diferencia de él, pueden transgredir las reglas, pero para seguir viviendo se intenta imaginar que hay algo en ese mundo, sino de justo, por lo menos de irremediable. Pero más allá de que en la vida cotidiana se muestre sumiso con las personas concretas con poder y sus símbolos, de tanto en tanto sueña que puede marcharse a un lugar lejano, distinto, o quizás encontrarse con oportunidades que le permitan una revancha. Claro, en la vida real, cuando no existe un momento de efervescencia social, esas posibilidades se presentan como un murmullo sordo que no se permite transformar en palabra y mucho menos en acción. Y es en este despliegue de énfasis del “juego” del catch en donde ocurre esta transparencia deseada y por eso se participa con entusiasmo.

Por supuesto que los juegos posibilitan decir cosas sobre el mundo social. Y tanto lo posibilitan, que la noción de juego se ha incorporado como categoría, con mayor o menor ambigüedad a distintos cuerpos teóricos de las ciencias sociales. La derivación de los modelos matemáticos ha generado “teoría de los juegos” en distintas disciplinas, aunque quizás su éxito más fuerte, no sólo por la aceptación del mundo académico, sino también de los mundos de la empresa y la política, esté en la economía, en una de las miradas de la economía que ha sido legitimadora científica de políticas con gran infuencia internacional. El énfasis puesto en la racionalidad de los agentes ha resultado que distintas expresiones de tradiciones fuertes de la sociología tomen distancia de esos modelos exitosos por considerarlos sostenidos en una concepción reduccionista de la acción.

Estas expresiones de tradiciones clásicas, deudoras de una concepción compleja de la determinación de la acción, son las que de distinta manera se manifestan otorgándole cierto tono común a la heterogeneidad de este número. Son también las que de algún modo se encuentran en algunas re-fexiones que desde el mundo de las artes han sostenido un acercamiento a la noción de juego. Básicamente aquellas que dan cuenta de situaciones en las que se atiende a la elasticidad de las reglas del juego, al ir más allá de esas reglas sin escaparse del todo del tablero, o bien escapándose picarescamente, pero haciendo como si se estuviera adentro. Tres ejemplos.

El primero, el ensayo que Jorge Luis Borges publica en 1930 en el libro Evaristo Carriego como páginas complementarias a los capítulos. En las notas complementarias al cuarto capítulo, se ocupa del juego de naipes llamado “el truco”. En apenas un poco más de una página hay una refexión que por supuesto es borgiana, pero que podría ser goffmaniana, sobre la complejidad de las interacciones sociales. Y con esto se quiere decir que se atiende la multiplicidad de elementos que se despliegan en una interacción observada como performance, y de allí se desprende lo imprescindible de atender a qué están diciendo los gestos, más allá de un corte sincrónico y literal. Son “cuarenta naipes que quieren desplazar a la vida”, pero que sin embargo actúan algunas de las formas más complejas de la interacción que tiene que ver con el engaño, o más bien, con la picardía. Una “potenciación del engaño ocurre en el truco: ese jugador rezongón que ha tirado sus cartas sobre la mesa, puede ser ocultador de un buen juego (astucia elemental) o tal vez nos esté mintiendo con la verdad para que descreamos de ella (astucia al cuadrado)” (Borges 1996: 114). En este juego, la picardía está incorporada como constitutiva. En las interacciones corrientes de la vida cotidiana, esa picardía puede estar presente sin la posibilidad de ser intuida como tal, y el investigador analiza prácticas sociales que la incluyen, o la pueden incluir, y que sólo pueden atenderse si se considera a esa práctica como el resultado de experiencias históricas diferentes en términos culturales. Y sólo allí dice algo sobre el sentido de la acción. Lo que dicen los agentes sociales siempre tendrá alguna relevancia, pero a condición que se le formulen preguntas desde la teoría a lo que dicen y no se lo tome como una explicación de su accionar. Es conocida la ironía de Marx cuando refere que “mientras que en la vida vulgar y corriente todo shopkeeper sabe distinguir perfectamente entre lo que alguien dice ser y lo que realmente es, nuestra historiografía no ha logrado penetrar en un conocimiento tan trivial como este” (Marx 1959). Esa advertencia, que se presenta como elemental en la ironía de Marx, no es de hecho tan evidente en las complejas interacciones de la vida cotidiana de las sociedades complejas, y está desplegada de manera clara en esta re-fexión sobre el juego del truco.

El segundo ejemplo corresponde a uno de los trabajos del escritor argentino Roberto Arlt que se agruparon bajo el nombre de Aguafuertes porteñas. Este breve ensayo es una discusión muy similar a la que Borges mantendría con un flólogo español (el Dr. Américo Castro), y también se sostiene una misma posición. Se rechaza una mirada normativista que no toma en consideración el habla como proceso social determinante de los sentidos de las palabras. En los dos casos los adversarios son académicos, o simplemente hombres cultos sostenedores de una posición academicista, que imaginan una pureza deshistorizada de la lengua. Lo pertinente en el caso de Arlt es que en su argumento le dice a su contendiente: “Querido sr. Monner Sans… la gramática se parece mucho al boxeo”, y allí sostiene lo que podría llamarse creatividad de la agencia:

Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del pugilismo exclaman: “¡Este hombre saca golpes de `todos los ángulos’!” Es decir, que, como es inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica gramatical del boxeo. De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con sus golpes de ‘todos los ángulos’, le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino esa frase nuestra de “boxeo europeo o de salón”, es decir, un boxeo que sirve perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos frente a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores (Arlt 1996).

Por último, una imagen que da cuenta de la pérdida de productividad de las instituciones que garantizan el cumplimiento de las reglas del juego. Quizás esta imagen adquiera una especial pertinencia en un momento en que instituciones claves del mundo moderno pierden legitimidad progresivamente en un momento en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no se configura sino como prácticas (fuertes y decididas) que se mueven sobre instituciones que, o bien son las viejas actuando como escenografía deslucida, o bien son las nuevas remedando a las anteriores y reemplazando al viejo ciudadano por el vital e inmoral individuo pragmático. Los momentos de crisis, de fragmentación social, de anomia, pueden permitir el agrupamiento, la actualización de colectivos latentes que bajo banderas en pos de nuevos mundos alientan a derribar definitivamente el viejo orden. Pero si no se supera la fragmentación, lo que ocurre es que los agentes sociales tienden a moverse en el marco de las reglas sin creer en ellas, burlándolas. Quizás la forma en que las distintas artes han dado cuenta de una de las posibilidades que genera ese clima es la picaresca. Y allí está entonces la obra Los tahúres, de Michelangelo Merisi, conocido como Caravaggio, que a fines del siglo XVI expresaba en una escena casi teatral lo que eran tipos corrientes en una sociedad en crisis. Un joven caballero jugando una partida de cartas con otro (el joven tahúr), con ropas que dan cuenta de su inferioridad social, quien en su espalda, en su cinto, se le ve que guarda cartas para trampear. Detrás del caballero, el cómplice del jugador, el tahúr mayor, con capa negra y un viejo guante roto quien le advierte a su compañero mediante una seña cuáles son las cartas del joven caballero. La escena es teatral “porque en un garito real se descubriría enseguida una gesticulación tan evidente”. Y en esta disposición teatral, sin lugar a dudas, se hace evidente a un público que puede ver sin oscuridades la trampa, que en esta escena puede ponerse por encima del trampeado (Dixon 2011). Lo significativo de esta escena es que de manera explícita y sin una impronta moralista Caravaggio da cuenta de tipos sociales presentes en la Roma de la contrarreforma. La Italia del siglo XVI “había padecido un estado de guerra casi permanente, lo que dio lugar a una numerosa población de mercenarios desarraigados...”. “Las repetidas epidemias no sólo destruían vidas, sino que también hacían estragos en la economía de las ciudades y los Estados en que se declaraban. El número de desplazados y desempleados había aumentado de forma alarmante durante la vida de Caravaggio” (Dixon 2011). Era una situación de crisis en donde los pícaros podían hacerse pasar por peregrinos. Y así los relatos de época dan cuenta de distintos tipos de tramposos y ladrones que circulaban por las callejuelas romanas. Tanto abundaban estas prácticas sociales que había una literatura que se ocupaba de los tramposos callejeros, como es el caso del matemático, astrónomo y jugador frustrado Gerolamo Cardano había escrito un popular tratado sobre las apuestas titulado Liber de ludo aleae (Dixon 2011). Las instituciones en estado de crisis no garantizaban la creencia en las reglas del juego generales. Sin embargo, no había rebelión. Era un mundo fragmentado y en desorden, pero sin la propuesta sustentada en cuerpos sociales e institucionales de un orden alternativo. Entonces se producían, entre otras muchas, pequeñas habilitaciones a quebrar las reglas del juego como la que realizan estos tahúres de Caravaggio. Es un pequeño triunfo contra el caballero del mundo aristocrático que no se altera por esa pérdida en el juego de naipes, e ignora la trampa. Los pícaros que festejarán la mínima derrota de la aristocracia volverán al mundo al que pertenecen con la alegría de haber obtenido dinero y haber dominado el juego a su voluntad, aunque la experiencia de ese dominio se trate de un mero juego de cartas y la duración sea efímera.

En distintas miradas de grandes referentes de la sociología de fines del siglo XX y comienzos del XXI, y en la relectura de clásicos que ha realizado la antropología cultural, los acercamientos a la noción de juego se han hecho atendiendo a esta concepción compleja de la determinación de la acción en que el componente de racionalidad no se descarta, pero se lo imagina, al menos, como un concepto polifónico, a la par de incorporar elementos diversos relacionados con la cultura particular de los agentes. En todos estos usos el recurso es claramente fexible, una entrada habilitadora para pensar distintos aspectos de las relaciones sociales. Por ejemplo, como se sostiene en este número, Norbert Elías piensa la productividad de la imagen de personas jugando un juego, como metáfora de las que forman entre sí una sociedad. Y sostiene que esta perspectiva posibilita repensar las imágenes estáticas y llegar a imágenes más dinámicas que son las que se necesitan para abordar conceptualmente los problemas de la sociología.

 

1. “El mundo del catch”, incluido en Mitomanías (Barthes 1985).

 

Bibliografía

Arlt, Roberto.1996. “El idioma de los argentinos”, en Aguafuertes porteñas. Buenos Aires: Losada

Barthes, Roland. 1985. “El mundo del catch”. Pp. 17-27, en Mitologías. México: Siglo Veintiuno Editores.

Borges, Jorge, Luis.1996. “El truco”, en Evaristo Carriego. Buenos Aires: Emecé.

Dixon, Andrew Graham. 2011. Caravaggio. Una vida sagrada y profana. Madrid: Taurus.

Marx, Karl. 1974. La ideología alemana. Montevideo-Barcelona: Grijalbo-Pueblos unidos.

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