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Apuntes de investigación del CECYP

versão On-line ISSN 1851-9814

Apunt. investig. CECYP  no.29 Buenos Aires jun. 2017

 

Lecturas en debate

El secreto y la política. Notas sobre el último escrito de Oscar Landi

The secret and the politics. Notes on the latest writing by Oscar Landi

 

Eduardo Rinesi1

1. Universidad Nacional de General Sarmiento.


Resumen

En los primeros meses del año 2003, Oscar Landi entregó a la redacción de la revista Sociedad de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, su último trabajo, que aparecería publicado, a modo de homenaje, tras su muerte. En él se ocupa de la relación entre el secreto y la política, en una perspectiva que prolonga y completa su larga militancia teórica en favor de una democracia más participativa, horizontal y transparente. El secreto forma parte de la vida política de todos los pueblos y no puede eliminarse por un decreto de la voluntad política, pero cuando se instala en el corazón de los modos de gobierno de una sociedad como culminación de una lógica de la separación entre gobernantes y gobernados, y de exclusión de los ciudadanos del manejo de sus vidas, debe ser rechazado y combatido. El último escrito de Oscar Landi, fraguado en el clima de discusión de ideas que animó los debates argentinos después de la gran crisis institucional de fin de 2001, debe ser leído como una fuerte apuesta por la democratización de nuestra democracia.

Oscar Landi; secreto; política; democracia.

Abstract

At the beginning of 2003, Oscar Landi presented his last paper to the editorial staf of Society, journal of the Faculty of Social Sciences of the Uni-versity of Buenos Aires. This article has finally appeared as a tribute, after his death. In this paper, Landi deals with the relationship between secrecy and politics, from a perspective that prolongs and completes his theoretical militancy in favor of a more participative, horizontal and transparent de-mocracy. Secrecy is part of the political life and cannot be erased by a de-cree of the political will. When secrecy is installed in the heart of the mode’s government, as a culmination of a logic of separation between rulers and ruled, excluding citizens from the management of their lives, it must be rejected and fought. Oscar Landi’s latest piece, written around the discus-sion that animated Argentinian debates after the great institutional crisis of 2001, must be read as a strong commitment to the democratization of our democracy.

Oscar Landi; secrecy; politics, democracy.


 

1.

La obra escrita de Oscar Landi constituye, sin duda, uno de los capítulos más originales del vasto cuerpo de la filosofía social y política argentina del último cuarto del siglo pasado. Contribuye a ello, posiblemente, su doble fliación en las dos poderosas tradiciones en las que bebió sus principales fuentes: la del marxismo, que inspiró su temprana militancia política en las flas del comunismo primero y del maoísmo, un poco después, y la de la gran filosofía francesa que en los años de su formación intelectual atravesaba las grandes discusiones que jalonaron el tránsito de la hegemonía conceptual del existencialismo sartreano a la del estructuralismo de Claude Lévi-Strauss, de Louis Althusser y de Jacques Lacan, con la figura fundamental de Maurice Merleau-Ponty, ubicada en el centro de esas querellas formidables, como punto de bisagra decisivo y como fanal iluminador de toda la época. Landi forjó su pensamiento teórico sobre la política en la lectura de ambas tradiciones, que no dejarían de animar importantes polémicas y controversias en su diálogo con los problemas que les planteaba la propia historia política argentina (y entre ellos, por supuesto, con el “problema” fundamental del peronismo) y construyó con esos materiales un pensamiento sumamente potente y sugestivo. Por el lado del marxismo, la posibilidad misma de ese diálogo se veía favorecida por la entusiasta recepción por parte de los pensadores más originales de la tradición comunista nacional (y particularmente de uno, que fue maestro de Landi e inspirador notorio de sus escritos juveniles: Héctor P. Agosti) del conjunto de primicias que llegaban de las zonas más dinámicas del vasto cuerpo del pensamiento marxista italiano, muy especialmente, claro, de los inspiradores escritos de Antonio Gramsci; y en particular del modo en que Gramsci revisitaba, y ponía a funcionar de otra manera, la vieja categoría leninista de la “hegemonía”.

Landi sería, ciertamente, muy sensible a las posibilidades que abría esta renovación de la tradición marxista que inauguraba Gramsci a partir de su reflexión sobre la derrota de la experiencia revolucionaria italiana de fines de la segunda década del siglo, y sobre todo sería muy enfático en la necesidad de leer esta novedad teórica que introducía Gramsci en una clave que la alejara de cualquier posibilidad de ser recapturada en el interior de ninguna filosofía economicista de la historia. La palabra “reduccionismo” todavía no estaba de moda en la filosofía política ni en las ciencias sociales y políticas argentinas de esos años, que estaban menos urgidas de lo que lo estarían las de dos o tres décadas después por aventar viejos fantasmas. Pero no nos equivocaríamos si afirmáramos, con esa terminología más propia de los ochentas de la posdictadura y la “transición a la democracia”, que Landi combatió desde muy temprano, a partir de su contacto con la obra teórica de Gramsci, las tendencias “reduccionistas” que anidaban en el corazón de la gran tradición comunista argentina. Mejor todavía: que leyó a Gramsci justo para, contra esas tendencias, sostener la idea de que era necesario introducir en el análisis de las siempre complejas situaciones de dominación de unos grupos sobre otros en el seno de la sociedad, la existencia de distintos niveles en los que esas realidades inexorablemente se organizan, las discontinuidades entre ellos, la complejidad de los procesos de formación de los consensos, los problemas de la subjetividad, de la sociabilidad y de la cultura, y que como consecuencia de todo eso había que pensar los sistemas de dominación como cierres siempre provisorios y contingentes (con toda intención lo escribo de un modo que recuerda la notoria e infuyente lectura que de Gramsci empezaba a hacer en esos mismos años Ernesto Laclau) de situaciones inexorablemente abiertas, irresueltas y opacas.

Esta idea de “opacidad” (palabreja con la que simplifico –lo sé– una cantidad de cuestiones flosóficas, teóricas y políticas que deberíamos examinar con mucho más cuidado) es la que en el campo de la discusión francesa de esos mismos años, en los que se terminaba de forjar el sistema conceptual con el que Landi pensaría a lo largo de las décadas siguientes la vida política argentina, introducía como problema la obra, extraordinaria, de Merleau-Ponty. En particular, lo que aquí me gustaría llamar, con una terminología que por supuesto no es la suya, su crítica del “transparentismo”: del subjetivismo cándido de Sartre, del objetivismo crédulo de Lukács, y su apuesta por pensar, entre el yo y el mundo, entre los hombres y las cosas (y para ponerlo en los términos de los grandes debates de esos años, en los que hace un momento sugería que debía pensarse el lugar central que había ocupado Merleau-Ponty: entre el sujeto y las estructuras). Ese “intermun-do” –así lo llamaba Merleau-Ponty– que es la historia: espacio de las luchas, de los símbolos, de la cultura, de una verdad siempre movediza y que es necesario pensarla en permanentemente construcción.2 Demasiado para Agosti, que no estaba dispuesto a acompañar a su joven discípulo tan lejos, y que no ahorraba escarnios a este tipo de “cotorreos pequeñoburgueses”. Agosti podía valorar una sofsticación del pensamiento marxista por la vía de la teoría de la hegemonía de Gramsci, y hasta reconocer los elementos incorporables a su propio sistema de pensamiento en la tradición “nacional y popular” italiana e incluso argentina (no dejaba de ser este el tema de algunos de sus grandes libros de los años cincuenta: su Echeverría, de comienzos de esa década, y su Nación y cultura, del final), pero encontraba inaceptable o inaudible el tipo de críticas que dirigía al corazón de la tradición bolchevique una obra tan evidentemente digna de atención como la del autor de Las aventuras de la dialéctica.3

De ahí que no sorprenda tampoco la salida de Landi de las flas del Partido Comunista Argentino, primero hacia las del Partido Comunista Revolucionario, después en dirección al peronismo. “Me resulta (…) evidente ahora que la fenomenología y el peronismo se correspondían recíprocamente”, escribió alguna vez Carlos Correas reflexionando sobre sus propias opciones personales de aquellos mismos años (1991: 56). Pensando en las intervenciones de Landi en los grandes debates argentinos de los ciclos de la “transición” y la “postransición” de los ochenta y los noventa, se ve fácilmente el modo en que sus ideas recogen inspiración en esa doble inscripción flosófica y política. En efecto, desde los tempranos escritos (producidos cuando aún la dictadura no había terminado) en los que Landi se preguntaba sobre las condiciones para una convivencia democrática en el país, hasta los últimos textos que escribió en medio del descalabro institucional de 2001 y 2002. La originalidad del pensamiento de Landi se asocia a su recuperación de la densidad de lo que él mismo llamaba “la trama cultural de la política”, lo que es otro modo de decir, más à la Merleau-Ponty, “la carne” de una historia que si, como advertía Landi en sus años mozos, no es posible pensar apenas como un epifenómeno de los movimientos de la economía, tampoco puede imaginarse como una función derivada del mero acatamiento a las reglas del juego de las instituciones. La misma comprensión de la densidad del mundo de la cultura, los símbolos, las identidades y los muchos planos (más luminosos o más ocultos, más estridentes o más sigilosos) en los que se juegan las relaciones entre las personas y los grupos que le había servido a Landi para criticar el “reduccionismo economicista” del marxismo oficial de los sesenta y setenta, le sirvió después para criticar la ingenuidad del “reduccionismo institucionalista” de la political science de las últimas dos décadas del siglo.4

2.

Es en esta clave que me parece que tiene sentido revisar el último texto de Oscar Landi, escrito por él en el verano de 2003, poco tiempo antes de su muerte, que ocurrió en abril de ese año, y aparecido póstumamente, en mayo, en el nº 20/21 de la revista Sociedad de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.5 Su tema es el secreto: el secreto y la política, y su tono es precisamente el de una impugnación del fácil optimismo que permitiría imaginar que por un decreto de la voluntad podría reducirse la concentración de los secretos del poder en una sociedad. El asunto, por cierto, tenía una ostensible actualidad en la Argentina de esos días: apenas poco más de un año antes, una serie de intensas movilizaciones populares (que incluso habían derribado a un gobierno, y después de ese, en una inédita y vertiginosa sucesión, a varios más) había mostrado la fuerza de un tipo de acción colectiva realizada, por así decir, “a la luz del día”, contra una forma de ejercicio del poder que se percibía como un cauteloso juego de engaños y disimulos, y algo de ese impulso perduraba todavía (cierto que muy apaciguado) en la vida pública del país. Pero convenía ser prudente, y por eso Landi repasaba en su artículo el lugar constitutivo, estructural –diríamos– del secreto en la vida de las sociedades: toda sociedad, decía, “se compone de una mezcla variable de evidencias y de secretos, de cosas dichas y cosas ocultadas. Como plantea George Simmel, no podría existir la sociedad sin una cuota de secretos” (p. 113); para después repasar el lugar del secreto (de los planes secretos, de los complots, de los pactos a espaldas de la ciudadanía) en la historia política argentina en general, y en la de las últimas décadas en particular.

Volvía aquí, Landi, a cuestiones que había considerado con mayor detalle en varios de sus muy importantes escritos producidos durante el ciclo abierto en 1983.6 Primero señalaba el lugar fundamental del secreto y del ocultamiento en los modos de ejercicio del poder político estatal durante los años de la dictadura: desaparición de los detenidos por la maquinaria del Estado Terrorista, “pacto de sangre” entre los victimarios respecto a la suerte de los supliciados, no información sobre la localización de los cuerpos de los muertos. Después, llamaba la atención sobre la importancia de la denuncia alfonsinista, en plena campaña electoral, de un real o presunto “pacto militar-sindical” que, más allá de su improbable adecuación a los hechos efectivos de la historia, ponía el lugar del secreto y del ocultamiento del lado de aquello que había que derrotar, y lo situaba a él mismo, a Al-fonsín, como el garante de un otro “pacto”, ahora transparente y luminoso, que era su propio pacto con la ciudadanía para la inauguración de un tiempo diferente, sin escamoteos ni secretos. En tercer lugar, y en relación con esta misma promesa implícita en aquella célebre denuncia alfonsinista del acuerdo secreto entre militares y sindicalistas, destacaba lo mortífero que había resultado para la legitimidad de la palabra política de Alfonsín, construida sobre la denuncia de aquel presunto pacto corporativo, su ostensible engaño a la ciudadanía reunida en la Plaza de Mayo el domingo de Pascuas de 1987 en relación con otro pacto, igualmente secreto, verosímilmente suscripto ahora por él mismo con el líder de un levantamiento militar de vocación desestabilizadora o aun golpista: el pacto secreto entre las cúpulas volvía a la política argentina, señalaba Landi, de la mano de su propio denunciante, cuyo lugar de enunciación, hasta entonces creíble y autorizado por la fuerza y el valor de esa misma denuncia que había llevado adelante durante la campaña que lo había llevado a la presidencia, quedaba, por esa misma circunstancia, severamente erosionado.

Enseguida, consideraba Landi otras dos escenas de las que también se había ocupado en otros textos suyos anteriores: una, la de Alfonsín y su sucesor, Carlos Menem, caminando solos por los jardines de la residencia presidencial que todavía ocupaba el primero, y realizando, con reserva, los arreglos de la sucesión presidencial. La otra, la de los mismos dos protagonistas nuevamente reunidos, algunos años después, pero esta vez en el más absoluto secreto, a espaldas del escrutinio y aun del conocimiento de la ciudadanía en su conjunto, e incluso –tal parece– de sus propias segundas líneas partidarias, para negociar calladamente los términos del acuerdo que el radicalismo iría a prestar, y terminaría prestando, al proyecto oficial de reforma de la Constitución. El primero de esos dos encuentros fue captado por una muy lograda (y célebre) fotografía tomada por el fotógrafo oficial de la Presidencia de la Nación, Víctor Buggé, que muestra a los dos políticos caminando de espaldas por un sendero de la estancia. Del segundo, varios años posterior, no queda por supuesto ninguna constancia fotográfica ni de ningún tipo: alguna foto hubo, sí, del momento en que el “pacto de Olivos” fue informado a la opinión pública del país, pero ninguna del conjunto de discretas conversaciones que lo precedieron y lo prepararon. Landi pone en comunicación ambos encuentros (el de la fotografía de los dos hombres conversando y el de los dos hombres conversando lejos de ningún fotógrafo) para sugerir que la pregnancia colectiva de la imagen tomada por Buggé hace que se la haya podido ubicar imaginariamente “más adelante en el tiempo, cuando se gestó el Pacto de Olivos para la reforma constitucional” (p. 118). La foto de Buggé, que muchos llaman, equivocadamente, “la foto del día del Pacto de Olivos”, no es la foto del día de ese pacto, pero algo de lo que el fotógrafo logró captar del modo cauteloso en que los dos hombres conversan (de espaldas a él mismo, a nosotros, a todo el mundo) parece casi anticiparlo.

Sigue en el artículo de Landi una consideración sobre el modo en que ese mismo desprecio por la publicidad de las acciones de gobierno caracterizó toda la década de gobierno menemista, durante la cual “la autorización delegativa de una parte de los votantes” (p. 118) hizo del secreto algo más que un rasgo opinable de un estilo de gobierno: lo situó en el mismo centro de ese estilo, caracterizado por la toma de decisiones inconsultas y la corrupción generalizada. La idea de “autorización delegativa” que utiliza aquí Landi alude bastante ostensiblemente a una de las categorías (justamente, la de “delegación”, que en los años inmediatamente previos había puesto a circular muy resonantemente, en el campo de la teoría política argentina, Guillermo O’Donnell) que permitía resumir un punto fuerte de los debates de los años, anteriores, de la “transición” a la democracia. Me refero al debate que permitía contraponer, de un lado, la idea de una separación, de un hiato (de un lazo vertical, “representativo” en el mejor de los casos, “delegativo” en el peor), entre la ciudadanía y sus representantes; y, del otro, la idea de la laboriosa gestación de un tipo de lazo no vertical sino horizontal, no representativo ni mucho menos delegativo sino, al revés, participativo, de los ciudadanos entre sí. En algunas formulaciones, esos dos tipos opuestos de lazo permitían incluso definir dos tipos diferentes, opuestos también (aunque opuestos no de modo terminante y antagónico, sino complementario, y que permitían pensar, por lo tanto, en muchas articulaciones virtuosas) de instituciones y prácticas políticas, que un autor como José Nun, por ejemplo, asociaba a dos tradiciones flosófico-políticas también opuestas: la liberal, asociada al establecimiento de lazos verticales entre los ciudadanos y sus representantes; y la democrática, asociada a la vocación por construir ámbitos e instancias de participación popular “deliberativa y activa” (como se podía leer en los trabajos de la teórica canadiense Carole Pateman) en los asuntos públicos.7

Landi no solía utilizar esta terminología, pero no es difícil situar el tipo de preocupaciones que se expresa en muchos de sus trabajos de las dos décadas que se extienden entre el comienzo del ciclo de la “transición a la democracia” y este último artículo suyo que estamos estudiando dentro de este mismo campo de problemas. De hecho, lo que a Landi le preocupaba, siempre, era la generación de ese tipo de ámbitos de interacción ciudadana, que –para ponerlo en los términos a los que se refere este artículo sobre el tema del secreto– permitían reducir los modos de uso del secreto, la legitimidad del ocultamiento de la información, la posibilidad de retaceo del debate, la cristalización de la separación entre un espacio donde campeaba la soberanía de las elites y otro espacio donde se alojaba la impotencia del resto de la sociedad. Es por eso que nos resulta significativa, en el contexto de nuestra lectura de este artículo de la revista Sociedad, su atención a los acontecimientos ocurridos en la tarde del domingo de la Semana Santa de 1987, a partir de la cual el módico coqueteo que el primer alfonsinismo había tenido con la idea democrática de la “participación” se ve reemplazado por un decidido compromiso con la idea liberal, esto es: antidemocrática, de representación del pueblo por el representante que, en nombre suyo, pero de espaldas a su conocimiento y a su control, decide, conversa, negocia, cede. Las escenas de los otros “pactos secretos” que recién comentábamos: los de Alfonsín y Menem, van en la misma dirección, y esa misma dirección no hace más que afirmarse a medida que avanza el gobierno del segundo, en el que la separación entre los miembros de le elite política gobernante y una ciudadanía cada vez más pasiva, silenciosa y marginada asume estas dos formas extremas a las que se refere Landi: la forma absolutamente inconsulta de los procesos de toma de decisiones y la forma enteramente corrupta de tratamiento del patrimonio colectivo. El secreto y la corrupción son el resultado de una forma extrema de la separación entre gobernantes y gobernados.

Esta situación, ciertamente, no es algo que haya logrado corregir la llegada al gobierno de la gestión presidida por el dirigente radical Fernando de la Rúa. De esa malhadada gestión gubernamental, el artículo de Landi se detiene en particular en un episodio que había sido especialmente resonante en el inicio del tramo final del proceso de desprestigio de ese gobierno, que terminaría con el levantamiento popular que daría por tierra con él a fin de 2001: el de las coimas en el Senado de la nación, su denuncia por parte del vicepresidente de la república y la renuncia posterior del propio denunciante. De nuevo, se trata del problema del secreto, de un conjunto de espurias negociaciones secretas que involucraban a un número importante de representantes del pueblo que encontraban posible participar de esas negociaciones, en un contexto en el que se habían roto todos los lazos que los ataban, según el sentido de algún tipo de compromiso o de mecanismo de control, con los miembros de la ciudadanía a la que se suponía que representaban. Landi señalaba la enormidad y el escándalo de estos arreglos reservados, de estos “megapactos secretos en el sistema político argentino”, pero agregaba que estos no eran más que el pequeño extremo que un descuido y una denuncia había vuelto visible de todo un sistema de “cuchicheos y guiños aceitados por el dinero” (p. 119), de comportamientos más o menos mafosos que, en sintonía o no con esos megapactos, involucraban ciertamente a actores que excedían ampliamente el reducido espacio de los representantes políticos del pueblo. Incluían, en un lugar al que Landi se ocupaba de dar preponderancia, a los grandes actores “del mundo empresarial y social” (p. 119) y terminaban de caracterizar un modo seriamente antidemocrático de funcionamiento de la vida colectiva en el país. La lucha en pos de la democracia parece coincidir, en este último artículo de Landi, con la lucha en contra de estas formas inaceptables del secreto.

Pero tampoco era soplar y hacer botellas. Y Landi lo sabía, porque la cosa estaba inscripta en la dialéctica misma entre “lo visible y lo invisible” que había aprendido en la lectura de Merleau-Ponty y en el análisis de la historia política argentina. Para luchar contra el secreto de los pactos a espaldas del pueblo, de las decisiones inconsultas y de la corrupción, era necesario, escribía Landi, “que ocurran determinados acontecimientos sociales y una profunda reforma política que diseñe circuitos de control, participación y deliberación ciudadana” (p. 123). Los temas de siempre: la misma obsesión democrática que caracteriza a todos los escritos de Landi desde, por lo menos, comienzos de los ochenta. Vienen a la memoria, por ejemplo, los textos en los que, refriéndose a “la trama cultural de la política” o a las condiciones para la democratización de la cultura, Landi observaba que no se trataba apenas de cambiar los libretos de tal o cual política pública, sino de crear las condiciones para una mayor participación popular en la comunicación, la educación y el arte.8 La pregunta es si había motivos, en esos meses de fin de 2002 o comienzos de 2003 en los que Landi escribía su último artículo que acá hemos estado recorriendo, para ser más o menos optimistas. ¿Podíamos esperar asistir a esos acontecimientos sociales y a esa reforma política por la que Landi parecía seguir bregando? La sensación es que Landi no lo descartaba, pero el tono general de sus conclusiones era de extrema prudencia: cumplido –lo cito– “el ciclo de los últimos veinte años”, podía ocurrir que un conjunto de acontecimientos y una reforma de ese tipo terminaran por redefinir “las relaciones entre el estado y la sociedad, generando un nuevo perfl de democracia” (p. 123). Pero ni era seguro que esa redefinición se produjera, ni eso ocurriría, en caso de que al fin viniera a hacerlo, de manera inmediata. “En lo inmediato” –escribía Landi, cauteloso–, “seguiremos asistiendo a la tensión entre los pactos y arreglos secretos del poder y la fuerza de los acontecimientos sociales” (p. 124).

3.

Siempre es así. La vida de las sociedades transcurre siempre en la tensión entre estos dos polos del secreto y la transparencia, del sigilo y la publicidad, del retaceo de las decisiones del poder, del examen de la ciudadanía, y la iluminación de esos procesos que “la fuerza de los acontecimientos sociales” a veces logra producir. Es cierto que no dejan de percibirse, en esta contraposición que formula Landi, los ecos del modo específico en que esta dialéctica entre secreto y transparencia se había operado y venía siendo pensada en los meses (acaso en el par de años) inmediatamente previos al momento en que escribía estas notas. En efecto, se deja leer en el texto de Landi una oposición entre el mundo de los pactos, los arreglos y el secreto puestos del lado de los poderes instituidos del gobierno del Estado y el mundo de la fuerza de los “acontecimientos” puesta del lado de los poderes instituyentes de los grupos más dinámicos de la sociedad, y hoy tenemos motivos para desconfiar de que sea siempre así como funcionan las cosas. En efecto, en los últimos años (exactamente después de 2003) hemos tenido diversas ocasiones para comprobar hasta qué punto el “poder constituyente” puede estar a veces del lado del gobierno y del Estado; y hasta qué punto, en contrapartida, los núcleos más cristalizados de resistencia al cambio (y de producción de opacidad y de protección o autoprotección en la oscuridad y en el secreto) pueden anidar en el seno de lo que llamamos “sociedad”. Como han sugerido algunos análisis de lo que ha ocurrido en el país en los años que nos separan de la muerte de Landi,9 es preciso revisar los prejuicios teóricos que nos llevaron con excesiva frecuencia a suponer que era siempre en oposición a los designios y las instituciones del Estado que se trataba de pensar la autonomía y la libertad, que era siempre en contra del Estado que se trataba de imaginar la realización política de la comunidad.

Pero por mucho que esto sea cierto, eso no cambia en nada lo fundamental de la importante observación de Landi, la vida social es siempre (diríamos: dondequiera que se alojen, en cada caso, una y otra de estas dos potencias contrapuestas y en conficto) la lucha entre la fuerza del secreto y la fuerza de la voluntad de limitarlo, abolirlo o conjurarlo con las armas del control democrático y la discusión pública. Esa lucha no puede ser llevada adelante con ingenuidad ni con la vana suposición de que podríamos aspirar a un éxito total de la utopía de la transparencia sobre la oscura realidad de los dobleces y las oscuridades de las que está hecha toda relación intersubjetiva; pero tampoco puede ser abandonada en nombre de un realismo que renuncie a la posibilidad de ver nacer formas más democráticas de funcionamiento de la vida colectiva. Cuando se revisa la obra de Landi desde los primeros ochenta hasta el último escrito de su vida, que es este que aquí consideramos, se aprecia que ese combate es el que organiza todo su pensamiento. En todos sus trabajos, en efecto, encontramos una fuerte apuesta por la participación popular en los asuntos públicos, por el establecimiento de lazos más horizontales entre las personas, por la reducción de los ámbitos (estatales, empresariales, corporativos) donde funciona la lógica del secreto y del retaceo de la información, y por la generación de espacios genuinos de deliberación entre los individuos y entre los grupos. No es, por lo tanto, extraño que Landi se haya sentido fuertemente conmovido por los acontecimientos ocurridos en el país a fin de 2001, que por lo menos en un sentido importante (porque a esta altura de las cosas está claro que se trató de un conjunto de acontecimientos de sentidos múltiples y por lo menos muy contradictorios) estuvieron animados por estos mismos principios y valores. Una nueva forma de la ciudadanía, participativa, activa, asomaba en esos movimientos, y Landi estuvo particularmente atento a la potencialidad de los sonidos de la furia de esos días.

Pero también, prestó atención a los riesgos de clausura de lo que en esos días se había inaugurado, y que Landi comprendía bien que podía dilapidarse si los impulsos menos democráticos de los actores que habían intervenido en esos acontecimientos terminaban prevaleciendo por sobre los más emancipatorios. En su análisis de los acontecimientos parisinos de mayo de 1968, Michel de Certau (1995) utilizaba la expresión (que nuestras ciencias sociales y nuestro ensayismo crítico tomaron abundantemente en préstamo, en aquellos días argentinos, del título de su precioso libro) “la toma de la palabra”, no solo para jugar con las múltiples valencias de esa fórmula tan sugerente sino también para subrayar el modo en que esa “palabra”, que había sido tomada por los estudiantes franceses en las jornadas mayas, fue después re-tomada por una industria cultural que supo hacer del acontecimiento de la rebelión un emblema romántico, un ícono inocuo y hasta un fetiche exitoso en el mercado. La posibilidad de que algo parecido a eso ocurriera acá obsesionaba a Landi, que había escrito sobre el asunto un breve y notable artículo publicado en Clarín en una fecha tan temprana como enero de 2002, donde llamaba la atención sobre el riesgo de que “las urgencias de la crisis y la necesidad de apagar el incendio” que recorría el tejido social argentino dejaran en la sombra “ciertos fundamentos básicos de la democracia”. Y, además, advertía sobre el hecho de que, pese a la fuerte movilización popular, los propios dispositivos previstos por la Constitución para superar la emergencia institucional abierta por la renuncia del presidente no habían hecho más que consumar, bien vistas las cosas, una extrema delegación del poder de los ciudadanos en sus representantes (Landi 2002). Al fin y al cabo, ¿no habían sido estos, los repudiados representantes del pueblo, quienes, reunidos en la Asamblea legislativa, habían elegido, por vía indirecta (y no dejándonos más que sospechar el conjunto de pactos y de acuerdos –de nuevo, secretos– que habían acompañado esa elección), al nuevo presidente de la nación, el Dr. Duhalde?

De manera que, observaba Landi, la sociedad civil, después de las fuertes jornadas de protesta que todos habíamos vivido, había quedado encerrada, mucho más; y mucho más seria y peligrosamente, que en el famoso “corralito” –como se lo había llamado– bancario, “en otro corralito: el de la representación política previamente establecida”, el de la separación entre representantes y representados. Y en ese contexto, escribía Landi, y aun aceptando la situación de urgencia social que vivía el país, era preciso que la necesidad de medidas de emergencia no opacara “el fundamento máximo de la legitimidad de cualquier democracia moderna: el apoyo y la participación ciudadana”. Es notable este enfático alegato democrático de Lan-di, escrito en medio de la crisis y del desconcierto generalizado, y donde se anticipa el tono que hemos podido advertir en su trabajo sobre el problema del secreto que aquí hemos estado comentando. A Landi le preocupaba, especialmente, la posibilidad de que el movimiento de renovación de las cosas que había tenido lugar en las calles y las plazas argentinas durante 2001 y 2002 fuera clausurado, recapturado, a causa de la inercia, la apatía o la pereza ciudadanas, por las formas más convencionales de ejercicio del poder. Que la puerta que la movilización ciudadana había abierto en esos días argentinos hacia formas más transparentes, más claras, más diáfanas de ejercicio de la soberanía popular se volviera a cerrar bajo el apremio de las angustias cotidianas o la urgencia por “recuperar los dólares”. Esa preocupación de Landi que anima este articulito de comienzos de 2002, y que puede volver a leerse en todas sus breves y punzantes intervenciones de ese año, el último de su vida, es la que da el tono también de su último trabajo. Me parece que este escrito de Landi sobre el tema del secreto que aquí hemos estudiado debe ser pensado, como el conjunto de su obra, como una fuerte apuesta por la democratización de nuestra democracia.

 

Notas

2. Véase Merleau-Ponty (1974). Un excelente tratamiento de la dimensión política del pensamiento de Merleau-Ponty puede encontrarse en Eif (2014); una discusión sobre el lugar de Merleau-Ponty y de sus discusiones con Jean-Paul Sartre en los debates argentinos de los cincuenta y los sesenta, en Eif (2011).

3. Véase Agosti (1951 y 1959). Para un tratamiento sistemático del pensamiento y de la vida pública de Agosti véase Massholder (2014).

4. Me he ocupado del pensamiento de Oscar Landi en Rinesi (2013), al que me permito remitir para un tratamiento más amplio de algunos asuntos que acá revisaré de manera necesariamente muy sumaria.

5. Landi (2003). Indico en el texto, entre paréntesis, los números de página de las referencias textuales.

6. No es el caso indicar aquí todos esos trabajos. Varios de ellos fueron recogidos en Landi (1988).

7. Véase O’Donnell y otros (2011); Nun (1989, 1991 y 2000); y Pateman (1985).

8. Véase Landi (1987 y 1987a).

9. Por ejemplo, Alemán 2012.

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