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Apuntes de investigación del CECYP

versión On-line ISSN 1851-9814

Apunt. investig. CECYP  no.29 Buenos Aires jun. 2017

 

Epílogo

El secreto y las razones para ocultar Acerca de la voluntad de engaño

 

Carlos V. Zurita y Alberto Tasso1

1. Instituto de Estudios para el Desarrollo Social, Universidad Nacional de Santiago del Estero.

 

Al intentar escribir sobre el secreto no podemos alejar la inquietante sensación de que se trata de un territorio –en la esfera de las ideas y de los sentimientos– casi inabarcable, ya que el campo del secreto es muy vasto, compuesto por heterogéneos materiales en permanente renovación y además, por su propia naturaleza, velado a la mirada externa.

No obstante, trazando ciertos límites, procuraremos discurrir acerca del ocultamiento, la reserva, el sigilo y, aun, la simulación, en la vida pública y privada; y tratar de acercarnos a la significación que se puede asignar al secreto en la consolidación o el quiebre de los lazos sociales.

Una tentación inicial sería afirmar que el secreto es una mentira. ¿Esto es siempre así? Y en el caso que lo fuera, ¿tal mentira es siempre condenable? Pareciera ser que en el mundo público lo es: se la asocia con el afanzamien-to del poder. Pero en el mundo privado, quizás no lo sea siempre.

Simmel, que fue casi el único entre los clásicos de la sociología que prestó particular atención a los procesos recónditos de la vida cotidiana, afirmaba que todas las relaciones humanas descansan en lo que saben unos de otros, y que el secreto es en el fondo una mentira que al protagonista, el poseedor del secreto, lo realiza sobre los otros, pero también sobre sí mismo.

En estas notas vamos a sugerir que la experiencia de convivencia –ya sea entre las naciones, ya sea entre las parejas– se sustenta, necesariamente, tanto en la transparencia como en la opacidad.

Quizás, para ordenar estas consideraciones, sería conveniente enmarcarlas en una perspectiva histórica, y mencionar tres momentos, tres estadios.

Estadios y formas del secreto

En un primer estadio, distintas formas del secreto parecen haber sido naturales, en el sentido de que formaban parte de las actividades sociales más complejas, a saber: la magia, el mando, la guerra. Los gobiernos de familia y sus cortes ponían los límites, es decir, establecían quién debía saber algo, y quién debía ignorarlo. Chamanes, consejeros, adivinos, sacerdotes y alba-ñiles mantenían una barrera de silencio acerca de sus saberes y contactos, que les permitía tomar decisiones –o sugerirlas– ante cada problema.

El segundo estadio, que para simplificar comprende el Renacimiento y la primera ola de la modernización –desde el siglo XVII hasta el XIX aproxi-madamente– marca profundos cambios que se pueden resumir en uno algo paradójico: si hay secretos, hay que divulgarlos. La filosofía, la ciencia, la reforma y la literatura encarnan la épica de Prometeo. Los enciclopedistas Diderot y D’Alambert tienen prisa por llevar el conocimiento a las masas. Lutero y Calvino, ayudados por Gutenberg, sostienen que cada uno de los creyentes puede leer la palabra de Dios en la Biblia, hasta entonces limitada al clérigo. Con Descartes, uno mismo guía su pensamiento. Las lapidarias frases de Zaratustra, dichas por Nietzche, y las mesuradas de Kant en la Metafísica de las costumbres, amplían la grieta con el tiempo anterior, creando un mar amplio que rápidamente surcaron las naves de la ciencia y la técnica, a menudo en arriesgadas incursiones que podían naufragar, y que a veces lo hicieron.

De esa experiencia surgieron no pocos saberes, y aun una ética para su administración, que realzó los roles de estudiosos, investigadores y maestros, y consideró la educación como palanca movilizadora de las nuevas identidades nacionales. El progreso fue su bandera, la ciencia positiva su discurso, el liberalismo su semblante, el colonialismo su actitud, el dominio su interés. Se trataba de descubrir los secretos de la naturaleza para ponerlos al servicio de la conquista, la industria y la ciencia.

En el tercer estadio, que corresponde al siglo XX y lo que va del XXI, vemos un combate cruento entre estados imperiales que compiten por el reparto del mundo. La guerra impone secretos, pues los planes deben ser ocultados al enemigo, y la tarea del espía es robarlos para transmitirlos a su propio mando. Un ejemplo es William Somerset Maugham, que trabajó más de una década para el Foreign Ofice, enviando informes periódicos sobre el clima social en Francia, en Turquía o en la China. Su personaje Ashenden, en el que describe al espía, fue el modelo en que se inspiraron diversos productos literarios y cinematográficos.

Tras la guerra se abren mercados de productos e ideas a millones de personas que hay que abastecer, que ignoran los beneficios del capitalismo y las ventajas de la democracia occidental. Como todo plan político, el del mar-keting debe ser secreto hasta su lanzamiento. Las grandes corporaciones son especialistas en acechar el paso de sus competidores.

Secretos de sujetos

En rigor, los tres estadios sugeridos apuntan a las estrategias de oculta-miento, sobre todo en la esfera pública, donde predominan los actores colectivos y cuyas motivaciones de reserva suelen ser de índole política, económica o, aun, militar. En el caso de los secretos en el ámbito privado, no resultaría tan pertinente diferenciar períodos o estadios, ya que hay una línea persistente desde la antigüedad a los días presentes en los mecanismos de manejo del sigilo, de la reserva en los territorios de la pareja, de la familia, de las amistades. En la voluntad de engaño, por ejemplo, por parte de los Estados o los grupos económicos, cambian, se adecuan y es posible y necesario interpretarla en distintos marcos históricos; en cambio en el campo por así decir de la domesticidad, pareciera poseer cierta atempo-ralidad: en los recintos privados la retórica del engaño, las formas y los ejercicios del secreto, aunque diversas, estimamos se sustentan en el fondo en lógicas que mantienen una larga persistencia.

Hegel señalaba que una de las pulsiones humanas supremas es la búsqueda de reconocimiento. Esta es una petición que se realiza al mundo, pero más precisamente a un campo que suele ser de afines. ¿Cómo quiere uno ser conocido? Desearía que los otros lo conozcan a través de la imagen que uno ha construido de sí mismo. Para presentarse en la vida cotidiana, diría Gofman, ante la pareja, ante las amistades, se apela a la conversación, pero cuando se quiere adquirir una posición, un puesto en una empresa o en un cargo académico se debe elaborar un currículum vitae. Este es un punto de intersección entre lo público y lo privado, y según diversas experiencias en la materia, diríamos que la construcción de los currículums suelen a veces consistir en un producto que no deja de formar parte de la literatura fantástica.

El decir quién uno es, o cree ser, aparece como una cuestión a considerar, cuando surge el tema del propio narrador tanto en ciencias sociales (Le-pennies; Geertz), como en lo que se denomina “literaturas del yo”.

Esto nos habla de una serie de indagaciones basadas en la difusión de lo que podemos llamar “secretos interiores”, entre ellos la mirada del niño, la iluminación poética o el relato de un día y sus incidentes, incluyendo los de tipo erótico. Es indudable la infuencia del psicoanálisis y de su fundador Sigmund Freud en este giro intimista que desnuda al sujeto, tal como Karl Marx había desnudado al capital y su lógica.

Las formas del lenguaje secreto

Los diarios personales –no todos por cierto– son verdaderos continentes de secretos, o al menos aquellos que solo uno posee, los que el sujeto ha puesto por escrito para leerlos en soledad o liberarse de lo nunca dicho.

Distinto es el grado de secreto que suponen las cartas, o por extensión las llamadas telefónicas y el correo electrónico. La confdencia del que la escribe y la reserva del destinatario son las normas esenciales. Tales textos, en manos inescrupulosas o meramente guiadas por la conveniencia que los atrapan por distintos medios, son secretos valiosos para el Estado o para el entretenimiento de grandes públicos.

Dejamos de lado ahora las técnicas de ocultamiento (escritura cifrada, en clave, o encriptamiento; exposición disimulada, muy frecuente en la arquitectura, la novela y la poesía, escritura en pluma con jugo de limón, etcétera.). El caso del cuento “La carta robada” de Edgar Alan Poe ejemplifica el caso paradójico del secreto puesto a la vista.

La vigilancia de los mensajes es conocida: bien lo supo Miguel Strogof, quien pagó con penurias el cuidado de la carta secreta que no debía revelar, bien lo saben en nuestros días Edward Snowden o Julian Assange. Si bien fue característica la inspección de los documentos secretos, que debían ser robados, memorizados o fotografados o descriptos por informantes, en la era de la información electrónica el hackeo ha desplazado aquellas técnicas.

Interrogantes y cambios de mirada

Las ciencias sociales revelan hoy zonas desconocidas de la conducta humana, de las organizaciones y de las estructuras de poder. Pero, al mismo tiempo, se encuentran en expansión las zonas ocultas, cuyas sombras agita la pantalla del televisor, en el fondo de la caverna del ciudadano promedio. Si bien Internet le permitirá saber algo sobre la piedra flosofal a través de Wikipedia y, mediante Facebook cuántos amigos tiene, al hacerlo entregará su libra de carne en bites que refejan patrones de pensamiento y conducta comercial, formará parte de bases de datos que no conocerá nunca, que aunque no le servirían de gran cosa, son secretas para él o ella. Sin embargo, a otros les interesa esa información y la aprovecharán para tomar decisiones que probablemente afectarán su vida cotidiana.

No se pueden establecer más que límites probables entre el conocimiento secreto y el que no lo es. No dejamos de preguntarnos si uno y otro se comunican, y si así fuera, cuáles son las condiciones sociales de esta circulación.

Por de pronto, a medida que avanzaba nuestra reflexión, fuimos abandonando la idea del secreto como sustantivo, prefriendo colocarlo como adjetivo: el secreto no puede ser sino el atributo de un conocimiento o información que, por alguna razón, se considera conveniente no transmitir sino a determinadas personas, o a ninguna. Entraña un procedimiento de selección, que determina excluidos e incluidos.

En la imagen que queremos presentar ahora, el secreto no es más que una dimensión de la acción humana. De modo que allí donde haya conocimiento o información surgidos de una acción, cabrá la posibilidad de ocultarlo. El secreto aparecerá entonces como el polo opuesto de la difusión y, en algunos casos, como una etapa anterior a esta última.

Quedan planteados numerosos problemas que ahora no es posible sino listar: cómo y por qué alguien tiene un secreto, cuál es su valor (aun en términos de mercado), con quiénes necesita compartirlo para guardarlo mejor, y cuál es el costo-beneficio de mantenerlo o liberarlo. En diferentes instituciones estas reglas pueden ser muy distintas.

Contextos de secreto

Están los secretos interiores, una caja de Pandora que rara vez queremos abrir. ¿Quién los guarda? Principalmente el pudor y la autoestima; creemos en la imagen que hemos elaborado de nosotros mismos (nuestra personalidad) y a su proyecto nos ajustamos.

Pero los secretos no acaban ahí, y estarán presentes en cada vínculo que establezcamos. En todos habrá zonas de reserva y de circulación de información bajo la mesa. ¿Qué saben los otros de mí? ¿Qué sé yo de ellos? El juego del truco es revelador de las estrategias para conocer, ocultar, mentir y mostrar que operan en la vida social.

No es un secreto para nadie que las familias tienen secretos, así como viviendas, alcobas, escudos y apellidos. Otros secretos son grupales y cada logia, cofradía, academia o colegio profesional los comparte en su interior solo con los que tienen la clave de acceso.

Una ética del secreto

Aunque no de modo necesariamente consciente, todos realizamos operaciones de cálculo sobre los costos y beneficios de mantener un secreto. En el caso de los secretos de Estado se privilegian, sobre todo, los beneficios (para la nación, para la empresa). La disyuntiva costo/beneficio suele resultar menos sencilla, a veces dramática, en la esfera de las relaciones privadas, pues los ocultamientos (y las revelaciones) en el ámbito doméstico, de la intimidad, nunca logran del todo ser comprendidos y permanecen siempre abiertos.

Hemos sugerido ya la extensión del secreto en la vida social, su inevitabili-dad y acaso su necesidad. Sin embargo, reconocerlo como hecho social no nos impide someterlo a la mirada crítica de la moral, la historia y la sociología. Es tarea de la primera diferenciar lo bueno de lo malo; de la segunda, interpretar el pasado desde el presente; y de la tercera, comprender lo que hoy sucede.

Es cierto que no cesan los procesos de construcción de nuevos campos de secreto, pero también que se han iniciado otros de desocultamiento en casos tan distintos como la historia colonial de América, los documentos de la CIA, los abusos sexuales de miembros de la Iglesia Católica, los “Panamá Papers”, o las coimas en las licitaciones públicas. Entre las buenas prácticas recomendadas a las organizaciones del Estado figura evitar la corrupción, que básicamente se basa en actos secretos.

No es malo tener secretos, y hasta sería imposible no tenerlos. Algunos son egoístas y otros altruistas, y hasta los hay anómicos, como el de aquel sabio loco que había descubierto cómo salvar el mundo de la autodestrucción, pero prefería no confárselo a nadie. En cuanto a disfrazar los secretos con mentiras, pueden ser eficaces estrategias en el arte de la guerra, pero que requieren un uso cuidadoso en la vida interpersonal, pues son indicadoras de culpa y expresan la conciencia de la ley.

Vamos, eso parece claro, hacia sociedades más transparentes. Pero mejor será no contárselo a nadie, pues no nos creerían.

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