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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.1 Bernal jun. 2006

 

ARTÍCULOS

El caso Real: alternativas críticas americanas*

 

Pablo Rocca

Universidad de la República, Montevideo

 

1. Formaciones singulares

Cuando hacia 1940 el mundo parece derrumbarse, cuando parece que va a caer -de un momento a otro- en manos del Eje, en el Uruguay se está procesando la salida que desmontará la dictadura inaugurada el 31 de marzo de 1933, nacida en ese contexto de crisis del capitalismo y de creciente ola autoritaria. Aun a pesar de la represión del régimen encabezado por el doctor Gabriel Terra, en lo económico claramente satelital de los intereses de los Estados Unidos y con simpatías por el fascismo, pudo subsistir un amplio margen para la circulación de ideas. Es más, los efectos de ese régimen, rechazado por la mayoría de la intelligentsia, a larga distancia fueron contraproducentes para la ideología y los intereses que lo inspiraron. De hecho, su comparecencia va a impulsar en el marco internacional la revisión crítica de la situación uruguaya por parte de una izquierda que ultrapasaba, entonces, los márgenes de los partidos ortodoxos y que, tal vez, no hubiera alcanzado los niveles de debate que alcanzó de no haber existido esa patología institucional. Dos publicaciones semanales dirigidas por Carlos Quijano (Montevideo, 1900-México, 1984), Acción y, a partir de junio de 1939, Marcha, empezaron a insistir con algunas ideas directrices: antifascismo, antiimperialismo, Tercera Posición, antimilitarismo, socialismo nacional sin renunciar a las prácticas democráticas. Para que esta propuesta tuviera cierto éxito hubo que esperar algunas décadas pero, por lo pronto, un grupo de jóvenes luego muy influyentes se iba formando en torno de este breviario en expansión, en el "taller" de ese periódico.
Pese al traumático golpe del '33, pronto el país pudo reacomodarse en varias direcciones. Mientras tanto, Europa se inmolaba en una guerra terrible, con la obvia y subsiguiente paralización de su poderosa industria cultural; España, destruida por la guerra civil, yacía en manos del franquismo; el Brasil atravesaba la experiencia autoritaria del Estado Novo; la Argentina iba a los tropiezos con los cuartelazos y las consecuentes censuras y persecuciones a sus intelectuales, situación esta última que se ahondó durante el peronismo. En el Uruguay
se restableció la normalidad institucional en 1942, cuando se produjo el que irónicamente se llamó "golpe bueno" de Alfredo Baldomir, quien, proveniente del gobierno terrista, se alió con sus enemigos políticos más moderados (y con el apoyo del Partido Comunista) para desmontar el aparato legal de la dictadura. El pequeño país de economía agroexportadora se recuperó con las ventas de sus materias primas y de alimentos procesados al ejército aliado durante la guerra mundial, lo cual dio un nuevo empuje al modelo distributivo en lo social, inaugurado con las ideas y las prácticas de José Batlle y Ordóñez, sobre todo en su segunda presidencia (1911-1914). Así, la estabilidad general se prolongaría hasta mediados de la década de 1950, con un creciente apoyo del proyecto urbano con asiento en el sur del país.
Con todo, alrededor de 1940 la relación entre modernidad cultural y modernización capitalista era asimétrica. En Montevideo había pocas librerías y aun muchas menos en las pequeñas ciudades del interior; contadas casas editoriales publicaban libros fuera de los de uso estrictamente escolar; la educación media aún era privilegio de un porcentaje estrecho de la población urbana del país; la concentración de las crecientes -bien que selectas- actividades culturales capitalinas se focalizaba en pocas manzanas céntricas. A lo largo del siglo XIX, la "ciudad letrada", de la que hablará Ángel Rama varias décadas más tarde, había montado un verdadero sistema (museos, salas de conciertos, cenáculos, teatros, periódicos) fundado en las apetencias y los gustos de los sectores oligárquicos, de los cuales se alimentaba. Paulatinamente, la cultura de masas -el tango, la radio, el cine, la prensa de actualidades, las ediciones baratas- había cambiado este panorama, modificaciones que venían preparándose desde la reforma educativa del último tramo del siglo XIX, y el replanteo y la expansión de la educación secundaria durante el primer batllismo en firme alianza con el ascenso de otras capas sociales urbanas. Estos procesos provocaron, no sólo "una integración sólida y mejor enmarcada ideológicamente, sino también el ingreso de los sectores sociales emergentes, los grupos medios que empiezan entonces su gesta política" (Rama, 1984, p. 159).
El semanario Marcha se benefició de algunas transformaciones fuertes en el campo intelectual uruguayo o, mejor, montevideano. Y acompañó críticamente este proceso con el mismo espíritu vigilante, y a menudo acrimonioso, con que se expresó la zona política del periódico, cuyos redactores principales eran Quijano, Arturo Ardao y Julio Castro. Un país armónico y fuertemente estatista pudo fundar o relanzar instituciones culturales oficiales,1 crear órganos educativos que tendieran a la profesionalización de los estudios culturales y artísticos: en 1946, la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República,2 en 1949, el Instituto de Profesores "Artigas". Entonces se hizo posible adiestrar y captar un público de clases medias, entre otras actividades y estructuras, con compañías de teatro independientes u oficiales, con la multiplicación de los ciclos de conferencias o de las exposiciones de pintura en salones municipales o en el Taller Torres García, discutiendo en los cafés, creando revistas y -más tarde- casas editoriales que respondieron a facciones homogéneas en diálogo y, en consecuencia, también en debate con otros grupos articulados en otras revistas.3 Nada o casi nada
de esto escapó a la recepción de los que hicieron Marcha, que fue una pieza clave para tramar una red de vínculos estables que sólo fueron posibles por afirmación de la especificidad de lo artístico, por la continuidad de una crítica independiente fomentada desde sus propias páginas culturales y con el crecimiento de otras, muchas veces como respuesta a su hegemonía. Al mismo tiempo, todo o casi todo este cuadro de relaciones de campo formaron a quienes se hicieron en el semanario, que supo acompañar esa metamorfosis profunda de la vida so cial y cultural, al tiempo que su estrategia supuso la inteligente capitalización de una coyuntura favorable en aquel país (en aquella capital que ya concentraba casi la mitad de la magra población total), que podía jactarse de estar á la page, atento a la modernización de la industria cultural en la que el cine fue una de sus llaves maestras, y que empezaba a producir sus propios mecanismos activos.4
La mayoría de los jóvenes intelectuales uruguayos nacidos al filo de 1920 se formaron en la solidaridad con la España republicana, en la repulsa de los fascismos y, una vez que se estabilizó el mundo "central" y el "periférico", en la progresiva búsqueda de una profundización del "primado de lo estético", como dirá Bourdieu. No fue ésa la situación de Carlos Real de Azúa. Nacido en 1916 en una familia tradicional, su primera actividad pública se desarrolló, con vehemencia y convicción, en las filas del mínimo grupo falangista de Montevideo. No sólo manifestó su adhesión al bando fascista en la guerra de España, sino que cuando ésta había concluido participó en una serie de celebraciones de la victoria del ejército rebelde. En ese plan, dictó una conferencia en homenaje al fusilado fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, en la que predicó la necesidad de extender el catolicismo como norma salvadora para la civilización occidental, fustigó al liberalismo, la masonería y el comunismo como tres caras del mismo fenómeno, disolventes de las raíces de la sociedad cristiana. Con este grupo de certezas-lugares comunes de todo el pensamiento fascista, a pocos meses de alcanzar la victoria, no es raro que exaltara a Francisco Franco como "caudillo cristiano sin apetitos bastardos y sólo una ansia quemante de servicio y grandeza" (Real de Azúa, 1939, p. 18). Opiniones de este tipo, nada ocasionales sino fundadas en lecturas ya abundantes, condenaron al joven estudiante de derecho a la soledad en aquel Montevideo de casi masivas simpatías republicanas. O lo hicieron rodearse de pocos y nada ilustres integrantes de su pequeño grupo. Pero esto tampoco duró mucho.
En medio del apogeo totalitario, en 1942 Real de Azúa fue invitado por el gobierno de Franco a un congreso sobre la hispanidad. Unos meses después, a su regreso de España, la decepción sobre lo vivido fue tan grande que, sin demoras, publicó un libro, el primero de los
suyos: España de cerca y de lejos (1943). En ese texto empieza la rotación. En él se define como "un demócrata social y americano", abjurando, en consecuencia, de su cercana devoción antidemocrática; reivindica a cada paso su catolicismo, pero ahora lo irrita ver a la Iglesia al servicio de una función represiva casi indiferenciada del Estado totalitario; reafirma su anticomunismo -sin la furia de poco atrás- y su anticapitalismo de otrora, que había creído humanizable y aun superable desde el catolicismo integrista y corporativo. Se decepciona, también en este punto, porque no pudo ver en Franco la grandeza que le atribuyera en el 1939, a quien advierte luego de ver y vivir de cerca la experiencia dictatorial sin la menor voluntad para quebrar el capitalismo sino, más bien, con toda la intención de profundizarlo. España de cerca y de lejos rebasa la condición de ajuste de cuentas personales. Se trata de un extenso análisis del país arrasado de posguerra, "uno de los primeros", se jactó su autor en 1966 en una polémica que mantuvo con Ardao, en la que no vaciló en reconocer -sin orgullo pero sin dobleces- sus primeros pasos vinculados al falangismo (Real de Azúa, 1997, 3, pp. 950-954).
Si se observa su trayectoria posterior, pueden extraerse algunas enseñanzas de esta etapa primera, sorprendente en cualquier intelectual uruguayo de entonces. Para empezar, justamente, eso: la actitud vital de colocarse a contracorriente de la general sensibilidad, para el caso de radicalismo liberal o socialista y, siempre, antifascista. De la actitud reactiva -elemento de gran significación psicológica que no puede descartarse- es posible pasar a las notas ideológicas que le son permanentes: una conciencia americana que hacia 1940 se entronca con la estrategia del "hispanismo" -en una línea que bien pudo fecundar el pensamiento de Rodó- en conflicto con la sajonización creciente de la vida y la política y, sobre todo, como respuesta a la gravitación cada vez mayor de los Estados Unidos. En otras palabras, Real de Azúa busca una "tercera vía" que rechace, simultáneamente, la deshumanización capitalista que tiene en los Estados Unidos la mayor amenaza para América Latina y el materialismo ateo soviético.5 En esa formación se encuentra el fundamento de su profunda antipatía por el movimiento inspirado en las ideas y la praxis de Batlle y Ordóñez, ya no sólo contra la perversión o la burocratización del proyecto político originario, sino incluso en las fuertes críticas al primer paso de esa aventura política socialdemocrática avant la lettre, que en tanto liberal y anticlerical abría el paso -en la interpretación de Real de Azúa- a formas de la dependencia y a una concepción basta de la vida, ajena a toda trascendencia. A partir de España de cerca y de lejos, Real de Azúa no deja de pensar al margen de toda argumentación global y totalitaria, contra la rigidez y el esquematismo de cualquier ideología y de todo sistema, contra quienes sólo ven, como dirá en 1966, "las líneas gruesas", quienes carecen del "sentido del matiz" y no comprenden, así, "la función insustituible de lo complementario" (Real de Azúa, 1997, 3, p. 948). En este sentido, fue un libro capital que aún no ha sido estudiado en su contexto y en sus proyecciones americanas con la atención que merece.
Marcha pudo ser una puerta de entrada, o de reingreso, en la vida pública, una vez que se desembarazó de su fervor "nacional-sindicalista". De hecho, eso ocurrió a su debido tiempo, después de que se descontaminara de toda adherencia fascista para encauzarse, de modo incómodo, en las páginas de un semanario en que se fomentaba un "nacionalismo más amplio que el de la estricta área uruguaya [...] nacionalismo rioplatense y aun latinoamericano",
como caracterizó Real de Azúa las ideas de Quijano (Real de Azúa, 1964, t. II, p. 323). Un nacionalismo que, sin recetas fáciles pero sin genuflexiones, lo llevó a pensar, también al intelectual que entraba en la madurez, en la necesidad de una alternativa otra a los hechos y los dichos del imperialismo norteamericano.

2. De ciclos y yuxtaposiciones

Hasta 1947 Real de Azúa es casi invisible en la vida cultural uruguaya. Para esa fecha había obtenido su título de abogado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de la República -donde debió conocer a Quijano, quien era profesor de Derecho Tributario-, y ya tenía una década de ejercicio de la enseñanza de la literatura, en educación secundaria, en los prestigiosos y selectos cursos preuniversitarios del Instituto "Alfredo Vásquez Acevedo". De modo que el ingreso de Real de Azúa al campo cultural se produjo cuando tenía 30 años cumplidos,6 edad elevada para la precoz generación uruguaya del "45", como la bautizó Emir Rodríguez Monegal (1966). Una larga reseña del libro de Ezequiel Martínez Estrada sobre Sarmiento y un comentario crítico al plan editorial de obras americanas diseñado por Pedro Henríquez Ureña para el Fondo de Cultura Económica de México son los dos textos en los que hay pistas de interés, como para leerlos en cuanto puentes o páginas de transición. En el primero, define su estrategia de entender la historia y la tarea crítica a través del pensamiento de Croce, que propone seguir sin ortodoxias:

Hay maneras un poco torcidas de interpretar la valiente consigna crociana de hacer historia "desde" el presente, iluminando e interpretando con nuestro "hoy" el curso humano. Pero por un cambio de signo, al principio invisible, los hombres llevamos el presente a la historia [...] (Real de Azúa, 1947, t. I, p. 119).

En el segundo, reclama enfáticamente la participación en el plan editorial de textos de autores del siglo XIX que pertenecen a las distintas modalidades del pensamiento, incluyendo el católico -un reclamo nada usual entre sus compañeros de generación, quienes en su mayoría no participaban de esa confesión-, y que lo hace sugerir la necesidad de recoger los escritos de los personajes canónicos del dogma de la anterior centuria: los del arzobispo Mariano Soler (a quien llama, en forma casi vergonzante, "Soler"), los de "nuestro Larrañaga" y las prosas de Zorrilla de San Martín (Real de Azúa, 1947, t. II, p. 121). Durante toda su vida, Real de Azúa llevó el presente a la historia y lo tiñó de sus convicciones más profundas que, en sustancia, nunca se desdibujaron. La experiencia del fascismo integrista y católico le dejó un verdadero horror a los dogmas, pero no por eso dejó de ser católico ni nacionalista latinoamericano y tercerista, incorporando a su pensamiento sólo algunos elementos del marxismo que, en todo caso, se potenciaron durante la década de 1960. Un pensamiento que sufrió, entonces, variaciones dentro de una suerte de cañamazo fundamental, pero que se fue alterando ante las circunstancias concretas de la vida cultural, en la que se sintió comprometido siempre, tanto que si en 1947 podía reclamar la representación uruguaya en un plan americano fundándose, así sea indirectamente, en una idea de tradición nacional, una década más tarde y con un estilo mucho más suelto negaría expresamente tal cosa, "porque no hay magisterios en el Uruguay ni opera en nuestra cultura una efectiva dialéctica", a la par que reivindicaría de un modo también más laxo aunque con filiaciones inequívocas, los fueros del espíritu frente a "la laicización, [que] provoca inevitablemente la destrucción del sentido de trascendencia y la ruina de toda vivencia incondicionada de valor" (Real de Azúa, 1957, t. II, p. 21).
En "Ambiente espiritual del Novecientos", de 1950, declaró un poco al pasar algo que bien puede servir de autodefinición o, mejor, de programa a ejecutar en un futuro que por primera vez se le abría con sensatas posibilidades de realización: "quisiera ser aguja de navegar diversidades y no la artificiosa construcción de un corte realizado en la historia" (Real de Azúa, 1950, p. 15). Estas "diversidades" no encontraron, en efecto, un límite estricto en las diferentes disciplinas humanísticas. Se movió, más bien, en un campo intermedio entre la crítica literaria y cultural, la historia política, la historia de las ideas, las ciencias sociales y las ciencias políticas. Pero, en rigor, no hay trabajo suyo que no se intercale o no se interpenetre con una u otra disciplina.
Si hubiera que esquematizar su trayectoria, parece bastante evidente que empezó a preocuparse por los estudios literarios y concluyó con una dedicación más exclusiva a las ciencias políticas.7 Pueden identificarse cuatro etapas en el conjunto de una obra que se hizo, sobre todo, sobre la base de colaboraciones en publicaciones periódicas (Marcha principalmente) y que prefirió retrasar su aparición en libros, la mayoría de los cuales salieron póstumamente:

  1. Crítica literaria y cultural (de 1947 a 1960), con retornos entre los años 1965 y 1968, especialmente en el análisis de los observadores extranjeros del Uruguay. Para esta antología corresponderían a este grupo el citado "Ambiente espiritual del Novecientos" (1950) y "La novela hispanoamericana, un problema de caracterización" (1960).
  2. Escritos sobre historia uruguaya y, en ocasiones, americana, sobre todo rioplatense (1960-1969).
  3. Ensayos de tipo sociológico (1969-1972), como "Élites y desarrollo en América Latina" (1969), comprendido en esta recopilación.
  4. Escritos de ciencias políticas (1971-1977), la mayor parte de ellos en libro, sobre todo en un libro, también póstumo: El poder (1990).

Estas zonas no son más que una posibilidad de recorte, nada taxativo sino más bien inadecuado, porque no respeta algo cada vez más pronunciado en los escritos de Real de Azúa: el espacio "híbrido" que problematiza los lugares de los géneros y de los discursos, como lo muestra el caso de "Los males de América Latina y sus claves: etapas de una reflexión". Eso, mucho antes de que en América Latina se empezara a hablar del "cambio en la noción de literatura", para emplear la fórmula de Carlos Rincón, quien propuso reflexionar sobre las posibilidades de la integración del discurso literario a otras tipologías discursivas, y de éstas hacia aquél. O, mejor, propuso investigar con cuidado la posibilidad de disolver las fronteras estrictas entre ficción y no ficción, entre "realidad producida y realidad relatada".8 Formas que estaban modificándose sustancialmente no sólo por obra de las prácticas nuevas (el discurso testimonial que se desató con fuerza después de la Revolución Cubana, las voces de los "otros"), y por la incidencia de las lecturas de un giro teórico (Bajtin y el dialoguismo, desco nocido en Occidente durante décadas, los posteriores escritos de Raymond Williams), sino por efecto de las grandes transformaciones que en América Latina se habían operado entre el ingreso a La Habana de Fidel Castro el 1º de enero de 1959 y la mitad de los años 1970, cuando las dictaduras militares arrasaron con toda expectativa de cambio social y, desde luego, con toda estructura cultural crítica. En todo caso, quedó un resquicio para las modalidades más ahistóricas del estructuralismo, a las que Real de Azúa se acercó con la curiosidad intelectual de siempre, pero con una radical distancia teórica.
El paso de la modernidad a la posmodernidad no fue previsto ni, menos, profetizado por la obra de Real de Azúa. Nada hay en sus páginas que tenga relación con la indagación de las mi norías étnicas o sexuales, aunque algo se puede vislumbrar en sus trabajos sobre la "microhistoria" y las mentalidades que la Escuela de los Annales colocaría en la agenda desde fines de la década de 1950. En este último punto sintoniza con algunas líneas de trabajo de Gilberto Freyre -a quien tanto admiró-: la jerarquización de las costumbres y las prácticas domésticas de la vida cotidiana;9 la puesta en crisis de la idea cultural homogeneizante y eurocéntrica que durante toda la modernidad cimentó los procesos nacional-estatales y que, entonces, compartía la mayoría de la clase letrada. Un viaje de Freyre por el sur de América (Río de la Plata y Paraguay) no le hizo tambalear el concepto de Estado-nación brasileño sobre el que ya había aportado sus interpretaciones mayores y revulsivas, pero sí le permitió ver otras zonas de América en las que lo europeo le forzaba la mano a lo "criollo", aunque no creyó que ese difícil encuentro violentara las raíces "indoamericanas", porque lejos de formar una unidad racial, biológica o geográfica, esta América se le aparecía como un "archipiélago sociológico de proporciones continentales" (Freyre, 2003, pp. 48-49). Real de Azúa casi no se movió de Montevideo, después de su pasaje por la España franquista. Viajó a través de los textos; con ellos muy pronto descubrió que era menester lograr un destino común más allá de las imposiciones de la modernidad capitalista e imperial, y que ese destino sobrepasaba los límites nacionales.10 Si creyó en esa alternativa y en el cumplimiento último de una "autonomía sin atrasos", no la vio tan cerca ni tan segura como esquemáticamente cree Neil Larsen, quien postula que, en bloque, reformistas y revolucionarios latinoamericanos pensaron de esa manera la historia y sus relaciones con el objeto literario/cultural (Larsen, 1999, p. 88). Como sea, el lugar de los objetos literario/culturales -robémosle a Larsen el sintagma- es imprescindible para entender la relación que Real de Azúa tuvo con las formas y con la manera de ver la realidad, de concebirla y definirla, en suma, al tiempo que proponía una lectura yuxtapuesta de las textualidades.
Desde un punto de vista algo convencional podría clasificarse dentro de la crítica literaria su "Introducción y Advertencia a la Antología del ensayo uruguayo contemporáneo" (1964), o "El problema de la valoración de Rodó" (1967), o los prólogos a Ariel y Motivos de Proteo del mismo autor (1977), o el ensayo sobre "El modernismo y las ideologías" (1977), todos estos textos que integran la presente antología. Desde otra mirada, hoy quizá se los podría ubicar dentro del más cómodo rótulo de "estudios culturales", si bien el primero de todos, en verdad, es un aporte teórico sobre el ensayo que no reconoce precedentes, por su exhaustividad, actualidad y rigor, en toda América. Desde una perspectiva todavía algo más amplia, se los podría situar en ese fértil margen común junto a las ciencias sociales y políticas y la historia de las ideas en América. Taxonomías a un lado, está claro que nunca dejó de pensar el objeto o el problema que fuese sino bien adentro de categorías históricas. O, mejor, en un ajuste complementario a la idea crociana, llevando la historia al presente y el presente a la historia. El sitio que ocupa su paciente labor sobre los viajeros que se sintetiza en la detallada panorámica Viajeros observadores extranjeros del Uruguay: juicios e impresiones (1889-1964), de 1968, dice mucho sobre su manera fronteriza de concebir la escritura y la realidad. Las "visiones", los relatos de viaje y las memorias de los extranjeros sobre el Uruguay o sobre América -la lista incluye numerosas reseñas y extensos artículos desperdigados a lo largo de años- le permitió encontrar un punto de articulación entre historia y literatura. Bastante tiempo antes de que Hayden White machacara sobre la naturaleza indistinguible del discurso histórico respecto del literario (1973; 2003), Real de Azúa estaba pensando no en que la escritura del historiador fuera un "artefacto literario", pero sí en las posibilidades de mirar entre los intersticios de la maciza historiografía positivista, confiada ciegamente a la "verdad" de los hechos incontrovertibles y, sobre todo, a la exclusiva narración de los hechos políticos, militares o, si acaso, sociales. Por eso su resistencia a la erudición entendida como una escritura que no vibra con la materia que narra y por lo tanto no sabe narrarla; no se trata, desde luego, de una diatriba contra la acumulación de información de la que da abrumadoras pruebas ("Una de las trampas de la erudición es perder de vista la relación de fines y medios, el alimentarse narcisísticamente de su propia eficacia y su propia lucidez", Real de Azúa, 1967, p. 72). Otra dimensión le mostraron los textos de los viajeros: le permitieron superar la óptica exclusivamente nacional, le permitieron conseguir nuevas voces, testimonios y notas desasidas de las pasiones nativas. Y, también, productos estéticos que

sin querer hacer literatura, hoy están a cien codos más arriba que muchos que se creían escritores y fueron festejados por tales y que, en ciertos géneros (a veces) lo eran. [...] El escritor escribe para su tiempo [...] pero los viajeros escribieron mucho menos para los contemporáneos ingleses que para lejanas y posteriores generaciones de Sudamérica (Real de Azúa, 1956, p. 31).

Los viajeros epitomizan, así, una triple e intercalada pertinencia: histórica, testimonial, literaria. Un trípode que abre horizontes epistemológicos, como sólo en el correr de los últimos años lo han visto -de esa manera- Mary Louise Pratt y Adolfo Prieto en sus respectivos y fundamentales estudios sobre América y el Río de la Plata (Pratt, 1992; Prieto, 1996). Quienes, no obstante, ignoran la contribución de Real de Azúa.
En un trabajo del que sólo se han publicado algunos fragmentos, La respuesta estética: saber y placer del texto literario, Real de Azúa establece que "el crítico cabal es un creador [...] que ejerce una facultad casi inevitable en la vida espiritual: el juicio". Aun más: el crítico "orienta" y "dirige" al lector.11 Esta visión nació hacia 1960 o 1961, es decir, antes de conocerse por estas latitudes los textos de Barthes, de Foucault, de Derrida, de Bajtin, antes (por supuesto) de toda traza directa de posmodernidad, lo que explica su resistencia a publicar el libro o el abandono del proyecto. Como fuere, esa idea del crítico se conecta con su extenso ejercicio vocacional de la enseñanza de la literatura en los niveles medio y, luego, superior. A esta pedagogía se puede sumar otra no menos eficaz y ampliamente comunicativa: la que ensayó en el periodismo que hoy llamaríamos cultural, pero que en su época nadie se hubiera animado a llamar ni siquiera "periodismo" -sobre todo en relación con los escritos de Real de Azúa- sino "crítica". Es decir, un discurso que se desprende de lo puramente circunstancial en procura de una escala superior de contacto con un lector cómplice y, desde luego, preparado, con el que se pretende entrar en diálogo sin olvidar los encuadres informativos que activan la función fática. Dependiente de esta pedagogía mixta fue su constante preocupación por los planes, programas y métodos de la enseñanza de la literatura en educación secundaria y universitaria, así como las más generales políticas públicas relacionadas con el libro y la cultura, tópicos sobre los que escribió abundantes artículos no sólo en Marcha sino, también, en publicaciones académicas como los Anales del Instituto de Profesores "Artigas".
Toda esta labor obedece en buena medida a que nunca creyó en la autonomía de la obra literaria. Sobran las pistas acerca de esta convicción en la sucesión continua pero esporádica que fue entregando desde 1947. Él mismo lo confesó, casi como en un manifiesto, en un momento crucial para el desarrollo de las alternativas de su pensamiento, en 1967, y nada menos que al repasar los aportes sobre la obra de Rodó:

tengo que declararme militante contra el simplismo y la petulancia de circuir en la obra misma, avara, redondamente, en el estricto pasivo texto y texto sin operar, el área de un valor presunta y exclusivamente estético. Y decirme adverso igualmente a la inevitable consecuencia de lo anterior, que es el confinar a un extramuros de toda plenitud y toda fruición cualquier aprecio que se origine de la incidencia de unos libros y de su autor en los hombres, en el mundo, y en un lector determinado (Real de Azúa, 1967, p. 73).

"Aguja de navegar diversidades": ni una exclusividad que implica exclusión ni la otra. Esa lista de reparos y matizaciones no significa, por un lado, la negación de la preeminencia del lenguaje en la composición y en la posterior fruición lectora del texto. Al contrario, en una ocasión cercana, y a propósito del comentario de unos ensayos sobre literatura latinoamericana muy anclados en las nuevas líneas de la lingüística, recordó su molestia ante quienes despachan "al lenguaje de un escritor con uno de los muchos parágrafos en que se desglosan analíticamente". Aunque eso no lo inclina, sin vacilar, hacia la exploración semiótica o las ten dencias formalistas de la crítica, en cuanto concluye que trabajos del tipo que prologa servi rán "a la postre para una faena de esclarecimiento al mismo tiempo perentoria y delicada" (Real de Azúa, 1969, pp. 9-10). Tampoco esa apreciación de la forma (del lenguaje) lo lleva a cargar el otro plato de la balanza, al punto de confiar en el sentido o en el poder de las ideas, consciente como era "del muy limitado ámbito en que los libros -cualquier libro- influyen en la historia mayor de los hombres más allá de sugestionar a algunas cabezas de filo que es probable que después no los recuerden..." (Real de Azúa, 1962, p. 26).

3. Cuestión de estilo

Algo está fuera de discusión: en los no muy numerosos estudios sobre literatura de Real de Azúa domina más el criticism que la actitud de review, para apelar al distingo esclarecedor en lengua inglesa. Si se omite su breve pasaje por la fugaz revista Escritura, desde 1947 a 1949, nunca le interesó ocupar el sitio de crítico "militante", que sí ocuparon en distintos momentos sus colegas Emir Rodríguez Monegal o Ángel Rama o Carlos Martínez Moreno. Sus "juicios", su vocación para "orientar", se movieron, prioritariamente, entre los escritores que expresaron su gusto o su placer estético, pero mucho más entre aquellos que fueron afines a su pensamiento.
Un caso singular en esa tarea no tan prolífica y harto diversa significa su larga afición-devoción por la obra de José Enrique Rodó, acerca de la que reflexionó en una docena de textos a lo largo de cuatro décadas, es decir, de toda su vida intelectual. En Rodó pudo encontrar la punta de una madeja de diversas tensiones que lo agobiaron desde el principio: lo político, lo social, lo estético y lo filosófico, en una América -en un Uruguay- nada generoso con este tipo de especímenes de "varia elección". Le interesa el fenómeno de un Rodó elevado, poco después de su muerte ocurrida en 1917, a mito nacional y americano, como el arquetipo del estilista a la usanza clásica que América quiso oponer a Europa para vencerla, mimetizándose con ella y tratando de mantenerse aparte, de construir otra formación; le interesa el político antibatllista en el que -tal vez- se vea identificado; le importa como un ejemplo vivo del drama de pensar en un país que parece proteger la alta cultura pero termina por condenar a su primera inteligencia a la modestísima tarea de corresponsal de guerra de una revista de actualidades editada en la otra orilla del Plata; lo atrae la posibilidad de desentrañar los alcances de una fuerza que se hizo lugar común: el antimperialismo de Ariel (1900), el libro-emblema de un escritor de ideas harto conservadoras, su condena del utilitarismo yanqui pero en privilegio de un ideal ateniense en la América mestiza, justamente un libro emanado en el país menos mestizo (menos americano, por tanto) de toda América Latina; lo atrapa la hazaña de desenmascarar la operación con que el oficialismo batllista, que le había negado el pan y el agua, lo convirtió, en rápido gesto, en un icono local, en una estampa de bronce repetida por todo rincón de la República.

Si Rodó es indicio y síntoma de tantos problemas que, en casi todos los campos, abordó su crítico, en su vocación americana hay una serie de obras y de textos que vistos en forma particular o en una perspectiva panorámica se puede focalizar en algunos casos ejemplares. Por ejemplo, en José Vasconcelos, reivindicado en su ferviente mensaje americanista y antinorteamericano de La raza cósmica (1925) y no -por cierto- en su ulterior acercamiento al nazismo (Real de Azúa, 1966). O el nacionalista Manuel Gálvez, católico y conservador, de multiformes opciones pero -en la lectura de Real de Azúa- uno de los pocos argentinos que en la década de 1920 puede ostentar una "ejemplar conducta americana", tanto como una obra irregularísima pero atada a su mundo, frente a, por ejemplo, "las edulcoradas trascendentalizaciones de un Eduardo Mallea" (Real de Azúa, 1962, p. 26), a quien también dedicó un largo ensayo (Real de Azúa, 1955), o frente a un Jorge Luis Borges, de quien pudo aquilatar su perfección verbal pero al que resistió por su falta de tensión vital, por su extrañamiento del mundo "a su propia trayectoria histórica y personal" (Real de Azúa, Rama, Rodríguez Monegal, 1960, p. 17). Repasada esta serie, no es casual que le atrajera discutir a su complejo contemporáneo Ezequiel Martínez Estrada o estimar la labor del refinado (y americanista) intelectual chileno Ricardo Latcham, a quien frecuentó en Montevideo. Sus pocas incursiones en la cultura letrada brasileña, como un temprano artículo sobre Lins do Rego, lo juntan, asimismo, con el desvelo por divulgar una literatura poco conocida en el Río de la Plata (de eso se trata la mentada "función pedagógica") con la tarea de encontrar una común raíz americana "en el rico conjunto de la novela popular y campesina de Brasil" (Real de Azúa, 1950, p. 22), aspecto similar que contempla, al pasar, en las primeras novelas realistas de Ciro Alegría (Real de Azúa, 1967).
Por esa búsqueda de la ambigüedad en la contingencia de la historia y de las ideas -nociones que tomó de Merleau Ponty y su "admirable libro" Humanismo y terror (Real de Azúa, 1997, 3, p. 955)- no es extraño que en sus lecturas literarias haya incursionado más en la prosa que en la poesía,12 y más en el ensayo que en la narrativa, y en esta última -sobre todo- cuando mucho tuviera que ver con las alternativas históricas locales o americanas. Eso explica su indiferencia -que no es igual a incomprensión- por las formas de discurso más elusivos de la representación o de la mimesis referencial; esto explica, también, su silencio sobre la literatura del boom latinoamericano -estudiado y disputado por sus compatriotas Rama y Monegal desde distintos sitios-, al punto que el único y preliminar panorama sobre la narrativa latinoamericana de 1960 se detenga en el umbral de este "estallido".13
Una obra de tan vastas ramificaciones y de preocupaciones intercomunicadas, un tipo de pensamiento como el suyo, necesitó del ensayo como vehículo expresivo. Y puesto que encontró ambigüedades y espacios en blanco en la teorización del género que empleó, y en el que se transformó en único -hasta ahora- colector local (Antología del ensayo uruguayo contemporáneo, 1964), se encargó de elaborar una serie de hipótesis sobre el ensayo, de las más completas por lo menos en lengua española, que carecía de aportes mayores en el rubro.14 El primer campo de prueba personal sobre el ensayo, en verdad, lo trazó en la polémica tormentosa que mantuvo con Alberto Zum Felde en Marcha (a lo largo de varios números de 1955) y en un largo estudio que dio a conocer dos años después en la revista porteña Ficción (Real de Azúa, 1957). Sus conclusiones, que bien pueden ser definitivas (por lo menos no volvió a insistir en el punto desde un ángulo teórico) sitúan el género en "el filo de lo literario", por frontera de "la Ciencia, la literatura y la filosofía", cuyo hilo conductor es el pensamiento "especulativo, teórico y expositivo" en tanto se trata de una "reacción contra lo dogmático, pesado, riguroso, completo, final, excesivamente deliberado, [ya que] opta por el fragmentarismo, la libertad, la opinabilidad, la improvisación, la mera tentativa". Sin violencia, todas y cada una de esas observaciones pueden trasladarse al discurso de Real de Azúa.
Con sus imprevisibles cambios de frente y su predisposición al diálogo con los nuevos campos disciplinarios, Real de Azúa dejó ideas en germen en conversaciones personales o en las aulas. De eso dan testimonio muchos de los que fueron o se dicen sus discípulos. Imprevisibilidad de la que no podría hablarse en el trabajo de sus contemporáneos, como el historiador de las ideas Arturo Ardao, o como el musicólogo Lauro Ayestarán, o los mencionados críticos literarios que siempre siguieron líneas más o menos coherentes en su trabajo, por lo menos en las épocas en que coinciden con Real de Azúa en la escena cultural uruguaya, antes del golpe de Estado reaccionario de 1973. Dialoguismo de corto y largo alcance.
Digresivo y arborescente en la oralidad, han escrito y siguen repitiendo sus amigos o alumnos. Algo semejante puede encontrarse en su escritura, aunque sólo sea una cuestión de estilo. Se sabe que cada objeto textual busca y construye a su lector, pues hay un sistema de escritura y un consiguiente sistema de lectura Real de Azúa. Una vez que se lo incorpora o que se agrega al mismo, se acorta la distancia, se establece un contacto que elimina las dificultades de arranque. La arborescencia que puede sorprender, distraer o dispersar al lector no entrenado puede, tal vez, producir el resultado contrario: abrir caminos, aun en medio de las enormes notas al pie que se escapan hacia destinos que no estaban prometidos al comienzo, como ocurre con el prólogo a la edición oficial de El mirador de Próspero, de Rodó, en que a poco andar introduce en las páginas X y XI dos notas (la 4 y la 5), que cubren nada menos que tres páginas, más de lo que se llevaba escrito de texto en cuerpo central. Sus artículos para los periódicos pocas veces se mantuvieron ajenos a este crecimiento. Sólo se abstuvo cuando tuvo que escribir algunos artículos en forma de fascículos para las colecciones populares de fines de los años 1960, que tanto en la Argentina como en el Uruguay alcanzaron excepcionales niveles de público de capas medias, y una de las cuales codirigió (Capítulo Oriental. La historia de la literatura uruguaya, 1968-1969). Pronto la abstinencia generó arrepentimiento y furia:

creo haber sufrido más que nadie ese tasajeo impío -me parece el término mejor- que desgarra un planteo que, bueno o malo, tiene alguna coherencia, en una serie de tiras abreviadas, de esquema tusado de todo pensamiento. [...] Todo esto me ha dejado un verdadero odio por toda escritura con espacio tasado y la decisión de no consentir a ella por todo el resto de mi vida.15

El estilo de Real de Azúa se despliega en frases extensas, con escasas pausas intermedias; una curiosa mezcla del tono academicista que incluye variados arcaísmos y se alterna con la imaginación verbal más chispeante. Tanto puede crear vocablos o apropiarse de coloquialismos -habitualmente expulsados de la prosa "seria"- como refundar significados propios de disciplinas científicas diversas, y todo esto en medio de una general dicción clásica. Si estas estructuras lingüísticas, ofrecidas en una sintaxis que ni lejanamente se atiene a la norma, obturan la placidez serena del proceso de la lectura u obligan al receptor a repasar fragmentos que pueden parecer oscuros, muestran al fin al escritor que con inventiva verbal explora los caminos del neologismo, que construye imágenes de filosa ironía ubicada en el adverbio o en un adjetivo hiperbólico. Recursos como éste son típicos de su "antisolemnidad", rasgo que Real de Azúa había estimado efectivo en la comunicación oral del caudillo blanco conservador Luis Alberto de Herrera; una marca que, por su lado, era extraña a Rodó, a quien pueden corresponder muchas de las observaciones precedentes. Otras veces, sus giros verbales o una sola palabra resultan poderosamente connotativos, al punto que aprovechan situaciones circunstanciales -que necesitan, por lo tanto, de un saber previo- para poner en práctica sutiles formas del humor.
Seguro de que la prosperidad uruguaya era un espejismo que, al retirarse, dejaría al desnudo situaciones dramáticas, y que, en consecuencia, la única posibilidad era reencontrar un destino americano, por 1957 se acercó a una experiencia política que luego estimó decepcionante, pues se transformó en un populismo ultraconservador de la peor especie. Pero en aquel momento de balance crítico y de soterrada fe, pensó que la uruguaya era una "cultura de repetidores, de consumidores y de espectadores, [lo cual] significa que muchas veces no llegue siquiera a la conciencia de disyuntivas y de fatalidades" (Real de Azúa, 1957, t. I, p. 23).

4. ¿Cuál poder?

¿Cuáles eran esas "disyuntivas", esas "fatalidades"? A responder esa pregunta dedicó toda su obra, especialmente su obra última, contigua a su progresivo acercamiento a la izquierda sin perder su matriz cristiana, después de una prolongada militancia en filas conservadoras o en opciones políticas más cercanas a la irracionalidad populista que a la racionalidad liberal o materialista. En 1961 dio a conocer El patriciado uruguayo, un texto que, como ha notado Tulio Halperin Donghi (1987), es capital para la historiografía latinoamericana aunque aborde específicamente el caso uruguayo, en la medida en que para examinar los mecanismos de poder logra desprenderse de toda categoría analítica romántica, así como de la aplicación ortodoxa de la teoría clasista. Con ese libro se aparta de los supuestos habituales de trabajo de la historiografía americana para "navegar diversidades" ahora en aguas de la sociología histórica, pero poniendo especial énfasis en el estudio del poder y en la persistencia o la gravitación del pasado en el presente. Tres años después, en su ensayo sobre el batllismo, sin ostentar las renovaciones teóricas de su libro anterior, consigue una intervención más directa en el campo político en momentos en que se precipita la crisis del orden liberal. Más que un estudio detallado sobre las tres décadas en que se desarrolló en el Uruguay la experiencia del batllismo, a Real de Azúa le interesa "su dinámica política", esto es, la ideología de ese fenómeno particular lado a lado con la práctica y sus metamorfosis en el tiempo (Real de Azúa, 1964, p. 7).
En El poder llegará a la culminación de sus reflexiones políticas. Ya no tanto en una relación tan estrecha con la contingencia, sino en un intento de reflexión mayor sobre el problema, a la vez que pensando sobre la política latinoamericana lejos de todo deduccionismo europeísta o yanqui. En rigor, un largo texto como éste fue pensado como manual auxiliar para su curso de Ciencias Políticas que impartía en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de la República, pero quiso que fuera un texto de ciencia política latinoamericana, lo cual lo llevó a integrar, o refundir, en el volumen varios ensayos que había dado a conocer en revistas desde mediados de la década de 1960. La más importante de todas estas fuentes, "Élites y desarrollo en América Latina", viene a ser su interpretación más vasta y meditada del problema cuando apenas está rompiéndose la ola del desarrollismo y cuando no se han apagado los ecos de la "Alianza para el Progreso". En el caso Real el motor de todo estudio sobre el poder se afinca en la "verificación empírica de ingredientes doctrinales e ideológicos", y aunque en sus enfoques puede advertirse escasa dedicación a las variables económicas, siempre subordinadas en su consideración a la fuerza motriz de las ideas y los procesos sociales y culturales, en su libro último empiezan a conquistar más terreno.
Es posible que el informe de 1971 redactado ante la inminencia de las elecciones nacionales hasta entonces más delicadas de la historia del siglo XX, con el título "Política, poder y partidos en el Uruguay de hoy", sea el más rico insumo para una reflexión entre teórica y práctica. Con torrencialidad, amargura e ironía, situado ante el descalabro del Uruguay democrático que, mal que bien, se ha mantenido erguido durante casi siete décadas -restando el particular quinquenio autoritario terrista-, constituye un desafío para Real de Azúa, quien de golpe se planta ante un

ejercicio de la crítica sin el menor espacio disponible para hacer distancia entre la vida y el pensamiento, entre el deber de la militancia cívica y la voluntad de lucidez y objetividad, los peligros de confundir la realidad y el deseo, el pronóstico y la esperanza son descomunales. ¿Cómo negarlo? (Real de Azúa, 1988).

Si un artículo denso y extenso como éste fue un acto y un ejercicio ante la candente realidad, El poder vino a representar en sus procesos de escritura -ya que no en su recepción inmediata, porque el libro se publicó doce años después de la muerte del autor- "la mutación en el vínculo entre el autor y el público" (Halperin Donghi, 1990, p. 14). Para decirlo con sus propias, y agudas, palabras introductorias al primero de esos dos trabajos: entre uno y otro vive el tránsito de la "tentación de la especificidad" a la "tentación de la generalidad" (Real de Azúa, 1988, p. 9). Escritos a principios de la década de 1970, en medio de la escalada autoritaria que encuentra su ápice en la dictadura que se asentó en junio de 1973 y ante el fenómeno de la masiva movilización obrera y estudiantil y la emergencia del fenómeno guerrillero, con esos trabajos Real de Azúa vivió otro pasaje del hacer crítico y de hacer crítica en América: del periodismo cultural uruguayo en el alto y libre ejercicio de las ideas hasta el acoso de la censura, del ruidoso clima de la polémica al silencio del retiro forzoso.
Carlos Real de Azúa murió en su plenitud intelectual, en 1977, y en medio de la más cruda época de represión dictatorial, cuando por todo el contexto regional corría un idéntico aire denso e irrespirable. La mayor parte de su obra se conoció unos años después de la recuperación democrática, ocurrida en 1985. Se trata de la amplia antología Escritos (1987) preparada por Halperin Donghi, del referido libro El poder (1990), del vasto trabajo que los editores titularon Los orígenes de la nacionalidad uruguaya (1990),16 del libro sobre la Universidad (1992), del enorme manuscrito redactado a principios de la década de 1960 titulado Tercera Posición, Nacionalismo revolucionario y Tercer Mundo (1997), de un par de compilaciones de trabajos sobre historia política uruguaya (Herrera, la construcción de un caudillo y de un partido, 1994; Historia y política en el Uruguay, 1997), y aun de algunos materiales más "secretos" como las notas para un curso sobre política exterior uruguaya (1987), o para un curso de Estética (1998), o su juvenil y exhumada obra sobre Ariel (2001). Juntas, todas estas páginas que se han dado a conocer en poco más de una década por lo menos triplican las que el crítico publicó en un puñado de editoriales montevideanas y en un conjunto igualmente reducido de publicaciones periódicas, en general uruguayas, a lo largo de tres décadas.
Desde fines de la década de 1950 Real de Azúa fue un "intelectual faro" dentro de Uruguay, por la condición proteica de su pensamiento, por su magisterio en las aulas, por su proverbial cordialidad de la que dan testimonio muchos de sus amigos y alumnos, por su cadena de saberes que pocos -si acaso alguno- pudo emparejar. En cambio, fuera de su país ha sido y continúa siendo un completo desconocido. Aun para los más enterados que, en todo caso, saben de algún solitario artículo como el que dedicó al "Modernismo y las ideologías", publicado en Escritura, de Caracas, y vuelto a divulgar en Buenos Aires por Punto de Vista. Su fortuna parece estar condenada, por ahora, a las fronteras uruguayas o, mejor, a su ciudad de Montevideo, a la que llamó "la capital cada vez más grande de un país cada vez más pequeño" (Real de Azúa, 1987, p. 52).

Notas

* Corresponde agradecer a los profesores Raúl Antelo y Maria Lúcia Barros Camargo, de la Universidade Federal de Santa Catarina (Florianópolis), quienes me encomendaron la escritura de una primera versión de este ensayo como prólogo para una antología de textos de Real de Azúa, en vías de publicación, quienes gentilmente autorizaron la publicación en español.

1 El Museo Histórico Nacional, la Biblioteca Nacional -con edificio nuevo y mejores dotaciones económicas-, la Colección de "Clásicos Uruguayos", el Instituto Nacional de Investigaciones Literarias, el "Archivo Artigas", la Comedia Nacional.

2 Facultad que pertenece a la Universidad de la República, la única que existió hasta 1984, y que se encuentra en la órbita del Estado. Real de Azúa nunca trabajó en ella.

3 Como, entre tantas otras, Clinamen (1947-1948), Escritura (1947-1950), Asir (1948-1959), Número (1949-1955 y 1962-1964), Film (1953-1957), Deslinde (1956-1960). Para un panorama de esta época véase Pablo Rocca, 35 años en Marcha (Crítica y literatura en el semanario Marcha y en el Uruguay, 1939-1974), Montevideo, División Cultura I.M.M., 1992; Pablo Rocca, "Marcha, las revistas y las páginas literarias", en Historia de la literatura uruguaya contemporánea, 1997, t. II.

4 No puede descartarse, por cierto, la enorme contribución de los exiliados, algunos notables como Margarita Xirgu y José Bergamín o, por temporadas, el poeta Rafael Alberti; las visitas de europeos de primera fila, como Albert Camus, Juan Ramón Jiménez, Jean-Louis Barrault, Marcel Marceau, junto a otros no menos notables americanos (como Pablo Neruda o Cecilia Meireles), y en particular argentinos que buscaban un espacio que la censura peronista les bloqueaba. Por eso en Montevideo se pudo escuchar -y publicar en Marcha y en otros medios- a Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Rodolfo Mondolfo, José Luis Romero, Jorge Romero Brest. Los tres últimos dictaron numerosos cursos en la Facultad de Humanidades y Ciencias. Menos advertidos, o menos celebrados entonces, fueron dos brasileños: Jorge Amado, quien pasó largas temporadas desde mediados de la década de 1930, Gilberto Freyre, quien visitó Montevideo en 1944 (Freyre, 2003).

5 El ejemplo argentino, en particular el del peronismo, tiene un especial interés para el posicionamiento de Marcha y para las reflexiones de Real de Azúa sobre el tercerismo. Véase, al respecto, Halperin (1987), Vior (2003)

6 En verdad, había participado antes en periódicos falangistas de Montevideo, producción aún no relevada ni siquiera en la pionera y muy completa bibliografía de Sabelli y Rodríguez (1987, pp. 129-138).

7 En rigor, en los primitivos escritos falangistas hay una preocupación obvia por la historia política y las ideas.

8 "Al convertirse ahora la relación entre la narración no ficticia y la narración ficticia en un momento de la práctica y en un problema para la teoría y la investigación literarias en Latinoamérica, el cambio de terreno que tiene así lugar nos obliga a partir de la anulación de cualquier separación tajante entre el campo de la ficción y el de la no ficción, entre la realidad producida y la realidad relatada, concomitantes con una transformación de la noción de la literatura" (Rincón, 1978, p. 409). Corresponde aclarar que el señalamiento de este texto de Rincón -quien, por su lado, evidentemente desconoce por completo las reflexiones de Real de Azúa-, fue indicado por la profesora Mónica Buscarons. El señalamiento fue anotado en oportunidad de un curso en la Maestría de Literatura Latinoamericana ("Historiografía y crítica literarias uruguaya, 1886-1969") que dicté en 2003 en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Universidad de la República). Habría que agregar que la posición de Rincón entra en contacto con anteriores proposiciones similares en la obra crítica de Antonio Candido y al mismo tiempo de Ángel Rama, de Antonio Cornejo Polar y de Roberto Fernández Retamar, y, un poco después, de Alejandro Losada, Ana Pizarro y Beatriz Sarlo, entre otros.

9 No tiene punto de comparación la labor de Real de Azúa con la de Freyre en este plano, desde luego. Pero cabe consignar que aun en breves textos, como el prólogo a la antología de artículos de Isidoro de María (Montevideo antiguo, Buenos Aires, Eudeba, 1965), o en sus numerosos trabajos -también escuetos- sobre los viajeros, rescató más lo "privado" que lo "público" para el análisis de la vida social general, a la que nunca perdió de vista como objetivo epistemológico clave.

10  Y, por cierto, a él corresponde la crítica -en ocasiones violenta- contra la que califica como la "tesis independentista clásica", que no se resigna a admitir la dependencia e interdependencia del Uruguay y que aun defiende su autonomía total, contra la que Real de Azúa se insurge en su libro póstumo Los orígenes de la nacionalidad uru guaya, Montevideo, Arca, 1990.

11 Conozco una versión completa de este texto casi totalmente inédito, depositado en fotocopias en el Programa de Documentación en Literaturas Uruguaya y Latinoamericana (PRODLUL, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República). Algunos fragmentos de este texto han sido divulgados en Cuadernos del CLAEH, Montevideo, Nº 42, 1987, con nota preliminar de Lisa Block de Behar, y en Brecha, Montevideo, Nº 292, 5 de junio de 1991, con presentación de Óscar Brando. Asimismo, la precaria edición que divulgó apuntes de su curso de Teoría Literaria, editada por el Instituto de Profesores "Artigas" en 1998, y con noticia de Roberto Appratto, incluye muchas observaciones de carácter teórico en relación con este campo específico (Real de Azúa, 1998).

12  Por lo demás, sus ideas sobre poesía contemporánea fueron, a juzgar por las poquísimas notas o menciones inter caladas en artículos generales, las habituales entre los integrantes de la "generación del 45": devoción por T. S. Eliot, respeto por el modernismo hispanoamericano, rechazo de las "varias clases de subpoesía [que] se refugian en instituciones neutras y gremializadas, presionando en masa al Estado por la publicación o el premio de sus poe marios (es el cursi término en boga) [...]" (Real de Azúa, 1958, p. 30).

13  Las profesoras Margarita Carriquiry y Graciela Franco, quienes fueran alumnas de Real de Azúa en el Instituto de Profesores "Artigas" en la especialidad literatura, refirieron en 2003 -en el mencionado curso de la Maestría de Literatura Latinoamericana de la FHCE- que Real de Azúa había comentado que prefería destinar sus energías al examen de otras producciones escritas. El aluvión de novelas del llamado, por algunos, "boom" de la literatura lati noamericana superaba sus posibilidades de lectura cuidadosa.

14 Véase este texto en la presente compilación. Nótese, de paso, la actualización teórica que Real de Azúa tiene en 1964, cuando ya ha tomado contacto, por ejemplo, con los aportes de Theodor Adorno, tempranamente traducidos y publicados por editorial Ariel de Barcelona.

15 Carta datada en Montevideo el 18 de abril de 1968, remitida al ensayista Washington Lockhart (Montevideo, 1914-Mercedes, 2001), a la ciudad de Mercedes (Uruguay). Una fotocopia del texto me fue proporcionada por el profesor Lockhart, en 1987, en la litoraleña ciudad donde residía desde 1934.

16 Doy fe de este título asignado por los responsables de la editorial Arca, entonces dirigida por el inolvidable Alberto Oreggioni (1939-2001), donde yo trabajaba en tareas técnicas en la editorial y tuve ocasión de examinar el caótico y casi informe manuscrito de este libro. Debo aclarar, además, que no fui amigo ni alumno de Real de Azúa, a quien ni siquiera pude conocer.

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