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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.1 Bernal jun. 2006

 

ARTÍCULOS

Estado y política en el pensamiento terrateniente argentino de fines del siglo XIX: las ideas de la Liga Agraria

 

Roy Hora

Universidad de San Andrés / CONICET

 

Este artículo examina algunos aspectos del ideario político de los grandes estancieros de la pampa de fines del siglo XIX. El análisis de las ideas que animaron a los fundadores de la Liga Agraria constituye el punto de mira a partir del cual abordaremos este objeto de estudio. Esta asociación convocó a los dueños de las mayores fortunas territoriales de la nación a hacer sentir su presencia organizada en la arena política. El ruralismo político que la Liga Agraria propugnaba nació en el enrarecido clima que sucedió a la crisis del Noventa, cuando las impugnaciones a la hegemonía del Partido Autonomista Nacional, sumadas a una crisis económica de inusitada profundidad, instaron a los liguistas a lanzar una campaña de agitación entre sus pares en la que una y otra vez insistieron en la necesidad de que los grandes propietarios rurales dejaran de lado su habitual apatía política e hicieran suyo el lugar central que, según creían, les correspondía en el gobierno de la nación. Y si bien es cierto que, luego de un comienzo por demás auspicioso, los liguistas sólo intermitentemente alcanzaron apoyos verdaderamente amplios entre los miembros del grupo al que aspiraban a movilizar (y que cuando lograron hacerlo, fue sólo para conducirlos por caminos que habitualmente terminaron en callejones sin salida), las ideas que los inspiraban merecen ser analizadas con atención. En efecto, su estudio permite avanzar en la reconstrucción del ideario político del segmento central de la élite socioeconómica argentina en un momento en el cual su prestigio e influencia se hallaba en su punto más alto. No menos importante, el análisis de las ideas de la Liga Agraria, así como del eco que éstas encontraron entre los estancieros pampeanos, ofrece un excelente punto de partida para estudiar la relación entre la élite terrateniente, la política y el Estado oligárquico.
En la campaña en la que convocaron a los estancieros a la acción, la Liga Agraria dio forma a un conjunto de argumentos destinados a legitimar la posición de preeminencia que, según afirmaban, los mayores productores de la riqueza argentina estaban llamados a ocupar en el gobierno de la república. En los escritos dados a conocer en su órgano de difusión, el Boletín de la Liga Agraria, así como en sus demás intervenciones en la escena pública, estos agitadores del mundo terrateniente nos han dejado valiosos testimonios a partir de los cuales es posible reconstruir sus percepciones sobre el lugar preciso que los grandes capitalistas rurales ocupaban en la sociedad y la política del cambio de siglo, sobre cuáles eran los dilemas que enfrentaban, sobre qué senderos debían recorrer para darles solución. La imagen que sur
ge de estos textos, de cuya densidad conceptual y analítica no debe esperarse demasiado, es, sin embargo, mucho más rica que la que puede encontrarse en otras publicaciones rurales de esos años, y permite reconstruir aspectos decisivos del mundo de representaciones de la élite terrateniente durante el momento dorado de la Argentina agroexportadora. En este sentido, no es exagerado afirmar que no hay mejor manera de aproximarnos a la forma mentis de los estancieros pampeanos que a través de un estudio de las ideas y las iniciativas de la Liga Agraria y del eco que éstas encontraron en el grupo social al que esta asociación se propuso interpelar.
La Liga Agraria representa un capítulo decisivo de la historia de la élite terrateniente argentina. El hecho de que la Liga haya mantenido una activa presencia en la vida pública por más de tres décadas -de la que los varios miles de páginas de su revista dan testimonio elocuente- ofrece un primer indicio de la importancia de una institución que el diario La Nación calificó como representativa de "lo más importante que tiene Buenos Aires en hacendados, comerciantes, industriales y agricultores", y en cuyas filas, según observaba el vocero roquista Tribuna, se contaban muchos de "los principales terratenientes de la provincia de Buenos Aires".1 Por otra parte, la Liga Agraria fue un activo participante en el proceso de discusión y elaboración de la política agropecuaria, y las autoridades del área repetidamente reconocieron la competencia de sus directivos en los temas de su especialidad. Teniendo en cuenta estos antecedentes, resulta sintomático que esta asociación no haya sido motivo de un estudio detallado. Y aunque las referencias a la Liga Agraria no faltan en la bibliografía especializada, éstas se limitan a menciones puntuales que no permiten forjarse una idea precisa acerca de la especificidad de esta institución y del proyecto que la animaba.
No resulta sencillo ofrecer una explicación convincente de los motivos que dan cuenta de este injustificado olvido. Aun cuando las tendencias hoy dominantes en la historia intelectual y de las ideas se han mostrado relativamente indiferentes al estudio de las representaciones de los sectores que coronaban la pirámide económica y social argentina, una explicación que se detenga en esta dimensión analítica es, a todas luces, insuficiente para dar cuenta de este vacío historiográfico. No se trata, tampoco, de que la élite rural del cambio de siglo careciera de ideas dignas de ser analizadas; aun cuando la inmensa mayoría de sus integrantes fuese poco propensa a dar publicidad a sus pensamientos -lo que convierte a las figuras que aquí analizamos en personajes algo atípicos dentro del grupo al que pertenecían y al que aspiraban a representar-, en las páginas que siguen tendremos oportunidad de observar que sus opiniones merecen tratarse con cierto cuidado. Considerando estas circunstancias, es posible afirmar que la renuencia a explorar la historia de la Liga Agraria no puede desvincularse del hecho de que esta asociación se resiste a ser entendida en el marco de las hipótesis con las que los investigadores suelen aproximarse al estudio de las élites sociales y económicas de la Argentina preperonista. Para muchos autores, la unidad entre Estado y las clases económicamente preponderantes resulta la clave de bóveda para entender los rasgos principales del sistema de poder de ese período fundacional de la Argentina moderna. Sistematizada por primera vez por intelectuales socialistas de comienzos del siglo XX, esta visión alcanzó su cenit durante el período de apogeo de la historiografía revisionista, que interpretó el período que aquí analizamos a partir de una clave que enfatizaba la creciente divergencia de destinos entre una élite gobernante tan poderosa como egoísta y un conjunto muy amplio de actores populares que representaban a las fuerzas positivas de la nación. Esta imagen, que afirma la existencia de un régimen excluyente erigido a espaldas y en contra de las masas, ganó espacio en el ámbito académico desde las décadas de 1950 y 1960, y en la actualidad todavía goza de algún predicamento.2
Aspectos centrales de la trayectoria histórica argentina no pueden ser abordados de forma satisfactoria sin reconsiderar las hipótesis que vertebran esta interpretación. En las últimas dos décadas, diversos estudios de historia política han sentado algunas bases para esta tarea, poniendo en entredicho las visiones que partían de la premisa de que la disputa por el poder en el siglo XIX se encontraba circunscripta al universo de las élites. Escritos bajo el influjo de nuevas propuestas historiográficas que colocan el acento en la especificidad de las prácticas del campo político, pero también de un clima signado por los procesos de democratización que América Latina experimentó tras la crisis de los regímenes autoritarios que asolaron la región en la década de 1970, estos estudios han revelado que la vida pública era más compleja e inclusiva de lo que las antiguas interpretaciones sugerían. Gracias a estos trabajos, hoy poseemos una mejor comprensión del funcionamiento del campo del poder (las formas de participación pública, los partidos, sus dirigentes y militantes, la prensa política, etcétera).3
Hay que señalar, sin embargo, que este nuevo énfasis en la autonomía propia de las prácticas del campo político ha desplazado a un segundo plano la exploración de las relaciones entre sociedad (y en particular grupos sociales) y poder político. Y en aquellos casos en los que las vinculaciones entre la sociedad civil y la esfera del poder siguió constituyendo un objeto de indagación, fue sobre todo desde la perspectiva que ofrecen, no las élites económicas y sociales, sino los sectores medios de las grandes metrópolis. En consecuencia, el lugar de las clases propietarias en el sistema de poder se ha visto algo desdibujado. Lo que es quizás más importante, estos estudios suelen dejar al Estado en un cono de sombra, en primer lugar porque le atribuyen un papel derivativo, y no pocas veces meramente represivo, en el proceso histórico. Este énfasis societalista es problemático. En efecto, algunos trabajos muy relevantes indican que el Estado desempeñó muy temprano un papel decisivo en la trayectoria histórica de nuestro país, que desde la década de 1880 no hizo sino crecer en relevancia.4 Para alcanzar una mejor comprensión de nuestra historia política es conveniente, pues, relativizar la premisa que sugiere que el estudio de la esfera del poder debe colocar el acento en las agrupaciones partidarias y en la sociedad civil y sus instituciones. En una sociedad en la que la presencia del Estado ha sido (y continúa siendo) tan central en la configuración del campo del poder, profundizar nuestro conocimiento de los rasgos del Estado y de las vinculaciones entre éste y la sociedad civil constituye una tarea tanto o más relevante.
El análisis de la Liga Agraria ofrece un buen punto de partida para avanzar por este camino. Como veremos en las páginas que siguen, el mirador que nos ofrece el proyecto político que esta asociación bosquejó en la década de 1890, a cuyo análisis se aboca este texto, pone de manifiesto que las interpretaciones que enfatizan la unidad entre las élites económicas y la clase gobernante es producto de una construcción retrospectiva, que resulta incapaz de captar aspectos decisivos tanto de la relación entre Estado y sociedad como de la experiencia política de los actores que se ubicaban en la cúspide de la pirámide social. Al mismo tiempo, y pese a las limitaciones de una perspectiva interesada, en primer lugar, en movilizar voluntades, estos voceros del ruralismo político advirtieron bien que el Estado constituía un actor central del campo del poder, cuya estructura, personal y orientaciones políticas reflejaban la incidencia de una gama de fuerzas y factores que excedían la esfera de acción de la élite propietaria. Las ideas que articularon el proyecto de la Liga Agraria enfatizan todo un arco de tensiones que hicieron que el vínculo entre el Estado y la clase propietaria rural se revelara problemático y ocasionalmente conflictivo. Y ello a punto tal que estos agitadores del mundo terrateniente denunciaron al Estado oligárquico como el único gran problema que enfrentaba una Argentina que en otros aspectos, como la organización socioeconómica, juzgaban saludable y vigorosa, y para nada dispuesta a poner en cuestión las prerrogativas de la riqueza y la gran propiedad.

El programa de la Liga agraria

El año 1880 constituye un verdadero parteaguas en la historia política argentina. Durante la década que se inauguró con el triunfo de Roca, la consolidación del Estado federal y la formación de una poderosa fuerza cuyos principales bastiones se hallaban localizados en el interior de la república definieron los contornos de un nuevo escenario político. Todos los actores del campo del poder debieron acomodarse a este cambio, y redefinir sus relaciones con un Estado central que había crecido en poder y autonomía. En esos años, el proyecto que animó a la Sociedad Rural, la institución que hablaba en nombre de los grandes propietarios rurales de Buenos Aires, se vio radicalmente modificado. El énfasis en la necesidad de que los terratenientes actuasen como líderes sociopolíticos del mundo rural, que había constituido una de las marcas distintivas del discurso ruralista desde la creación de la Sociedad Rural en 1866, gradualmente perdió relevancia, y fue progresivamente reemplazado por un acuerdo pragmático con una nueva élite gobernante que, aun si tomaba distancia de los intereses más inmediatos de las clases propietarias porteñas, de todas maneras les aseguraba a éstas mejores condiciones para el desarrollo de sus negocios privados que las vigentes en cualquier otro momento del pasado. Este arreglo, que reflejaba el avance un Estado más independiente pero también mejor preparado para apoyar el proceso de acumulación de capital, comenzó a perder vigencia a fines de la década de 1880. Los agitados años que sucedieron a la caída de Juárez, caracterizados por una crisis tanto del sistema de poder como del escenario más amplio en el que tuvo lugar el formidable crecimiento económico de la década de 1880, ofrecieron un suelo fértil para la experimentación política. De allí surgió el programa de activismo terrateniente que caracterizó a la Liga Agraria.5
Fundada en el invierno de 1892 por "hacendados influyentes de Buenos Aires, miembros los más conspicuos de la Sociedad Rural y de un gremio que ha elaborado una parte cuantiosa de la riqueza y del poderío del país",6 tres años más tarde la Liga Agraria inició la publicación regular de un Boletín a través del cual comenzó a difundir sistemáticamente un programa de acción que se fundaba a su vez sobre un diagnóstico de los problemas que afectaban la producción agropecuaria y a la élite rural. Este proyecto aspiraba a enraizar los reclamos de la élite propietaria en los dilemas de un escenario histórico cuyo arranque se fijaba en Caseros. Los liguistas (y el uso del plural se justifica en tanto no siempre resulta sencillo determinar quiénes eran los autores de las colaboraciones, que muchas veces no llevan firma) propusieron una visión de esa etapa fundacional de la Argentina liberal que importaba una restauración parcial del programa de ruralismo político que la Sociedad Rural en su momento había hecho suyo. Esta recreación era claramente selectiva. Antes que una visión comprensiva del pasado, se trataba de una "tradición inventada" a partir de la cual deducir ciertas conclusiones sociales y políticas de relevancia para ese presente. Los liguistas describieron el período que precedió a la consolidación de estructuras políticas nacionales, y en particular el momento previo a 1880, como una suerte de edad dorada. La Arcadia a la que los hacendados de la Liga Agraria deseaban regresar excluía toda referencia a los desafíos y los fracasos que sus predecesores habían enfrentado en ese período. Así, por ejemplo, la presencia amenazante de la frontera indígena, la arbitrariedad de la administración local, el carácter endémico y escasamente institucionalizado del conflicto político, las dificultades de los primeros ruralistas para constituirse en representantes del interés terrateniente, los muy modestos progresos que por entonces podía exhibir el proceso de modernización ganadera, junto a otros temas que habían causado honda preocupación entre los voceros terratenientes de la etapa de la Organización Nacional, habían sido borrados del relato de estos estancieros. En cambio, ponían énfasis en aquello que veían como la principal virtud de ese tiempo añorado: una masiva presencia de los terratenientes en la conducción de los asuntos públicos de Buenos Aires.
Los liguistas consideraban el triunfo de Roca como el momento en el que el lazo orgánico entre el Estado y la clase propietaria rural se había fracturado. Al igual que en los relatos de otros actores que se identificaban con la causa de Buenos Aires, los liguistas argumentaban que la victoria del PAN había puesto fin a un régimen representativo dominado por patricios de "proverbial honradez", que habían constituido las figuras rectoras de una cultura cívica a la vez intensa y distinguida. Pero señalaban, además, que ese cambio había sido acompañado por una profunda redistribución de poder. Tras la victoria del PAN, una nueva clase política había desplazado a "la clase holgada" del gobierno de la Primera Provincia argentina. Federalizada la ciudad y colocada bajo la égida del poder central, la influencia de las clases propietarias en la política de la metrópolis se había poco menos que evaporado. Todavía más les preocupaba lo sucedido en la nueva provincia creada en 1880, donde se localizaban sus imperios territoriales. Desde el triunfo de Roca, sus cámaras se habían convertido en "legislaturas híbridas y exclusivamente politiqueras, sin representación ni vinculación a los intereses del país".7 De acuerdo con esta visión, el elenco político que desde entonces controlaba la provincia estaba compuesto mayoritariamente por parásitos y arribistas que se ganaban la vida a costa del esfuerzo de los productores rurales, el verdadero basamento de la comunidad. Esta impugnación apuntaba en primer lugar a los hombres que habían dominado Buenos Aires durante la década de hegemonía del PAN, pero también comprendía a las fuerzas mitristas y radicales que desde 1890 se habían sumado a la competencia por el poder, sin mayor beneficio aparente para la calidad de las instituciones. Ante este escenario caracterizado por la consolidación de una clase política a la que le negaba todo carácter representativo, la Liga Agraria deseaba retornar a una Legislatura otra vez dominada por los mayores hacendados, los dueños de "tres cuartas partes de la Provincia" pero que "carecen de voz y voto en el recinto donde se discuten y dictan las leyes que deben dirigir sus intereses y fomentar sus industrias".8
Los debates sobre la reforma de la Constitución de Buenos Aires que se desarrollaron a lo largo de la década de 1890 ofrecieron la oportunidad para que la Liga Agraria hiciera conocer sus puntos de vista sobre cómo retomar la senda virtuosa de la que la Gran Provincia nunca debía haberse apartado. En primer lugar, los liguistas solicitaron una reforma de las leyes que regulaban el sufragio, señalando la necesidad de volver más estricta las exigencias de propiedad y domicilio que debían cumplir aquellos que deseaban candidatearse a puestos electivos. Otro de sus reclamos se refería a la eliminación de las dietas parlamentarias, que en su momento apoyaron sobre el prestigio de On representative government de John Stuart Mill. Esta demanda ya había sido formulada por Carlos Guerrero, una de las figuras más activas de la Liga Agraria, en una entrevista aparecida en el diario La Prensa a comienzos de 1893. En esa ocasión, Guerrero expresó que "en la Liga domina la idea de que los puestos de diputados y senadores sean honoríficos, como en los buenos tiempos de nuestros padres, para terminar con el mercantilismo político".9 Algunos años más tarde, la Liga Agraria confirmaba esta perspectiva cuando señalaba que "el sistema de legisladores rentados se sigue practicando entre nosotros, con una experiencia desastrosa para las instituciones libres y buena administración [.] si el pueblo quiere que vuelvan a su Legislatura los patricios de otros tiempos se impone la supresión de la dieta".10
En la Argentina, las dietas u otras formas de retribución a los parlamentarios provinciales se volvieron corrientes en el último cuarto del siglo XIX, en particular en los estados más modernos del país en términos políticos y sociales (que a su vez solían ser aquellos que contaban con finanzas más prósperas). Para la década de 1890, Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Córdoba remuneraban el tiempo y el esfuerzo de sus legisladores. La Legislatura de la primera de estas provincias era, por lejos, la más cara de la nación. En 1895, Buenos Aires destinaba más de un millón de pesos moneda nacional a afrontar las erogaciones de su Poder Legislativo, de los cuales $ 684.000 se imputaban al pago de las dietas de sus 114 legisladores, y otros $ 353.000 a sueldos de empleados y gastos de funcionamiento. Las
restantes cuatro provincias erogaban cifras comparativamente más modestas, que en promedio no superaban los $ 215.000.11 En el interior del país, en cambio, donde el dominio de las oligarquías tradicionales estaba mejor implantado tanto en la sociedad como en la política, los representantes no solían recibir emolumentos por sus servicios (en estas provincias, además, los gastos totales del Poder Legislativo eran poco menos que insignificantes: oscilaban entre el 2,4 % (Tucumán) y el 0,14 % (La Rioja) de los que afrontaba Buenos Aires). Esta distinción entre legislaturas rentadas y legislaturas honoríficas reproducía, de alguna manera, la que se daba en las sociedades del hemisferio norte, pues las dietas legislativas en el nivel provincial o local eran comunes en la social y políticamente más democrática Norte América, pero seguían siendo infrecuentes en la más jerárquica Europa.12 Teniendo en cuenta este panorama, parece tentador concluir que las propuestas de la Liga, que apuntaban a aumentar las restricciones a la participación de los no propietarios y a eliminar las remuneraciones en los cargos legislativos, tenían por objeto obstaculizar la inclusión de voceros de los sectores medios y subalternos en las instituciones de la república.
Esta manera de ver el problema -que coincide con la perspectiva dominante en la literatura sobre la relación entre élites socioeconómicas y Estado en el período- no sólo resulta errónea sino que también impide captar rasgos centrales de aquel orden político, y de la posición que en él ocupaban los grandes terratenientes. En rigor, hasta después de la reforma electoral de 1912, los liguistas (así como en general el grueso de los grandes terratenientes pampeanos) nunca temieron que sus posiciones y privilegios estuviesen sometidos a amenazas desde abajo, a las que fuese necesario oponerse mediante la limitación, de iure o de facto, de los derechos políticos de los más desfavorecidos. Por el contrario, la Liga veía a los grupos subalternos como observadores pasivos de los choques entre las clases propietarias y los grupos gobernantes y sus clientelas electorales. Para estos estancieros, la memoria de las décadas revolucionarias y del rosismo, cuando las clases populares se habían constituido en interlocutores necesarios de todo proyecto de construcción del orden político, ya había caído completamente fuera de su horizonte. Los liguistas hacían suya una visión de la sociedad civil en la que ésta aparecía no como una esfera de competencia y antagonismo entre clases o grupos de interés, sino como un bloque sin mayores líneas de fisura, que en conjunto debía soportar el peso de una clase política a la vez cara, ilegítima e ineficiente.
Este diagnóstico los instaba a solicitar, como el Sarmiento de la década de 1880, "que el extranjero tenga mayor intervención en nuestra vida pública, especialmente en el orden municipal", seguros de que de esta manera un elemento de orden y progreso se incorporaría de modo más pleno a la comunidad política.13 También les permitía tender una mirada confiada sobre el lugar que las clases subalternas estaban llamadas a ocupar en la escena política. Significativamente, en el texto con el que inauguraban su Boletín, los liguistas se referían a organizaciones de trabajadores y productores agrarios del hemisferio norte de composición social muy diferente, pero en los que la presencia de las clases populares era muy visible (entre los que mencionaban a "los millares de ‘caballeros del trabajo', y de miembros de la liga agraria de los Estados Unidos de América", así como también a "los agricultores coaligados en Francia, Bélgica y Alemania para la defensa de sus intereses"), como valiosos ejemplos de una predisposición para la organización y la reivindicación colectivas por parte de grupos de productores de la que los hacendados de la pampa tenían mucho que aprender y nada que temer.14 Esta perspectiva, poco interesada en explorar los programas o las bases sociales de las agrupaciones agraristas que en esos años se disponían a ingresar en la arena política en los Estados Unidos y en Europa continental, cobraba sentido puesto que la sociedad argentina era, para ellos, esencialmente armónica, y ninguno de los sectores que la componían exhibía disposición alguna para cuestionar la preeminencia social y económica de los grandes propietarios, ni los fundamentos sobre los que reposaba el orden social. De hecho, en una fecha tan tardía como 1898 señalaban que "la idea socialista no ha traspasado aún los dinteles de algún reducido saquizami de los suburbios donde se reúnen sus secuaces", lo que sugiere que cuando el siglo se cerraba no veían que la sociedad incubara fuerza alguna capaz de poner en entredicho los derechos y las prerrogativas de las clases propietarias.15
Incluso su visión de los empresarios industriales, que algunos autores a veces señalan como impugnadores de la hegemonía terrateniente, encajaba bien en esta descripción de una sociedad sin fracturas, presidida por los mayores detentadores del suelo argentino, sobre la que pesaba un orden político corrupto e ineficiente. Aun cuando en esos años de acelerado desarrollo manufacturero la industria se tornó una presencia más visible en el escenario urbano, los liguistas no formularon objeciones de consideración contra el crecimiento del sector de transformación. Es cierto, sí, que estos estancieros en repetidas ocasiones levantaron sus voces para denunciar el proteccionismo aduanero. De todas formas, sus reclamos contra los privilegios que la política comercial concedía a algunas industrias que competían con la producción importada (y a veces, también contra las concesiones de que gozaban las empresas ferroviarias) nunca fueron tan airados como sus ataques contra el gobierno que los autorizaba. En general, sus denuncias se centraban en la legislación creada para promover "industrias artificiales y embrionarias que jamás harán la riqueza del país, en contraposición de las verdaderas y espontáneas del país, la ganadería y la labranza".16 En repetidas oportunidades, los liguistas describieron los emprendimientos que surgían al amparo del proteccionismo aduanero como producto de ventajas obtenidas gracias a presiones políticas, que premiaban a empresarios ineficientes pero con influencia sobre los grupos gobernantes.17 En este sentido, argumentaban que "el campo de la producción debe ser pues tan libre como el de las instituciones para que el triunfador sea la expresión de la inteligencia, de la labor, atributos que solo deben ser discernidos á estas, como fruto de la imposición natural que ellas ejercen en la libre
e igual lucha por la existencia".18 Como se advierte, en estas intervenciones que evocan temas del liberalismo clásico resuenan también las referencias a Herbert Spencer -entonces quizás la principal guía intelectual para las clases propietarias del hemisferio norte-,19 cuya poderosa autoridad abonaba los razonamientos que enfatizaban que, en aras del bien común y en homenaje a la evolución y al progreso, el Estado no debía apartarse de su papel de guardián de las leyes del intercambio mercantil.
Vistas en conjunto, las denuncias de la Liga contra las industrias "artificiales" con fluían en una denuncia más amplia de las élites políticas que protegían empresas antieconómicas, impedían el juego irrestricto de las leyes del mercado y entorpecían el desarrollo de las actividades más dinámicas del país. Y es que, tanto por razones económicas como políticas, el principal blanco de crítica de este discurso de fuertes resonancias liberales no era la sociedad sino el Estado, al que consideraba prisionero de una clase política cuyo carácter representativo impugnaba severamente. Para los liguistas, "el incentivo de la dieta excita á los más audaces y ambiciosos que no son siempre los de mayor representación, ni los más preparados á escalar esos puestos preocupándoles poco la naturaleza de los medios empleados, y aleja el elemento serio y representativo, por no poder competir su propia condición con semejantes intrigas y manipulaciones afectándose, por consiguiente, la respetabilidad é importancia de esos cuerpos" parlamentarios.20 Para recrear una mejor administración, pues, "las ambiciones de los politiqueros" debían ser contenidas, y para ello era necesario suprimir los puestos rentados que funcionaban como "la moneda electoral de los partidos, el vehículo de soborno y remuneración de los caudillos políticos".21 En síntesis, los reclamos destinados a implementar un sistema que restringiese la condición de elegible (esto es, el voto pasivo) estaban dirigidos no a detener el avance de una sociedad en transformación sino a erradicar las prebendas y limitar la autonomía de una clase política que percibían a la vez como socialmente inferior, moralmente irresponsable y políticamente peligrosa e ilegítima.
Hay que señalar, por cierto, que los propietarios rurales tenían algunos motivos valederos para considerar que sus puntos de vista e intereses (que en muchos casos se identificaban con los de los productores agrarios en su conjunto) no encontraban oídos lo suficientemente atentos en la clase gobernante. En numerosas ocasiones a lo largo de esos años, los liguistas alzaron sus voces contra las finanzas del Estado central. El volumen del gasto público, y el elevado nivel de endeudamiento externo (que se encontraban entre los más altos del mundo en términos per cápita), concitaron algunas de sus críticas. Éstas se hicieron especialmente agudas en la primera mitad de la década de 1890, cuando la interrupción del crédito externo que sucedió a la crisis del Noventa se acompañó por un período de dificultades para la ganadería. De todas maneras, y al igual que a la Sociedad Rural, a la Liga Agraria le resultaba aun más preocupante el proteccionismo aduanero que la élite gobernante promovió con fuerza creciente desde fines de la década de 1870, al que acusaban de sembrar de nubes el horizonte de la economía de exportación. Esta inquietud no es sorprendente puesto que para la década de 1890 la política comercial argentina se contaba entre las más proteccionistas del globo.22 A este respecto, el principal temor de los voceros terratenientes se refería a la posibilidad de que las elevadas tarifas arancelarias y la protección concedida a la industria nativa concitaran represalias entre los socios comerciales del país, cerrando mercados para las expor ta ciones agropecuarias argentinas. El hecho de que un país que poseía una economía de expor tación tan dinámica contase a la vez con un régimen de política comercial proteccionista revela bien la complejidad de los intereses que incidían sobre la formulación de la política económica. Para los terratenientes, era claro que el origen del proteccionismo se vinculaba con el peso político del interior mediterráneo y de intereses industriales que, aunque no siempre contrarios a la economía de exportación, de todas maneras incidían negativamente sobre las posibilidades de desarrollo de esta última.23
Los propietarios rurales también formularon críticas recurrentes contra las finanzas del Estado provincial y municipal. En este punto poco estudiado, es preciso formular algunas breves aclaraciones, referidas tanto al peso relativo de las obligaciones tributarias como a su orientación. En primer lugar, hay que señalar que la administración de Buenos Aires no era nada austera. De hecho, el Estado bonaerense contaba con un presupuesto que oscilaba entre el 10 % y el 15 % del total de las erogaciones del Estado central, que era similar al de todas las demás provincias reunidas. El notable tamaño del presupuesto bonaerense no resultaba sólo de repartir el impuesto sobre una mayor población, o sobre una población más rica. La presión fiscal era, proporcionalmente, más alta. Así, por ejemplo, a comienzos de la década de 1890, la presión fiscal per cápita triplicaba la vigente en Santa Fe o Entre Ríos, cuando nada sugiere que las diferencias de riqueza por habitante entre estas provincias fuesen tan grandes.24
¿Quién afrontaba el costo de ese Estado proporcionalmente más caro? En 1914, el senador conservador Pedro Pagés afirmaba que "el régimen impositivo de la provincia de Buenos Aires es uno de los que está más en armonía con los anhelos de las clases necesitadas, pues él gravita casi en absoluto sobre la tierra, el capital y la industria".25 Los dichos del caudillo ugartista de Chascomús no eran mera retórica. Como las administraciones provinciales no participaban de las rentas federales ni estaban autorizadas a gravar el movimiento de mercancías por sucesivos fallos judiciales que declararon ilegales las contribuciones levantadas sobre el tránsito de bienes (conocidos habitualmente como impuestos de guías), los presupuestos locales tendieron a descansar sobre las contribuciones a la propiedad inmueble. En Buenos Aires (aun más que en otras provincias), el gravamen sobre la tierra constituía el principal ítem de los ingresos del fisco, pues aportaba entre un tercio y la mitad de los ingresos totales. No debe pasarse por alto que los gobiernos del orden oligárquico bonaerense tendieron a imponer a la tierra gravámenes más pesados que los que caracterizarían a las administraciones radicales que los sucedieron, que avanzaron por la senda de los impuestos al consumo y a la herencia (así, por ejemplo, en 1910 la tierra contribuía con el 56,6 % de los ingresos provinciales, contra un 32,9 % en 1925).26
Lo que es igualmente importante, estos ingresos solían destinarse en su mayor parte a afrontar gastos en rubros que interesaban poco a los terratenientes (y sobre los que además no tenían mayor control), que revelan que los legisladores y la burocracia provincial no siempre los tenían al tope de sus prioridades. Los estancieros repetidamente se quejaron del costo de la Legislatura provincial que, con erogaciones que hacia mediados de la década de 1890 estaban por encima del millón de pesos, equivalía a dos tercios del presupuesto del dispendioso Congreso Nacional. Ese parlamento caro y poco respetado, repetidamente calificado como un reducto dominado por caudillos electorales y politiqueros de segunda categoría, elaboraba un presupuesto en cuyas partidas tenían primacía, además de los gastos en sueldos y salarios, las partidas destinadas a mejorar la calidad de vida de los habitantes de los pueblos y ciudades de la provincia. Así, por ejemplo, Buenos Aires gastaba proporcionalmente bastante más en educación y bastante menos en policía que otros estados provinciales.27
Este tipo de erogaciones indudablemente tenía un impacto muy reducido sobre las necesidades de la élite terrateniente o de sus empresas rurales. Residentes habituales de la Capital Federal, los grandes hacendados tenían lazos tenues con el mundo urbano bonaerense, y no resulta sorprendente que les resultase desagradable financiar sus administraciones o pagar por sus progresos. Cuando se encontraban en la provincia, la sociabilidad de los señores de la pampa solía transcurrir dentro de los límites de sus estancias, que habían sido construidas para generar ingresos y muchas veces para ofrecer solaz a sus dueños, pero nunca para funcionar como escenarios de la vida social o política de la comunidad. Como productores, sus principales reclamos no se dirigían hacia el medio circundante sino hacia el Estado federal (la política comercial, por ejemplo) o a las grandes compañías de transportes (en primer lugar, ferrocarriles); localmente, sus demandas básicas se referían a fuerza de trabajo y a una oferta de servicios que era atendida no por el poder público sino por la sociedad. Su gran reclamo sobre el Estado estaba referido al robo de ganado y, si atendemos a las quejas de los estancieros y al presupuesto relativamente reducido de la policía bonaerense, es posible concluir que las más de las veces éste no fue considerado con la atención que los terratenientes consideraban necesaria. Por todos estos motivos, los grandes propietarios veían los impuestos provinciales y locales como una contribución sin mayores contraprestaciones. Su pago se volvía más irritante por la extendida convicción de que sus contribuciones no sólo eran malgastadas sino que también servían para fines tan poco edificantes como fomentar "la empleomanía alimentando una porción de parásitos que se encargan de complicar las tramitaciones" o financiar las maquinarias políticas que dominaban la escena provincial.28
Para la Liga Agraria, entonces, la cuestión fiscal, tanto en el ámbito provincial como en la esfera federal, no era sino parte de un problema político mayor: la clase terrateniente había hecho deserción de su derecho a regir los destinos colectivos, y con ello había permitido la
consolidación de un sistema de poder que se hallaba a merced de una clase política de la que no podía esperarse nada bueno. Este diagnóstico se prestaba a imaginar soluciones optimistas que no siempre tomaban en cuenta la fortaleza política del orden oligárquico, que en momentos más reflexivos incluso los propios liguistas solían señalar. Así, por ejemplo, la lamentable ausencia de espíritu público entre los propietarios y el dominio de la escena por vulgares arribistas, antes que producto de la existencia de un complejo sistema de poder, eran percibidos como resultado de circunstancias "más accidentales que de carácter permanente".29 Y por razones similares, atribuían la timidez política de los hacendados a que "los gremios [rurales] no se dan cuenta de la eficacia de sus propias fuerzas en las luchas electorales, ni en la conveniencia que habría en unirlas", por lo que "el país aún no ha podido emanciparse de la influencia de los caudillos políticos que lo gobiernan".30 Para estos agitadores del mundo terrateniente, pues, la forma degradada que adoptaba la competencia electoral era consecuencia del hecho de que "los espíritus más experimentados, elevados y cultos" se mantenían alejados del gobierno de los destinos colectivos "por no competir su condición con las intrigas y manipulaciones de los comités", de los caciques y de las corruptas prácticas electorales que signaban a la república oligárquica.31 En tanto esta "falta de espíritu de asociación" implicaba una suerte de renunciamiento voluntario, para los liguistas era claro que el mismo podía ser revertido. Y era ello lo que autorizaba un optimismo que se asentaba sobre la premisa de que el tiempo en el que los mejores miembros de la sociedad finalmente se decidirían a ocupar las posiciones de liderazgo, que les estaban reservadas por derecho propio, estaba cercano.
Esta perspectiva puede sonar extraña a quienes están acostumbrados a considerar que el orden político oligárquico se encontraba férreamente dominado por la clase propietaria. Esta afirmación merece analizarse con más atención de la que aquí podemos prestarle. Hay que señalar, sin embargo, que gran parte de los líderes políticos del período pertenecían a los mejores círculos sociales, y de hecho los liguistas nunca dudaron de que personalidades como Carlos Pellegrini o Bartolomé Mitre, o gobernadores como Guillermo Udaondo o Bernardo de Irigoyen, merecieran el trato de iguales. Cuando consideramos las colectividades políticas que estos dirigentes presidían y frente a las que debían construir o validar sus liderazgos en lugares tales como la provincia de Buenos Aires o la Capital Federal, se advierte un panorama más complejo, en el que figuras provenientes de los sectores medios y subalternos ocupaban posiciones muy visibles no sólo como espectadores sino también como parte integrante de las fuerzas que disputaban el control del Estado. Y eran estas maquinarias políticas, cuya presencia se actualizaba en cada contienda electoral, las que proveían muchos de los liderazgos en los niveles inferiores y medios de las estructuras partidarias y las que le otorgaban a la competencia por el poder el tono violento y plebeyo que las élites sociales de ese tiempo repetidamente denunciaron. Esta denuncia era relevante puesto que se refería no sólo al deplorable espectáculo que ofrecían muchas jornadas electorales sino también al hecho de que esos mecanismos de competencia interpartidaria tenían consecuencias negativas sobre la calidad y la legitimidad de los que eran elegidos a través de ellos.

Niveles particularmente elevados de participación popular habían marcado la historia de la Argentina desde sus primeros pasos como nación independiente. Quizás convenga bosquejar, en relación a este punto, tres momentos en su desarrollo, pues este ejercicio nos ayudará a entender cómo se conformó el escenario que se desplegaba ante los ojos de los terratenientes del fin de siglo. Desde la Revolución de Mayo, las clases altas se habían revelado incapaces de contener la disputa por el poder dentro de su propio mundo. Las guerras de independencia y luego las civiles politizaron y movilizaron a las masas, sobre todo en Buenos Aires y las provincias litorales, resintiendo la disciplina del trabajo y erosionando la influencia y el prestigio de las jerarquías sociales nacidas durante la era colonial. De la crisis de independencia emergió un orden cuyas relaciones sociales y políticas acusaban una tonalidad plebeya que contrastaba con la que por entonces caracterizaba la vida pública de países vecinos como el Brasil o Chile, que experimentaron transiciones más apacibles entre la monarquía y la república. En esos años, el discurso republicano ofreció un instrumento mediante el cual las clases subalternas legitimaron su presencia en el escenario político de la nueva nación; de ese período data la sanción de un amplio régimen de sufragio masculino, que confería estatuto de ciudadanía a gran parte de los hombres adultos, con independencia de su patrimonio o sus calificaciones, y que constituyó un legado decisivo de la etapa revolucionaria a todo el siglo XIX. La vasta movilización popular que caracterizó a esas décadas colocó la disputa por el poder en un terreno que desbordaba ampliamente las fronteras de las clases propietarias. Desde entonces, éstas debieron establecer relaciones con una dirigencia política cuya legitimidad y modo de funcionamiento no estaban definidos por un debate interno a la élite.32
A lo largo de sus dos décadas de gobierno, Juan Manuel de Rosas realizó esfuerzos sistemáticos para orientar y luego privar de autonomía a la vasta movilización plebeya que lo había llevado al gobierno de Buenos Aires en 1829. Gracias al empeño y el talento que el Restaurador puso en ese proyecto, las élites liberales que lo derrocaron en 1852 se encontraron con mayores márgenes de maniobra para impulsar los ambiciosos proyectos de reforma social e institucional de signo constitucionalista y liberal que caracterizaron el período de la así llamada Organización Nacional. Como consecuencia de ese proceso de disciplinamiento que constituyó uno de los legados más perdurables del rosismo, así como de la mayor unidad de orientaciones que los grupos gobernantes exhibieron en esas décadas, desde Caseros la importancia de la participación popular en la esfera política disminuyó. Y si bien en esos años adquirieron mayor relevancia nuevas formas de acción política en las que la presencia popular se convirtió en un ingrediente muy visible, en particular en la ciudad de Buenos Aires, ésta solía transcurrir por carriles que no afectaban la orientación de un proyecto de poder cuyos rasgos básicos se habían definido en una discusión de la que sólo los integrantes de los sectores dominantes habían participado, y de la que todo lo que sugiriera la divergencia de intereses u opiniones entre los de arriba y los de abajo se hallaba ausente.33
Este cuadro sufrió una nueva torsión luego de 1880. Desde entonces, la importancia de las figuras del interior en la vida pública nacional se incrementó abruptamente, y gracias a
ello el nuevo Estado que entonces cobró forma amplió significativamente sus bases políticas. Aunque herederos de una tradición señorial y jerárquica que hundía sus raíces en los tiempos coloniales, y que mantendría plena vigencia en muchas regiones del interior hasta mediados del siglo XX, los hombres que descendieron de las provincias del oeste y del norte a ocupar puestos de responsabilidad en el gobierno nacional provenían de hogares que, en comparación con los de una élite social porteña que en esas décadas había comenzado a gozar de una prosperidad cada vez más evidente, eran extremadamente humildes. La velocidad con la que se enriquecieron algunos de los recién llegados a la Capital Federal no hizo sino confirmar, a los ojos de la opinión de Buenos Aires, que la actividad política era una ocupación especialmente atractiva para los menos prósperos, capaz de ofrecer buenas oportunidades de hacer fortuna a los que poco tenían que perder. No sorprende, pues, que en esos años adquirieran mayor eco opiniones como la de Emilio Daireaux, que a mediados de la década de 1880 insistía en que "estando permitida la elevación (social) al mayor número no son los ricos ni los que tienen una profesión que los pueda enriquecer, los que piden algo a la política o se dedican a ella por medio del ejercicio de las funciones públicas; la política, a decir verdad, es la carrera de los espíritus inquietos, turbulentos y ambiciosos".34
La emergencia de una nueva fuerza política nacional y de un Estado que en esos años creció en poder y recursos institucionales trajo como consecuencia una pérdida de peso político de la élite socioeconómica porteña. Ésta, a su vez, se tornó más acusada como resultado de los cambios políticos e institucionales que desde 1880 reorganizaron el sistema de poder de Buenos Aires. La consolidación del PAN y la federalización de la capital aceleraron el proceso de formación de una dirigencia provincial de base más decididamente local, cuyos lazos con las élites sociales y económicas capitalinas se volvió más tenue que en décadas pasadas, y que de modo comprensible, a la vez que acumulaba mayor poder institucional, también supo sacar provecho del proceso de enriquecimiento general que la economía agraria bonaerense experimentó en esos años. Desde la primera mitad de la década de 1890, cuando el PAN debió ceder su predominio ante el avance de radicales y cívicos, que pasaron a controlar importantes porciones de las cámaras provinciales, el proceso de descentralización del poder político se acentuó. Denuncias como las de La Nación, que afirmaba en 1896 que "los señores que constituyen la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires [.] en su mayor parte no poseen un metro de tierra", reflejan algunas consecuencias de este proceso de creciente autonomía de la política local respecto de la élite económica y social porteña.35 Y aunque indudablemente interesadas, no puede negarse que esas acusaciones tenían cierto asidero en la realidad: en 1900, por ejemplo, el diario La Prensa sostenía que la mitad de los candidatos a la Cámara de Diputados por la facción radical "bernardista", que entonces ocupaba el gobierno de la provincia, eran miembros de la policía y empleados públicos, directamente dependientes del empleo estatal para ganarse el sustento.36

Este escenario, caracterizado por la profundización del hiato entre la clase propietaria porteña y las estructuras de poder que gobernaban el territorio donde se hallaban radicadas las primeras fortunas del país, a la vez que por un mundo popular que había sido llamado al orden, constituía el horizonte a partir del cual se organizaba la reflexión de los hombres de la Liga. Los liguistas suscribían la posición que afirmaba que los intereses comunes debían ser custodiados por aquellos sujetos que estaban en condiciones de exhibir trayectorias de éxito social y económico, y por tanto afirmaban que la eliminación de las dietas legislativas tendría un efecto saludable sobre la calidad de la vida pública. Estos voceros terratenientes no eran los únicos que participaban de esta convicción. La Prensa (cuya simpatía por el radicalismo por entonces era abierta) sostenía que una reforma que eliminase las dietas era "indispensable", y la Review of the River Plate juzgaba, con la superioridad que era habitual en la prensa de habla inglesa, que las remuneraciones a los parlamentarios constituían "una tentación irresistible para la peor clase de hombres. Si éstas fuesen abolidas, quizás podamos tener gobernantes más responsables".37 Figuras políticas de primera línea coincidían en aspectos sustantivos con este diagnóstico. Julio A. Roca, que hablaba con conocimiento de causa, pues su riqueza no era independiente de los éxitos de su carrera política (al punto de que el término "atalivar", inspirado en el nombre de su hermano Ataliva, se convirtió en la década de 1880 en sinónimo de negocios turbios con el Estado), se hizo eco de estas interpretaciones en diversas ocasiones. En 1898, por ejemplo, en una carta al banquero Ernesto Tornquist le señalaba que "es un gran mal que tengamos un congreso tan bien rentado. Es la principal causa de los desórdenes y anarquías en las Provincias. Por algo es que las naciones más ricas y poderosas de la tierra y que están mejor constituidas, tienen gratis o muy escasamente remunerados sus parlamentos. Los representantes nuestros ó de los gefes de parroquias, tienen doble sueldo que los de los Estados Unidos!"38 Roca no parece haber hecho esfuerzo alguno para eliminar las dietas legislativas. Y ello no sólo porque esto quizá habría sido visto como un retroceso en el camino hacia una democracia más plena; también porque hubiese debilitado las bases sobre las que se asentaban las maquinarias electorales sobre las que se apoyaba el orden político.
Dada la preferencia del liberalismo europeo y latinoamericano del siglo XIX por formas restrictivas de representación, estos llamados a limitar la condición de elegible no deberían verse como un hecho especialmente relevante. Al considerar la posición de los liguistas, sin embargo, conviene atender al conjunto de su planteo. Esta asociación (y más generalmente la clase terrateniente pampeana) no puede describirse simplemente como una fuerza contraria al desarrollo de la participación popular en la escena política. En verdad, y pese a todo lo que se ha dicho sobre el carácter antidemocrático de los grandes propietarios, la evidencia histórica para este período sugiere algo bien distinto: antes que enemigos de la expansión del sufragio, los liguistas se contaban entre los que proponían su extensión. El contraste con otras clases terratenientes del siglo XIX ofrece una guía posible para comprender los motivos que explican esta posición. Aun a riesgo de volver sobre perspectivas analíticas hoy consideradas pasadas de moda, conviene señalar que el trabajo de Barrington Moore ofrece algunas sugerencias de utilidad para entender la posición de los grandes hacendados argentinos en el sistema de poder. A diferencia, por ejemplo, de los terratenientes del este del Elba, los estancieros de la pampa no dependían de acceso directo al poder político para extraer excedente, ya que se apropiaban de rentas y ganancias mediante puros mecanismos de mercado. En este sentido, se asemejaban más a los terratenientes británicos que a los alemanes.39 Su posición respecto del poder político, sin embargo, era distinta de la de estos últimos. A diferencia de la poderosa élite británica decimonónica, los estancieros pampeanos carecían de mayor control sobre el Estado, y percibían sus relaciones con el orden oligárquico como marcadas por la distancia, y algunas veces por el conflicto. Entre los estancieros argentinos predominaba la idea de que, mientras que sus lazos con el orden político eran débiles y no siempre armoniosos, su posición en la sociedad no estaba sometida a cuestionamiento alguno. De estas premisas algunos de ellos concluían que el prestigio social de que gozaban podía servir, en un sistema electoral más limpio, como la principal base política de un proyecto de poder que los tuviera como protagonistas. Teniendo en cuenta este contexto, no debería sorprender que sus sentimientos respecto de la democratización política fuesen menos hostiles de lo que habitualmente se supone.
La posición de la Liga Agraria frente al problema del sufragio ofrece una prueba palpable de esta afirmación. De hecho, los liguistas se adelantaron por más de una década a las propuestas reformistas e inclusivas de Roque Sáenz Peña. En un artículo de 1899 firmado por Lauro M. Castro, entonces editor del Boletín de la Liga Agraria, esta asociación hizo pública una propuesta para instaurar un régimen de sufragio secreto y obligatorio, y también para conceder derechos políticos a los extranjeros. En una época como la actual, en la que cierta nostalgia por la Argentina del ganado y de las mieses suele inspirar evaluaciones más positivas sobre sus grupos dirigentes que las que eran corrientes algunas décadas atrás, conviene advertir que los liguistas estaban lejos de conformar una élite progresista que se disponía alegremente a renunciar a los privilegios que les aseguraba un orden tan favorable a la gran propiedad como el entonces vigente. En todo caso, su adhesión a los principios democráticos no hace más que confirmar hasta qué punto confiaban en que las clases subalternas, incluso si ingresaban más plenamente en la escena política, seguirían careciendo de la capacidad para organizarse de modo independiente y, mucho menos, para proponer un proyecto de reforma social que afectase los intereses del gran capital territorial. En rigor, los liguistas no ocultaban que la opción de restringir el derecho al sufragio les resultaba más atractiva. De todas maneras, nunca perdieron de vista que la nave del Estado argentino ya llevaba suficiente lastre democrático como para tornar inviable cualquier propuesta que apuntase a restringir los derechos políticos. Por ello sostenían que "si este mal [el sufragio universal] no puede curarse radicalmente puede por lo menos atenuarse". Criaturas de una era de progreso, los liguistas expresaban una confianza no menor que la de los hombres del Partido Socialista en que la "educación práctica obligatoria que transforma al ciudadano en elemento consciente e independiente" lentamente colaboraría en este proceso de reforma. A corto plazo, sin embargo, lo verdaderamente decisivo era sentar las bases de un sistema electoral que garantizase "el ejercicio del sufragio en una forma que asegura su tranquila y perfecta practibilidad".40

La transparencia electoral constituía, pues, el punto clave de esta propuesta. Los hombres de la Liga confiaban en que un régimen de sufragio que garantizase elecciones honestas estaba destinado no a debilitar sino a reforzar el poder de aquellos que se ubicaban en la cumbre de la pirámide social, y a protegerlos mejor de las acechanzas provenientes de los que, gracias a medios fraudulentos, dominaban el Estado. En sus propias palabras, "la verdad del sufragio es el anhelo constante de los elementos representativos, de todas las fuerzas activas y productores del país". Para llevar este programa a la práctica, era necesario "constituir el sufragio en un deber, el cual, ningún ciudadano pueda evadirlo", y asegurar a la vez "todo género de libertad y garantía para que vaya a depositar su voto, en la seguridad de que ninguna presión se ejercerá sobre él, que su vida y la integridad de su persona no corren peligro alguno y que nadie sabrá jamás por quien ha votado"; de esta manera, sería posible limitar el poder de "bandos o camarillas (llamados abusivamente partidos)", que manipulaban a las "turbas irresponsables y analfabetas" para saldar sus diferencias.41 De modo similar a la reforma electoral que en 1874 incorporó masivamente a los votantes rurales en Chile, la propuesta democrática e inclusiva de la Liga Agraria apuntaba a erosionar los lazos entre las élites políticas y sus clientes electorales, en beneficio de las élites social y económicamente dominantes.42 En síntesis, este proyecto de ampliación política, que anticipaba en sus puntos nodales el que triunfaría en 1912, no tenía por fin abrir paso a formas más populares de gobierno. Por el contrario, apuntaba a conferirle a las clases propietarias una posición política más sólida.
Esta confianza en el papel rector que la clase propietaria rural estaba en condiciones de ocupar en la política argentina podía reafirmarse al observar el lugar que los grupos socialmente predominantes, en particular los vinculados con la producción agropecuaria, desempeñaban en aquellas sociedades que solían ofrecer inspiración política a los hombres del Río de la Plata. En los Estados Unidos, esos años asistieron, tras más de dos décadas de ascenso, a las etapas finales de una poderosa agitación de signo agrarista. El momento culminante de este movimiento se vivió en 1896, cuando la candidatura presidencial de William Jennings Bryans amenazó trazar una línea de conflicto entre la población agricultora de los estados del centro y del oeste y las élites urbanas del este.43 El escenario europeo, aunque en muchos aspectos distinto, no era sin embargo menos estimulante para estos ruralistas. No es necesario suscribir todos los argumentos del conocido trabajo de Arno Mayer sobre la persistencia del Antiguo Régimen para aceptar que, al volver su mirada sobre Europa, el panorama que los terratenientes argentinos tenían ante sus ojos contribuía a reafirmar sus convicciones sobre el lugar de primacía que debían detentar las élites agrarias.44 En efecto, cerrado el ciclo revolucionario inaugurado por la Revolución Francesa, las estructuras jerárquicas heredadas del siglo XVIII, si bien debieron adaptarse a convivir con regímenes parlamentarios, de todas maneras se mostraron capaces de encauzar el avance muy perceptible pero de todas maneras poco relevante de la política democrática, a la que en muchos casos subsumieron bajo distintos sistemas de democracia deferencial.45 En rigor, quizás el rasgo más notable de la evolución política del siglo XIX no fue tanto el avance de las formas populares de gobierno o el triunfo político de la burguesía como clase sino el proceso de reconstrucción de la primacía política de las clases propietarias (y en una Europa todavía predominantemente rural, ello significaba la supervivencia de las élites agrarias), que se extendió sin grandes sobresaltos hasta 1914. Gran Bretaña, a la que algunos observadores argentinos solían mirar como modelo de orden político, ofrece un ejemplo particularmente ilustrativo de este cuadro. En los años de 1890, luego de las reformas electorales de las décadas de 1860 y 1880, que ampliaron significativamente el número de votantes, la política británica aún se hallaba dominada por una figura como lord Salisbury, cuya familia ya figuraba entre las poderosas del reino en el siglo XVI. Salisbury era la cabeza visible de un gobierno en el cual ocupaban posiciones muy visibles los miembros de un reducido grupo de propietarios territoriales que podían movilizar en su favor los sentimientos de deferencia social de una parte significativa de sus votantes. En la Europa que miraban los hombres de la Liga Agraria, la victoria de un orden político fundado sobre la primacía del hombre común, o de las clases medias, todavía estaba fuera del horizonte, y en rigor sólo se abriría paso como consecuencia de la derrota militar en la Primera Guerra Mundial o del esfuerzo bélico destinado a impedirla.46
Este contexto internacional signado por la vitalidad política de las fuerzas rurales sin duda le otorgaba mayor credibilidad a las propuestas de activismo terrateniente que la Liga Agraria hacía suyas. Un elemento que singularizaba su programa es, como ya hemos señalado, su énfasis en el período previo a 1880 como una suerte de paraíso perdido de la clase terrateniente. Esta imagen se apoyaba, sin duda, sobre algunos aspectos que ningún relato de la política de ese período puede ignorar. En aquel año memorable algunos estancieros que habían tenido actuación pública en las décadas previas al triunfo del PAN debieron dar un paso al costado, arrastrados por el derrumbe de las formaciones partidarias porteñas que hasta entonces había ocupado un lugar central en la política nacional. Otros, entre los que se contaban muchos vástagos de las familias de la élite porteña, se sumaron a la guardia nacional que recibió su bautismo de fuego (y conoció el amargo sabor de la derrota) en los Corrales y en Puente Alsina.47 De todas formas, el relato que ponía énfasis en la caída de una antigua élite terrateniente, a la que describía como una víctima del avance de un nuevo grupo gobernante, hacía poca justicia al hecho de que los cambios que el triunfo de Roca precipitó no sólo eran más complejos sino que también afectaron, además del terreno político, a otras esferas de la práctica social. En particular, las transformaciones económicas y sociales que tuvieron lugar en esos años de veloz desarrollo agrario, que terminaron de dar forma a una élite terrateniente más poderosa y más consciente de sí misma, se revelaron de especial relevancia para entender por qué fue precisamente en la década de 1890 que los liguistas pudieron imaginar su propuesta de activismo terrateniente. Un artículo publicado por Charles Leonardi en 1892 en el diario Tribuna ofrece indicios sugerentes al respecto. Este colaborador habitual de los Anales de la Sociedad Argentina saludaba la constitución de la Liga Agraria afirmando que "es necesario que no permanezcan por más tiempo alejados de la dirección administrativa de inmensos intereses rurales los hombres que los han llevado a su apogeo actual".48 En su texto, Leonardi captaba bien que el ímpetu adquirido por la economía rural en la década de 1880 constituía un ingrediente esencial en el proceso de consolidación que los sectores propietarios rurales habían experimentado en los años de afiebrada prosperidad que siguieron a la victoria de Roca, y que este elemento estaba en la base del proyecto de ruralismo político que comenzó a bosquejarse cuando el horizonte de estabilidad y conformismo que había signado esa década terminó por quebrarse.
Este panorama sugiere que aun si las invocaciones liguistas invitaban a recuperar la situación previa al Ochenta, no parece del todo apropiado retratar a sus miembros como conservadores decididos a colocar ese novedoso instrumento político que era el sufragio secreto y obligatorio al servicio de un proyecto que miraba hacia el pasado. Y ello no sólo porque, como señalamos al principio, los principales rasgos de aquel tiempo dorado habían sido objeto de una fuerte estilización. Lo que no es menos importante, el contexto presente a partir del cual se definía ese pasado como un paraíso perdido también había sido hondamente recreado. Y ello al punto de que muchos de los terratenientes que hacían suyo este programa de ruralismo político como una suerte de regreso a las fuentes no tenían nada que conservar o que restaurar. De hecho, en más de un caso su inclusión en la categoría de grandes estancieros, y a veces también su integración en los estratos superiores de la clase propietaria porteña, era tan reciente que vista a la distancia resulta sorprendente cómo en apenas un par de décadas cobraron forma los rasgos básicos de ese nuevo estereotipo que, desplazando aquel que concebía a los grandes propietarios como una suerte de encarnación de la barbarie rosista, ahora describía a los estancieros más dinámicos como empresarios modernizadores dignos de respeto y emulación, a la vez que como figuras prestigiosas que contaban con antiguas y poderosas raíces en el campo.49
Un ejemplo notable de este veloz proceso de construcción de un nuevo tipo social -el del estanciero modernizador- lo ofrece el propio Carlos Guerrero. A menos de medios siglo de su muerte algunos académicos ya calificaban a Guerrero como integrante de una de las "familias más tradicionales" del país.50 El hecho es, sin duda, tan sorprendente como revelador. Miembro activo de la Sociedad Rural y presidente de la Liga Agraria, una de las personalidades más destacadas del asociacionismo terrateniente desde la década de 1890 hasta su muerte en 1923, Carlos Guerrero había tenido un origen muy humilde, cuyo recuerdo no debe haberse borrado del todo de la memoria de sus contemporáneos. Todavía en los años de su adolescencia, que transcurrieron durante la presidencia de Sarmiento, su padre había sido retratado, con malicia pero sin faltar a la verdad, como "un extranjero pobre (ciudadano español) [.] dependiente y agente [.] para negocios menores".51 El ascenso de esta familia, a la vez económico y social, sólo había comenzado a cobrar impulso en la década de 1870, cuando los Guerrero entroncaron con los Álzaga y, tras de un muchas veces evocado crimen pasional, pasaron a heredar la inmensa fortuna territorial de uno de los miembros más prominentes de este clan. De esa fecha tan tardía data el ingreso pleno de la familia Guerrero en los negocios rurales. Entre todos los hermanos Guerrero, Carlos se había destacado desde muy joven por su vocación por la innovación ganadera y por su espíritu emprendedor (fue el introductor de la raza Angus en el país), y ello le había asegurado un prestigio que excedía el
campo de los expertos en la producción agropecuaria; ello se refleja, por ejemplo, en el tono severo de un artículo de La Prensa aparecido en 1892 en el que se lo describía como "un hacendado conocido, de elevada posición social".52 Los términos conceptuosos con los que el periódico más importante del país se refería a Guerrero no pueden hacernos olvidar que para cuando la Liga Agraria apareció en el escenario porteño, esta figura señera del ruralismo argentino contaba con raíces en el campo y en la cúspide de la sociedad argentina que no se remontaban más allá de un cuarto de siglo. En este caso (que no era por cierto el único), una aplicación estricta de las ideas que el propio Guerrero gustaba pregonar, que expresaban añoranza por "los buenos tiempos de nuestros padres" y que hablaban de la necesidad de que retornaran al gobierno "los patricios de otros tiempos", hubiese encontrado a este gran terrateniente modernizador ubicado por fuera del círculo de los beneficiarios de este programa.
Este ejemplo pone de manifiesto cuán recientes eran las credenciales de algunos grandes propietarios rurales y, al mismo tiempo, cuán poco importaba este hecho en una sociedad en la que la movilidad económica y social impactaba tanto a sus estratos superiores como a sus clases trabajadoras. Sugiere, también, cuan distinta era la posición que ocupaban los voceros del ruralismo argentino del cambio de siglo respecto de la de las fuerzas agraristas que surgieron en Europa en esos mismos años. Así, por ejemplo, la retórica de la poderosa Bund der Landwirte, la Liga Agraria alemana, hablaba de la agonía de la agricultura cerealera europea y del temor despertado entre sus principales protagonistas por el despliegue de las fuerzas que en esos años terminaban de dar forma a un mercado mundial de alimentos de clima templado.53 Este proceso, que marcó el inicio de un tiempo de grandes dificultades económicas para las clases terratenientes europeas que no contaban con recursos minerales o rentas urbanas, o que no dieron el salto a la actividad industrial, encontraba a los estancieros argentinos en una posición no declinante sino ascendente. Sin duda, los reclamos de restauración voceados por estos últimos eran producto de la misma dinámica que estaba sometiendo a enormes presiones al orden rural europeo en todos aquellos lugares en los que éste no se cobijaba tras las barreras del proteccionismo agrícola, pero mostraban el reverso de la moneda. Los mismos impulsos que del otro lado del Atlántico colocaban una inédita presión sobre la economía rural (señorial y campesina) permitían que los terratenientes de la pampa alcanzasen niveles de prestigio y riqueza que les hubiesen resultado inimaginables a sus antecesores de medio siglo atrás. Todo ello contribuye a reafirmar la idea de que, antes que evidencia de la resistencia de los grandes propietarios rurales a aceptar las consecuencias del cambio socioeconómico, la imagen de una Arcadia a recuperar con la que los hombres de la Liga Agraria intentaban seducir a sus congéneres e impactar a la opinión pública refleja su capacidad para adaptarse a un nuevo escenario. Como toda Arcadia soñada en los tiempos modernos, el paraíso que los estancieros de la Liga anhelaban reconquistar nunca había sido suyo. Pero el hecho mismo de que precisamente en ese momento de su historia les fuera posible imaginar un camino para recuperarlo -bajo la forma de una campaña destinada a colocar en su lugar a una oligarquía política advenediza- revelaba la importancia de sus conquistas recientes, que colocaron a los estancieros entre las élites rurales más ricas del hemisferio occidental.

Conclusiones

Cuando el siglo XIX se cerraba, algunas figuras destacadas del mundo intelectual porteño comenzaron a llamar la atención sobre las amenazas que pendían sobre aspectos centrales del programa modernizador que las élites de la Organización Nacional habían impulsado a partir de Caseros. La crisis del Noventa, que sacudió al edificio social argentino hasta sus cimientos, otorgó una nueva hondura a las meditaciones de estas voces de acusadas inflexiones pesimistas. Las advertencias se referían, en primer lugar, a las dificultades de los grupos dirigentes para contener y encauzar las fuerzas modernizadoras que acompañaban el crecimiento económico y la inmigración, cuyo despliegue traía como consecuencia fenómenos tales como la pérdida de deferencia social, el avance del igualitarismo y la erosión de los sentimientos de pertenencia a la comunidad nacional. De esta manera, se planteaba un conflicto que colocaba en veredas opuestas a la élite tradicional y a una sociedad que se movía al compás de los acelerados cambios sociales que signaron el ingreso de la Argentina en el siglo XX.54
Considerando el clima de acusado optimismo en el destino de grandeza que el país tenía por delante, que constituye una de las marcas distintivas del ideario de ese tiempo, la pregunta por el eco que estos augurios de tiempos oscuros alcanzaron entre los grupos política, económica y socialmente predominantes merece explorarse con más atención de la que hasta ahora le ha sido prestada. En este trabajo hemos colocado el acento sobre estos dos últimos sectores, a los que (a la luz de las dificultades para establecer diferenciaciones demasiado nítidas entre ellos en esa etapa de vertiginosas transformaciones), hemos tratado como un único universo. Considerando el lugar que ocupaban en la jerarquía social, todo sugiere que estos actores deberían haber sido particularmente propensos a considerar con gran seriedad las palabras de quienes alertaban sobre las amenazas provenientes desde abajo. Vista desde la perspectiva que ofrecen las figuras que aquí hemos analizado, que alzaban su voz en nombre de la fracción más poderosa de la clase propietaria, la relevancia de los dilemas que inquietaban a intelectuales como Miguel Cané o a José María Ramos Mexía se revela, a todas luces, secundaria. En efecto, los grandes estancieros de ese tiempo y los que hablaban en su nombre rara vez formularon juicios que supusieran algún tipo de impugnación del formidable proceso de transformación económica y social que la Argentina experimentó en las cuatro décadas que precedieron a los festejos del Centenario. Como lo sugieren las intervenciones de ese vocero de los intereses y los puntos de vista de los mayores propietarios del país que fue la Liga Agraria, a la hora de reflexionar sobre los problemas de la Argentina estos activistas del mundo rural elegían posar su mirada sobre el Estado antes que sobre la sociedad civil.
Los grandes temas que inquietaban a los liguistas se referían a la falta de representación de las clases productoras en las instituciones republicanas, y al divorcio entre una comunidad de productores -presidida por los grandes terratenientes- y un elenco político autoritario y corrupto, que se servía de un poderoso Estado en su propio beneficio. Desde su punto de vista, los obstáculos que enfrentaba la producción rural eran, en gran medida, producto de falencias que se alojaban en la esfera del poder. Sin duda, importantes diferencias de tono y de énfasis distinguían al estridente discurso de estos agitadores terratenientes de otros provenientes del
mismo espectro de la vida económica y social argentina, en general menos propensos a cuestionar abiertamente a los poderosos de turno. Todos coincidían, sin embargo, en hacer suya una visión que contraponía un tejido social vital y dinámico con un universo político donde se concentraban los grandes males que aquejaban a la república. Para darle forma a esta premisa, el discurso de la Liga Agraria hacía uso de argumentos de una antigua tradición occidental que colocaba en el centro de sus preocupaciones la corrupción del cuerpo político, cuyos ecos locales habían alcanzado singular vitalidad en los círculos políticos porteños en la década de 1880. La manera en que estos terratenientes encararon el problema de la ausencia de virtud republicana reflejaba, sin duda, la posición privilegiada que ocupaban en la esfera económica y social. A diferencia de otras vertientes de este discurso crítico, que explicaban el fenómeno de la corrupción de los círculos gobernantes como resultado del materialismo que acompañaba al progreso argentino, los hombres de la Liga Agraria ubicaron los motivos de esta caída en el "mercantilismo político" que campeaba en la esfera del poder, y lo formularon como una condena explícita del mecanismo político de la república oligárquica.
Lejos de solicitar el auxilio del poder público para encuadrar a una sociedad que requería de programas de normalización impulsados desde el Estado, el discurso de la Liga Agraria invitaba a los ciudadanos a encolumnarse tras la guía de las clases propietarias rurales con el fin de iniciar una cruzada destinada a recuperar derechos políticos conculcados por una clase gobernante que fundaba su derecho a mandar sobre premisas y procedimientos ilegítimos. Al adoptar este punto de vista, los liguistas hicieron suyo un conjunto de argumentos que ya en la década de 1880 había señalado que la emergencia de un poderoso Estado, que había cobrado autonomía de las élites económicas y sociales, constituía el desarrollo político más importante de la era que se inauguró con el triunfo de Roca.55 De hecho, los liguistas encontraron en los temas del liberalismo clásico, con su preocupación por la limitación del poder, valiosos argumentos con los que librar un combate de ideas con los grupos gobernantes de la república oligárquica. Pero también fueron más allá, puesto que se revelaron capaces de invocar temas del discurso democrático, en tanto éste les ofrecía la posibilidad de reflexionar sobre el problema de la formación del poder en términos que les resultaban atractivos. Confiados en la compatibilidad entre la extensión de los derechos ciudadanos y los sistemas de derechos de propiedad entonces vigentes, a la vez que convencidos de que contaban con un prestigio social que podía traducirse en capital político, los terratenientes de la Liga Agraria formularon reclamos públicos en favor de la instauración de formas más honestas de participación popular en la competencia electoral, que incluyeron una propuesta de sufragio secreto y obligatorio. Su proyecto de reforma electoral, que anticipó el de Roque Sáenz Peña, estaba orientado a quebrar el lazo entre las élites políticas y sus clientelas electorales, y a conferir a las clases propietarias una posición política más sólida y a la vez menos dependiente del capricho de los grupos gobernantes.
Promotores de un programa que bien puede calificarse como afín a la idea de democracia deferencial, los liguistas se veían a sí mismos como una élite prestigiosa en lucha contra un sistema de poder que favorecía el ascenso de figuras aventureras y escasamente representativas. Bien mirado, se advierte que eran ellos, quizás más que los políticos del orden oligárquico, quienes merecen estos calificativos. Pues si la visión de la Argentina promovida por
estos agitadores terratenientes no parece haber sido tan distinta de otras que eran propias de ese grupo social, es claro que muy pocos miembros de la élite propietaria estaban dispuestos a acompañarlos en una tarea cuyos beneficios no eran tan obvios, y que además parecía cualquier cosa menos sencilla. Algunos años más tarde, un observador señalaba que, sumidas en sus asuntos privados, las personas de bien "no tienen tiempo para ocuparse de una actividad tan difícil y riesgosa como destronar a los políticos profesionales".56 Ciertamente, en una cultura pública en la que la política, y particularmente la política electoral, gozaba de un prestigio muy relativo, no sorprende que el grueso de los terratenientes de ese período no sintiese que cometía claudicación alguna cuando dedicaba el grueso de su tiempo y su esfuerzo a alcanzar otros objetivos, como la adquisición de riqueza y prestigio social, o el mero disfrute del ocio. Pasada la difícil coyuntura que sucedió a la crisis del Noventa, la inédita prosperidad que bendijo a este grupo sin duda contribuyó a reforzar esa actitud. Hacia los años del centenario, James Bryce advertía que, a diferencia de Chile, donde la actividad política era parte integral del estilo de vida de la clase alta, en la Argentina "la política sólo interesa a los políticos [.] la estancia, con su ganado y sus granos, y las carreras, con sus apuestas, son las actividades que están siempre en la cabeza y en las conversaciones, y las que están moldeando el carácter de la clase adinerada".57
Sin duda, este renunciamiento era posible puesto que a lo largo de esos años los terratenientes confirmaron que una participación más activa en la vida pública no era sólo un proyecto difícil de llevar a cabo sino que además tenía poco que ofrecerles como clase. En efecto, los liguistas no parecen haberse equivocado cuando argumentaban que no existía grupo social alguno capaz de amenazar la supremacía económica y social de la clase propietaria rural. Por tanto, la actividad política sólo podía resultarles atractiva a aquellos miembros de la élite económica y social que, además de una auténtica vocación por el poder, se hallaban dispuestos a ingresar en un terreno plagado de obstáculos, y en el que debían codearse cotidianamente con figuras de inferior condición. Ello resultó decisivo para determinar la suerte del programa de la Liga Agraria, que nunca lograría éxitos duraderos aun si no muchos estancieros pueden haber sentido algo de la aprehensión hacia las prácticas políticas de la república oligárquica que caracterizó el proyecto de esta asociación. El paso de la Liga Agraria por el escenario público argentino no fue, sin embargo, irrelevante. Y ello no sólo porque, aunque frustrados sus proyectos más ambiciosos, de todas maneras los liguistas se adjudicaron una serie de triunfos en temas específicos de la política agropecuaria de gran importancia para los empresarios rurales, y por los cuales fueron debidamente reconocidos sus congéneres que carecían de vocación pública. También porque, a su manera, estos terratenientes contribuyeron a dar fuerza al ideario antipolítico -crítico de las fuerzas partidarias y receloso del poder y la autoridad del Estado- que, ya sea con inflexiones populistas o elitistas, constituye una de las corrientes más caudalosas que forman el río de la ideología argentina.

Notas

1 Tribuna, 26 de julio de 1898, p. 2;         [ Links ] La Nación, 8 de enero de 1893, p. 1.

2 Una evaluación de esta producción en Ezequiel Gallo, "Historiografía política: 1880-1900", en AA.VV., Historiografía argentina (1958-1988). Una evaluación crítica de la producción histórica argentina, Buenos Aires, 1990, pp. 327-338.         [ Links ]

3 Entre los trabajos más conocidos se cuentan Hilda Sabato, La política en las calles.Entre el voto y la movilización ciudadana, Buenos Aires, Sudamericana, 1997,         [ Links ] y Paula Alonso, Entre la revolución y las urnas. Los orígenes de la Unión Cívica Radical y la política argentina de los años noventa, Buenos Aires, Sudamericana, 2000. Para un análisis, Paula Alonso, "La reciente historia política de la Argentina del ochenta al centenario", Anuario IEHS, 13, Buenos Aires, Tandil, 1998, pp. 393-418.

4 El autor que más ha insistido en este punto es Tulio Halperin Donghi. Véase, por ejemplo, sus trabajos "Backward Looks and Forward Glimpses from a Quincentennial Vantage Point", Journal of Latin American Studies, Quincentennial Supplement, 1992;         [ Links ] Guerra y finanzas en los orígenes del Estado argentino, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982; y Una nación para el desierto argentino, Buenos Aires, Prometeo, 2005. El hecho de que el costo de la reproducción institucional del Estado a lo largo de esa centuria no fuese inferior en términos per cápita al de Gran Bretaña y otras grandes potencias económicas y militares del mundo constituye, sin duda, una evidencia significativa en este sentido. Al respecto, véase Tulio Halperin Donghi, Guerra y finanzas, p. 12; Gonzalo Ramírez, La tasa del impuesto en la Argentina y pueblos de Europa, Montevideo, La Razón, 1901, p. 301.

5 Para el análisis de este proceso, remito a mi Los terratenientes de la pampa argentina.Una historia social y política, 1866-1945, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, pp. 46-60, y 129-140.         [ Links ]

6 Charles Leonardi, "La Liga Agraria", Tribuna,23 de septiembre de 1892, p. 1.         [ Links ] Véase también Review of the River Plate, 3 de septiembre de 1892, p. 5.

7 Boletín de la Liga Agraria (en adelante BLA), I:3, 1896, p. 33.         [ Links ]

8 BLA, I:9, 1897, p. 176, y pp. 208 y 209.

9 La Prensa,12 de enero de 1893, p. 5.         [ Links ]

10 BLA, I:3, 1896, p. 37.

11  La Legislatura de Santa Fe invertía $ 264.000 m/n en dietas para sus 62 integrantes, y otros $ 62.600 m/n en gastos generales. Entre Ríos pagaba dietas por $ 181.440 m/n a sus 56 legisladores y afrontaba gastos de funciona miento por $ 19.440 m/n. Córdoba abonaba $ 136.800 m/n en dietas a sus 71 representantes y gastaba $ 40.000 m/n en otras erogaciones. Finalmente, Corrientes destinaba $ 126.400 m/n a las dietas de sus 48 legisladores y unos $ 13.000 a gastos de la Legislatura. Véase Arturo B. Carranza, Presupuestos provinciales. Recursos y gastos. Presupuestos municipales, Buenos Aires, 1899, pp. 9, 14.

12  Carranza, Presupuestos provinciales., pp. 9, 87;         [ Links ] Goran Therborn, "The rule of capital and the rise of democracy", New Left Review, 103, 1977, pp. 2-42.

13  BLA, I:1, 1895, p. 1.

14  BLA, I:1, 1895, p. 1.

15  BLA, II:15, 1898, p. 336.

16  Ibid.

17  Véase, por ejemplo, BLA,I:9, 1897, pp. 172-174. La Semana Rural, 30 de octubre de 1894, p. 170; BLA,I:12, 1897, pp. 231-238.

18  BLA,I:9, 1897, p. 173.

19  David Nasaw, "Gilded Age Gospels", en Steve Fraser y Gary Gerstle (eds.), Ruling America. A history of wealth and power in a democracy, Cambridge, MA, y Londres, Harvard University Press, 2005, pp. 124-131.         [ Links ]

20  BLA, I:3, 1896, p. 37.

21  Ibid.

22  John Coatsworth y Jeffrey Williamson, "Always protectionist? Latin American tariffs from independence to Great Depression", Journal of Latin American Studies, 2004, 36:2.         [ Links ]

23  Roy Hora, "Terratenientes, empresarios industriales y crecimiento industrial en la Argentina: los estancieros y el debate sobre el proteccionismo (1890-1914)", Desarrollo Económico, 2000, 40:159.         [ Links ]

24  Gabriel Carrasco, Intereses nacionales de la República Argentina, Buenos Aires, J. Peuser, 1895, p. 596.         [ Links ]

25  Diario de Sesiones, Cámara de Senadores, Provincia de Buenos Aires, 15 de diciembre de 1914, p. 862.         [ Links ]

26 Dirección General de Estadística de la Nación, Los impuestos y otros recursos fiscales de la nación y las provincias en los años 1910 y 1924-1925, Buenos Aires, 1926.         [ Links ]

27 A mediados de la década de 1890, Buenos Aires destinaba unos $ 4.400.000 m/n a educación y $ 3.100.000 m/n a policía; por su parte, Santa Fe destinaba $ 670.000 m/n a educación y $ 1.700.000 m/n a policía, y Entre Ríos $ 570.000 m/n a educación y $ 890.000 m/n a policía. Carranza, Presupuestos provinciales., pp. 11 y 12.

28 BLA, II:15, 1898, p. 327.

29 BLA, I:1, 1895, p. 3.

30 BLA, I:1, 1895, p. 2.

31 BLA, I:11, 1897, p. 208; BLA, I:1, 1895, p. 3.

32 Tulio Halperin Donghi, De la revolución de independencia a la Confederación rosista, Buenos Aires, Paidós, 1972;         [ Links ] Ricardo Salvatore, Wandering paysanos: State order and subaltern experience in Buenos Aires during the Rosas era (1820-1860), Durham, Duke University Press, 2003.

33 Hilda Sabato, La política en las calles. Entre el voto y la movilización ciudadana, cit.; Halperin Donghi, Una nación para el desierto argentino, citado.

34  Emilio Daireaux, Vida y costumbres en el Plata, tomo 1: La sociedad argentina, Buenos Aires, 1888, vol. I, p. 353.         [ Links ] También La Prensa, 9 de agosto de 1892, p. 3.

35  La Nación, 10 de octubre de 1896, p. 5. Argumentos similares en Ruy-Blas, "Combinaciones electorales. Políticos y no administradores",         [ Links ] El Economista Argentino, 30 de enero de 1892, p. 5; Melchor G. Rom, "Los sueldos de los legisladores", La Semana Rural, 1 de enero de 1905, p. 1418.

36  La Prensa, 20 de marzo de 1900, p. 6; La Prensa, 26 de marzo de 1900, p. 5.

37  La Prensa, 24 de marzo de 1899, p. 3; Review of the River Plate, 6 de mayo de 1899, p. 9.

38  Julio A. Roca a Ernesto Tornquist, 8 de abril de 1898, en Archivo Tornquist, Biblioteca Tornquist, Banco Central de la República Argentina.         [ Links ]

39  Barrington Moore, Social origin sof dictatorship and democracy, Boston, 1966.         [ Links ]

40  BLA, III:6, 1899, pp. 143.

41  BLA, III:6, 1899, pp. 143-144.

42  José Samuel Valenzuela, Democratización vía reforma: la expansión del sufragio en Chile, Buenos Aires, IDES, 1985, pp. 12-19, 106-121.         [ Links ]

43  Nasaw, "Gilded Age Gospels.", cit., pp. 143-146.

44  Arno Mayer, The persistence of the Old Regime: Europe to the GreatWar, Londres, Pantheon Books, 1981.         [ Links ]

45  Antonio Aninno y Rafaelle Romanelli, "Nota preliminar", Quaderni Storici, 69, 1988.         [ Links ]

46  C. A. Bayly, The birth of the modern world,1780-1914, Oxford y Massachussets, Blackwell, 2004, pp. 396-397.         [ Links ]

47  BLA, IX:9-12, 1906, p. 160; Ricardo Hogg, Yerba vieja, Buenos Aires, 1945, vol. II, p. 45.         [ Links ]

48  Charles Leonardi, "La Liga Agraria", Tribuna, 23 de septiembre de 1892, p. 1.         [ Links ]

49  He analizado este proceso en Los terratenientes de la pampa argentina, cit.,pp. 22-46 y 61-127.

50  José Luis de Imaz, Los que mandan, Buenos Aires, Eudeba, 1964, p. 87.         [ Links ]

51  Sucesión Martín de Álzaga, AGN, f. 8.

52  La Prensa, 18 de junio de 1892, p. 3.

53  Gavin Lewis, "The peasantry, rural change and conservative agrarism: Lower Austria at the turn of the century", Past and Present, 81, 1978, pp. 138-143;         [ Links ] David Blackbourn, "Peasants and politics in Germany, 1871-1914", European History Quarterly, 14, 1984, pp. 44-75.

54 Para una elaborada presentación de esta perspectiva, véase Oscar Terán, Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo (1880-1910). Derivas de la "cultura científica", Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.         [ Links ]

55 Tulio Halperin Donghi, Una nación para el desierto argentino, cit., pp. 143-151.

56  Gordon Ross, Argentina and Uruguay, South America.Observations and impressions, Londres, 1912, pp. 221, 345.         [ Links ]

57  James Bryce, South America. Observations and impressions, Londres, 1912, pp. 221, 345.         [ Links ]

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