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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.1 Bernal jun. 2006

 

RESEÑAS

Mirta Varela
La televisión criolla (Desde sus inicios hasta la llegada del hombre a la Luna, 1951-1969), Buenos Aires, Edhasa, 2005, 301 páginas

 

Aunque termina con la paradójica afirmación de que la televisión argentina resulta un "objeto inasible", La televisión criolla de Mirta Varela sostiene una narración articulada que se extiende desde los comienzos del medio en nuestro país, en 1951, hasta la transmisión satelital de la llegada del hombre a la luna en 1969. Pese a que en su superficie puede leerse como una historia cultural de la televisión, este libro es, por la preocupación intelectual que lo domina, una indagación sobre la modernidad en la Argentina. O mejor, una reflexión sobre la modernidad que, en contacto con la pantalla televisiva, nos entrega imágenes inéditas, deseos no historiados, aristas no sospechadas. Así, cuando Varela cita la frase de Doña Petrona "lo más moderno que hay en la cocina", consigue, por una serie de superposiciones históricas y de recorridos sociológicos, un espesor de la cita en el que hace convivir los sueños de los pioneros, las utopías técnicas y la "fachada modernizadora" a la que sólo es posible acceder por la cultura material -inasible, no lo olvidemos- de la televisión. A las innumerables renarracciones de la modernidad que comenzaron a sucederse desde la década de 1980, La televisión criolla suma la virtud de postular que la banalidad de la televisión es significativa para entender diversos procesos históricos.
Por su riqueza conceptual, por su investigación sostenida, por el carácter experimental de su búsqueda, por la renovación que supone en los campos de saber que atraviesa, el libro de Mirta Varela se suma a todas las investigaciones de los últimos años que, siendo originariamente tesis de doctorado, renovaron el campo de la crítica cultural argentina y marcaron la emergencia de una nueva camada de críticos. Construyendo nuevos objetos a partir de corpus raramente investigados, estos trabajos se caracterizan por detenerse en las prácticas culturales y articularlas en una exposición de largo aliento marcada por el giro teórico que en su momento Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano dieron a conocer bajo el concepto de "sociocrítica". Obsesionados con el pasado histórico (casi todos estos libros organizan su material cronológicamente), en la mirada distanciada y en redes culturales que produce la sociocrítica, estos autores encontraron una manera de volver a narrar la modernidad.
Aunque en su lectura se presentan como narraciones académicas y a la vez amenas, estos textos no hubiesen podido escribirse sin la discontinuidad violenta que trazan con su objeto. Y éste es tal vez el dato más importante en lo que hace a su construcción y a su naturaleza renovadora y polémica. A diferencia de la crítica denuncialista, que no dejaba de hablar del pasado como si fuera idéntico al presente, o de la crítica textualista, obsesionada con aislar y celebrar su corpus, esta crítica puede escribirse porque ese pasado resulta radicalmente ajeno y alejado: más que un mundo propio, un jeroglífico que se intenta descifrar. En el caso de La televisión criolla, se trata de la discontinuidad irrevocable que existe entre el presente en el que vivimos y el sueño de modernidad de los pioneros, de las vanguardias o de los mismos medios masivos, que marcó buena parte del siglo XX argentino. Sin embargo, no hay que interpretar esta relación vertiginosa con el pasado como un efecto de época: la participación limitada de todos estos libros en el mercado no se basa meramente en su supuesta jerga académica que ya no debería molestar a cualquier lector de periódicos, sino en que su tono se resiste, sin ampulosidad, a la evocación nostálgica que hoy es moda. Desde los libros de divulgación histórica (entre los que se cuenta casi todo lo escrito sobre televisión) a los testimonios de rememoración política, en todos resuena el lamento por lo que no fue, con las siguientes ficciones de consolación y de acusaciones a destiempo. En cambio, estos trabajos de crítica cultural producidos en la academia narran el pasado para exhibir de un modo mucho más efectivo y verosímil su funcionamiento: antes que la tibia consolación que proporciona la identificación, se busca la lucidez desencantada que puede proporcionar el distanciamiento y la observación. Volver a narrar la modernidad para ver qué es lo que la puso en movimiento y generó uno de los mitos más duraderos del último siglo.
Si la mirada distanciada (sádica, podríamos decir) que Varela construye sobre ese "objeto inasible" que es la televisión la preserva tanto del narcisismo denuncialista como del entusiasmo masoquista, la fascinación que le producen los materiales que tiene a mano parecen arrojarla sin mediaciones al espacio catódico. La escritora parece sentir cierto placer perverso o fácil en poner los nombres de Piluso o de Violeta Rivas al lado de los menos conocidos de Roger Silverstone o David Morley. Pero si algo impide que la distancia colapse en la hipnosis televisiva, es -además del temperamento propio de quien debe investigar- su humor intelectual. Este humor solapado surge del choque de la observación detallada con la evanescencia de su objeto y es muy distinto del humor físico y paródico de la televisión. En unas páginas divertidas e inteligentes, Varela parece proponerse el desafío de escribir unas nuevas mitologías a la Barthes pero ancladas en el imaginario argentino. Las descripciones de la vincha, el spray y los bucles de los peinados femeninos, del whisky de los ejecutivos o de las estrategias de persuasión de Doña Petrona C. de Gandulfo ponen en escena no sólo la eficacia del método barthesiano sino la perspicacia de una mirada -la de la propia Varela- que se posa sobre aquello en lo que nadie se había fijado y que más significativo es cuanto más imperceptible se mantiene. En la página 136 se lee, por ejemplo, que

los peinados exhiben el desdén por lo natural y por la naturalidad al tiempo que instalan lo ostentosamente artificial como norma

y, un poco más adelante, que

las cabezas de las clases bajas (aunque no son representadas por "cabecitas negras") nunca son esféricas. Son, en última instancia, de volumen limitado.

Estos alardes de inteligencia observadora no son del todo inocentes: al detenerse en esos detalles marginales o laterales de las imágenes televisivas, Varela rechaza el tipo de lectura habitual que se hace en los estudios sobre los medios: la búsqueda, en la televisión, de formatos que la anteceden, como por ejemplo la lectura desde los géneros o desde formas populares de expresión (el circo o la radio) que se continuarían en la televisión. En vez de alentar esta lectura de confrontación y, subsidiariamente, considerar la diferencia como contraste o reformulación, la mirada de Varela busca la invención, el hacer propiamente televisivo que no admite un afuera dignificador. Así, en su lectura del peinado se busca el artificio con el que la televisión produce un efecto que compite o se superpone a lo real. Estas mitologías, entonces, fundan una mirada que no busca trazar genealogías homogeneizadoras, sino que se posa sobre lo singular, específico y diferencial que se constituyó históricamente.
La televisión criolla se escribe contra tres paradigmas teóricos que han marcado el acercamiento a la televisión en la crítica cultural latinoamericana. En primer lugar, contra la herencia populista que tuvo la virtud de considerar dignos de análisis objetos habitualmente despreciados por la crítica. Esta corriente, sin embargo, obsesionada con la vindicación de lo popular, tomaba decisiones metodológicas discutibles y tendió a considerar la cultura popular como algo que arrasaba y dignificaba todo lo que se le ponía a su paso (en realidad, ambas dimensiones eran complementarias, la inclinación populista determinaba de antemano el recorrido por los archivos). Trabajos sin duda pioneros como los de Aníbal Ford, Eduardo Romano y Jorge Rivera encuentran una inflexión en el trabajo de Varela, que elabora de un modo mucho más comprensivo y abarcativo las distribuciones culturales. Véase por ejemplo esta afirmación sobre las ‘estrategias' del consumidor y confróntesela con la celebración que hacen Ford y Oscar Landi de las antenas caseras hechas con cacerolas: "el placer ya no surge del ‘saber hacer' manual, sino del gusto por el último consumo de moda de los adelantos" (p. 56). Es otra imagen de lo popular -en la que participan lo mediático y lo masivo de la televisión- la que nos entrega este estudio.
En segundo lugar, Varela toma distancia de aquellas lecturas que se hicieron en los años de restauración democrática (principalmente el influyente De los medios a las mediaciones, de Jesús Martín-Barbero) y que acentúan la expresión de lo democrático y de lo popular en los medios. Estos trabajos fueron producto de una euforia que, en la década de 1990, declinó irremisiblemente: la democracia y lo popular, pese a los augurios, no se volvieron a encontrar y mucho menos en los medios masivos. Este escepticismo está escrito en La televisión criolla con tinta invisible y Varela se dirige a la historia del medio para ver cómo se fueron produciendo sus encuentros con la política, como cuando es inaugurada la televisión -un 17 de octubre de 1951- o con las jornadas del Cordobazo.
Finalmente, Varela prescinde de la teoría de la manipulación, que, si bien ya fue bastante desacreditada en el campo de las teorías de la cultura, necesitaba este rechazo porque el concepto está muy presente en casi todos los discursos críticos sobre la televisión del período estudiado (aunque en general para la crítica se tratara, como lo muestra la autora, de un objeto invisible). Sin embargo, el rechazo de este paradigma adquiere una necesidad mayor si se piensa en el concepto que Varela opone a esos tres paradigmas: el de "industria de la cultura". No hay en este concepto ni una reivindicación de la Escuela de Frankfurt ni un intento de subsumir a la televisión directamente a la dominación de clases. "Industria de la cultura", además de anular la esperanza de la televisión como "cultura popular", articula los argumentos maestros del libro: la modernización como participación efectiva en una nueva actualidad transnacional, la incorporación de lo hogareño en el dominio tecnológico y la fabricación de una imagen de nación:

Las relación técnica / progreso / nación que había ocupado un lugar importante en nuestra cultura -se lee en la página 36-, se resquebraja; y la televisión pasa a ser una prueba de ello. Todos los intentos de los medios gráficos por minimizar u ocultar este hecho, no hacen más que ponerlo en evidencia.

Con audacia, la autora toma este término y lo redimensiona en las prácticas culturales nativas: la del sueño de un país industrial y modernizado. "Industria cultural" sería, así, una realización desviada y distorsionada de ese sueño.

Con la televisión se extingue la ilusión de un proyecto de industria cultural nacional que había sido motor de la construcción de redes de radio y estudios de cine (p. 175).

Como no hay en el libro pretensión de exhaustividad, no es recomendable señalar huecos u omisiones; sin embargo, habría dos acontecimientos que exigen seguir siendo pensados: el papel de la ley de 1957 que marcó un perfil de la televisión y, principalmente, entregó el canal estatal a los vaivenes del mercado, y la importancia del giro que significó a fines de la década de 1960 la entrada de capitales nacionales, hechos contemporáneos al Cordobazo y a la llegada del hombre a la luna (dos hechos en cambio que, justificadamente, el libro analiza con exhaustividad y rigor). Más allá de estos aspectos que nuevos trabajos de investigación deberán venir a iluminar, la narración crítica que nos entrega Mirta Varela establece un nuevo grado cero de los estudios sobre la televisión argentina y establece un marco que ningún trabajo futuro sobre el tema debería ignorar. Habrá que leer este libro para ver cómo era la modernidad que se transmitía por televisión y, también, para saber en qué consistían realmente los flequillos y los batidos de las mellizas Cora y Candy.

Gonzalo Aguilar
CONICET

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