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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dic. 2006

 

ARGUMENTOS

Trabajo de campo y teorización en la historia intelectual: una réplica a Fritz Ringer*

 

Martin Jay**

 

Como acompañamiento del reciente renacer del interés en la historia intelectual se ha suscitado una vigorosa discusión, de creciente sofisticación teórica, sobre sus métodos y fundamentos teóricos. Gracias a la asimilación de lecciones de la filosofía, la antropología, la crítica literaria, la sociología y otros campos relevantes, historiadores como Quentin Skinner, Hayden White, Dominick LaCapra, James Clifford y Roger Chartier se han convertido en legítimos participantes de los debates culturales más amplios de nuestros días. Es particularmente gratificante ver a Fritz Ringer unirse a ellos, pues desde hace mucho se lo reconoce como un magistral representante del oficio del historiador intelectual. Quienes han tenido la suerte de estudiar con él, como fue mi caso a mediados de la década de 1960, así como aquellos que sólo lo conocen a través de sus libros ejemplares, The decline of the german mandarins y Education and society in modern Europe,1 no pueden sino dar la bienvenida a su intervención.
El precoz entusiasmo de Ringer por Weber y Mannheim aún es notorio en este nuevo artículo, pero ahora su argumento también recurre a Bourdieu y la literatura reciente sobre la reconstrucción racional en la historia de la ciencia. Los resultados son una animosa defensa de la historia intelectual como estudio de los “campos del conocimiento” socialmente constituidos, que, no obstante, se resiste a reducir el contenido intelectual a un reflejo irracional de las relaciones de poder existentes dentro o fuera de esos campos. Comparto muchas de las inclinaciones de Ringer, pues con frecuencia estructuré mi propio trabajo teniendo presentes esos campos del conocimiento y defendí las implicaciones racionalistas de nuestra disciplina, razón por la cual lo que sigue será, más que una crítica fundamental, un desafío fraterno en procura de fortalecer argumentos que en general me parecen convincentes. De hecho, mi coincidencia tan frecuente con la posición de Ringer me llevará a pasar por alto los puntos fuertes del artículo para concentrarme exclusivamente en las áreas que, a mi juicio, requieren mayor desarrollo, aclaración y tal vez revisión. Dedicaré las primeras observaciones a las implicaciones de la lectura “objetivista” que Ringer hace de la metodología de Bourdieu; a continuación me ocuparé del espinoso problema de la relación entre la sociología del conocimiento y el relativismo cognitivo.
Aunque los campos intelectuales, en la caracterización de Ringer, no pueden conceptualizarse como los objetos exclusivos o más fundamentales de la investigación histórica intelectual, son sin duda de considerable valor para comprender la constelación inarticulada o semiarticulada de fuerzas, tanto sociales como culturales, que sirven de base a cualquier proyecto intelectual individual y hasta colectivo. Nos ayudan a fundar y situar la teorización reflexiva de lo que Alvin Gouldner llamaba “cultura del discurso crítico” en su contexto prerreflexivo o, para utilizar los términos de Ringer, preconsciente. Como el “mundo de la vida” de los fenomenólogos o la “episteme” de Foucault, la noción de habitus de Bourdieu nos lleva a considerar el horizonte o telón de fondo de prácticas, supuestos, hábitos y prejuicios tácitos que constituyen la matriz doxológica de la cual surge un pensamiento más consciente de sí mismo. Nos fuerza, asimismo, a registrar las coacciones institucionales, por ejemplo las impuestas por los sistemas educacionales que Ringer ha explorado con tanta maestría, que estimulan, influyen y limitan la creación y recepción de ideas, aun de las más obviamente creativas. Y nos ayuda, por último, a evitar un intencionalismo ingenuo que procura reducir el significado de las ideas a las intenciones subjetivas de quienes les dan origen o adhieren a ellas.2
La concentración en los campos o habitus intelectuales –Ringer no siempre aclara las diferencias entre ambos conceptos– puede contribuir a llevar a cabo todos esos objetivos, pero un apoyo demasiado excluyente en tal método tiene un costo, que la defensa de Ringer acaso subestima. En primer lugar, como lo indica la metáfora espacial del campo, su postura supone tácitamente que una entidad sincrónica debe inspeccionarse o cartografiarse como una Gestalt estructural o relacional. Cuando Ringer dice que “en un momento y un lugar determinados, el campo intelectual […] es una configuración o una red de relaciones”, revela las implicaciones atemporales de la metáfora, que se fortalecen cuando habla de “posiciones” en campos o “haces” de textos, cuya distribución el historiador puede cartografiar y cuyos perfiles puede “circunscribir”.
Ringer admite, desde luego, que “los propios campos intelectuales pueden cambiar” y, en efecto, el título mismo de su primer libro, con la referencia al ocaso, introduce un elemento diacrónico en su exposición. Pero su artículo privilegia, no obstante, una epistemología más comúnmente asociada al análisis sincrónico que al análisis diacrónico: la del observador distanciado que contempla con desapasionamiento un objeto desde lejos. Aunque en un momento de su argumentación reconoce que un habitus “es una de esas entidades que nunca están al alcance de la observación directa”, en otro lugar insiste, empero, en que los campos deben considerarse como “objetos independientes de investigación empírica”, susceptibles de examinarse “desde un punto de vista deliberadamente distante e impersonal”. Al aducir esto, es congruente con su idea de que el pensamiento original es una suerte de esclarecimiento, “una conquista de distancia analítica con respecto a los supuestos tácitos de un mundo cultural”.
Uno podría, claro está, intentar mantener esa distancia con respecto a un proceso diacrónico y no a un campo sincrónico, y tratar de examinar esos viejos rubros principales de la historia de las ideas, las “corrientes” o los “movimientos”. Pero los supuestos epistemológicos serían los mismos: el observador distante que inspecciona un objeto claramente visible desde lejos. Tenemos aquí la característica dicotomía sujeto/objeto, un elemento tan tenaz del pensamiento moderno desde Descartes. No es éste el lugar adecuado para lanzar una crítica más del cartesianismo. Baste con plantear la sencilla observación que ese enfoque tiende a ignorar, en especial cuando campos atemporales son el objeto privilegiado de indagación: la importancia de la reconstrucción histórica del pasado como relato.3
En tiempos recientes, los historiadores han prestado mucha atención al valor y las implicaciones del relato; lo han hecho sobre todo aquellos desilusionados con un enfoque francamente teórico o cuantitativo del pasado. En ocasiones, la celebración de la narración ha servido para encubrir otros objetivos, como el restablecimiento de una historiografía política dedicada a los grandes hechos memorables, en desmedro de una historiografía social interesada en la vida de las masas anónimas. Pero en otras oportunidades implicó una sensibilidad creciente al hecho de que los relatos del historiador son irreductibles a la mera recuperación de un pasado ya preestructurado y que está a la espera de que un observador desinteresado lo recapture “tal como es”. En este aspecto, la obra de Paul Ricœur y Hayden White ha sido de especial eficacia para hacernos ver que la narración tiene una dimensión constructiva ineludible que vincula la historia con la literatura y no con la ciencia, tal como ésta suele entenderse.4
Aunque el carácter literario de nuestras reconstrucciones no deba significar por fuerza la eliminación de todas las diferencias entre narración histórica y ficción, como temen algunos alarmistas, es cierto que rodea de una fuerte sospecha el supuesto de un observador distante que contempla un objeto desde lejos. De hecho, la propia obra de Ringer demuestra con claridad este aspecto, pues la decisión misma de urdir la historia de los mandarines alemanes como un “ocaso” cuyo fin se sitúa en el fatídico año de 1933 delata una conciencia histórica formativa que va más allá de la simple observación de un campo intelectual desde una distancia olímpica.5 Del mismo modo, la evidente identificación de Ringer con el grupo de mandarines que llama “modernistas”, en detrimento de los “ortodoxos”, hace que su exposición delate en forma inevitable una inmersión más comprometida en su material de lo que parecería saludable en función del método de distanciamiento que él defiende en ese artículo.
A decir verdad, sobre la base de los principios de Bourdieu difícilmente podría ser de otra manera, pues el historiador está inserto en forma ineludible en un habitus cuyos supuestos tácitos se resisten a una plena tematización y crítica.6 Por ese motivo, la noción de “fusión de horizontes” de Gadamer, con la que Ringer nunca se sintió del todo cómodo, expresa lo que él mismo hace concretamente como historiador, con mayor exactitud que la idea de una observación objetiva desde lejos. Aun su artículo muestra los efectos del relato constructivista cuando Ringer generaliza al decir que “el pensamiento original y coherente es una especie de esclarecimiento, una emergencia hacia la claridad, una conquista de distancia analítica con respecto a los supuestos tácitos de un mundo cultural”. Pues esa definición del progreso hacia la luz en virtud de la desvinculación de los lóbregos supuestos del mundo cultural no tematizado se basa en una de las más viejas construcciones tropológicas de la tradición occidental, al menos tan antigua como la caverna de Platón. Los críticos de esta versión heliocéntrica y oculocéntrica de la verdad en cuanto esclarecimiento progresivo, como Merleau-Ponty y Heidegger, solían salir a la palestra con diferentes relatos que destacaban, en cambio, las virtudes de la inmediación, el involucramiento y la cercanía. Para ellos, la búsqueda cartesiana o positivista de lucidez y perspectiva sería un desventurado desvío en una historia cuyo telos debe ser el restablecimiento de la inmersión en el Ser. El quid no es aquí que sus alternativas sean por fuerza mejores; radica simplemente en decir que Ringer no puede escapar a un momento narrativizador ni siquiera en sus pronunciamientos de apariencia más directa sobre “el trabajo de esclarecimiento”.
Los inconvenientes de su modelo objetivista también surgen cuando Ringer estudia cómo deben los historiadores intelectuales manejar los residuos textuales dejados por el pasado. En este punto invoca el modelo de la traducción como la metáfora más adecuada de lo que hacemos. Aunque yo coincidiría en que la traducción es sin duda sugerente en términos heurísticos como un modo de conceptualizar la comunicación,7 debo señalar que no logra tomar nota del papel inevitable de la sinopsis, la paráfrasis y el reensamblaje en cualquier acto de interpretación. Afirmar que debemos “‘casar’ una secuencia de frases del texto con una secuencia coherente de frases claras en nuestro propio lenguaje” es ignorar la “construcción” que se deduce de manera inexorable de nuestra familiarización con los argumentos y su nueva descripción en términos que nos son propios.
Como Dominick LaCapra ha sostenido con frecuencia, no podemos eludir la esencialización de los textos que interpretamos, y omitimos y marginamos calladamente los elementos del original que estimamos insignificantes, repetitivos o, sin más, demasiado ajenos para domesticarlos.8 Los textos y las acciones pueden estar “objetivamente dados”, como Ringer argumenta, al menos en el sentido de que no los urdimos en nuestra interioridad. Pero lo que hacemos cuando les atribuimos un significado para nosotros mismos va bastante más allá de una traducción literal de una lengua a otra. Ningún distanciamiento negador de sí mismo, por grande que sea, nos dirá qué decisión tomar en ese proceso; nuestros prejuicios, en el sentido que Gadamer da a este término, intervienen por necesidad de una manera que no podemos poner por entero entre paréntesis, aun cuando seamos capaces, al ponerlos en primer plano, de problematizarlos en algún aspecto.
El problema se agrava si nos tomamos en serio la exhortación de críticos literarios y filósofos lingüísticos cuando nos instan a responder a los múltiples niveles y efectos de los textos, tanto ilocutivos como locutivos, tropológicos como referenciales, retóricos como lógicos.9 En contra del argumento de Ringer, la interpretación hermenéutica, que procura captar el sentido inherente de un texto, y la explicación, que da razón de las fallas de la significación mediante el recurso a un contexto ambiental cuyo carácter significativo se supone evidente por sí mismo, acaso no basten. Tal vez sea útil, en efecto, una tercera estrategia que desconstruccionistas como Paul de Man y J. Hillis Miller se complacen en llamar “lectura”.10 El término implica respeto por los modos múltiples, elusivos y a veces contradictorios como los textos significan y al mismo tiempo confunden la significación, exigen sinopsis parafrásticas y las impiden, “dicen” una cosa y “quieren decir” posiblemente muchas otras. Al negarse a reducir las operaciones del lenguaje a ideas, intenciones o, con la venia de Ringer, expresiones de las relaciones en un campo intelectual, la lectura sigue en este sentido un imperativo ético: la resistencia a un cierre prematuro basado en una creencia injustificada en la transparencia del lenguaje y la plenitud del significado que éste transmite. En vez de compartir la optimista versión igualitaria de Ringer de la traducción como un “apareamiento” exitoso, los exponentes de la lectura convalidan así la idea de Walter Benjamin de la tarea del traductor como la defensa de la diferencia alegórica entre el original y la copia.11
Provocaríamos un grave empobrecimiento en la historia intelectual, desde luego, si la redujéramos exclusivamente a la lectura en este sentido y, así, la fundiéramos por completo con ciertas modalidades de crítica literaria. Pero con seguridad debe prestarse alguna atención al nivel de complejidad textual, que se niega a disolverse en el campo intelectual del cual surgen, de un modo u otro, los textos. En realidad, justamente porque los textos pueden verse como el ámbito de impulsos antagónicos, es muy posible considerar que emergen de varios campos rivales o superpuestos, en vez de limitarse a ejemplificar un habitus unificado. Lo mismo puede ser válido para algunos intelectuales, a quienes, como he tratado de argumentar en el caso de Adorno, puede concebírselos como ocupantes del punto nodal en un campo o constelación de fuerzas de impulsos opuestos.12
Como Samuel Weber ha sostenido al criticar el alegato de Stanley Fish en favor del poder determinante de las “comunidades interpretativas” (que comparten muchas de las características de los campos de Bourdieu), el término “institución” no puede entenderse como referencia a un sistema autónomo, unificado y determinable de creencias y supuestos. Antes bien, marcará el choque de esas creencias y supuestos. El hecho de sostener que ese conflicto exige un terreno común, aunque se trate de un campo de batalla, no resuelve nada, porque sólo equivale a afirmar que, a fin de que haya conflicto, debe haber contacto, y que esto implica a su vez un espacio institucionalizado estructurado. Con ello, sin embargo, no se nos dice una palabra sobre las fuerzas y factores que delimitan ese espacio.13
Así, si pasamos con demasiada rapidez del nivel de la complejidad textual al contexto presuntamente previo de una institución, un campo o un habitus coherente, quizá no podamos reconocer la inestable coexistencia de varios contextos antagónicos, que van más allá de la subdivisión de uno de ellos en una lucha ortodoxa y heterodoxa destructiva.
Por todas estas razones, el giro objetivista que Ringer imprime al estudio de los campos intelectuales me parece inadecuado. A decir verdad, por momentos él admite eso mismo, por ejemplo cuando sostiene que “mientras que el pensamiento de los autores estrictamente representativos no es sino un objeto de estudio para nosotros, los pensadores creativos se nos unen como colegas mayores y nos guían hacia su mundo”. En otras palabras, ayudan a formar los prejuicios de nuestro propio habitus. Pero luego Ringer concluye con demasiado apresuramiento que “no hay contradicción en la tesis de que la exploración de los campos intelectuales y el estudio de los grandes textos esclarecedores deben proceder de manera interactiva si la aspiración es el avance de la historia intelectual”. Pues el estudio de esos grandes textos y, en rigor, la decisión de valorarlos como tales, se realizan dentro de un campo (o campos) específico(s), cuyos presupuestos no podemos trascender por entero en nombre de una vigilancia neutral. Si no una contradicción, hay por cierto una tensión, que Ringer ha soslayado con excesiva rapidez.
Acierta, sin embargo, al oponerse a una conclusión característica de la sociología vulgar del conocimiento que alguien podría extraer de estas observaciones. Las ideas y los textos, reconoce Ringer con prudencia, no son meras expresiones o reflejos de los contextos que los definen; también tienen la capacidad de criticar y trascender sus habitus, así como de llegar a ser significativos para miembros de distintos contextos. Por lo tanto, situarlos en sus campos intelectuales generativos o destacar su recepción en otros no es negar su contenido de verdad o sus pretensiones de racionalidad. Por mucho que nuestros campos intelectuales nos circunscriban, podemos intentar una reconstrucción racional del pasado, que se funde en el supuesto de la existencia de algo común para personas de diferentes momentos y otras culturas. La inconmensurabilidad radical convierte en una imposibilidad cualquier intento de ocuparse de la diferencia, tanto histórica como presente. Después de todo, los horizontes sólo pueden fundirse si en los habitus originales en cuestión no sólo hay diferencia sino también mismidad.
Es necesario, empero, ser claros con respecto a una distinción que el argumento de Ringer disuelve: la existente entre decir que una creencia es verdadera y afirmar que nuestra descripción de una creencia (cuya verdad o falsedad ponemos entre paréntesis) es históricamente cierta. Tradicionalmente, los detractores de la sociología del conocimiento la han acusado de negar el valor de verdad de las ideas, por situarlas en contextos históricos finitos y relacionarlas con grupos sociales específicos. Para quienes creen que la verdad es trascendente, universal y absoluta, ese método sólo puede conducir al relativismo cognitivo. Ringer sugiere que no debemos llegar a esa conclusión si suponemos la racionalidad de las creencias que examinamos. “Debemos empezar por suponer –nos dice– que las creencias que encontramos se deducen de observaciones confiables y un razonamiento sólido.” Luego apela a la noción de reconstrucción racional de Lakatos y sostiene que las irracionalidades empíricas deberían conceptualizarse como desviaciones de la norma.
Sin embargo, esta exhortación, ya anticipada por Max Weber en un famoso argumento de The theory of social and economic organization,14 es problemática como guía para juzgar el contenido de verdad de las creencias, como Ringer sugiere.15 Pues es evidentemente posible que las personas registren de manera fiel lo que observan y luego hagan un razonamiento lógico sobre las implicaciones y, no obstante, den con ideas que, en un momento ulterior, calificaríamos de falsas. Consideremos el conocido caso de la concepción geocéntrica del universo sostenida por los astrónomos precopernicanos. Sin lugar a dudas, las observaciones que hacían, sin contar con telescopios, eran “sólidas”: el Sol, después de todo, parece girar alrededor de la Tierra. Y su aptitud para utilizar la lógica aristotélica no era en absoluto inferior a la nuestra. No obstante ello, desde nuestro punto de vista actual juzgamos con toda evidencia que sus ideas eran falsas en términos cognitivos. En este caso, contra lo que sostiene Ringer, las “buenas razones” no condujeron a “creencias válidas”. Tampoco es obvio que validez y verdad sean simplemente sinónimas. Lo que la reconstrucción racional puede hacer es informarnos de los procedimientos empleados para cerciorarse de las creencias, que luego podemos juzgar de conformidad con una u otra norma de comprobación de la validez racional, pero en realidad es incapaz de permitirnos juzgar el contenido de verdad por sí mismo.
Aun menos puede ayudarnos cuando escribimos las historias del pensamiento en campos que están a mayor distancia de la historia de la ciencia que aquellos que Ringer suele discutir. Las áreas de la iniciativa intelectual que por lo común denominamos humanidades o artes son difíciles de reconstruir en términos de resolución de problemas basada en “observaciones confiables y un razonamiento sólido”. Aunque puedan ocuparse de objetos con un contenido de verdad –al menos así lo han afirmado filósofos como Adorno y Heidegger– y tal vez tengan historias que fueron sometidas a alguna forma de racionalización –como Habermas ha procurado demostrar–, es discutible que el mismo método que utilizamos para interpretar a Galileo y Darwin funcione con Goethe y Baudelaire. La diferencia será especialmente clara si reconocemos la acrecida importancia de la lectura, en el sentido antes descripto, en la interpretación de los textos humanistas (la diferencia no es absoluta, como el análisis retórico de la ciencia ha puesto de manifiesto, pero pese a ello existe).16
Que Ringer invoque la tesis de Davidson de que la razón de alguien para sostener una creencia puede ser una causa del hecho de sostenerla no nos es de mucha ayuda para salir de ese dilema. En primer lugar, da por descontada la aptitud misma de reaprehender la motivación intencional de un agente, que el énfasis de Ringer en los campos intelectuales anónimos pretendía hacernos superar. Segundo, supone que la racionalidad del pensador original está conectada de alguna forma con la validez de la creencia que sostiene, cosa que, como hemos visto en el caso del pensamiento precopernicano, no sucede necesariamente. Y por último, omite tomar en cuenta la disparidad entre la lógica consciente del creyente y la lógica inconsciente de la creencia, que sólo puede ser evidente en retrospectiva para las siguientes generaciones. Un ejemplo obvio sería la tesis de Weber sobre la relación entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, que combina dos tipos de racionalidad, una para el actor y derivada de su campo intelectual y otra para el historiador y derivada de su interpretación de las consecuencias imprevistas de dichas creencias.
Esta consideración final nos lleva al segundo tipo de verdad implicada en el relato del historiador intelectual: la verdad de su descripción en relación con algo llamado “pasado”. Aquí suspendemos todo interrogante acerca del contenido de verdad de las ideas de pensadores anteriores y nos concentramos, en cambio, en la veridicidad de nuestras reconstrucciones de su desarrollo, propagación, recepción, influencia, etc. En este punto, el dispositivo heurístico de la reconstrucción racional, entendido como un tipo ideal casi siempre realizado de manera imperfecta en la práctica, puede ser más útil que en el caso anterior. Pues nos permite, en efecto, salvar de alguna manera la brecha entre nuestro contexto y el de esos pensadores, para encontrar un modo de fusionar horizontes que, de lo contrario, estarían demasiado apartados para reunirse en algún aspecto significativo. Aunque se nos apremie para juzgar el valor de verdad de las ideas, podemos suponer alguna comunidad de normas en el modo como personas de diferentes épocas llegan a sostenerlas. Por erróneo que sea privilegiar nuestra versión de la razón como la norma universal, hay en diferentes culturas dimensiones superpuestas de lo que llamamos racionalidad que nos permiten tender puentes entre el pasado y el presente. Ringer acierta, entonces, al instarnos a atribuir a todos los seres humanos la capacidad de razonar y a rechazar la relegación de otras culturas y otras épocas (así como, podríamos agregar, otras razas, géneros, etc.) a lo “otro” de una razón reducida a nada más que una expresión del imperialismo conceptual de nuestra cultura. De hecho, como he sostenido en otra parte,17 nuestra capacidad misma de parafrasear y reproducir ideas de otras épocas y culturas sugiere un tipo de racionalidad comunicativa que trasciende tiempos y lugares.
También es menester, sin embargo, tomar en cuenta la otra cara de la moneda. Esto es, necesitamos exponer nuestro concepto de racionalidad a la experiencia de otras culturas y otros períodos. El modelo tácito de Ringer de esclarecimiento, dicotomización sujeto/objeto, objetividad distanciada, etc., debe entenderse como una versión de la racionalidad que, según nos muestra la historia, no es en modo alguno universal. En efecto, una de las funciones más importantes de la historia intelectual, en contraste con las filosofías ahistóricas que presuponen la equivalencia atemporal de problemas eternos, es mantener viva la ajenidad de otras culturas, a fin de deshacernos de la arrogante y peligrosa idea de que nosotros representamos la naturaleza humana o la sabiduría acumulada de la especie. Una manera de hacerlo consiste en resistirse a suponer que somos capaces de ser observadores plenamente objetivos que contemplan en forma desapasionada un campo intelectual desde arriba, o traductores escrupulosos de frases de una lengua a otra. Aunque esas ficciones tengan por momentos alguna utilidad, también tienen sus costos, que una historia intelectual crítica, abierta a los retos de la teoría contemporánea, puede ayudarnos a evitar. Si nos mantenemos al margen de la refriega, como los mandarines que Fritz Ringer nos ha hecho conocer, sólo tendremos el ocaso como destino; los historiadores intelectuales disfrutarán de muchas probabilidades más de prosperar si participan de los vivaces debates culturales de la hora. Nuestro campo intelectual está hoy más allá de los estrechos límites disciplinarios de una época anterior; nuestro habitus es algo más que la sociología del conocimiento, incluso según la ejercen maestros como Fritz Ringer.

Notas

* Título original: “Fieldwork and theorizing in intellectual history: A reply to Fritz Ringer”, en Theory and Society, Nº 19 (3), junio de 1990, pp. 311-321. Traducción de Horacio Pons.

** Miembro del Departamento de Historia de la Universidad de California en Berkeley.

1 Fritz K. Ringer, The decline of the german mandarins: The german academic community 1890-1933, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1969 [traducció         [ Links ]n castellana: El ocaso de los mandarines alemanes, Barcelona, Pomares-Corredor, 1995], y Education and society in modern Europe, Bloomington, Indiana, Indiana University Press, 1979.

2 Ringer introduce la obra de Quentin Skinner en su examen de la intencionalidad, pero subestima su complejidad. En vez de buscar el sentido de un texto en el “proyecto subjetivo” del autor, Skinner sostiene en forma explícita que ese sentido trasciende la motivación subjetiva. El objetivo previsto, afirma, sólo es un acto ilocutivo, que el autor intenta realizar al escribir el texto. Esos actos, agrega, pueden atribuirse a la intencionalidad y ser recuperados como tales por el historiador, mientras que no es posible hacer otro tanto con los múltiples sentidos del texto. Véase su dilucidación de este aspecto en James Tully (comp.), Meaning and context: Quentin Skinner and his critics, Cambridge, Inglaterra, Polity Press, 1988, pp. 270-271.

3 En nuestros días se acepta en forma generalizada que aun Descartes narrativizó su exposición de un método notoriamente no narrativo de indagación. Véase, por ejemplo, Dalia Judovitz, Subjectivity and representation in Descartes: The origins of Modernity, Cambridge, Inglaterra, Cambridge University Press, 1988.         [ Links ]

4 Paul Ricœur, Time and narrative, dos volúmenes, traducción de Kathleen McLaughlin y David Pellauer, Chicago, University of Chicago Press, 1984-1985 [traducción castellana: Tiempo y narración, 1, Configuración del tiempo en el relato histórico, y Tiempo y narración, 2, Configuración del tiempo en el relato de ficción, Madrid, Cristiandad, 1987], y Hayden White, Metahistory: The historical imagination in nineteenth-century Europe, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1973 [traducción castellana: Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX , México, FCE, 1992]; Tropics of discourse: Essays in cultural criticism, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1978, y The content of form: Narrative discourse and historical representation, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1987 [traducción castellana: El contenido de la forma: narrativa, discurso y representación histórica, Barcelona, Paidós, 1992]. Debemos agregar la salvedad “la ciencia, tal como ésta suele entenderse”, porque en los últimos tiempos ciertos comentaristas también han hecho hincapié en su dimensión narrativa. Véase, por ejemplo, Alasdair MacIntyre, “Epistemological crises, dramatic narrative, and the philosophy of science”, en Gary Gutting (comp.), Paradigms and revolutions: Applications and appraisals of Thomas Kuhn’s philosophy of science, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press, 1980.

5 La decisión de poner fin a su relato con la victoria nazi, por ejemplo, ha sido cuestionada como prematura por un crítico eminente, a cuyo juicio los mandarines todavía tenían gran vigencia luego de 1945. Véase Jürgen Habermas,Philosophisch-politische Profile, Frankfurt, Suhrkamp, 1971, p. 240 [traducció         [ Links ]n castellana: “Los mandarines alemanes”, en Perfiles filosófico políticos, Madrid, Taurus, 2000].

6 En realidad, el mismo Bourdieu es explícito en lo concerniente a la mezcla de distancia objetiva y proximidad habitual que constituye el habitus del académico. Véase su Outline of a theory of practice, traducción de R. Nice, Cambridge, Inglaterra, Cambridge University Press, 1977, pp. 2-4.         [ Links ]

7 En George Steiner, After Babel: Aspects of language and translation, Londres, Oxford University Press, 1975 [traducció         [ Links ]n castellana: Después de Babel: aspectos del lenguaje y la traducción, México, FCE, 1995], se encontrará un análisis de vasto alcance del modelo traductivo de la comprensión.

8 Véase, por ejemplo, Dominick LaCapra, Rethinking intellectual history:Texts,contexts,language, Ithaca, Cornell University Press, 1983.         [ Links ]

9 Podrá encontrarse un sumario reciente de esta literatura en Robert F. Berkhofer, Jr., “The challenge of poetics to (normal) historical practice”, en Poetics Today, Nº 9 (2), 1988, pp. 435-452.

10 Véanse, por ejemplo, Paul de Man, Allegorie so freading: Figural language in Rousseau, Nietzsche, Rilkeand Proust, New Haven, Yale University Press, 1979 [traducció         [ Links ]n castellana: Alegorías de la lectura. Lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust, Barcelona, Lumen, 1990], y Joseph Hillis Miller, The ethics of reading: Kant, De Man, Eliot, Trollope, James, and Benjamin, Nueva York, Columbia University Press, 1987.

11 Véanse, en especial, las observaciones de De Man en su crítica de la hermenéutica de la recepción defendida por Hans Robert Jauss, “Reading and history”, en The resistance to theory, prefacio de Wlad Godzich, Minneápolis, University of Minnesota Press, 1986, pp. 61 y ss. [traducción castellana: La resistencia de la teoría, Madrid, Visor, 1990].

12  Martin Jay, Adorno, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1984 [traducción castellana: Adorno, México, Siglo XXI, 1988].         [ Links ]

13  Samuel Weber, Institution and interpretation, prefacio de Wlad Godzich, Minneápolis, University of Minnesota Press, 1987, p. 37.         [ Links ]

14  Max Weber, The theory of social and economic organization, edición establecida por Talcott Parsons, traducción de A. M. Henderson y Talcott Parsons, Nueva York, Oxford University Press, 1947, p. 92 [traducció         [ Links ]n castellana:“Teoría de la organización social y económica”, primera parte de Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, México, FCE, 1944]. Weber habla aquí de la acción racional como un tipo, en el que “racional” se define en términos instrumentales. Los valores o creencias últimas, admite, quizá no se ajusten a ningún modelo de racionalidad.

15  Existe, desde luego, el interrogante más cósmico de qué constituye la verdad, una categoría que en modo alguno cae por su propio peso. Así, algunos filósofos, como Heidegger, defienden una noción aletética contra la idea apofántica que Ringer propicia de manera implícita: la verdad como revelación o desocultación y no como proposiciones que corresponden al mundo. Como es evidente, no es éste el lugar adecuado para discutir ese problema, tarea que, de todos modos, toca más al filósofo que al historiador intelectual.

16 Se hallarán análisis de la dimensión retórica en el discurso de las ciencias naturales y las ciencias sociales en John S. Nelson, Allan Megill y Donald N. McCloskey (comps.), The rhetoric of the human sciences: Language and argument in scholarship and public affairs, Madison, University of Wisconsin Press, 1987.         [ Links ]

17 Martin Jay, “Two cheers for paraphrase. The confessions of a synoptic intellectual historian”, en Fin-de-siècle Socialism and other essays, Nueva York, Routledge, 1988 [traducción castellana: Socialismo fin-de-siècle, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990].

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