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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dic. 2006

 

ARGUMENTOS

Contrarréplica a Charles Lemert y Martin Jay*

 

Fritz Ringer**

 

Debo agradecer a Charles Lemert y Martin Jay las molestias que se han tomado con mi artículo, así como los interesantes problemas que han planteado. Ansioso por responder de la manera más concisa posible, comienzo por ocuparme de dos críticas de Lemert que parecen reflejar una comprensión insuficiente de mi posición. En primer lugar, Lemert sostiene que mi enfoque hace caso omiso de lo biográfico. Tanto él como sus estudiantes, dice, quieren tener “acceso a las ideas a través de la vida de […] personas excepcionales” y “escuchar las historias de individuos especiales”. Y se refiere a mi “enérgica oposición metodológica a la biografía”, aunque no soy consciente de tenerla. He citado en términos aprobatorios un vigoroso ejemplo de biografía intelectual y señalé que el estudio de los grandes textos y los campos debe llevarse a cabo de manera interactiva. Sólo propuse que: a) los campos intelectuales se estudien por derecho propio, y b) las biografías tienen mayores probabilidades de ser coherentes cuando se basan en estudios previos de los campos pertinentes. No advierto contradicción alguna entre el concepto de campo intelectual y mi interés especial en los intelectuales que propusieron una dilucidación creativa de las tradiciones en que se inscribían. “Los campos pued[e]n ser entidades con todas las de la ley”, establece Lemert, pero eso “no implica […] que en ellos no hay lugar para el individuo”. Estamos completamente de acuerdo, sobre todo porque los campos son redes de posiciones individuales. La única posible diferencia que percibo entre ambas posturas es que yo me preocupo menos por las “historias de individuos excepcionales” que por las exposiciones coherentes de sus ideas.
La segunda acusación de Lemert es que la falta de atención a las diferencias individuales suscitó graves deficiencias en mi The decline of the german mandarins. La “línea narrativa más atrapante” de ese libro, escribe, es “la ineptitud […] de esos mandarines, ortodoxos o modernistas, para impedir […] el ascenso del nacionalsocialismo”. Acierta al afirmar que yo detecté actitudes ambivalentes hacia la modernidad aun entre los modernistas, que creían, no obstante, que una “adaptación” parcial a la modernidad y la democracia (no al racismo y el totalitarismo) era ineludible si se pretendía mantener la vigencia de los valores perdurables de su herencia:
En la conclusión de The decline… Ringer se hace dos preguntas, ambas aplicables en general a la responsabilidad social de los intelectuales: 1) ¿fueron los mandarines directamente responsables del ascenso del nacionalsocialismo? Su respuesta es: no directamente, pero sí, indirectamente. “Fomentaron el caos, sin atención a las consecuencias.” Y 2) ¿hubo un resurgimiento de la tradición mandarinesca a partir de 1945? Su respuesta: “es difícil decirlo; en líneas generales me inclinaría a dudarlo”.
En términos más específicos, Lemert se pregunta “si el fracaso de modernistas como Weber y Mannheim no se asimila en exceso al fracaso más patente de los mandarines ortodoxos” y también si, “en un sentido importante, la fuerza del Tercer Reich [no] fue independiente de todo lo que cualquier académico pudiera haber hecho”. Sugiere, además, que pasé por alto la continuidad del modernismo mandarinesco en la obra de Jürgen Habermas y otros desde 1945.
En respuesta, podría citar pasajes de The decline… que especifican no sólo la divisoria fundamental entre los modernistas y los ortodoxos, sino también las marcadas diferencias de opinión dentro del campo modernista. Por otra parte, intenté sin duda mostrar toda la energía con que Weber, Troeltsch, Tönnies y otros se opusieron a las posiciones más peligrosas adoptadas por sus colegas ortodoxos. Sin embargo, dejo estos detalles a un lado para centrarme únicamente en la caracterización que hace Lemert de mi conclusión. En un texto de unas cuatrocientas cincuenta páginas, esa conclusión ocupa apenas quince, en gran parte dedicadas a resúmenes de los sucesos institucionales posteriores a 1933, incluida la emigración intelectual. La reacción de los académicos alemanes ante el nacionalsocialismo y la cuestión de la responsabilidad intelectual se abordan en dos pasajes que totalizan ocho páginas (437-439 y 444-448), mientras que el problema de la continuidad o discontinuidad luego de 1945 es tratado en un párrafo explícitamente especulativo (pp. 443-444). Esto es así por una buena y suficiente razón, a saber, que mi tema es una “muestra” de textos escritos entre 1890 y 1933, no después de ese año y menos aun con posterioridad a 1945.
No obstante, me gustaría corregir en varios aspectos la descripción de mi conclusión tal como Lemert la expone. Mi tratamiento de la situación de los mandarines ortodoxos en 1933 sugiere que con anterioridad éstos se habían privado de armas eficaces contra ciertas formas de irracionalismo y falso “idealismo”:

Los miembros ortodoxos de la comunidad académica habían hecho todo lo que tenían a su alcance para vilipendiar el régimen social y político vigente. ¿Qué habían dicho de su propia época que ahora pudiera utilizarse en su defensa? […] ¿Qué podía decir un mandarín ortodoxo para convencer a los entusiastas [estudiantes nazis] de que el suyo era un tipo equivocado de “idealismo”? […] ¿Sobre qué base podría plantearse un argumento contra la sinrazón?
Max Weber estaba muerto y un solo Karl Vossler no bastaba. Los Mannheim y los Aster no tenían posibilidades de ser escuchados (p. 438).

En este punto, la crítica sólo apunta de manera explícita a los ortodoxos. Las últimas dos frases identifican a los críticos modernistas y radicales de la ortodoxia mandarinesca como potenciales protectores de la razón, que por desdicha constituían una pequeña minoría.
Lemert duda de que un académico hubiese podido hacer mucho para prevenir la catástrofe. Mis reflexiones paralelas dan inicio a un párrafo que también proporciona un contexto a mi observación sobre el “fomento del caos”:

Hitler no llegó al poder porque esta o aquella doctrina explícita disfrutara de aceptación generalizada en Alemania. Las controversias académicas de esos días sólo contribuyeron en forma indirecta a generar los problemas de la república de Weimar. Los mandarines ortodoxos no deseaban activamente el triunfo del Tercer Reich. […] Su responsabilidad fue más […] negativa que positiva. […] Pero su responsabilidad, no obstante, fue grande. […] Cultivaron de manera intencionada un clima en el que cualquier movimiento “nacional” podía presentarse como el “renacimiento espiritual”. Fomentaron el caos, sin atención a las consecuencias. Acaso sea una necedad suponer que un grupo de intelectuales puede fijar el rumbo de una nación. […] Pero los mandarines desertaron incluso de la responsabilidad intelectual (p. 446).

En estas frases no hay nada que sugiera un fracaso de la minoría modernista, y hasta la responsabilidad de los ortodoxos se limita con más cuidado de lo que Lemert sugiere. Esto también es válido para el párrafo especulativo sobre la posguerra:

Es difícil decir si desde 1945 se produjo un renacimiento genuino de la tradición de los mandarines; pero en líneas generales me inclinaría a dudarlo. […] En el fondo, los intelectuales alemanes se han adaptado a la era de las masas y las máquinas. El régimen de Hitler y el auge económico de posguerra marcaron una diferencia. La cultura de los mandarines se ha convertido en un recuerdo lejano, aunque atesorado. Los problemas y dilemas de la modernidad, desde luego, seguirán ocupando a las personas reflexivas en Alemania y otros lugares. Pero con toda probabilidad, la generación más joven de intelectuales alemanes terminará por encontrar una nueva terminología para abordar estas cuestiones (p. 444).

Las dos últimas frases podrían aplicarse a Habermas, así como a algunos de los principales historiadores alemanes de nuestros días. Es de esperar, por supuesto, que haya algunas huellas del pasado en la obra de los intelectuales de la Alemania contemporánea. Las tradiciones cambian, a veces en forma muy exhaustiva, pero no se evaporan sin más. Lemert tiene razón, probablemente, al destacar el modernismo de Habermas; ¡pero la influencia de éste en la vida intelectual alemana de hoy muestra, en realidad, cuántas cosas han cambiado desde 1930! Más importante aun, el recurso de Lemert a Habermas para cuestionar mi párrafo especulativo es un perfecto ejemplo de los errores de un enfoque exclusivamente individualizante de la historia intelectual. ¿Cómo podremos él y yo comenzar siquiera a aclarar la discrepancia entre ambos sin hacer algún tipo de referencia a concepciones mayoritarias y minoritarias, posiciones dominantes y heterodoxas?
Mi interlocutor podría responder que no objeta tanto el concepto de campo intelectual en cuanto tal como mi descripción inadecuada de éste. En la parte central de su artículo, en efecto, Lemert contrasta, en términos desfavorables para mí, mi posición con las teorías más sofisticadas de Pierre Bourdieu que, no obstante, han inspirado mis puntos de vista. En principio, admite que tengo derecho a hacer míos ciertos aspectos selectos de la obra de Bourdieu sin seguirlo hasta en el más mínimo de los detalles. Esto me parece importante, porque soy consciente de haber hecho una selección que se ajusta a lo sugerido por él. Para ser sincero, yo no podría, en realidad, estar a la altura del virtuosismo de las formulaciones de Bourdieu.
Por otra parte, cuando trato de enunciar problemas difíciles, suelo aspirar a la simplicidad y la claridad aun a costo de la complejidad; quiero creer que esa estrategia invita a una elaboración o revisión ulteriores, y no es el preludio de la confusión y la frustración definitiva. Lemert, en consecuencia, podría tener parte de razón cuando afirma a) que simplifico en exceso a Bourdieu, y b) que mis versiones sumarias de los conceptos de éste no están a la altura de las exigencias de la historia intelectual. ¿Puede decirse algo en mi defensa?
La caracterización de Bourdieu expuesta por Lemert, que convierte lo ya difícil en algo absolutamente elusivo, no simplifica mi tarea. Según él, Bourdieu “no es un empirista en el sentido de Ringer”; “intenta liberar a la sociología de la parafernalia del cientificismo, incluido el empirismo, y permitirle a la vez seguir siendo empírica de una manera congruente con la naturaleza reflexiva del conocimiento sociológico”. Bourdieu “procura explicar las estructuras generales con referencia […] a la dialéctica de internalización y externalización por medio de la cual las prácticas concretas constituyen la lucha de todos los campos sociales en cuyo marco los productores de conocimiento social deben asumir una postura incierta y reflexiva”. Aunque su concepto de habitus es “sutilmente engañoso”, su referencia a las improvisaciones reguladas “capta de manera encantadora el propósito global de [su] teoría social […]. [Bourdieu] busca […] practicar una sociología empírica libre de las mezquinas restricciones de una ciencia irreflexiva”. Con un pensamiento “dinámico”, “su meta es rechazar la dicotomía estructuras objetivas/intenciones subjetivas disolviéndola en una forma marcadamente recursiva”.
No es posible explicar aquí todo lo que Bourdieu quiso decir en los pasajes citados por Lemert. Un problema que éstos abordan es la dificultad enfrentada por el científico social que necesita describir prácticas que para los participantes no implican la observancia de reglas explícitas y que, en consecuencia, se falsifican de algún modo al enunciarse. Otra paradoja analizada por Bourdieu es la espontaneidad experimentada con que los miembros de una clase social, por ejemplo, reproducen los patrones de pensamiento y comportamiento que son estadísticamente característicos de ellos. Su concepto de habitus lo ayuda a enfrentar estas cuestiones. A Lemert no le gusta mi breve descripción de ese término; dejo al lector, empero, la tarea de compararla con la extensa cita presentada por él. (Sea como fuere, el habitus es más una disposición que un “hábito”.) Permítaseme agregar, por último, que Bourdieu cree sin duda en las relaciones sociales objetivas, que es un gran estadístico y que algunos de los pasajes más difíciles de sus escritos tienen mayor pertinencia inmediata para el estudio (antropológico) de las prácticas que para el análisis de textos.
¿Qué pasa, sin embargo, con la sugerencia de Lemert de que Bourdieu ha logrado superar una falsa dicotomía entre estructuras objetivas e intenciones subjetivas? Sin explicarse del todo, mi interlocutor contrasta además el (mal) empirismo y “las mezquinas coacciones de una ciencia irreflexiva” con una alternativa “dinámica” en que “los productores de conocimiento social deben asumir una postura incierta y reflexiva”. Ahora bien, aunque la postura de Bourdieu nunca ha sido “incierta” sobre nada, es verdad que logra inducir en el estudioso de las prácticas sociales una postura reflexiva que parece estar en conflicto con mi énfasis en la “objetividad”. Lemert no es en modo alguno el único colega que se manifiesta insatisfecho con mi “objetivismo”. Mis críticos tal vez no siempre consigan explicar bien sus objeciones, pero pese a ello es probable que yo deba tomarlos en serio. Quizá Martin Jay me ayude a aclarar la situación.
En efecto, el tema central del rico e incitante comentario de Jay es la imagen que yo transmito del “observador distanciado que contempla con desapasionamiento un objeto desde lejos”. Tras reflexionar sobre cómo llegué a esa imagen, recuerdo que hay dos usos comunes de la palabra “objetivo”. Uno de ellos interviene en mi convicción de que en nuestras explicaciones debemos aspirar a la “objetividad”. Un poco más adelante volveré a este sentido del término. La otra variante de la palabra se refiere a la “objetivación” de las creencias en huellas materialmente accesibles. He recurrido a ella al hacer hincapié en el carácter “objetivo” de los textos que interpretamos, y tiendo a considerar también que las acciones están objetivamente inscriptas en los comportamientos externos y sus efectos. Quentin Skinner y otros eminentes filósofos de la historia creen que nuestra comprensión de los textos en sus contextos originales debe apuntar a la recuperación de las intenciones de su autor. Yo prefiero concentrarme en las intenciones y creencias (o razones) que están objetivamente presentes en los textos, no sólo porque esto me suena más económico, sino también porque soy muy receloso de la veta subjetivista de la hermenéutica romántica, según la cual se supone que el intérprete se identifica con los autores de los textos o reproduce sus experiencias vividas. No sería tarea sencilla hacerme abandonar este aspecto de mi “objetivismo”, y colijo que Jay, en realidad, no pretende que lo haga.1
Otra manera de resistir la tentación “identificacionista” de la hermenéutica romántica consiste en cultivar una apreciación de la diferencia o “distancia” entre los intérpretes y sus culturas, por una parte, y los autores y sus campos conceptuales, por otra.2 Jay se refiere en un punto a la preservación de la “ajenidad de otras culturas”, y eso es casi exactamente lo que quiero decir. He comprobado que los estudiantes sólo pueden comenzar a leer con cierto grado de comprensión cuando dejan de ver los contenidos de sus textos como “naturales”, inevitables e inmediatamente accesibles. Deben aprender a forjar algo así como una capacidad para la sorpresa que no tiene nada que ver con la desconfianza. La postura es difícil de transmitir, sobre todo porque no queremos fortalecer la creencia paradójicamente antagónica de los estudiantes de que la mayoría de los textos están demasiado fuera del mundo para concernirles. En suma, la perspectiva “distante” que recomiendo es en términos estrictos un dispositivo heurístico, una ayuda para la conceptualización deliberada y no para la empatía intuitiva; no es una expresión de indiferencia o de olímpico desapego.
No obstante, no puedo aceptar del todo el énfasis de Jay en el elemento constructivista o “narrativo” de la representación histórica. Él señala que el estudio de los campos como configuraciones debe ser primordialmente sincrónico (no atemporal); pero por mi parte no veo dificultades en complementar un enfoque inicialmente estático con un análisis diacrónico de las relaciones cambiantes. Prefiero el concepto de tradición al de “corriente” o “movimiento”; coincido, no obstante, en que las posiciones, las tradiciones y los campos intelectuales tienen historias (parcialmente) racionales, que los ayudan a ser lo que son. Mis reservas comienzan con el contraste favorable que Jay desea establecer entre la narración y la “mera recuperación de un pasado ya preestructurado y que está a la espera de que un observador desinteresado lo recapture ‘tal como es’”. Creo en un pasado histórico real, aun cuando sigo a Max Weber al reconocer que nuestros intereses culturales e inquietudes morales pueden guiarnos con propiedad a la hora de seleccionar entre un número potencialmente infinito de objetos y cuestiones posibles de estudio. De ello no se deduce que nuestras explicaciones causales no reflejen otra cosa que preferencias literarias; por el contrario, considero que los relatos coherentes son análisis causales de resultados moralmente significativos. Cuando se me pregunta por qué tramé la historia de los mandarines alemanes luego de 1890 como un trágico ocaso, me veo en la obligación de ofrecer pruebas de que en realidad ellos perdieron influencia junto con otras ventajas, expresaron su consternación ante esa situación y a partir de 1945 no recuperaron del todo su anterior preeminencia.3 Y si me preguntan por qué The decline… termina en 1933, puedo reconocer con toda libertad que el surgimiento del nacionalsocialismo representa una gran inquietud moral para mí y para otros. Pero se trató también de un resultado de procesos causales y lo que escribo sobre ellos debe aspirar a la verdad. En otras palabras, el giro a la literatura que ha cautivado a tantos de mis colegas me parece una aberración. En términos más generales, la revulsión contra el “positivismo”, muy amplia y de diversidad interna, sólo me parece justificada en la medida en que se dirige contra el “modelo de ley general” en su forma “nomológico deductiva”. Abandonar el compromiso tradicional del historiador con el análisis causal singular también es, creo, invitar a la incoherencia y la desmoralización.4
Los puntos de vista de Jay y los míos convergen una vez más cuando pasamos a la interpretación tal como la describen Max Weber, Hans-Georg Gadamer y partidarios anglonorteamericanos del modelo de racionalidad como Martin Hollis y Steven Lukes. Jay señala con tino que la interpretación depende del supuesto de una racionalidad compartida, aunque ese supuesto sea puramente heurístico. Sirve como punto de partida, pero a la larga es reemplazado por una percepción más plenamente articulada de la relación entre los dos “lenguajes” en cuestión. Remito una vez más a la traducción como una metáfora de la interpretación, aun cuando acepto la sugerencia de Jay de que la primera no es, sin duda, literal. La redescripción del argumento de un autor con nuestros propios términos implica una construcción activa de nuestra parte que la metáfora de la observación distanciada no vierte de manera adecuada. Ése es otro motivo para resistirme a la visión de la interpretación como una unión contemplativa de almas.
La interpretación tampoco se limita a la reconstrucción de lo racional. Como Weber puntualizó hace ya mucho tiempo, lo irracional puede y debe entenderse y explicarse como una desviación de lo racional.5 Una interpretación “salva la brecha” entre el lenguaje del interpretado y el lenguaje del intérprete al postular “correcciones” o “traductores” específicos que indican cómo podemos pasar del primero al segundo o a la inversa. En una “triangulación” relativamente simple podemos alcanzar desde nuestra posición los puntos de vista de los astrónomos geocéntricos precopernicanos si “sustraemos” las observaciones y consideraciones racionales accesibles para nosotros, pero no para ellos; el hecho de que aquí la “corrección” sólo abarque datos y consideraciones racionales en relación con un universo físico compartido identifica el ejemplo como un caso puro de reconstrucción racional. La mayoría de las “traducciones”, desde luego, son mucho más complicadas. En la exposición weberiana de la ética protestante, por ejemplo, una interpretación esencialmente racional de ciertas creencias protestantes se complementa con una hipótesis causal acerca de las consecuencias psicológicas de dichas creencias en determinados tipos de ambiente. He sugerido que “traductores” engloba con frecuencia elementos “tradicionales” e “ideológicos”. Weber insistía en que la interpretación está íntimamente ligada a la explicación causal, o que es una forma de explicación causal (singular) con todas las de la ley.
Buscada de manera deliberada, la traducción tenderá a esclarecer ambos lenguajes en cuestión. En cuanto ciertas obras proponen descripciones particularmente lúcidas de los supuestos culturales que procuramos entender, incluidos los nuestros propios, tal vez las califiquemos de grandes textos. Los juicios relevantes pueden ser controvertidos, pero creo que es posible defenderlos en casos particulares. Jay estima que mi énfasis en el esclarecimiento racional es una forma especial de narración, una historia optimista sobre el movimiento hacia la ilustración. En cierto sentido tiene razón; pero no puedo aceptar la sugerencia de que mi recurso a ese modelo es gratuito o puramente “literario”. Gran parte de la historia, como me he esforzado mucho por mostrar, no puede entenderse como una historia de la razón; la perspectiva del “esclarecimiento” sólo es apropiada en la medida en que existe la posibilidad de caracterizar en forma adecuada el movimiento de las creencias por medio de la técnica de la reconstrucción racional. Sin embargo, en cuanto “funcionan” efectivamente, las conceptualizaciones racionales del cambio intelectual sugieren de manera legítima y necesaria el telos del “progreso”. Esto es casi tan claro en la descripción de la tradición de Gadamer como en la historia de la ciencia racionalmente reconstruida por Lakatos. Puede decirse que las tradiciones preservan los antecedentes que ellas relativizan y trascienden. También en el “perspectivismo” de Mannheim los puntos de vista parciales de un sistema social pueden perpetuarse como elementos en una “síntesis” más abarcativa. La consecuencia es que la interpretación puede llevar a una ampliación de nuestros horizontes o que la “sabiduría acumulada de la especie” no es sólo una figura discursiva. Sea como fuere, no veo cómo podría urdirse la historia del pensamiento para celebrar las “virtudes de la inmediación, el involucramiento y la cercanía”.
Otra de las cuestiones serias planteadas por Jay tiene que ver con la posible complejidad de campos y textos. Mi interlocutor siente que soy poco claro en lo concerniente a la diferencia entre el habitus y el campo; pero su observación más importante es que el contexto relevante para un texto puede consistir de múltiples campos y no de uno solo. Cita asimismo “la exhortación de críticos literarios y filósofos lingüísticos cuando nos instan a responder a los múltiples niveles y efectos de los textos, tanto ilocutivos como locutivos, tropológicos como referenciales, retóricos como lógicos”. Además de la interpretación hermenéutica y la explicación contextual, Jay recomienda una “tercera estrategia” de “lectura” tal como la conciben Paul de Man y otros autores:
Idea que me recuerda la contraposición que David Harlan ha planteado entre el contextualismo radical de Quentin Skinner y J. G. A. Pocock y la perspectiva de los posestructuralistas:

Para Derrida, Michel Foucault, Paul de Man y otros, el lenguaje es un sistema autónomo que constituye en vez de reflejar; es un juego de autotransformaciones imprevistas y autoanuncios irrestrictos y no un conjunto de significados estables y referencias externas.6

Harlan contrasta, en efecto, el contextualismo histórico con las reconstrucciones activas de textos filosóficos anteriores que hacen Noam Chomsky y P. F. Strawson, en las que ideas de valor perdurable son “rescatadas” de los errores y las limitaciones impuestos por sus contextos originales. Identifica además el contextualismo radical con el énfasis de Skinner en la recuperación de las intenciones autorales, que establece la fuerza ilocutiva de los textos que las representan. Vale la pena destacar asimismo otra de sus sugerencias: “la mayor parte de los historiadores […] creen epistemológicamente imposible entender a los muertos según nuestros puntos de vista a menos que antes los entendamos según los suyos”.7
Yo creía haber dejado en claro que el habitus es un principio generativo: engendra posiciones intelectuales, así como prácticas; el campo, en contraste, es una constelación de posiciones intelectuales. También traté de dar cabida a la posible presencia de subcampos dentro de un campo más grande. Así, el debate actual sobre las alternativas en la historia intelectual puede describirse como un campo con todas las de la ley; pero también tiene un lugar en el campo más abarcativo de la historia en general, que a su vez cabe en un sistema intelectual aun más amplio. Puede haber discontinuidades entre subcampos, entre las inquietudes de los historiadores intelectuales y las de los planificadores “estratégicos”, por ejemplo. En el nivel social, además, el mundo de los intelectuales puede exhibir diversos tipos de articulaciones internas; tal vez haya diferencias de rol entre los académicos y los escritores independientes o entre los científicos sociales y los críticos literarios, para mencionar sólo dos ejemplos. Mientras el carácter relacional insoslayable de las posiciones intelectuales se entienda con claridad, me parece, los conceptos de Bourdieu pueden aplicarse, con cierta flexibilidad, a una variedad de alternativas empíricas.
La cuestión de la “lectura”, empero, es más ardua, y más problemática para mí. No soy un contextualista radical según la definición de Harlan, dado que no insisto en recuperar las intenciones autorales que se encuentran “detrás” de los textos. Estoy interesado en las intenciones y razones objetivamente presentes en ellos y sospecho que la relación de un texto determinado con su campo puede ser “ilocutiva” en algún sentido. Viene al caso lo que Skinner escribió sobre El Príncipe de Maquiavelo, y lo mismo ocurre con la “inversión” de la ortodoxia mandarinesca llevada a cabo por algunos de sus críticos radicales. Tampoco querría excluir la posibilidad de contradicciones internas, ambivalencias y hasta elementos autocontestatarios en los escritos que interpretamos. Por otra parte, no creo que sea “epistemológicamente imposible entender a los muertos según nuestros puntos de vista a menos que antes los entendamos según los suyos”. A decir verdad, lo contrario está más cerca de mi posición.
La interpretación comienza con la postulación de posibles “traducciones” que “tendrían sentido” desde nuestro punto de vista. Esas posibles traducciones se “comparan” luego con el original antes de aceptarlas, rechazarlas o modificarlas según sea necesario. Éste es, por supuesto, un modelo simplificado de lo que verdaderamente pasa. En realidad, los elementos del proceso interpretativo no están tan claramente separados entre sí y proceden, en cambio, de manera interactiva y simultánea. Aun para los historiadores, empero, reconstrucciones racionales como las que Harlan adjudica a Chomsky y Strawson son de mucho mayor interés que las descripciones meramente sinópticas. Por frecuentes que sean, sobre todo en los libros de texto, las descripciones “puras” pueden tratar de evocar “en forma directa” los textos “según sus propios puntos de vista”, pero eso es “epistemológicamente imposible”. Al disolver la empresa interpretativa en una especie de remedo, esas “reproducciones” acríticas eliminan la necesidad tanto de la reconstrucción racional como de la explicación contextual. Si eso es historia intelectual, larga vida entonces a la filosofía y la crítica literaria.
Por otro lado, sigo siendo un tanto escéptico en lo que respecta al proyecto de la “lectura”, aunque lo conozco poco. Adhiero a alguna forma de contextualismo histórico. Comparto la opinión de Bourdieu de que los textos tienen “propiedades posicionales”, que toman de los campos intelectuales en que se originan o se perpetúan. Tengo, por otra parte, la incómoda conciencia de que la interpretación, tal como la conciben Gadamer y otros, depende hasta cierto punto de la aspiración del intérprete de maximizar la consistencia interna de un texto dado. Me gustaría invertir la advertencia de Jay contra un paso demasiado rápido del texto al contexto y desaconsejar una adopción apresurada de la hipótesis de los significados múltiples o autocontestatarios. Si se me apremia con respecto a esta cuestión, sólo puedo abroquelarme en una defensa del empirismo. En síntesis, quiero que me muestren que los significados múltiples aparentemente puestos de manifiesto por una “lectura” desconstruccionista tienen una presencia concreta en el texto examinado. No podría aceptar en ninguna circunstancia la reducción de los textos a estímulos más o menos neutrales para el libre accionar de refutaciones y reinterpretaciones porfiadas e incesantes. Pero tal vez nadie pretenda hacer nada semejante.
De este modo cierro el círculo para volver a la idea del historiador como un observador “objetivo”, que parece molestar tanto a Jay como a Lemert. He indicado algunas de las maneras como me gustaría circunscribir la imagen de una “contemplación desapasionada de un objeto desde lejos”. He dicho que, en cierto sentido, los historiadores constituyen los objetos de sus investigaciones a la luz de sus intereses. En términos aun más enfáticos, insistí en el papel activo del intérprete a la hora de postular “traducciones” posibles. He rechazado la sugerencia de que no podemos alcanzar una apropiación racional de un texto mientras no lo entendamos plenamente “desde su propio punto de vista”. Y no obstante ello, quiero persistir en mi defensa weberiana de la “objetividad”. Aquí, la palabra significa simplemente que las proposiciones formuladas por los historiadores, sus interpretaciones así como sus pretensiones causales singulares, se proponen ser intersubjetivas e incontrovertibles en principio. La muy alta probabilidad de que el día de mañana e incluso hoy, como Weber no dejó de intentar aclarar, mis perspectivas se consideren distorsionadas o limitadas, no debilita en modo alguno la significación de la “objetividad” como principio regulador del discurso académico. Denme descubrimientos empíricos o consideraciones racionales que verdaderamente hablen en contra de mis puntos de vista, y los modificaré. Sin un acuerdo tácito en ese sentido, nuestra discusión sería vana.

Notas

* Título original: “Rejoinder to Charles Lemert and Martin Jay”, en Theory and Society, Nº 19 (3), junio de 1990, pp. 323-334. Traducción de Horacio Pons.

** Miembro del Departamento de Historia de la Universidad de Pittsburgh.

1 Jay puntualiza que, por medio de la contextualización, Skinner sólo procura recuperar la fuerza ilocutiva del texto, pero no veo esta salvedad como un cambio radical en las dimensiones del problema. Donald Davidson sí insiste en que la explicación de una acción debe identificar la razón real del agente para llevarla a cabo, pero en lo concerniente a los textos esta saludable estipulación podría cumplirse a través de las intenciones detectables en ellos.

2 En la interpretación de las prácticas, la supresión de las diferencias entre el observador y el participante es, como señala Bourdieu, particularmente peligrosa.

3 Debe darse por descontado que utilizo aquí términos muy sumarios. En una reseña generalmente comprensiva citada por Jay, Habermas puntualizó, en verdad, que la transformación de posguerra de las universidades alemanas no comenzó en sustancia hasta alrededor de 1956. Esto puede ser cierto; sin duda, él está en mejor posición que yo para emitir un juicio de esa naturaleza. Adviértase, sin embargo, que se refería a la supervivencia de la vieja “universidad de los profesores titulares”, no a la continuidad del mandarinismo modernista sugerida por Lemert.

4 He intentado evitar repetir las notas de mi artículo principal, pero haré una excepción en este caso: véase también Fritz Ringer, “Causal analysis in historical reasoning”, en History and Theory, Nº 28, 1989, pp. 154-172.

5  Véase, por ejemplo, Max Weber, “Roscher und Knies und die logischen Probleme der historischen Nationalökonomie”, en Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, 4ª ed., Tubinga, Mohr, 1973, pp. 127-133 [traducción castellana: “Roscher y Knies y los problemas lógicos de la escuela histórica de economía”, en El problema de la irracionalidad en las ciencias sociales, Madrid, Tecnos, 1985].

6 David Harlan, “Intellectual history and the return of literature”, en American Historical Review, Nº 94 (3), junio de 1989, pp. 581-609, en especial p. 585.

7 Ibid., p. 603.

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