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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dic. 2006

 

DOSSIER: La ciudad letrada: hacia una historia de las élites intelectuales en América Latina

América Latina, ciudad, voz y letra

 

Claudia Gilman

CONICET

 

Un lector habituado a la insistente definición del intelectual que Ángel Rama formula desde las páginas del semanario Marcha en la década de 1960, podría pensar que La ciudad letrada es un libro cuya autoría ha sido erróneamente atribuida al crítico uruguayo. Ese lector no es necesariamente un obcecado ni un nostálgico: busca una coherencia que, de hecho, no encontrará entre esas dos versiones contrapuestas del intelectual de uno y otro Rama. En efecto, quien repitiera en varias ocasiones que el intelectual es el único capaz de operar la palingenesia de la sociedad, se aboca, en La ciudad letrada, a vincular fuertemente la figura del letrado con una doble posesión (saber y poder) que lo convierte en una figura que reproduce toda forma de dominación, en cualquier período histórico que se considere. Llama la atención el hincapié de Rama en caracterizar al mundo le trado como servidor, sin fisuras, del statu quo y causante de la separación (sobre la que habremos de volver luego) entre la ciudad letrada y la ciudad que denomina real. En otras palabras, entre un universo aparentemente todopoderoso y otro que se define por la carencia absoluta de poderes, replicada en una extraña oposición entre lo letrado y lo oral, como si sólo los intelectuales se sirvieran de la letra y los ciudadanos (categoría a la que, curiosamente, no pertenecerían los letrados) sólo de lo oral.1 No era necesario llegar tan lejos al enfatizar la condición de siervos del poder de los letrados. Como dice Zygmunt Bauman: “Cual quiera sea la estructura de dominación reflejada y servida por un concepto dado, todos esos conceptos son acuñados o refinados o pulidos lógicamente, no por el lado dominante de la estructura en su conjunto sino por su parte intelectual”.2
Lejos estamos de la autonomía del conocimiento y de la criticidad intelectual que eran, para Rama, las cualidades que convertían al intelectual en un actor privilegiado del cambio social. Cerca, en cambio, del espíritu latinoamericanista que animó siempre a Rama. En este caso, su ambición mayor de pensar un objeto decididamente continental y no abandonar, para bien o para mal, en ningún momento los alcances siempre latinoamericanos de su estudio. Es verdad que en muchos casos lo hace forzando sus argumentos: la capacidad de institucionalización de los letrados no es exclusiva de América Latina sino de los letrados mismos, como también lo es la posesión del monopolio de lo simbólico y la entronización del conocimiento en el corazón mismo de la legitimidad de cualquier forma de superioridad social.
Lo mismo vale para la afirmación de que los letrados fueron los únicos ejercitantes de la lengua en un medio fundamentalmente oral3 y ocuparon el lugar de los estamentos religiosos cuando la autoridad de éstos comenzó a declinar. Ese fenómeno no es particularmente latinoamericano y se lo puede encontrar descripto en cualquier historia de la formación de la élite intelectual.4 El problema reside, en la apretada continuidad, en el marco histórico y respetuoso de la cronología que Rama desea dar a su discurso. Su método argumentativo se aparta de toda analítica de la ruptura, el corte, el límite que no estén dados por acontecimientos “mayores”: la colonización, las guerras de emancipación, los festejos del Centenario, etcétera.
Perdiéndose en la Gran Historia, Rama prefiere no apartarse de esos hitos para pensar en la historia de la constitución de la ciudad letrada misma, a la que obliga a acompañar a los grandes procesos, a los hitos de la historia de América Latina. Se tiene la impresión de que Rama sostiene fuertemente algunos hilos del relato histórico, sin prestar atención a una madeja no tan coherente. Lo mismo sucede en la poco cambiante identidad de lo letrado: se intuye sin embargo en el discurrir de Rama la posibilidad de una analítica de ese universo caracterizado por la posesión de la letra cuando comienza a pensar en los asedios letrados contra la ciudad letrada. Pero esa analítica no se frasea en toda su complejidad, lo que aplana el concepto mismo de ciudad letrada.
Pocas dudas caben acerca de la importancia de los aportes de Ángel Rama a la crítica latinoamericana, incluso a su misma existencia. Presumimos que las debilidades epistemológicas, históricas y valorativas de La ciudad letrada son efecto del carácter póstumo e inacabado del ensayo. A diferencia de cualquier texto de Kafka, en este caso, el inacabamiento no es intrínseco a la estructura de la argumentación. Aquí nos encontramos con una obra en progreso, que seguramente, de haber podido ser continuada plenamente, habría revisado sus inconsistencias o, por lo menos, las habría identificado como lo problemáticas que realmente son, lo cual no es poco, dada la naturaleza compleja de los objetos considerados y de su puesta en relación, más compleja todavía.
Sea como fuere, el libro proporciona elementos sumamente valiosos para quienes están convencidos de que es preciso pensar la historia intelectual del continente por fuera de la mediación que imponen las fronteras nacionales, por el esfuerzo en la construcción de constelaciones significantes que unen materiales tan heterogéneos y por la sagaz propuesta de realizar el estudio comparativo de dos periferias. No otra cosa propone Rama al referirse, en varias oportunidades, a las diferencias entre los desarrollos históricos de América Latina en relación con los de los Estados Unidos de América. La sacralización de la escritura en América Latina, por ejemplo, está relacionada con el carácter sagrado de las Escrituras para el catolicismo. Contrario sensu, el protestantismo, responsable de la Reforma, implica fundamentalmente la libre lectura de la Biblia. No es un detalle menor y revela que una de las principales líneas de investigación para iluminar la historia latinoamericana es cotejarla con la estadounidense, al menos en cierto momento de ambos desarrollos. Debemos destacar, también, el esfuerzo por introducir la problemática oralidad y escritura para pensar las relaciones de poder y en ampliar el universo letrado, partiendo de la constatación (a la que adherimos) de que la literatura es sólo una porción de la producción letrada.
Resulta penoso, y quizá poco ético, evaluar entonces la obra de Rama, tal como la dejó, en su calidad de borrador de un libro que sin duda habría perfeccionado. Sin embargo, dado que la convocatoria de este seminario nos convidaba a realizar esa evaluación, asentamos los problemas de conciencia sin, por ello, permitir que nos impidan el análisis de La ciudad letrada, especialmente en lo que tiene de perfectible.
Otra cuestión que Rama no logra resolver en esta obra es la vacilación categorial del concepto “ciudad letrada” (entre un significado espacial y una metáfora). De hecho, su empleo no se corresponde, a diferencia de las otras tipologías de ciudad, a un período concreto. En algún momento se torna equivalente de la noción de “república de las letras”. No es ésa la única razón por la que el concepto de ciudad letrada pierde efectividad y traba, en el texto, el desarrollo de la noción de agencia. ¿Quiénes son, cuando no se los nombra individualmente, miembros de ese conjunto evasivo e indiferenciado? Rama se mueve en un campo de abstracciones que terminan sin encarnarse: de la hipótesis según la cual los conquistadores no reprodujeron el modelo de las ciudades metropolitanas de las que habían partido, Rama concluye que sus modelos no fueron reales sino ideales. Ese carácter ideal resulta, según Rama, del hecho de haber sido concebido “por la inteligencia”. Por esa fisura se inaugura una oposición entre “real” e “ideal” que, en verdad, limita el análisis.
Concebida por la inteligencia, la ciudad ordenada no es menos real que la que habría surgido partiendo de los modelos metropolitanos. Al calificar de “ciudades irreales” las urbes del continente, en Rama resuena el eco “irracionalista” de Martínez Estrada, pero no su mensaje. Al compactar en un único concepto (“la ciudad letrada”) el problema de la agencia, el texto pierde la eficacia de la recolección empírica, especialmente en enunciados del tipo:5

  1. “Poco podía hacer este impulso para cambiar las urbes de Europa, por la sabida frustración del idealismo abstracto ante la concreta acumulación del pasado histórico, cuyo empecinamiento material refrena cualquier libre vuelo de la imaginación” (p. 18);
  2. “[…] la época barroca es la primera en la historia europea que debe atender a la ideologización de muchedumbres” (p. 34);
  3. “El discurso barroco […] compone un coruscante discurso cuyas lanzaderas son las operaciones de la tropología que se suceden unas a otras animando y volatilizando la materia” (p. 38).

Buscamos lo real, pero es justamente lo que la ciudad letrada busca ocultar. El texto de Rama parece mimetizarse con ese ocultamiento. De lo real sólo dirá que es real, pero muy poco describe ese real tan elusivo para el autor como para los miembros de la ciudad letrada. Por otra parte, ¿de dónde proviene ese real, esa ciudad real que se opone o desencuentra con la ciudad letrada? ¿Cómo se constituyó, quiénes la integran? Si son como el signo lingüístico, como dice Rama, una debería actuar en el orden del significado y otra en el orden del significante. Por lo tanto, si consideramos que el proceso de significación toma el habla y la lengua, si la significación une, necesariamente, significado y significante, no podemos concluir, con Rama, que la ciudad letrada “actúa preferentemente en el campo de las significaciones”, ya que la significación es, precisamente, lo que une significado con significante. Si ése es el campo de la ciudad letrada, entonces no debemos oponer la oralidad a la escritura in toto, ya que hay marcas de ambas en ambas. En otras palabras, el universo oral no se define meramente por la falta de escritura sino por sus propios rasgos positivos. Sólo la confrontación, en sociedades donde coexisten ambas formas y la escritura tiende a ser dominante, produce la problemática prefijación “-a” (analfabeto) o “-i” (iletrado). Esto supone que, necesariamente, en el proceso descripto por Rama, la alfabetización creciente, la incorporación de nuevos lectores y letrados al sistema inicial de la “ciudad ordenada”, debe generar nuevas relaciones y oposiciones en lugar de congelarse en una diferencia primera y cuasi ontológica. Si eso sucede en La ciudad letrada es debido a un pesimismo histórico que tiende a pensar la continuidad de manera reproductivista, sin alternativas de cambio, a la manera de Althusser: “El combate contra la ciudad letrada que encaraba José Pedro Varela, resultó en la ampliación de sus bases de sustentación y en el robustecimiento de la escritura y demás lenguajes simbólicos en función de poder”.6
La apertura a un sistema consolidado de poder puede pensarse a partir de complejizar la oposición oral/letrado, lo que derivaría en un análisis completamente distinto de la obra de José Hernández, considerada sólo del lado “apropiador”, más allá de sus usos.
En el enfrentamiento abstracto entre real e ideal, también perdemos, paradójicamente, de vista el objeto supuestamente central del libro de Rama. Pese a que encabeza cada título de capítulo, extrañamos la presencia de la ciudad. Excepto al referirse a la construcción en damero o al analizar el modo de clasificación de las calles y sus nomenclaturas, no encontramos ni descripta ni presente ninguna ciudad latinoamericana concreta o, para usar los términos de Rama, real.
En más de un sentido, el libro constituye una variante académica del antiintelectualismo que se opone, de manera igualmente poco analítica, a la variante heroica del intelectualismo, expresada, por ejemplo, en Representaciones del intelectual, libro en el que Edward Said pasa revista y recopila (de las fuentes más diversas y contradictorias) todas aquellas características positivas que convierten al intelectual en un prócer de la sociedad.7 Una y otra perspectiva subrayan sólo un aspecto y opacan los restantes.
Algo similar ocurre con el intento por historizar la configuración de una relación sin matices entre poder e impotencia en el mundo latinoamericano, evidente en la manera de encarar la relación entre oralidad y escritura que hace que ambos términos terminen funcionando como opuestos equivalentes a la distinción (que no se explica) entre real e ideal o, en otras zonas, entre verdadero y precario.
El libro se atrinchera en un sistema de oposiciones que lo debilitan: el poderío letrado (y también su impotencia, de la que poco se habla) dependen de una semiosis que va más allá de la letra: existe un oral en el universo letrado, un sistema de relaciones, gestos, acciones, sociabilidades y, también, reivindicaciones letradas de lo oral (como en la obra del Inca Garcilaso) y oposición letrada a lo letrado (como en el caso de los graffiti contra Cortés, que no son, como piensa Rama, “depredatoria apropiación de la escritura”, sino, fundamentalmente, escritura). La idea de escritura contra otra escritura clandestina8 debilita la argumentación de Rama y abre la pregunta por el funcionamiento del poder o, en todo caso, por las distintas legitimidades de las distintas escrituras. Del otro lado, lo oral tampoco es tan macizo: la disputa por el derecho a hablar jerarquiza las diversas oralidades, demostrando que no existe sólo una y que esa única tenga como único enemigo a la escritura.
¿Es la condición de intelectual lo que opaca para Rama la posibilidad de definir o dar carnadura a ese real, en el caso de la oposición entre letrados y no letrados? Es posible. Parecería que Rama quiere evitar la tentación “objetivista” (e incluso “vanguardista”) de pensar que puede hablar en nombre de los Otros, las mayorías,9 más reales, menos privilegiados, a quienes la existencia de la ciudad letrada impone un silencio que no permite escuchar lo que dicen y, en el caso del desarrollo de Rama, tampoco lo que escriben (qua escrito), porque sabemos que en algún momento del desarrollo histórico del que se ocupa Rama, la ciudad real es, a la vez, letrada y oral.
¿Cuál es la naturaleza de su realidad, de su condición letrada y de su oralidad? ¿Cómo modifica esa transformación a la “ciudad letrada” conceptualizada por Rama?
El cambio de perspectiva del propio Rama, ¿es el producto de la decepción de los ideales utópicos de la época de los sesenta y setenta o es un efecto del método expositivo que hace de La ciudad letrada un libro en el que se postulan hipótesis contradictorias respecto de las enunciadas en el pasado y de la “ciudad letrada” misma, un espacio donde ni siquiera habría un lugar para el propio Rama?
Más allá de cualquier crítica, responder esas y otras preguntas que el libro de Rama propone, es un gran desafío para pensar la historia cultural latinoamericana y no hay razones valederas para subestimar el intento.

Notas7

1 Sin embargo, Rama intuye correctamente que si bien los intelectuales sirven a un poder, también constituyen un poder (La ciudad letrada, Montevideo, Arca, 1995, p. 36) aunque no desarrolla las consecuencias de su intuició         [ Links ]n. De haber considerado todas las consecuencias de esa constatación, la “ciudad letrada” se haría más densa, más llena de matices y, seguramente, más verdadera si se analizaran las diversas funciones y los comportamientos que esa oscilación entre servidumbre al poder y poder propio dejaron como huella tanto en la propia ciudad letrada como en la ciudad denominada real.

2 Zygmunt Bauman, Legisladores e intérpretes, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1987, p. 30.         [ Links ]

3 Rama dice, textualmente, en “un medio analfabeto”. Expresión en extremo sintomática, ya que la caracterización “analfabeto” indica una visión del Otro desde el punto de vista de la letra, como ausencia. En algún sentido, se le podría aplicar a Rama lo que dice de José Hernández: que su instrumental “denota la distancia que existe entre el investigador y el objeto observado, entre dos diferentes mundos a los cuales pertenecen” (La ciudad letrada, op. cit., p. 71). Muchas de estas hipótesis sobre las relaciones entre oralidad y escritura provienen de iluminadoras conversaciones con Julio Schvartzman, un especialista en el tema.

4 Cf. Alvin Gouldner, El futuro de los intelectuales y el ascenso de la nueva clase, Barcelona, Alianza, 1980.         [ Links ]

5 Todas las citas corresponden a La ciudad letrada, op. cit.

6 La ciudad letrada, op. cit., p. 66.

7 Edward Said, Representaciones del intelectual, Barcelona, Paidós, 1996.         [ Links ]

8 “[…] el afán de libertad, transitaba por una escritura evidentemente clandestina, rápidamente trazada en la noche a espaldas de las autoridades […]”, La ciudad letrada, op. cit., p. 51.

9 “La ciudad escrituraria estaba rodeada de dos anillos, lingüística y socialmente enemigos, a los que pertenecía la inmensa mayoría de la población”, La ciudad letrada, op. cit., p. 45.

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