SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.10 número2América Latina, ciudad, voz y letraLas costuras de la letra índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

  • Não possue artigos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dez. 2006

 

DOSSIER: La ciudad letrada: hacia una historia de las élites intelectuales en América Latina

Intelectuales y ciudad en América Latina

 

Adrián Gorelik

Universidad Nacional de Quilmes, CONICET

 

La ciudad letrada presenta a los intelectuales y la ciudad en América Latina entrelazados en un sistema de doble relación. Entre ellos, la relación es la analogía, ya que la ciudad ha sido creada (y va a seguir funcionando a lo largo del tiempo) con la misma lógica de la razón moderna europea que los intelectuales portan y ambos se encargarán de imponer en América, alimentándose mutuamente en esa tarea. Desde ellos, la relación es la dominación: la de la ciudad sobre las regiones interiores y la de los intelectuales sobre las culturas orales de los pueblos nativos (y, luego, de los sectores populares). Me propongo aquí poner en contraste esa posición con la que aparece en otro trabajo del propio Rama, La transculturación narrativa en América Latina, para presentar luego una tipología más abierta de las relaciones entre intelectuales y ciudad en América Latina.

I. Son varios los autores que han señalado que La ciudad letrada da una versión ahistórica y unívoca de los intelectuales y de la ciudad: porque en la figura del letrado se uniformizan quinientos años de historia social, política y cultural de los intelectuales, porque ese letrado aparece exclusivamente como realización y agente del poder que impone el orden de la racionalidad europea sobre la experiencia sensible del continente americano, y la ciudad, como la encarnación material de ese orden, lugar de producción y reproducción del poder.1 Partiendo de esas críticas, en esta primera parte enfocaré dos cuestiones desde el punto de vista de las relaciones entre intelectuales y ciudad: el modo en que La ciudad letrada radicaliza una serie de posiciones antiintelectuales y antiurbanas que si bien tienen antecedentes en la obra de Rama, llegan en este libro a un paroxismo difícil de explicar a través de ellos; y el modo en que se ubica exactamente en la rompiente entre dos épocas en relación con el lugar que la reflexión sobre la ciudad latinoamericana ocupa en la cultura.
La ciudad letrada ha sido leída, por lo general, en continuidad con la trayectoria ideológica e intelectual de Rama. Por ejemplo, Mabel Moraña ha colocado en un mismo plano La ciudad letrada y Transculturación narrativa en América Latina, mostrando cómo comparten una visión del dualismo campo / ciudad que repropone las tesis dependentistas del “colonialismo interno”, filiadas en una versión de larguísima duración en América Latina, que idealiza lo rural como reducto resistente de lo popular y de lo genuinamente nacional e impugna lo urbano como centro de dominio e irradiación de proyectos civilizadores foráneos.2 La teoría de la transculturación estaría informada, así, por una perspectiva nacional-populista que La ciudad letrada vendría a coronar, dedicándose cada uno de los libros al análisis de una de las dos caras de la ecuación campo (región) / ciudad.
Sin embargo, aun coincidiendo en que los dos libros de Rama comparten una filiación ideológica general, es posible encontrar en Transculturación narrativa… una versión matizada de los intelectuales latinoamericanos y del conflicto modernizador que anida en la relación campo / ciudad. En primer lugar, porque en Transculturación narrativa… el escritor aparece ya no exclusivamente como parte de una clase letrada que ejercita y posibilita el dominio sobre su sociedad, sino también como un “genial tejedor en el vasto taller histórico de la sociedad americana”.3 Y aun si esto quisiera interpretarse como una definición excluyente de los escritores regionalistas, que en el contexto de la cita no lo es, Rama se preocupa por aclarar más adelante que la propia posibilidad de las operaciones transculturadoras del regionalismo “fueron ampliamente facilitadas por la existencia de formaciones culturales propias a que había llegado el continente mediante largos acriollamientos de mensajes”, en especial, la existencia de un sistema literario común hispanoamericano construido durante el período de modernización (1870-1920) que permitió “el diálogo entre el regionalista y el modernista”.4 En segundo lugar, más importante aun, porque la riqueza del panorama trazado en Transculturación narrativa… descansa en que la noción de transculturación, tal cual la formula Rama, permite en sí misma una comprensión dialéctica, de doble mano, de todo contacto cultural (también del que subtiende la relación de los escritores urbanos con las culturas metropolitanas), que supone una ruptura radical con las visiones maniqueas del conflicto cultural típicas del dependentismo. A diferencia del enfrentamiento sin resquicios entre el mundo letrado y el mundo “real” presentado en La ciudad letrada, Transculturación narrativa… puede sostener una visión crítica del rol de la ciudad frente a la región, pero ofrecer al mismo tiempo el panorama mucho más complejo de una cadena dis continua de conflictos, que en cada una de sus estaciones permite asomar la densidad de las diversas instancias del proceso transculturador, esa serie dinámica y creativa de pérdidas, selecciones, incorporaciones y redescubrimientos desde y sobre las culturas que entran en contacto. De tal modo, mientras Transculturación narrativa… puede leerse como una pieza central de los intentos más agudos de los años setenta por refinar los análisis de la producción cultural latinoamericana sin eliminar sus dimensiones sociales y políticas –esos intentos entre los que habría que computar la obra de Antonio Candido y el debate brasileño sobre “el lugar de las ideas”–,5 La ciudad letrada supuso un retroceso a posiciones más rudimentarias sobre los conflictos culturales del continente.
Tratándose de un crítico tan agudo, no deja de ser curioso que Rama haya hecho ese movimiento de retroceso con la guía de Foucault, anticipando un fenómeno que sería muy común en los Cultural Studies norteamericanos: la utilización de teorías sofisticadas para reflotar posiciones convencionales. Rama hace un uso muy peculiar de Foucault en La ciudad letrada, produciendo un doble forzamiento teórico: la conversión del análisis de la episteme moderna en una crítica política de su utilización como instrumento de dominación de clase; y, especialmente, la confianza en la existencia, en el revés de esa episteme, de un universo resistente a ella, la “ciudad real”, que Rama postula ya no como horizonte utópico, sino como antítesis efectiva de la ciudad letrada –antítesis difícil de encontrar en Foucault, excepto que se trate de la ciudad de los niños o los locos.
Oscar Terán explicó el sentido que tuvo la “estación Foucault” para un grupo de intelectuales de izquierda que, a fines de la década de 1970, debía procesar la crisis del marxismo y de la política creyendo, en primera instancia, que podía integrar a Foucault a sus propias tradiciones críticas sin demasiados conflictos.6 No sería difícil incorporar al último Rama a ese contingente. Aunque para entender la peculiar versión antiintelectual y antiurbana de su propia “estación Foucault”, quizás sería más preciso analizar a Rama dentro de un contingente aun más restringido: el de los intelectuales uruguayos que, perteneciendo a la cultura letrada posiblemente más asentada del continente y que más éxitos sociales podía exhibir desde el batllismo hasta los años sesenta, comienzan en la década de 1980 a reivindicar el suelo “bárbaro” sobre cuya represión aquella cultura se habría edificado, en una crítica masiva a la modernidad y sus logros. Me refiero, por ejemplo, a José Pedro Barrán en su Historia de la sensibilidad en el Uruguay, o a la defensa tardía del populismo radical de Richard Morse que llevaron adelante Felipe Arocena y Eduardo de León en la edición montevideana de los debates brasileños sobre El espejo de Próspero.7
Es claro que la última obra de Rama se estaba escribiendo todavía en el clima opresivo de la frustración política en que derivó la radicalización setentista, ante la evidencia trágica de las dictaduras. Y desgraciadamente, es imposible saber cómo hubiera avanzado su pensamiento, cómo hubiera pasado esa primera “estación Foucault” si hubiese tenido que afrontar el nuevo momento de las transiciones democráticas que se abría en la región, con su nueva agenda cultural e ideológica. Pero lo cierto es que la búsqueda de Rama de una “salida del modernismo” –en los términos puestos por Aguilar–, radicalizada de tal modo en La ciudad letrada, pudo leerse en los años ochenta como un diagnóstico pesimista respecto de las posibilidades de la democracia.8
Y este funcionamiento desanclado de su suelo setentista, en el momento tan diverso que se abrió en los años ochenta, nos permite ver el modo en que La ciudad letrada se ubica en la rompiente entre dos épocas en relación con el lugar que la reflexión sobre la ciudad latinoamericana ocupa en la cultura. También desde el punto de vista del pensamiento urbano el libro se afirma en el suelo de ideas setentista: ese proceso de experimentación y debate que llevó a la cultura urbana latinoamericana de la confianza plena en la modernidad de los años cincuenta y sesenta, a su completo rechazo. En este sentido, las relaciones entre La ciudad letrada y la obra de Morse son muy intensas, ya que Morse había producido con coherencia y originalidad el doble giro que formó ese suelo setentista del pensamiento urbano: el giro populista, que llevó la ruptura con la teoría de la modernización a las últimas consecuencias –América Latina no sería el lugar del cambio sino un refugio de los valores que el mundo occidental habría perdido o bien no habría tenido nunca–, y el giro cultural, que en pleno dominio de la planificación criticó la tecnificación del pensamiento urbano y reivindicó la literatura y el ensayo como fuentes más confiables para comprender la ciudad. 9
Pero el clima cultural antiurbano que acompañó el proceso de radicalización política en Sudamérica desde fines de la década de 1960, va a modificarse sustancialmente en los ochenta. Por eso termina siendo más “contemporáneo” un libro como Latinoamérica: las ciudades y las ideas de Romero, escrito también a lo largo de las décadas de 1960 y 1970 en diálogo con esa novísima perspectiva de historia cultural urbana que abrió Morse, pero en posiciones antagónicas: mientras Morse, y luego con él Rama, denuncian en esa modernidad urbana el some timiento de los estratos esenciales de las culturas populares, Romero asume la imposición modernizadora de la ciudad en América como la base a partir de la cual imaginar toda transformación progresista.10 Los nuevos paradigmas del pensamiento urbano latinoamericano en los años ochenta van a recuperar ese “optimismo urbano”, dándole una nueva vigencia al giro cultural de Morse, pero no al populista, y menos aun en su acepción antiurbana.
Autores como Julio Ramos, Beatriz Sarlo, Carlos Monsiváis, Néstor García Canclini, Nicolau Sevcenko, desde la crítica literaria o la crítica cultural, evidencian en los años ochenta el retorno del interés por la ciudad como clave de la peculiar modernidad latinoamericana, instalando la cultura urbana moderna en el núcleo de todo pensamiento sobre la región, en el mismo momento en que las ciudades eran objeto de ideas urbanísticas que ponían el acento en la vitalidad social y política de la vida urbana a través de la recuperación de su espacio público. No se trata ya, desde luego, de la confianza funcionalista en la rela ción ciudad / modernización, a la manera del pensamiento urbano de los años sesenta, sino de una acepción de la modernidad urbana como pieza fundamental de la cultura latinoamericana –tanto letrada como popular–, su resultado y su cifra. Y, en ese marco, La ciudad letrada va a experimentar su segundo desacople, quedando en un lugar curioso, ya que sus claves teóricas le darán, especialmente en el campo de los estudios literarios latinoamericanos de la academia norteamericana, con su mezcla de sofisticación y arcaísmo, la actualidad que sus posiciones historiográficas e ideológicas no podían darle en otros campos.

II. No es fácil encontrar formulaciones explícitas sobre el carácter de la relación entre intelectuales y ciudad en América Latina, pero en los últimos treinta años se ha producido suficiente literatura sobre el tema como para que podamos acordar algunas condiciones básicas para ella.
La condición de partida, con la que La ciudad letrada coincide, es que sin la ciudad no puede existir el intelectual. Como el de Rama, también el título de Romero es más que una descripción del tipo de relación que le interesa estudiar: “las ciudades y las ideas” es un postulado que sostiene que la actividad reflexiva sobre la realidad que caracteriza la modernidad (es decir, la “historia”) nace y transcurre en las ciudades, y que es desde ellas desde donde se pensó y definió el continente americano –incluso cuando lo hizo contra ellas–. La diferencia fundamental entre Romero y Rama en la presentación de esa relación, en todo caso, es que, para Romero, los proyectos intelectuales nunca logran sus fines cabalmente: si el rol “ideológico” de la ciudad fue conformar una nueva realidad en tierra desconocida, en su propio cumplimiento debe leerse más el fracaso de las orientaciones intelectuales que buscaban moldearla, que su éxito. Y es esa convivencia tensa entre representaciones y realidades, entre lo que queda del designio proyectual, incompleto y desmentido, y la propia realidad que en su fracaso llegó a constituir, lo que le da carnadura histórica a la relación entre intelectuales y ciudad en Latinoamérica, las ciudades y las ideas.
Por otra parte, si el intelectual no puede existir sin la ciudad no es porque entre ambos guarden una relación analógica o porque coincidan en ser representantes y reproductores del poder –aunque también puedan serlo–, sino por una cualidad histórica y sociológica: es en la ciudad donde se hacen posibles ciertas condiciones de existencia del intelectual, como el mercado cultural (especialmente la prensa y el mercado del libro), un público en ampliación y la consiguiente tendencia hacia la profesionalización de la actividad letrada. No se trata de continuar suscribiendo el mito intelectual del “intelectual crítico” –cuyo desmontaje fue evidentemente uno de los objetivos primarios de Rama en La ciudad letrada–, pero sí entender con la sociología de la cultura de los últimos treinta años, que el intelectual rompe con el letrado en su nueva posición de profesionalización por fuera del Estado –lo que está sin dudas en el origen de su autorrepresentación como crítico del poder–. El intelectual surge como parte del proceso de densificación de un espacio público burgués, sólo posible en una ciudad cuyas funciones culturales se complejizan y cuyo recorte del Estado se cumple tanto en el funcionamiento crecientemente autónomo del mercado como en la consolidación de un entramado institucional propio de la sociedad civil. Como sabemos, en la ciudad colonial no existen estas condiciones; allí el escritor se confunde con el sacerdote, el licenciado y el funcionario, todos ellos enredados directamente en las tramas del poder y la administración, lo que obliga a una periodización primaria que diferencie entre letrado e intelectual, cuya ausencia en La ciudad letrada ya fue señalada por varios autores.
En segundo lugar, entonces, la existencia del intelectual recién comenzará a hacerse posible, en algunas ciudades latinoamericanas, a medida que avance el siglo XIX, y no sin ambigüedades y conflictos. Aquí se hace necesaria toda una serie de precisiones sobre la experiencia latinoamericana que la va dislocando respecto del modelo canónico europeo. Por una parte, porque, como mostró Julio Ramos, la modernización se cumple en América Latina sin una completa autonomización de los campos, lo que se percibe con claridad en la relación de larga duración entre literatura y política.11 Por otra parte, porque, como mostró José Guilherme Merquior, mientras en Europa la crítica a las consecuencias de la modernización define desde el romanticismo la autonomía crítica de los intelectuales, en América Latina la literatura crítica estará por mucho tiempo comprometida con el ideal de la modernización.12
Me interesa detenerme en esa afirmación de Merquior, porque procede por un tipo de razonamiento en inversión que, para entender las específicas condiciones de desarrollo intelectual latinoamericano, trabaja en negativo afirmaciones clásicas del pensamiento europeo. Y aquí quiero sugerir, justamente, que las líneas principales de reflexión sobre las relaciones entre intelectuales y ciudad en América Latina podrían reconstruirse como una serie de inversiones de clásicos. Pero no me refiero al tipo de inversiones que buscan un “elogio de la barbarie” –aunque alguno de los autores en que me baso, como Morse, sí lo haga–, o denuncian la incorporación de la modernidad occidental como máscara y simulacro, actitudes típicas del “latinoamericanismo” que la mejor literatura crítica sobre la modernidad latinoamericana, en los años ochenta, ha desmontado con agudeza.13 Las inversiones que me interesan no buscan afirmar la independencia del pensamiento en estas tierras ni caricaturizarlo, sino entender la especificidad de una experiencia histórica que requiere de instrumentos conceptuales adecuados, para cuya elaboración no se vacila en acudir a los clásicos occidentales, recuperados en toda su productividad. Tomo, entonces, una triple inversión de caracterizaciones muy clásicas de la sociología urbana occidental, que se producen a través de la idea de “ciudad artificial” y de la comprobación, en la ciudad latinoamericana, de la ausencia de la “tragedia de la modernidad” y de la “urbanización sin modernización”: inversiones de representaciones sobre la ciudad que impactan nuestras representaciones sobre la cultura intelectual.

Ciudad artificial (invirtiendo a Pirenne). La primera inversión trabaja sobre la clásica figura de la “ciudad orgánica”. Es una figura que sirvió para caracterizar la ciudad europea que emergió de la “revolución urbana” en la baja Edad Media, la ciudad medieval que constituyó el modelo más influyente con el que, después de tantos siglos y de tantas transformaciones, la cultura occidental se sigue representando la idea de “ciudad”. Una figura que sistematizó ejemplarmente Henri Pirenne en sus textos, en el marco de ideas de la antropogeografía francesa, mostrando la ciudad como un punto de intensificación de las funciones socioeconómicas de una región, base de formación socioespacial de un ser colectivo.
Casi desde el mismo momento en que esa idea de “organicidad” se formalizaba en el pensamiento europeo, se hizo bastante habitual en diferentes pensadores latinoamericanos la denuncia de la “artificialidad” de la ciudad latinoamericana, su sentido político y burocrático, como un desvío desafortunado respecto del patrón seguido en Occidente, que desnaturalizaba la idea misma de ciudad. Juan Álvarez escribiendo sobre Buenos Aires y Jorge Basadre sobre Lima, entre otros ejemplos, propusieron en las primeras décadas del siglo XX la figura de la “ciudad artificial” para mostrar la función parasitaria de esas ciudades frente al hinterland económico-social que dominaban, una idea de la que van a ser deudoras muchas de las críticas urbanas de la ensayística de los años treinta y cuarenta, como puede verse en Ezequiel Martínez Estrada o en Bernardo Canal Feijoo.14 Pero será Richard Morse, lector agudo de la tradición ensayística latinoamericana desde la década de 1950, quien comenzará a formular esa caracterización como una inversión explícita de Pirenne y a extraer una cantidad de consecuencias teóricas e historiográficas de esa operación. Hay un texto muy temprano de Morse, titulado justamente “La ciudad artificial”, en el que anticipa muchas de sus proposiciones más conocidas.15 Si la ciudad medieval teorizada por Pirenne tenía un carácter “centrípeto”, es decir, había surgido como producto de una canalización novedosa de las energías de la región que la economía feudal no podía ya contener –transfiriendo recursos de las actividades extractivas hacia la producción industrial y el comercio–, la ciudad latinoamericana había tenido un efecto “centrífugo”, es decir, había sido no sólo la implantación de un objeto extraño a las realidades sociales y económicas del territorio americano, sino que había funcionado además como un trampolín para el asalto a las riquezas del interior del continente –transfiriendo recursos desde la ciudad hacia la explotación del suelo–. Y es este carácter de puente de trasbordo de riquezas y personas con el interior lo que convirtió a las ciudades en apéndices burocráticos del campo, volviendo heterogénea su realidad social y cultural, ya que si es indudable que la ciudad dominará y moldeará el campo desde sus patrones culturales modernos, a su vez, la centralidad de las funciones económicas del interior reintroducirá permanentemente en la ciudad rasgos rurales, inficionándola de relaciones sociales tradicionales y de patrones culturales premodernos.
En lugar del recorte natural entre campo y ciudad típico de la modernidad europea, lo que surge entonces es una realidad sui generis, un campo urbanizado y una ciudad ruralizada que modifican todos los parámetros supuestos. Este señalamiento del carácter anfibio de la ciudad le da cauce analítico a la frustración con la modernidad de todo el ensayo del siglo XX: “Facundo va en tranvía”, denunciaba ya Ricardo Rojas para mostrar que el enfrentamiento entre civilización y barbarie se había radicado dentro de la ciudad; y respalda la visión dialéctica de la función intelectual que mencionamos en Romero. El fracaso permanente de los proyectos ideológicos se debe a que los intelectuales no sólo van a tener que lidiar con una realidad cuya consistencia se les escapa, sino que serán cada vez más el producto de ella: aun representando la metrópolis, aun buscando convertir la ciudad en su bastión, el intelectual será irremediablemente penetrado por lo “otro” del territorio y la cultura “interior” que había pretendido inútilmente excluir.
Modernidad sin tragedia (invirtiendo a Simmel). La segunda inversión, que encontramos diseminada en muchos autores, es la que plantea una distancia de la conciencia trágica europea sobre su modernidad: aun cuando se inspiraran en los ideólogos de la “decadencia de Occidente”, lo habitual entre los autores latinoamericanos fue que invirtieran de modo optimista sus consecuencias para estas tierras “jóvenes”, donde el futuro parecía una posibilidad abierta. Pero no se trata solamente de una cuestión que enfrenta decadencia (europea) y juventud (americana): “Hacia fines de siglo XIX –señala Merquior– la sociedad latinoamericana se distingue por una curiosa asimetría entre el subdesarrollo económico y el refinamiento intelectual, o mejor, de los intelectuales”.16 Aquí aparece la razón de la pervivencia ilustrada del optimismo modernizador: lo que se invierte para los intelectuales latinoamericanos es la percepción de la relación entre cultura objetiva y cultura subjetiva. Si para Simmel una de las principales fuentes de la tragedia de la modernidad es el contraste, evidente por antonomasia en la metrópolis, entre una cada vez menor cultura subjetiva frente a una cada vez mayor cultura objetiva, en las metrópolis latinoamericanas, en cambio (donde el pensamiento de Simmel, primero a través de la ensayistica y después de la sociología urbana de Chicago, mantuvo actualidad durante todo el siglo XX), las lecturas simmelianas enfrentarán la evidencia de que la cultura objetiva nunca llegará a la intensidad requerida por la experiencia del shock. La tragedia que las metrópolis latinoamericanas vuelven evidente a los ojos de los poseedores de la refinada cultura subjetiva es la del abismo social, que ellos proponen salvar con más modernización, con dosis siempre mayores de cultura objetiva.
Es en este punto, posiblemente, donde la ciudad entra más francamente como parte de un programa intelectual latinoamericano: utilizar la modernidad como vía de acceso a la modernización. “Inventar habitantes con moradas nuevas” fue la consigna de Sarmiento que con mayor capacidad de síntesis muestra la circularidad de esta convicción iluminista sobre las virtudes de la modernidad urbana. Esto significa que, en América, la modernidad se impuso como parte de una política deliberada para conducir a la modernización, y en esa política la ciudad fue el objeto privilegiado, como si en los proyectos intelectuales hubiese perdurado la función que buscó cumplir la ciudad desde la conquista: ser una máquina capaz de inventar la modernidad, extenderla y reproducirla en territorios vírgenes de ella. En las repúblicas independientes, la ciudad funcionó como el espejo “civilizado” en el que buscaba prefigurarse la constitución de las naciones y los estados a su imagen y semejanza; en los procesos de desarrollo, un siglo después, fue el “polo” desde donde expandir la modernidad acelerando el “continuo rural-urbano” para convertir a todos los habitantes de la nación en individuos social, cultural y políticamente modernos. De aquí se desprende un voluntarismo modernizador en los intelectuales que en el siglo XX va a hacer pendant con el constructivismo desarrollista del Estado-nación, y que en todo el ciclo tiene dos ciudades emblema: Argirópolis y Brasilia, prefiguraciones intelectuales en busca de una modernización articulada de la nacionalidad a través de la modernidad urbana. El shock metropolitano no va a ser cuestionado por estos proyectos intelectuales, sino convertido en un objeto de deseo: la ciudad moderna será la fuente imaginaria de una política de shock modernizador para todo el territorio.

Urbanización sin modernización (invirtiendo a Weber). Es evidente que el “optimismo urbano” que surge de la anterior inversión simmeliana es lo más próximo a la articulación ciudad / intelectuales que critica Rama en La ciudad letrada; la diferencia que es importante establecer con esa crítica, en todo caso, es que el ejercicio de tipificación que suponen estas inversiones no nos oculta el hecho fundamental de la interpenetración de las diferentes vertientes intelectuales –y de sus diferentes estados de ánimo respecto de la ciudad–, como se ve con claridad en la última inversión que presentamos aquí, la que desarma la relación que había presentado Max Weber entre urbanización, industrialización y burocratización en el análisis del surgimiento de la modernidad occidental. Esta inversión comienza a plantearse desde la década de 1950, en el mismo apogeo de los estudios sociológicos de matriz funcionalista sobre la “explosión urbana” latinoamericana, centro de la atención académica y política del período. Y podría decirse que buena parte del análisis de la ciudad latinoamericana se hizo en ese momento bajo un doble estímulo: de la teoría de la modernización, que le daba a la ciudad un rol central como agente inductor dentro de aquella tríada weberiana; y del descubrimiento de la inadecuación de esa misma teoría para el caso de la ciudad latinoamericana, ya que ésta era un ejemplo histórico inmejorable de que entre esos tres fenómenos no había una relación de necesidad. Si lo formuláramos del modo en que luego se reflexionó sobre la teoría de la modernización, diríamos que la experiencia de la ciudad latinoamericana permitió advertir tempranamente que aquello que Weber había estudiado como un proceso histórico-cultural occidental (la modernidad), se había convertido en la Segunda Posguerra en un complejo técnico de difusión de la civilización industrial-capitalista como modelo de desarrollo universal (la modernización).17
Al mismo tiempo que usaban los instrumentos derivados de la teoría de la modernización, y con el impulso de su optimismo acerca del rol que la ciudad podría tener en el desarrollo de la nación, los teóricos de la ciudad latinoamericana comenzaron a advertir que algunos de sus postulados condenaban la realidad de la urbanización del continente al lugar de la patología: nociones como “sobreurbanización” o “primarización”, entre las más utilizadas del período para caracterizar la ciudad latinoamericana, sólo ganan inteligibilidad si se recortan contra el patrón “normal” de la urbanización europea. La primera noción señala el desafasaje entre las tasas de urbanización y las de industrialización, y la segunda, la presencia dominante de grandes ciudades en cada territorio nacional, contracara exacta del modelo europeo formado por ciudades pequeñas y medianas articuladas en redes territoriales homogéneas. Incluso los intentos más ambiciosos por recolocar esas comprobaciones en un marco general de la teoría de la modernización, como los de Gino Germani o los estudios de la CEPAL de las décadas de 1950 y 1960, eran muy conscientes de los límites de la empresa, las dificultades de dar cuenta en esos marcos teóricos de los rasgos decisivos de los paisajes urbanos que estudiaban, caracterizados por “la supervivencia de gran parte de las estructuras productivas y comerciales tradicionales; la expansión de la población ocupada en la prestación de servicios; el mantenimiento de los patrones familiares tradicionales; la expansión de las poblaciones urbanas marginales”.18 La propia noción de “transición”, fundamental en la sociología urbana de Chicago, utilizada en los primeros estudios sobre la ciudad latinoamericana para entender los procesos de integración de la población migrante a la vida urbana, mostraba su inadecuación: a diferencia de lo ocurrido con los inmigrantes polacos del famoso libro de Thomas y Znaniecki, los migrantes latinoamericanos que se aglomeraban en las villas miseria, las barriadas y las favelas, no sólo parecían no experimentar en la ciudad el síndrome de desorganización y anomia supuesto, sino, especialmente, parecían transformar su familia tradicional y su cultura rural en recursos exitosos en la adaptación a la modernidad urbana.19
Como se ve con claridad hasta aquí, la comprobación de la urbanización sin industrialización combina elementos de las dos inversiones que vimos antes: la ausencia relativa de industria explica en buena medida tanto la artificialidad de la ciudad latinoamericana como la falta del carácter trágico de su modernidad, mostrando que los respectivos “pesimismo” y “optimismo” que surgen de esas posiciones están muy mezclados en las relaciones históricas entre intelectuales y ciudad en América Latina. Pero el aspecto más específico de esta tercera inversión apunta a otra cuestión: el carácter “de servicios” de la ciudad, que, a diferencia de los servicios terciarios de las metrópolis avanzadas, se articula en América Latina con la sobrevivencia de rasgos culturales tradicionales tanto en la cultura popular (lo que daría lugar a la célebre expresión de Oscar Lewis, “cultura de la pobreza”), como en la cultura establecida y de los intelectuales: la “robusta sobrevivencia de costumbres señoriales”, de acuerdo a Merquior. Esa sobrevivencia que, en la figura del “favor”, analizó Roberto Schwarz como sostén implícito de la vida intelectual brasileña del siglo XIX, y que en otros aspectos marcará también a las vanguardias estéticas, cuya tarea principal fue, como se ve tanto en Borges como en Mário de Andrade, la construcción de una lengua nacional, base del compromiso modernista, ya en los años treinta, con los nuevos roles del estado nacionalista benefactor. Las vanguardias fueron exitosas en América Latina porque estuvieron dispuestas a disputar con los sectores tradicionalistas el lugar desde donde construir una tradición, produciendo esa “paradojal modernidad […] de proyectar para el futuro lo que intentaban rescatar del pasado”.20 Como se ve, el centro no está ya puesto en la penetración de hábitos rurales en la cultura urbana, como ocurría en el tópico de la “ciudad artificial”, sino en la extensión en toda la sociedad de una actitud cultural que combina futuro y pasado, tradición y vanguardia, con un sentido de la temporalidad bastante diferente del que produjo, en las teorías clásicas, la sociedad moderna-capitalista.

Por supuesto, esas teorías clásicas no han cesado de ser revisadas y relativizadas en los estudios sobre la propia experiencia histórica europea: con este ejercicio de inversión no se pretende desconocer su estatuto actual en el debate teórico, sino entender el estímulo que han significado para el desarrollo de los imaginarios intelectuales sobre la ciudad latinoamericana. Bien leído, este juego de inversiones permite una entrada tangencial (a través de la ciudad) a dos de las cuestiones intelectuales que con mayor persistencia recorren América Latina en los siglos XIX y XX: la cuestión del “vacío”, como metáfora de la necesidad de renovación radical de una sociedad tradicional y de apropiación de una naturaleza amenazante, y como “ausencia” de identidad (la cuestión de la relación crítica entre ciudad y campo, y entre cultura letrada y cultura popular); y la cuestión de la modernización pensada como reforma nacionalizadora desde arriba (la cuestión de las relaciones entre los intelectuales y el Estado). Es decir, también permite ver bajo una luz diferente la propia empresa intelectual de Ángel Rama en La ciudad letrada, como pieza en un tablero de larga duración en la cultura latinoamericana.

Notas

1 Las principales críticas han sido desarrolladas, entre otros, por Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, FCE, 1989;         [ Links ] Carlos Alonso, “Rama y sus retoños: Figuring the ninetennth century in Spanish America”, Revista de Estudios His pánicos 28, 1994; y Mabel Moraña, “De La ciudad letrada al imaginario nacionalista: contribuciones de Ángel Rama a la invención de América”, en B. González Stephan, J. Lasarte, G. Montaldo y M. J. Daroqui (comps.), Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina, Caracas, Monte Ávila, 1994.

2 Mabel Moraña, “Ideología de la transculturación”, en M. Moraña (ed.), Ángel Rama y los estudios latinoamericanos, Serie Críticas, Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 1997. En el mismo libro puede verse otro análisis que también pone ambos textos de Rama como estaciones de un mismo marco interpretativo: Françoise Perus, “A propósito de las propuestas historiográficas de Ángel Rama”. Como se sabe, aunque Transculturación narrativa… y La ciudad letrada tuvieron una publicación casi simultánea (en 1982 y 1984 respectivamente, el segundo después de la trágica muerte de Rama), mientras el primero reúne trabajos que recorren casi toda la década de 1970, las primeras versiones del segundo fueron elaboradas a partir de 1980; véanse Ángel Rama, “Agradecimiento”, en La ciudad letrada, Montevideo, Arca, 1995, y “La ciudad letrada”, en Richard Morse y Jorge Enrique Hardoy (comps.), Cultura urbana latinoamericana, Buenos Aires, Clacso, 1985).

3 Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina, México, Siglo XXI, 1982, p. 19.         [ Links ]

4 Ibid., pp. 55 y 56.

5 Sobre la relación entre Candido y Rama véase el excelente trabajo de Gonzalo Aguilar, “Ángel Rama y Antonio Candido: salidas del modernismo”, en Raúl Antelo (ed.), Antonio Candido y los estudios latinoamericanos, Serie Críticas, Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2001. Sobre el debate brasileño acerca de “el lugar de las ideas”, véase la edición en castellano realizada por Florencia Garramuño y Adriana Amante en Absurdo Brasil. Polémicas en la cultura brasileña, Buenos Aires, Biblos, 2000, donde reproducen los textos ya clásicos de Roberto Schwartz, “Las ideas fuera de lugar” (1973), y Silviano Santiago, “El entrelugar del discurso latinoamericano” (1971).

6 Oscar Terán, “La estación Foucault”, en Punto de Vista, Nº 45, Buenos Aires, abril de 1993.

7 Véanse José Pedro Barrán, Historia de la sensibilidad en el Uruguay (dos tomos), Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1989-1999;         [ Links ] y Felipe Arocena y Eduardo de León (eds.), El complejo de Próspero. Ensayos sobre cultura, modernidad y modernización en América Latina, Montevideo, Vintén Editor, 1993.

8 Gonzalo Aguilar, “Ángel Rama y Antonio Candido: salidas del modernismo”, op. cit.

9 He analizado estos temas en “A produção da ‘cidade latinoamericana’”, Tempo Social. Revista de sociología da USP, vol. 17, Nº 1, San Pablo, junio de 2005; y “La ‘ciudad latinoamericana’ como idea”, Punto de Vista, Nº 73, Buenos Aires, agosto de 2002.

10 José Luis Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976.         [ Links ]

11  Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina, op. cit.

12  Jose Guilherme Merquior, “Situación del escritor”, en César Fernández Moreno (coord.), América Latina en su literatura, México, UNESCO-Siglo XXI, 1972.

13  Véanse, entre otros, Roberto Schwarz, “Nacional por substracción”, en Punto de Vista, Nº 28, Buenos Aires, diciembre de 1986; José Joaquín Brunner, El espejo trizado. Ensayos sobre cultura y políticas culturales, Santiago de Chile, FLACSO, 1989; Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo, 1990.

14  Cf. Juan Álvarez, Buenos Aires, Cooperativa editorial “Buenos Aires”, Buenos Aires, 1918; y Jorge Basadre, La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú, Lima, Imprenta A. J. Rivas Berrio, 1929.

15  Richard Morse, “La ciudad ‘artificial’”, en Estudios americanos, vol. XIII, Nº 67 y 68, Sevilla, abril-mayo de 1957.

16 Jose Guilherme Merquior, “Situación del escritor”, op. cit.

17 Véase Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Buenos Aires, Taurus, 1989.         [ Links ]

18  CEPAL, “El impacto de la urbanización sobre la sociedad”, en Gino Germani (comp.), Urbanización, desarrollo y modernización, Buenos Aires, Paidós, 1976, pp. 280 y 281.

19  Cf. Oscar Lewis, “Urbanization without Breakdown: a Case Study”, The Scientific Monthly, Año LXXV, Nº 1, julio de 1952; y José Matos Mar, “Las barriadas limeñas: un caso de integración a la vida urbana” (1959), en Philip Hauser, La urbanización en América Latina, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1967. El libro de Thomas y Znaniecki es The polish peasent in Europe and America, Chicago, 1918-1920.

20 Ronaldo Brito, “O trauma do Moderno”, citado por Carlos A. F. Martins, “Identidade nacional e estado no projeto modernista. Modernidade, estado, tradição”, en Oculum, Nº 2, Campinas, FAU-PUCCAMP, septiembre de 1992. Desarrollé este aspecto de las vanguardias latinoamericanas en Das vanguardas à Brasília. Cultura urbana e arquitetura na America Latina, Belo Horizonte, UFMG, 2005.

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons