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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dic. 2006

 

DOSSIER: La ciudad letrada: hacia una historia de las élites intelectuales en América Latina

La lección de escritura

 

Carlos Altamirano

Universidad Nacional de Quilmes / CONICET

 

Una hipótesis sobre la historia de las élites culturales en América Latina guía el ensayo de Angel Rama, La ciudad letrada: desde la fundación del régimen colonial hasta la mayor parte del siglo XIX ellas formaron parte del sistema de poder. En la visión del crítico uruguayo sobresale, antes que nada, la larga supervivencia del papel social de los letrados. ¿Cuál ha sido la función de las élites cultivadas dentro del sistema de poder? Producir discursos de legitimación del orden social, incluida la definición de la cultura legítima, que no es otra que la de los mismos letrados. Sobre el fondo de esta prolongada continuidad que liga a la gente de saber con la estructura de la dominación social, se despliegan los cambios o discontinuidades en las modalidades de ese papel social y los discursos correspondientes de legitimación: por ejemplo, el cambio del discurso religioso de dominación a los discursos ideológicos modernos. De la empresa de evangelizar se pasa a la de educar. La razón de la dilatada conservación de su preeminencia residió en que durante siglos las minorías letradas retuvieron el monopolio de la escritura en una sociedad analfabeta.
Esta función, nos dice Rama, resultó en cierto modo anticipada ya en el establecimiento del espacio propio del grupo letrado, la ciudad, que en América Latina fue, desde el comienzo, un fruto de la inteligencia. La ciudad no sólo fue un instrumento central de la conquista, sino que su representación precedió a su existencia:

Una ciudad, previamente a su aparición en la realidad, debía existir en una representación simbólica que obviamente sólo podían asegurar los signos: las palabras, que traducían la voluntad de edificarla en aplicación de normas y, subsidiariamente, los diagramas gráficos, que las diseñaban en los planos, aunque con más frecuencia, en la imagen mental que de esos planos tenían los fundadores, los que podían sufrir correcciones derivadas del lugar o de prácticas inexpertas (Rama, 1984, p. 16).

A partir de este dato inaugural, el argumento y el relato con que Rama da desarrollo a su esquema interpretativo encadenan una serie de dicotomías. No sólo la más examinada e interpretada, la oposición entre ciudad y campo, sino otras, más o menos conectadas entre sí: orden y desorden, cultura escrita y cultura oral, ciudad formal (o letrada) y ciudad real, etcétera.
Se trata de una hipótesis fuerte. Rama no la funda en datos nuevos, desconocidos hasta que él los pusiera ante la vista. Es la perspectiva del análisis lo que les confiere nuevo relieve y una visiblidad diferente a hechos socioculturales que no eran ignorados. En las notas que acompañan el ensayo, el autor no sólo consigna sus fuentes, sino también a los autores de los que La ciudad letrada ha tomado además de informaciones algunas ideas y suge rencias: Michel Foucault, José Luis Romero, Emmanuel Wallerstein, Richard Morse… Entre esas indicaciones de nombres y libros se echa de menos la referencia a Tristes Trópicos, más concretamente al capítulo XXVIII, “Lección de escritura”, del libro de Claude Lévi-Strauss. Parece improbable que un lector alerta y omnívoro como Rama haya dejado escapar la célebre obra de viajes del maestro de la antropología estructuralista. Como quiera que haya sido, creo que ningún otro texto como el de Lévi-Strauss se halla más cerca del núcleo de la hipótesis que está en la base de La ciudad letrada.
Recordemos brevemente aquella lección de escritura que Lévi-Strauss cuenta haber recibido en medio de la selva brasileña del jefe de una banda mambiquara, el grupo indígena que estaba estudiando. El antropólogo había repartido entre los miembros del grupo hojas de papel y lápices. La distribución de estos elementos no tenía otro objeto que el de asegurarse benevolencia, informaciones y servicios de los mambiquara, pues éstos no conocían la escritura ni practicaban casi el dibujo. A los pocos día pudo observarlos trazando líneas onduladas en el papel, es decir, imitando sus movimientos al escribir. Para el jefe el regalo de papel y lápiz no resultó suficiente, sin embargo, y le pidió una libreta de notas como aquella en que el antropólogo escribía. Ya en posesión de ella, el jefe se sintió equiparado al observador blanco:

Él no me comunica verbalmente las informaciones, sino que traza en su papel líneas sinuosas y me las presenta como si yo debiera leer su respuesta […] está tácitamente entendido entre nosotros que su galimatías posee un sentido que finjo descifrar; el comentario verbal surge casi inmediatamente y me dispensa de reclamar aclaraciones necesarias” (Lévi-Strauss, 1970, p. 293).

Y ante su gente reunida en asamblea, el cacique representó ese juego: “sacó de un cuévano un papel cubierto de líneas enroscadas que fingió leer, y donde buscaba, con un titubeo afectado, la lista de objetos que yo debía dar en cambio de los regalos ofrecidos: ¡a éste por un arco y flechas, un machete! ¡a este otro, perlas por sus collares…!” (ibid.).
¿Qué había captado el jefe mambiquara? Que la escritura acrecienta el prestigio y el poder de un individuo sobre otro:

Un indígena aún en la Edad de Piedra había adivinado […] que el gran medio para entenderse podía por lo menos servir pa ra otros fines. Después de todo, durante milenios, y aún hoy en una gran parte del mundo, la escritura existe como institución en sociedades cuyos miembros, en su gran mayoría, no poseen su manejo (ibid., p. 295).

Lévi-Strauss enlaza la enseñanza que contenía el episodio con una observación de alcance más general acerca del nexo entre escritura y civilización: “El único fenómeno que ella ha acompañado fielmente es la formación de las ciudades y los imperios, es decir, la integración de un número considerable de individuos en un sistema político, y su jerarquización en castas y clases” (ibid., p. 296). No olvida, por supuesto, que la escritura posee también funciones intelectuales, pero las registra como un efecto accesorio: “El empleo de la escritura con fines desinteresados para obtener de ella satisfacciones intelectuales y estéticas es un resultado secundario, y más aun cuando no se reduce a un medio de reforzar, justificar o disimular el otro” (ibid.).
No quisiera exagerar y atribuir a Rama, lisa y llanamente, los juicios de Lévi-Strauss. Pero creo que no resulta difícil reconocer las afinidades. También para el Rama de La ciudad letrada la escritura es un poder, y en la relevancia que otorga a esta dimensión socio-política de la cultura escrita aparece lo que entiendo como la mayor y más provocativa novedad de su ensayo. ¿No sabíamos acaso ya que a lo largo de siglos, durante la colonia y aun después, en nuestro subcontinente la literatura y, más en general, la escritura, constituían el núcleo de una cultura minoritaria? ¿O que en esa sociedad analfabeta y plurilingüe otra cultura circulaba oralmente o se manifestaba en la música, las artes plásticas, en la artesanía y en las comidas? Incluso quienes no éramos versados en la materia podíamos enterarnos de ello leyendo con atención esa proeza de conocimientos y concisión que es la Historia de la cultura en la América hispánica, de Pedro Henríquez Ureña, publicada en 1947 e incontablemente reeditada desde entonces. La perspectiva que introduce La ciudad letrada coloca aquellos datos bajo una nueva luz, al poner de relieve la configuración de poder en que se inscribían las dos culturas y sus respectivos portadores. El lugar eminente del grupo letrado, escribe Rama,

se debió a la paradoja de que sus miembros fueron los únicos ejercitantes en un medio desguarnecido de letras, los dueños de la escritura en una sociedad analfabeta y porque coherentemente procedieron a sacralizarla dentro de la tendencia gramatológica constituyente de la cultura europea (Rama, 1984, p. 41).

De modo que, aun cuando las realizaciones de la cultura de los dominados despertara en ocasiones la admiración e incluso la protección de quienes estaban en posesión de la cultura letrada, aquella otra no dejaba de ser una cultura dominada.
En contra del análisis marxista corriente, que concibe a las élites culturales como representantes, más o menos disimuladas, de clases definidas en términos socio-económicos, Rama subraya, en la estela de Karl Mannheim, el margen de autonomía de los grupos intelectuales. Esas élites, observa, no deben ser consideradas como simples mandatarias de otros poderes (instituciones o clases sociales), porque se perdería de vista “su peculiar función de productores, en tanto conciencias que elaboran mensajes, y, sobre todo, su especificidad como diseñadores de modelos culturales, destinados a la conformación de ideologías públicas” (ibid., p. 38). En otras palabras: ellas no sólo secundan a un poder, sino que también son dueñas de un poder.
Entiendo que bastan estas pocas indicaciones para ver la variación que La ciudad letrada introducía en una tradición con la que el propio Rama estaba ligado, la del americanismo. Me refiero a esa empresa intelectual de estudio y erudición destinada a rescatar y revalorizar los legados de la historia cultural hispanoamericana (el legado indígena, el colonial y el de las construcciones intelectuales y artísticas de la era independiente) y que en el siglo XX tiene sus grandes nombres en Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Mariano Picón Salas. La vocación de la empresa no era conservadora. Se la concebía como parte de una promesa utópica, la “utopía de América”, que buscaba en el pasado no sólo valores a salvar del olvido, sino también los elementos que anunciaban o preparaban lo que debía ser su originalidad moderna. Ahora bien, dentro de esta tradición las expresiones de la escritura eran hechos civilizadores y las minorías letradas aparecían como élites salvadoras. Leamos sólo este pasaje de Henríquez Ureña:

La barbarie tuvo consigo largo tiempo la fuerza de la espada; pero el espíritu la venció, en empeño como de milagro. Por eso hombres magistrales como Sarmiento, como Alberdi, como Bello, como Hostos, son verdaderos creadores o salvadores de pueblos, a veces más que los libertadores de la independencia (Henríquez Ureña, 1952, p. 25).

Aunque sus principios ideológicos eran otros, más radicales que los del liberalismo que había animado el pensamiento de los maestros del americanismo, la obra crítica de Rama en relación con la literatura y la cultura latinoamericanas se conecta con esa tradición. También su labor al frente de la Biblioteca Ayacucho, emprendimiento americanista por excelencia. La ciudad letrada, sin embargo, introduce un sacudimiento, es decir, algo más que la sola radicalización de aquella empresa (que ya tenía, por otra parte, su ala izquierda). Lamentablemente, ya no sabremos cómo hubiera continuado Rama lo que sólo está en esbozo en el ensayo. Su muerte nos ha privado de las contribuciones que hacía esperar ese breve libro, que contiene en germen la posibilidad de una historia renovada de la cultura y las élites intelectuales en América Latina, una historia tal vez más ambivalente que la que deja entrever La ciudad letrada.

Bibliografía

1. Henríquez Ureña, Pedro (1952), Ensayos en busca de nuestra expresión, Buenos Aires, Raigal.         [ Links ]

2. Lévi-Strauss, Claude (1970), Tristes trópicos, Buenos Aires, Eudeba.         [ Links ]

3. Rama, Ángel (1984), La ciudad letrada, Montevideo, FIAR.         [ Links ]

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