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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dic. 2006

 

DOSSIER: La ciudad letrada: hacia una historia de las élites intelectuales en América Latina

Reproches y anhelos del antiintelectualismo

 

Flavia Fiorucci e Inés Rojkind

Universidad Nacional de Quilmes

 

La ciudad letrada abreva en uno de los tópicos más invocados por el antiintelectualismo: la connivencia del intelectual con el poder. Pero como intentaremos mostrar en esta breve intervención, este argumento no se propone anular el protagonismo intelectual, sino por el contrario reafirmarlo. Según Rama, en sus múltiples metamorfosis históricas, el letrado ha asumido en América Latina la impugnable tarea de servir y a la vez reproducir el poder. Actividad que se arroga por la posesión de un monopolio y su simultánea sacralización: la de la letra en medio de una sociedad analfabeta. Es así como aquellos que deberían ser agentes de cambio –los intelectuales– aparecen asociados con la tradición en una región asolada por perennes desigualdades. La letra y sus ejecutantes tienen además la concomitante función de asfixiar la heterogeneidad cultural. Lo otro, lo híbrido, lo subal terno, lo rural –lo “oral” en la terminología del uruguayo– queda por lo tanto encor setado en los moldes diseñados por una élite culta, que es por antonomasia urbana. El antiintelectualismo de Rama se funda en la creencia en la omnipotencia transformadora de la letra: el intelectual es capaz de “arrasar” con todo aquello que se oponga a su hegemonía.
Rama observa los “abusivos privilegios” del letrado como una constante tanto histórica como regional, tesis que se sostiene en la laxa definición de letrado que el autor invoca (p. 62). El letrado es –en un axioma rayano en lo tautológico– el “ejercitante de la letra” (p. 37). La ciudad letrada está compuesta entonces por una “pléyade” de actores que tenían tan sólo como única peculiaridad común una destreza: la de “manejar la pluma” (p. 32). No es sino el carácter poco específico, binario y de endeble historicidad intrínseco a esta definición de letrado el que permite a Rama proponer una inalterable relación entre el poder y el intelectual. A lo largo de los años, las décadas e incluso los siglos, hay un rasgo que caracteriza a la ciudad letrada de Rama: su capacidad de reconstituirse, sabiendo aprovechar “en su propio beneficio” las condiciones creadas por los cambios sociales que se van sucediendo (p. 64). Esa habilidad para permanecer a través del tiempo y las transformaciones se funda, ante todo, en la tendencia que (aun cuando se presente en algunos casos recubierta de espíritu crítico) lleva a los letrados a “ponerse al servicio” de los poderosos de turno (p. 65). Así sea en las revoluciones de la independencia a comienzos del siglo XIX o en ocasión de la Reforma Universitaria, más de cien años después, el modelo de comportamiento desplegado por los intelectuales se reproduce “con escasas variantes” (p. 63). Impulsados por la frustración que generaba la insuficiencia de espacios, los nuevos grupos sociales en ascenso (criollos en 1810, jóvenes de clases medias en 1918) aspiraban a realizar una “sustitución de equipos” (p. 65), es decir, a ocupar ellos también, una vez desplazados los antiguos monopolizadores de cargos y profesiones, un “sitial junto al poder” (p. 126).
Al igual que ocurre con otras características distintivas de la ciudad letrada, los orígenes de ese paradigma –como lo denomina Rama– pueden remontarse a la época de la colonia, pero es en el contexto de las revoluciones independentistas cuando cristalizan de modo definitivo los contornos de una conducta letrada signada por el afán de infiltrarse en el poder. Y es también entonces que se patentizan las consecuencias que tal modelo acarrea y que habrán de reiterarse de ahí en más, acompañando las mutaciones experimentadas por las sociedades latinoamericanas en el siguiente siglo y medio. Indefectiblemente, las expectativas y los afanes de los intelectuales terminan por convertirse en un obstáculo que inhibe el pleno desenvolvimiento de las potencialidades más radicales (democratizadoras e igualitarias) contenidas en los procesos de cambio social.
La perspectiva de Rama se articula alrededor de una postulada continuidad que requiere ser sometida a revisión. Tal como demuestra Julio Ramos, la relación ambigua que a lo largo del siglo XIX y hasta entrado el siguiente mantuvieron las letras con la política es algo que debe ser explicado e historizado. No se trata sólo y siempre de la preeminencia de los vínculos con el poder. Así caracterizada, la figura del letrado pierde densidad analítica y si bien tiene el mérito innegable de subrayar un aspecto específico del campo literario en América Latina (como lo es, en términos de Ramos, la imposibilidad de su completa autonomización de la política), dificulta la comprensión de las razones que, en cada momento, produjeron tal imposibilidad, así como de los alcances que tuvo en las diversas épocas. La relación entre intelectuales, poder y política no se mantuvo inalterable. El escritor moderno del novecientos no puede ser equiparado, desde esa perspectiva, con el letrado de las décadas que siguieron a la independencia. El lugar que uno y otro ocupaban respecto del Estado y de la élite dirigente era diferente, como lo eran también –por eso mismo– el significado, la función social y las vías de legitimación que poseían las letras y la literatura.1
La figura del letrado propuesta por Rama no sólo carece de espesor histórico, sino que se funda en una oposición artificial: lo oral y lo escrito. La “ciudad letrada” ejerce según este autor una suprema hegemonía que termina por desintegrar “las culturas rurales” (vehículos de lo oral) con sus “pautas educativas” (p. 71). El letrado sólo parte al encuentro de ese mundo (el de la oralidad) cuando, animado por intereses “científicos”, se aboca a “recoger [sus vestigios] en el momento de su desaparición” y “celebra mediante su escritura su responso final” (p. 71). Incorporación y aniquilación son las caras de un mismo proceso –el de construir la nación– que adolece en la lectura de Rama de tensiones y/o resistencias. Unos y otros están dotados en esta oposición binaria de una homogeneidad que sorprende. Si lo escrito se propone y consigue con eficacia desmantelar lo oral, la oralidad se somete pasivamente al sometimiento del imperio de la letra. La inmaculada impermeabilidad y hegemonía de la letra que Rama nos propone borra las especificidades de la modernización latinoamericana, donde lo “otro” se cuela y pervive aún en la potencia rectificadora del proyecto civilizatorio.
El antiintelectualismo de Rama no es esencialista, no es hostil a la vida espiritual o a la figura del intelectual per se. Tampoco es el producto de una figura marginal dentro del campo en busca de reconocimiento. Las diatribas de Rama contra los cultos se entienden mejor como corolario de una desilusión coyuntural. La ciudad letrada es un libro en el que, pese a su frágil historicidad, la marca temporal no está ausente. Por el contrario, el texto –como advierte Gonzalo Aguilar– remite a la presencia de un contexto de enunciación: el de la crisis de la democracia latinoamericana.2 La década de 1970, signada por los golpes autoritarios, desmintió el voluntarismo planificador del (hasta el entonces vigente) ideal desarrollista. La realidad cuestionaba la ideología del progreso, la idea de modernidad misma, y hacía ineludible interrogarse sobre la responsabilidad de quienes habían colaborado para construir y/o legitimar ese orden social desea ble. Para Rama no había dudas: el triunfo de la ciudad letrada había significado el necesario fracaso de todo proyecto en verdad revolucionario. ¿Cómo salir de las coartadas inventadas por los letrados? ¿Cómo construir una praxis intelectual capaz de superar las trampas impuestas por el imperio de la letra? El trabajo de Rama va perdiendo en especificidad y ganando en abstracción en sus páginas finales, por lo que es difícil encontrar una respuesta taxativa a este interrogante. Si es factible vaticinar que al intelectual cómplice lo sucederá el intelectual revolucionario, como de hecho asume Rama, ello únicamente ocurrirá una vez que sean invertidas las lealtades de La ciudad letrada. Liberado de sus ataduras con el poder, el nuevo intelectual deberá elaborar “modelos de discursos pero para la participación de las mayorías y no para su sujeción”.3 En un obvio corolario, los reproches antiintelectuales contienen un programa para los cultos: aquello que la letra había estrujado (lo oral) debía ahora, a través de la misma letra, ser rescatado. Vemos que el recorrido de Rama se cierra finalmente reafirmando el rol prominente del letrado, sin cuya intervención no hay transformación social posible.

Notas

1 Julio Ramos, Divergent modernities culture and politics in nineteenth century Latin America, Durham, Duke University Press, 2001, pp. 58-62.         [ Links ]

2 Gonzalo Aguilar, “Ángel Rama y Antonio Candido: salidas del modernismo”, en Raúl Antelo (ed), Cándido y los Estudios Latinoamericanos, Pittsburgh, Universidad de Pittsburgh, 2001, pp. 69-94.

3 Pablo Rocca, “Notas sobre el diálogo intelectual Rama/ Candido”, en Antelo (ed.), Candido…, op. cit., p. 61.

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