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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dez. 2006

 

DOSSIER: La ciudad letrada: hacia una historia de las élites intelectuales en América Latina

El árbol y el bosque: La ciudad letrada y su concepto de poder

 

Florencia Garramuño

Universidad de San Andrés / CONICET

 

Uno de los problemas de La ciudad letrada de Ángel Rama podría ser planteado a partir de la antigua disputa entre los estudios textualistas y los estudios más sociológicos de la literatura. Una atención más detenida al texto mismo –podría proponer este planteo dicotómico–, al tipo de construcción y de legitimidad que los letrados construyeron en sus textos, podría haber hecho que La ciudad letrada no perdiera la especificidad de las propias prácticas de los intelectuales en una concepción demasiado homogeneizadora sobre el lugar de los mismos en distintos momentos de la historia latinoamericana, ni desconociera la actividad de algunos letrados que funcionaron por afuera de esa fortaleza de poder que fue la ciudad letrada. Sin dudas, algo de eso hay, y quizás el mayor éxito de lectura que tuvo La transculturación narrativa de América latina se deba, no tanto a la formulación de un concepto teórico que tendría múltiples usos –aunque también críticas– para el análisis de las culturas latinoamericanas, porque de hecho también el concepto téorico de los letrados y de la ciudad letrada ingresó en múltiples formulaciones, sino al análisis detenido y productivo, exhaustivo y no meramente fragmentario, de algunos textos fundamentales del canon latinoamericanista.
Esa vieja disputa, sin embargo, parece un poco pobre para apreciar tanto las ventajas como las virtudes del texto de Rama. Y quizás hasta habría que proponer que fue la misma La ciudad letrada uno de los textos fundamentales que formó parte de la gran masa de textos de crítica literaria latinoamericanista que puso, junto con otros, bajo una luz de sospecha esa polaridad. Porque la elaboración del concepto de ciudad letrada le permite a Rama insertar los textos –es cierto que demasiado pocos, y es cierto que desde una visión, por momentos, un tanto generalizadora– en una trama cultural más amplia que los explica y a la que ellos mismos explican y a su vez problematizan: El periquillo sarniento de Fernández Lizardi o Primero Sueño de Sor Juana ingresan en su texto como receptáculos y catalizadores de conflictos que son culturales antes que textuales, y que encuentran en esos escritos no sólo el sitio de su manifestación –su archivo–, sino también un espacio productivo de ideologías y de transformaciones. Y la gran ventaja que esta perspectiva trae para el análisis cultural es que permite distanciarse de las autopercepciones producidas por los propios intelectuales: de allí, también, el fuerte anti-intelectualismo de la mirada de Rama.
Entiendo por lo tanto que esa vieja disputa entre textualistas y sociológicos, por un lado, ha sido exitosamente resuelta en algunos ensayos de crítica literaria que con magistral equilibrio han logrado iluminar zonas de la cultura latinoamericana hasta entonces en sombra gracias al análisis de textos y poemas desde una perspectiva hasta cierto punto similar –si tomamos en cuenta sólo esa pretensión de insertar el texto en una trama cultural– a la pretensión culturalista de Rama. Y, además, que resuelve en una dicotomía metodológica algo que sin embargo no es del orden de la metodología –que se analice más, o menos, el texto– sino de los principios teóricos en los que ese método se sustenta.
La por momentos excesiva homogeneización de experiencias y textos disímiles y su desconocimiento de las diferencias que atraviesan esas culturas y se rebelan frente al principio homogeneizador no deriva en La ciudad letrada tanto de que analiza muy a vuelo de pájaro los textos de esos intelectuales cuyas posiciones sociales quieren verse reflejadas en sus textos, sino de una concepción del poder, y de la relación entre intelectuales y poder, por momentos demasiado rígida y estática.
Es precisamente esa relación entre intelectuales y poder la que Rama se propone estudiar –siguiendo en esto una larga tradición de análisis de los intelectuales, impulsada sin duda por el concepto mismo de intelectual como un concepto claramente ligado con el poder y la política desde sus primeras formulaciones–. Esa delimitación de su estudio se manifiesta, en primera instancia, en su definición del concepto de ciudad letrada. Dice Rama, en su ya clásica definición:

En el centro de toda ciudad, según diversos grados que alcanzaban su plenitud en las ciudades virreinales, hubo una ciudad letrada que componía el anillo protector del poder y el ejecutor de sus órdenes.1

No sólo en esa formulación la relación con el poder es definitiva, sino que sobre todo es ella misma definida: se trata de una relación entre intelectuales y poder en el que éstos se definen como protectores y ejecutores de las órdenes del poder. No se trata de una relación simplista y determinista, sin embargo: Rama complejiza un poco la cuestión y propone una relación más fluida entre intelectuales y poder, proponiéndose investigar también los circuitos y las instituciones de poder que los mismos intelectuales crearon e imaginaron.2 La concentración en esa relación pauta, también, la estructuración de los capítulos del libro y se convierte así en el que podría denominarse el principio historizador de La ciudad letrada: de la ciudad escrituraria a la ciudad revolucionada, lo que se persigue es la forma en la que va manifestándose de maneras diferentes esa relación entre intelectuales y poder, y el poder de los intelectuales. En todos estos casos, Rama privilegia lugares positivos del poder –la participación de los letrados en el Estado, la universidad, las instituciones educativas– por sobre otras formas de circulación del poder de las ideas, más dispersivas y tal vez menos perceptibles a primera vista.
Desde esta concepción teórica del poder, uno de los problemas que surgen del texto de Rama si se lo piensa como una historia de los intelectuales no es simplemente que se centra en el lugar social del intelectual o letrado con respecto al poder, desconociendo ciertas estrategias textuales que, en determinados momentos, y a pesar de la participación de esos letrados en esas estructuras positivas del poder, podrían llegar a minar ese poder. No es sólo que intelectuales asociados con el Estado pudieron a pesar de sus acciones estatales negociar en sus textos operaciones que podrían haber ido en contra de ese poder, sino sobre todo que desde esta concepción teórica se desconoce el poder de ciertas ideas producidas por intelectuales –o escritores, o artistas– al margen del Estado y de sus instituciones; ideas que sin embargo adquirieron un poder muy fuerte en las culturas de sus épocas, quizás no tanto visibles en sí mismas en el momento mismo de su gestación, pero sí en la incidencia que éstas tuvieron en otros intelectuales y artistas o en la definición de un clima cultural e ideológico. Dos ejemplos más o menos contemporáneos: la importancia de Macedonio Fernández y sus ideas para las elaboraciones posteriores de Borges y de la vanguardia argentina de los años 1920, y la genial cristalización de un modernismo antimodernista en Lima Barreto, que se manifestó, también, más allá de él mismo y que supo condensar, además, toda una larga tradición de crítica a la modernidad que formó parte importante de la cultura brasileña moderna desde por lo menos fines del siglo XIX.3 El gran riesgo, entonces, es perder de vista cómo el poder –estatal o cultural– se construye también a partir de esas otras posiciones e ideas marginales, y perder de vista el funcionamiento a menudo dispersivo y fragmentado de las ideas y del poder.
Esa limitación, sin duda de grandes consecuencias en el texto de Rama, no debe ser confundida con una limitación metodológica; percibir mejor sus orígenes teóricos puede llegar a ser importante en el momento de pensar una historia de los intelectuales latinoamericanos, no sólo para reflexionar sobre qué otras zonas deben ser incorporadas, sino también para poder recuperar el legado de Rama de una manera productiva.

Notas

1 Ángel Rama, La ciudad letrada, Hanover, Ediciones del Norte, 1984, p. 25.         [ Links ]

2 Cf. La ciudad letrada, op. cit., p. 30: “Con demasiada frecuencia en los análisis marxistas, se ha visto a los intelectuales como meros ejecutantes de los mandatos de las Instituciones (cuando no de las clases) que los emplean, perdiendo de vista su peculiar función de productores, en tanto conciencias que elaboran mensajes, y, sobre todo, su especificidad como diseñadores de modelos culturales, destinados a la conformación de ideologías públicas”.

3 Uno de los clásicos de la cultura latinoamericana -citado por el propio Rama-, Os Sertóes de Euclides Da Cunha, condensa de forma luminosa esta autocrítica reflexiva de la propia modernidad a algunos de sus principios fundadores.

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