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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dic. 2006

 

DOSSIER: La ciudad letrada: hacia una historia de las élites intelectuales en América Latina

Las letras del poder: apogeo y catástrofe

 

Jorge E. Myers

Universidad Nacional de Quilmes / CONICET

Había escrito que una ciudad sucede a otra pero hallé demasiadas para mi memoria.
Antonio José Ponte

Precisar los nítidos contornos del contenido de un libro inconcluso es siempre ardua y dubitativa tarea. Sobre todo cuando los años han sido inclementes con los valores, creencias y esperanzas ideológicas que lo animaban y le imprimían un sentido. La ciudad letrada, ese magnífico libro de Ángel Rama que, como El espejo de Próspero de Richard Morse, definió un momento muy específico de la reflexión académica acerca del lugar de los intelectuales en América Latina, de su relación con las vísceras constitutivas de sus sociedades y de los modos en que el poder las configuraba y reconfiguraba, ha envejecido mal. Libro incompleto debido a la prematura muerte de su autor, es también un libro cuyos argumentos centrales han sido erosionados por la tormenta incesante de la historia. Conviene por ello hacer el esfuerzo por recuperar el sentido que tuvo en el momento de su aparición, y analizar ese sentido a la luz de nuestra propia situación contemporánea.
La metáfora central de la ciudad, habitada por resonancias de profundo impacto simbólico desde la antigüedad clásica en adelante –ya que la civitas de los romanos, como la polis de los griegos, encarnaba el orden formado por los civi, los polites, los ciudadanos– opera a través de sucesivas modulaciones ideo lógicas como el hilo conductor de este ensayo –de cuyas páginas no estuvieron ausentes ni los ecos de Said, Clifford Geertz o Williams ni los dispositivos teóricos, tanto más centrales para la estructuración del argumento de Rama, elaborados por Michel Foucault–. Siguiendo la pista señalada por este último autor, Rama, en el comienzo de su libro, resumía el núcleo central de su propuesta:

Las ciudades, las sociedades que las habitarán, los letrados que las explicarán, se fundan y desarrollan en el mismo tiempo en que el signo “deja de ser una figura del mundo, deja de estar ligado por los lazos sólidos y secretos de la semejanza o de la afinidad a lo que marca”, empieza “a significar dentro del interior del conocimiento” y “de él tomará su certidumbre o probabilidad”.

Los letrados, presentes en el ámbito colonial desde el inicio de la Conquista, constituían el sector social formado por quienes se habían especializado en el empleo y la interpretación de ese nuevo universo formado por el signo, y habría sido por ello que, convertidos en los artífices de los esquemas mediante los cuales el poder se legitimaba y la sociedad se representaba a sí misma, una de las marcas estructurales profundas en la historia latinoamericana debió haber sido, según Rama, aquella de la relación íntima, simbiótica, entre el poder político y los intelectuales, es decir, los especialistas de la palabra. La indagación de Rama buscaba develar los modos –visibles e invisibles– mediante los cuales la palabra, la escritura, la representación simbólica de una sociedad, conformaba, moldeaba y reconfiguraba el orden en las naciones latinoamericanas: “La palabra clave de todo este sistema es la palabra orden, ambigua en español como un Dios Jano (el/la) […]”.
Ambicioso en cuanto a su voluntad de generalización, el hecho de haber quedado este libro sin terminar en 1984 implica que los señalamientos de sesgos, de matices, que el énfasis sobre las diferencias particulares que le imprimen una identidad diferenciada a cada región y a cada época histórica, necesariamente han debido permanecer en estado de croquis. Si la idea central que lo animaba era la de explorar la relación entre las élites letradas y la estructuración del poder –social, político, económico, pero sobre todo simbólico– en América Latina, la versión final que ha quedado enfatiza más los elementos de continuidad histórica que los de ruptura, por más que el esfuerzo por tipificar períodos y figuras específicas de intelectuales permanezca como una de las marcas más notables de este tan sugerente escrito. El aspecto más contundente del argumento –y también, qué duda cabe, el más problemático– es el señalamiento hecho por Rama de los efectos de longue durée que habría generado la arquetípica relación entre el letrado y los representantes de la Corona (española o portuguesa) en las Américas. Ciertos cambios importantes son señalados, sin embargo, a lo largo del texto: ellos, para decirlo en términos muy abreviados, habrían servido para impulsar el tránsito del letrado al servicio del poder político –estuviera éste representado por virreyes o caudillos– al letrado portador de un pensamiento crítico –aquéllos de un siglo XX marcado por esfuerzos de reforma y de revolución–. En evidente diálogo tanto con los aportes de Richard Morse cuanto con Latinoamérica, las ciudades y las ideas de José Luis Romero, Rama retomaría en la sección más importante de su libro (los capítulos cuarto y quinto) ciertos núcleos temáticos que habían contribuido a delinear su interpretación del modernismo literario –quizás la zona más rica y decisiva de su vasta y ecléctica producción como crítico literario, razón por la cual es aconsejable completar la lectura de este capítulo con la de su prólogo a la edición Biblioteca Ayacucho de Rubén Darío–: la relación entre la modernización impulsada por las reformas liberales que marcaron la segunda mitad del siglo XIX, la urbanización veloz a que ellas dieron lugar, y la emergencia de los sectores medios en aquellas sociedades antes escindidas en apenas dos mitades –las élites letradas y las masas analfabetas–, por un lado; y, por otro lado, el modo en que ese panorama de crecientes transformaciones socioculturales había subtendido la simultánea emergencia, en las principales naciones de la región, de una literatura propiamente tal y de un pensamiento crítico. Es aquí donde se percibe el mayor esfuerzo por dotar de espesor histórico a su descripción de “la ciudad letrada” y, sobre todo, a la figura arquetípica del letrado.
Trunco el último capítulo del libro, se intuye de todos modos que el análisis crítico de la relación entre los intelectuales y los caudillos revolucionarios –esbozado a partir de la célebre novela de Mariano Azuela– estaba habitada por la sombra de la Revolución Cubana y la compleja y también crítica relación que Rama había llegado a tener con ella. Lamentablemente, la ausencia de los restantes capítulos no nos permite aseverar cuál habría sido en efecto el curso de su argumento acerca de la posterior evolución de la ciudad letrada, ni cuál era su análisis de la situación contemporánea de la misma. Otros escritos ofrecen, sin embargo, alguna intuición acerca de la dirección que tomaba su reflexión: en un texto escrito una década antes, “Rodolfo Walsh: la narrativa en el conflicto de las culturas”, por ejemplo, Rama había indicado de un modo finamente matizado cuáles eran los riesgos en que incurría un escritor de la “cultura dominante” que ponía su pluma al servicio de la “cultura dominada”, empleando por momentos un lenguaje que sugería que se asistía en la Argentina a una nueva modalidad de la trahison des clercs. En ese texto, donde son los riesgos políticos del momento los que aparecen subrayados, así como en otros, donde aparece en cambio una clara conciencia de la erosión a que estaba siendo sometida la “ciudad letrada” por la expansión irrefrenable de los nuevos medios de comunicación, puede apreciarse que uno de los posibles capítulos finales de este ensayo de tan incompleta arquitectura haya estado referido a la crisis de la ciudad letrada en la época contemporánea. Es difícil imaginar que una reflexión de esa naturaleza haya estado ausente en un libro escrito por quien, algunos años antes, había firmado la siguiente observación, en referencia a los escritores del llamado “Boom literario”:

El estruendo público conquistado por los narradores […] los ha neutralizado y desfigurado, y aquí debe verse la acción disolvente del “medio” informativo que cumple con sus propios proyectos y no se coloca al servicio del mensaje específico del escritor: toma de él los elementos que sirven a su tarea, elementos fragmentarios con los cuales construye un discurso diferente, adecuado a sus propios fines, y por lo tanto tritura lo original del mensaje del escritor. […] El escepticismo y el solipsismo borgiano se adecuan como un guante a estas tendencias disolventes. No intentan luchar contra ellas y simplemente nadan en sus aguas. Los escritores que ven sus peligros pero que, forzadamente, deben manejarse con estos poderosos intermediarios, sufren de desgarramientos y tratan de desarrollar vías paralelas por las cuales salvar valores permanentes. En todo caso, nunca me han parecido más solos los narradores latinoamericanos que en esta hora de vastas audiencias. Pertenecen a todos, pero no pertenecen a nadie.

Nuestra situación contemporánea, en este sombrío y desencantado 2006, este Trauerspiel marcado por regresiones, estancamientos y el colapso progresivo de horizontes de futuro, ofrece un panorama aun más desolador que aquel que llegó a conocer el eximio crítico uruguayo: la ciudad letrada ya no existe, ni en América latina ni en cualquier otra parte del mundo. Sus antiguas funciones, sus tareas de legitimación y representación, han sido asumidas por la ciudad mediática, la ciudad imagética. La imagen –en este momento culminante de un arco temporal que comienza con la invención del primer medio de reproducción mecánico, el daguerrotipo– ha anulado la palabra. Los letrados –que somos los únicos que podemos entablar un diálogo con un texto como el de Rama– aún existimos, pero hemos sido condenados a habitar en las sombras de la nueva sociedad que esta última y más radical fase de la modernidad ha cincelado. El vínculo necesario entre los expertos del signo y los expertos del dominio ha sido roto de distintas maneras: no sólo vivimos en una sociedad dominada por la proliferación exuberante de los medios de comunicación masivos, sino que también habitamos una cultura marcada por aquello que Andreas Huyssen ha llamado, en un texto bello y perspicaz, la hipertrofia del discurso de la memoria, y en naciones cuyo vínculo con el pasado, el presente y el futuro se ha vuelto progresivamente desterritorializado como resultado de los procesos de globalización cultural de tan incierta consecuencia futura. Es por ello que un ensayo como el de Rama, cuya crítica al rol ejercido por los intelectuales en la historia de América Latina no puede inscribirse bajo ningún punto de vista en la estela de los discursos “anti-intelectuales” de tan abundante proliferación en países como los de ambas riberas del Plata, puede parecer ahora quizás demasiado unilateral en su señalamiento de las funciones del intelectual en el ejercicio de la dominación, dejando de lado quizás también de un modo excesivo aquellas otras funciones que también le incumbieron a lo largo de la historia, como las de guardián y adaptador de los valores del pasado, cuyo transporte hacia el presente y el futuro le correspondía. Esta impresión, probablemente inevitable para las lecturas actuales, no debería sin embargo obturar el hecho de que la noción misma de “ciudad letrada”, tal cual ella fue desarrollada por Rama en su libro homónimo, constituye una importante pista teórica para el análisis histórico del pasado cultural latinoamericano. Más aun, ya ha demostrado su profunda utilidad heurística en múltiples ocasiones, como en La fortaleza docta, notable reinterpretación de la cultura colonial mexicana, de Magdalena Chocano Mena. Finalmente, para concluir una apreciación sombría con una nota más optimista, la riesgosa navegación de Ángel Rama a través de las sucesivas encarnaciones de la ciudad letrada constituye un lúcido ejemplo para quienes deseamos desentrañar las nuevas y siempre más complejas urdimbres que definen la actividad letrada en nuestra propia época. Si toda interpretación es, en algún sentido, una navegación riesgosa y que además, para ser sostenible, debería poner en juego la vida de quien la desarrolla, podemos concluir con la cita virgiliana que tanta resonancia no sólo en su obra, sino también en su vida, tuvo: si deseamos alcanzar la “incierta ribera” del sevillano poeta de las Soledades, vivere non necesse,navigarenecesse.

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