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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.2 Bernal dic. 2006

 

DOSSIER: La ciudad letrada: hacia una historia de las élites intelectuales en América Latina

Intelectuales en América Latina

 

Mariano Ben Plotkin*

IDES / CONICET / Universidad Nacional de Tres de Febrero

 

La noción de intelectual, polisémica y de fronteras siempre difusas, ha probado ser una categoría particularmente compleja para el análisis histórico. Un dato que agrega una dificultad adicional a esta complejidad es el hecho de que el intelectual es a la vez objeto y sujeto del análisis. Norberto Bobbio señala algo que parece una obviedad pero que está lejos de serlo: son los intelectuales los que hablan de intelectuales y, por lo tanto, el propio concepto de intelectual sería a la vez, en términos que son caros a los antropólogos, una “categoría nativa” y una “categoría analítica”. Cabría entonces preguntarse si la obsesión que algunos intelectuales han mostrado recientemente por otros intelectuales del pasado o del presente no tiene algo de ejercicio narcisista y de autolegitimación.
En América Latina los intelectuales o, más en general, las élites culturales han ocupado un lugar central en el proceso de conformación de las naciones. Pero mientras hace sólo algunas décadas, muy pocos intelectuales latinoamericanos pertenecientes a esa franja que podría caracterizarse como “de izquierda,” o más en general como progresista, se hubieran sentido orgullosos de ser identificados como tales (otros sujetos sociales en los que la Historia había depositado el destino de la Revolución, sin duda tenían una reputación mayor), más recientemente el intelectual latinoamericano ha adquirido un prestigio –al menos entre ellos mismos– inesperado años atrás. ¿Cómo pensar los vínculos entre intelectuales y ciudades en América Latina? Estas últimas son a la vez construcción y condición de posibilidad para la labor de los primeros. Hace poco más de un cuarto de siglo se publicaba La ciudad letrada de Ángel Rama, un texto donde esta problemática era planteada en toda su riqueza. La ciudad letrada, junto con el libro de José Luis Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, editado sólo unos pocos años antes, han inspirado a una generación de historiadores y críticos latinoamericanos que han tomado la ciudad, a los intelectuales y las ideas como centros de su atención. Se trata, sin embargo, de textos muy diferentes y las diferencias no se limitan a las dimensiones de ambas obras: menos de doscientas páginas el libro de Rama, casi cuatrocientas en letra apretada el de Romero. Los títulos mismos de los dos libros y una rápida mirada a sus índices de contenido nos dan una idea de la distancia que separa a ambos proyectos. Mientras Romero se propone analizar “las ciudades” y “las ideas” en plural, Rama prefiere centrar su atención en “la ciudad letrada” en singular. La mirada de Romero se posa sobre un doble objeto que es a la vez múltiple –se trata de las ciudades “y” las ideas y ambas multiplicadas en el desarrollo histórico de América Latina–; Rama, por su parte, construye un objeto único: la ciudad letrada, idéntica a sí misma e inserta en una temporalidad de longue durée que se mueve de manera asincrónica respecto de la temporalidad plenamente histórica de la “ciudad real”. Por otro lado, la preocupación de Rama está menos centrada en las ideas en sí que en el lugar ocupado por quienes las generan y difunden, es decir, por los intelectuales, y en el locus simbólico en el que desenvuelven sus vínculos con el poder: precisamente lo que Rama llama la “ciudad letrada.”

El texto de Rama comienza con un párrafo que condensa bien los problemas que serán desarrollados a lo largo del libro, entendiéndose aquí la palabra “problema” en su doble acepción: como núcleo central de la cuestión a tratar y como aspecto problemático o no resuelto del todo. Entre la remodelación de Tenochtitlán y la construcción de Brasilia, Rama encuentra una continuidad: la ciudad ha sido en América Latina un “parto de la inteligencia”, “el sueño de un orden” que encarnó, en este continente, mejor que en ninguna otra parte del mundo. Esta hipótesis inicial que será desarrollada a lo largo del texto, y que en realidad es más un a priori ordenador que una verdadera hipótesis verificable por medio de la evidencia empírica, ofrece una rica cantera de preguntas y programas de investigación; sin embargo, y al mismo tiempo, pone en evidencia los elementos más discutibles del proyecto de Rama: ¿cómo insertar en la historia esa entidad casi ahistórica o, mejor dicho, transhistórica que se mantiene idéntica a sí misma desde México hasta el Brasil y desde el siglo XVI hasta el XX? Si la ciudad encarna un sueño, ¿se trata del sueño de quién? La historia que nos cuenta Rama es, en buena medida, una historia sin agencia y casi sin temporalidad (o con una temporalidad problemática), es decir, casi sin historia: “La ciudad letrada quiere ser fija e intemporal como los signos, en oposición constante a la ciudad real que sólo existe en la historia y se pliega a las transformaciones de la sociedad”.1 Los sujetos de esta historia no terminan de delinearse con precisión, y la ciudad letrada parecería cobrar autonomía respecto de los letrados que la ocupan o que quieren ocuparla. Estos últimos también conforman un sujeto ubicado casi por fuera de la historia; como señala Julio Ramos, “para Rama, aun el escritor de fin de siglo [XIX] continuaba siendo un letrado, y en este sentido (gramsciano), un intelectual orgánico del poder”.2 El intelectual de Rama legitima y está cerca del poder, poder real durante la colonia, poder caudillista luego de la independencia y finalmente poder político en sentido moderno (es decir vinculado con los partidos políticos). Cambian los personajes pero no la naturaleza de los espacios que ocupan, y es por eso que los capítulos de libro están ordenados (salvo los primeros) de una manera que sólo de forma muy difusa se corresponde con una cronología. Sin embargo, a medida que nosotros (y Rama) nos acercamos al presente, la historia (y las categorías necesarias para explicarla) se complejiza. Aparecen sujetos nuevos y los límites entre la “ciudad real” y la de los signos se vuelve más difusa. Es por eso que Rama cambia el registro de su análisis, y es por eso que se anuncia en el texto un cambio en el ángulo de aproximación: el autor nos informa que pasará de la “historia social” a la “historia familiar” (p. 114). Pero el cambio de registro no se agota ahí. A medida que el presente se va haciendo presente, la velocidad de los hechos parece ir acelerándose al tiempo que el contexto va tomando preeminencia sobre “los signos” que definían a la ciudad letrada. Y así las continuidades –que el autor postula más que demuestra– se tornan más difíciles de sostener en los capítulos finales, donde encontramos a los letrados enfrentando la competencia desestructurante de jerarquías de los “literatos” más especializados, y con la aun más desestructurante de los nuevos sectores emergentes que comenzaban a encontrar en la universidad (cabe aclarar, apenas tratada por Rama) una vía de ascenso social. En esta nueva situación el intelectual ya no es solamente el intelectual orgánico; aparece el intelectual crítico, es decir, aquellos que desde (¿afuera?) de la ciudad letrada critican el poder en vez de servirlo.
Llegado a este punto, es hora de preguntarse por la productividad de un análisis de los intelectuales que, como el que lleva a cabo Rama, centra su atención en las continuidades más que en los cambios. ¿Cómo caracterizar a este sujeto resistente a las definiciones? Si el intelectual es aquel que ocupa un lugar particular en la sociedad –una zona de producción y sobre todo de difusión de ideas y símbolos–, notamos que se trata de un sujeto esencialmente histórico, y no sólo porque la identidad de aquellos que ocupan este espacio va cambiando, sino porque la manera en que se conceptualiza este espacio mismo también es producto de la evolución histórica. Y no me estoy refiriendo solamente a los siempre complicados vínculos entre intelectuales y poder –que desde luego se han desarrollado de manera muy diferente, por ejemplo, en países tan cercanos como el Brasil y la Argentina, y aun en la Argentina misma de manera bien diversa antes y después de 1945–, sino a aquellos elementos más específicos que constituyen el campo intelectual: los mecanismos de legitimación y consagración, las formas de definición de “insiders y outsiders” (en términos de Norbert Elias), las maneras y los vehículos concretos de intervención, y la posición frente a otros poderes no necesariamente políticos, tales como el mercado.
Es claro que el hecho de que todos los que participamos en el seminario que dio origen a estas notas ganemos nuestro sustento (al menos parcialmente) trabajando en esas instituciones que en América Latina han estado profundamente imbricadas en el tejido urbano, las universidades, o como investigadores del CONICET (o ambas cosas a la vez), no parece ser un dato menor entre los elementos que han definido el lugar del intelectual en las últimas décadas. Incluso aquellos géneros de intervención de intelectuales que parecerían ser más inmunes a los cambios ocurridos dentro del campo, tales como el llamado “ensayo de interpretación”, muestran claramente que esta inmunidad no es tal. Si ya en los años 1960, Arturo Jauretche se posicionaba frente a las nuevas ciencias sociales desde una actitud de desdén, al mismo tiempo se sentía forzado a mostrar a cada paso que el conocimiento que tenía acerca del objeto de su desprecio distaba mucho de ser sumario. Más recientemente, basta ojear cualquier “ensayo de interpretación” publicado en los últimos años en América Latina para encontrar una profusión de citas de autores nacionales y extranjeros ya consagrados cuyos aportes teóricos contribuyen a legitimar la argumentación del ensayo en cuestión, citas que sólo en contadas ocasiones se encontraban presentes en ensayos de generaciones anteriores (y el elaborado aparato crítico con el que Gilberto Freyre se vio tempranamente forzado a engrosar las sucesivas ediciones de su Casa grande e senzala sólo parecería corroborar lo que estoy diciendo). Parece evidente que resulta difícil entender el lugar cambiante del intelectual en las sociedades sin hacer referencia, por un lado, a la evolución del marco institucional en el que le toca actuar, y por otro, a la dimensión material (por llamarla de alguna manera) de sus intervenciones: libros, revistas, medios masivos.
Asimismo, la diferenciación y la relativa autonomización (y enfatizo lo de relativa particularmente para el caso latinoamericano) que se produjo dentro del campo intelectual a partir de las últimas décadas del siglo XIX ha dado lugar al surgimiento de un nuevo tipo de intelectual vinculado con el poder, que, de alguna manera, ha venido a reemplazar en esa posición a los letrados a los que, por otro lado, se les parece bastante poco. Si una de las características que identifican al intelectual es su capacidad de intervenir en cuestiones generales de la sociedad, legitimando esa intervención en la posesión de ciertos saberes o en la ocupación de una posición determinada en el mundo de los saberes,3 cualquier argentino (o brasileño, o mexicano) ha sido testigo de las consecuencias que sobre la vida cotidiana han tenido las intervenciones de un nuevo tipo de intelectuales (usualmente no reconocidos como tales aunque también intervienen en la cosa pública legitimados por sus saberes o sus posiciones dentro del mundo de los saberes) que forman parte de esa también difusa constelación conocida como “expertos”. Diferenciación y especificidad creciente en los discursos, universidades renovadas, saberes técnicos, medios masivos de difusión, todos ellos han generado a lo largo del último siglo (o incluso un poco más) nuevas formas de legitimación y han redefinido el lugar de los intelectuales y de las ideas, transformando la “ciudad letrada” hasta tornarla casi irreconocible.

Notas

* Agradezco los comentarios de Sylvia Saítta a estas notas.

1 Ángel Rama, La ciudad letrada, Montevideo, FIAR, 1984, p. 63        [ Links ]

2 Julio Ramos, Divergent modernities.Culture and politics in nineteenth-century Latin America, Durham, Duke University Press, 2001, p. 59.         [ Links ]

3 Véase, por ejemplo, Pascal Ory y Jean-François Sirinelli, Les intellectuels en France, de l’affaire Dreyfus à nos jours, París, Armand Colin, 1992, pp. 8-10.

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