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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.11 no.1 Bernal jun. 2007

 

RESEÑAS

Francois Dosse, La marche des idées. Histoire des intellectuels-histoire intellectuelle, París, La Découverte, 2003, 354 páginas

 

Jorge Myers

UNQ / CONICET


Desde la publicación en 1987 de su breve historia de la escuela de los Annales, L'histoire en miettes: des "Annales" à la "nouvelle histoire", la obra de Francois Dosse dedicada a la historia de las corrientes intelectuales de mayor espesor durante la posguerra francesa no ha cesado de crecer. Siguió a ese primer libro su indudablemente erudita, aunque problemática, historia del estructuralismo francés, y luego una serie de obras dedicadas a explorar distintas facetas de la historia de la historiografía contemporánea y de la reflexión filosófica en torno a la historia en Francia: una biografía de Paul Ricoeur, el filósofo católico cuya obra se forjó en el espacio de cruce entre la hermenéutica husserliana, la recepción de la filosofía del Ser de Heidegger, y el auge y declive del estructuralismo saussurolevistraussiano –Paul Ricoeur, le sens d'une vie, cuyas dos ediciones aparecieron en vida del autor de La mémoire, l'histoire, l'oubli–; otra del intelectual e historiador jesuita, Michel de Certeau –Michel de Certeau, le marcheur blessé– y finalmente, en colaboración con Christian Delacroix y Patrick García, un manual acerca de la historia general de la historiografía moderna en Francia –Les courants historiques en France, 19e-20e siècle–. A esta nutrida producción intelectual, se suma además un ensayo, deliberada e indeliberadamente polémico, sobre las ciencias sociales y su estado actual, L'empire du sens: l'humanisation des sciences humaines. La fuerza acumulativa de estos libros consiste en poner de manifiesto –y aun en subrayar– que cualquiera que desee adentrarse en el complejo universo de los debates y propuestas historiográficas e intelectuales que ha marcado a la cultura francesa durante el último medio siglo deberá, en algún momento, sentirse interpelado por la prolífica obra de Dosse.

Ésta es también la situación de aquellos que practican su métier en el interior de la disciplina, subdisciplina o espacio de interrogación o de cruce de perspectivas (como algunos en clave más posmoderna prefieren describirla) de la historia intelectual, ya que en el 2003 Dosse publicó una importante cartografía de este sector del universo historiográfico: La marche des idées. Histoire des intellectuels-histoire intellectuelle. Este libro, destinado en primer término y sobre todo a un público francés, está organizado en función de la siguiente definición de la historia intelectual:

Este campo de exploración se sitúa entre la historia de la ciencia, la historia del arte, la historia de la filosofía, y la disciplina histórica en general. Nosotros nos proponemos definirla como "historia intelectual".

Aboga además –como se desprende de su subtítulo– por una definición de este campo que lo conciba como una síntesis entre la historia de los intelectuales y la historia intelectual, en cuyo interior la primera funcionaría como una "historia externa" y la segunda como una "historia interna" de un mismo objeto. El texto está construido en torno a cuatro ejes argumentativos y un subtexto que se vuelve explícito en la conclusión del mismo. El argumento central, que recorre y organiza sus sucesivos capítulos, consiste en el señalamiento del tardío desarrollo de la historia intelectual en Francia, resultado según Dosse de la extrema marginalidad del campo de la historia de las ideas en el seno de una historiografía dominada sucesivamente por el paradigma sociologizante de la escuela de los "Annales", primero, y del estructuralismo y sus derivados, después. El débil filón de trabajos como aquellos sobre la historia de las ideas políticas impulsados por autores como Louis Bodin y Jean Touchard, o como aquellos sobre la historia de la ciencia desarrollados en los trabajos de investigación de Alexandre Koyré, de Gaston Bachelard, o de Georges Canguilhem, habría ocupado en Francia un lugar siempre relativamente marginal, al menos hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX.

Ante esa constatación, Dosse enfatiza la diferencia entre la evolución del campo historiográfico francés y aquellos de los Estados Unidos e Inglaterra (y, en menor medida, de Alemania), donde una tradición relativamente fuerte de investigación acerca de la historia de las ideas se habría consolidado más tempranamente. Rompiendo con la muy arraigada tradición del autocentramiento del mundo intelectual francés, uno de los principales propósitos de este libro ha sido enfatizar cuánto pueden aportar al desarrollo de la historiografía gala el diálogo con tradiciones extranjeras como aquellas de la "history of ideas" o la "linguistic turn" estadounidenses, como aquella de la "Cambridge School" de historia contextualizada de las ideas políticas, o como aquella, finalmente, de la Begriffsgeschichte germana, originada en la obra de Reinhardt Koselleck y Werner Conze. Más aún, no sólo propone Dosse una incorporación futura de los aportes de aquellas tradiciones historiográficas alternativas, sino que se esfuerza por señalar los momentos previos de cruce, de solapamiento, entre el debate francés y aquellos de los tres países mencionados: las obras de Chartier y Darnton son colocadas sistemáticamente en una situación de diálogo y confrontación mutua, la de Rosanvallon aparece filiada directamente a la de Quentin Skinner y sus colegas, la de Paul Ricoeur con el debate suscitado en los Estados Unidos por Metahistory de Hayden White. En otras palabras, la visión panorámica de la historia intelectual elaborada por Dosse está pautada sobre la premisa del necesario descentramiento de la producción intelectual francesa.

Un segundo eje argumentativo, que opera como el punto de partida de todo el posterior desarrollo de la discusión articulada en este libro, es que en Francia, como consecuencia del profundo impacto de "l'Affaire Dreyfus" sobre la noción misma de aquello que constituye un intelectual, la historia de los intelectuales habría tendido a ser más una historia de las posiciones políticas de los intelectuales –engagés por definición– que del contenido de su propia producción. Esa modalidad de abordaje –acechada siempre por la tentación del mero ajuste de cuentas ideológico– se habría vuelto progresivamente menos satisfactoria, como consecuencia no sólo de cambios en el campo historiográfico –más abierto a partir de la década de 1980 a la interrogación de hechos históricos (es decir, a una histoire événementielle) y de los sujetos que los protagonizaron, y más alérgico que en décadas pasadas a una sobre-ideologización o sobrepolitización del debate historiográfico–, sino también en el propio estatuto del intelectual. En lugar del intelectual comprometido, cuyo lugar en el universo discursivo francés habría derivado directamente de sus específicas tomas de posición –ante el antisemitismo de la Tercera República, ante la promesa comunista o la amenaza fascista, ante la Guerra de Argelia y la descolonización del mundo extra-europeo–, habría emergido a partir de la década de 1980 –como producto de una compleja serie de transformaciones sociales, culturales y políticoideológicas– un intelectual "mediador":

El intelectual se sitúa ahora en un lugar intermedio: entre los laboratorios de la innovación, fuentes de una cultura de expertos, y la divulgación pública. Su nuevo rol consiste en reforzar el rol de las mediaciones con el fin de suscitar debates en la plaza pública y de esclarecer las decisiones estratégicas de la sociedad.

Siguiendo en este punto a Olivier Mongin (e inspirándose de un modo más general en el proyecto de la revista de Pierre Nora, Le Débat), Dosse proclama la muerte del "intelectual hipercrítico", reemplazado ahora por un aristotélico intelectual de la democracia: aquel que efectúa la doxazein, colocado en un punto intermedio entre la doxa y la epistemé. Es a la luz de esta transformación general que la historia política e ideológica de la actividad de los intelectuales en el pasado puede ser ahora, según Dosse, reconocida como insuficiente.

Si bien aquello que por momentos denomina la "historia externa" de los intelectuales y de su pensamiento no debe ser, según él, enteramente desechada, aboga enfáticamente a favor de una historia intelectual cuyo eje esté colocado sobre el contenido de las obras, sobre el trabajo de la obra –para utilizar el término que proveyó el título a la obra más célebre de Claude Lefort–, y en función del SENTIDO –cultural, social, humano– más profundo de la misma.

El tercer eje argumentativo consiste en la defensa encendida que Dosse hace de una "historia historiadora": "d'une histoire historienne". La crítica (por cierto más sutil) elaborada en su primer libro en contra de la influencia durkheimiana durante la primera época de la escuela de los Annales, que habría contribuido a abrirle paso en los años de 1960 y 1970 a la disolución en el universo sin diacronía del estructuralismo de una historia hasta entonces consciente de la historicidad de su objeto, aparece profundizada y aun radicalizada aquí. Una y otra vez aparecen elogiados trabajos de historia intelectual escritos por historiadores e historiadoras compenetrados con los valores de su disciplina –la atención al detalle singular, la preocupación por el rigor empírico, la desconfianza ante los sistemas de explicación a priori y ante toda visión demasiado generalizadora, el reconocimiento de la naturaleza temporal de toda experiencia humana–, en contraposición a aquellos acusados de vehiculizar una visión "sociológica" de este mismo objeto de estudio. El principal blanco de la crítica de Dosse es, en este caso, la sociología histórica de los intelectuales impulsada por Pierre Bourdieu y sus discípulos. Esta corriente –que en efecto también ha abogado por una historia de los intelectuales emancipada de la catalogación de las tomas de posición políticas e ideológicas de los escritores estudiados– se convierte en objeto de una dura –y a veces injusta– requisitoria en el tercer capítulo de La marche des idées. Las principales nociones que integraron la apuesta teórica de Bourdieu –el "campo intelectual" y sus lógicas, el "habitus", las nociones de estrategia, posición y capital cultural– son todas condenadas por su carácter "reduccionista". La visión de la actividad de los intelectuales desarrollada por Bourdieu sería "utilitarista" y "materialista" al relativizar la cuestión de los valores en disputa, se traduciría con demasiada facilidad en un "ajuste de cuentas" bajo el disfraz de un análisis objetivo, y padecería de una aporía constitutiva al haber eludido la obligación de aplicar la misma objetivación sociológica dirigida contra otros, a sí misma. Si bien la descripción que hace Dosse de esa teoría está lastrada por varios errores y simplificaciones –además de los mencionados arriba, sobreenfatiza el sesgo "estructuralista" de la sociología de Bourdieu al no tomar en cuenta la obra de los últimos quince años de su vida, declara (en el primer capítulo) que los intereses que ponen en marcha las estrategias de los intelectuales son conscientes, lo cual es lisa y llanamente un error de lectura, y sugiere, pasando por alto los argumentos del sociólogo en contra del "sustancialismo" de clase, que la causa determinante de la acción de los intelectuales residiría, según esa teoría, en última instancia en conflictos de clase–, algunas de las observaciones que formula son, aunque no demasiado originales, sin duda pertinentes. La más importante de ellas consiste en su señalamiento –apoyándose en observaciones de Bernard Lahire y otros– de la tendencia (que acecha a todos los análisis centrados en la noción de campo intelectual) a pasar por alto, o al menos a marginalizar, la propia obra de los intelectuales estudiados, es decir, el contenido de sus ideas. En función de este examen crítico, pasa revista a la obra de algunos de los discípulos del fundador de los Actes de la recherche, escogiendo como ejemplo de una obra enteramente fallida la tesis de Anna Boschetti, Sartre et les "Temps Modernes". Gisèle Sapiro y Christophe Charle, en cambio, son objeto de una discusión más matizada y hasta cierto punto positiva: la tesis de la primera, La guerre des écrivains 1940-1953, es elogiada por su minucioso y erudito trabajo de investigación, así como por s u capacidad de conciliar el análisis del campo intelectual con una atención permanente al contenido interno de las obras de los 185 escritores que formaron su muestrario. Charle, cuya obra es ya, al igual que la de Dosse, una presencia imponente en el paisaje historiográfico francés, recibe el beneficio de una discusión extensa y hasta cierto punto favorable: la reconstrucción del debate en torno al comparativismo histórico que su obra suscitó constituye uno de los momentos más originales y sugerentes de esta obra.

El cuarto eje argumentativo representa, de algún modo, la antítesis de la diatriba anterior. Frente a un modo de concebir la historia intelectual que considera que la mirada teórica puede organizar sus materiales desde fuera, que existen instrumentos racionales de análisis que permiten tratar a los hechos del pasado humano como algo externo al investigador, Dosse –a lo largo del libro pero sobre todo en su último capítulo– aboga por una historia cuyo método privilegiado sería hermenéutico. Michel de Certeau y Paul Ricoeur –sobre todo este último– son los genios titulares que presiden la marcha de las ideas historiográficas de Dosse. Ello explica sus sucesivos posicionamientos ante las distintas tradiciones y corrientes de historia intelectual y de los intelectuales que analiza: si la sociología bourdieusienne de los intelectuales merece de su parte un rechazo casi global, la escuela contextualista de Cambridge es abordada con simpatía pero con ciertas reservas significativas. La única corriente que parece suscitar la plena aprobación de Dosse es aquella de la historia de los conceptos, con su fuerte marca filosófica y el sello de aprobación que habrían constituido los comentarios elogiosos de Ricoeur acerca de la misma. Dosse describe así el modo que considera el más fructífero de encarar la historia intelectual:

No son los mecanismos de causalidad los que pueden emerger de un abordaje a la vez internalista y externalista, sino más modestamente la puesta en evidencia de correlaciones, de simples vínculos posibles –presentados bajo título de hipótesis– entre el contenido expresado, el decir, por una parte, y la existencia de redes, la pertenencia generacional, la adhesión a una escuela, el período y sus apuestas, por otra parte. El historiador posee una carta ganadora frente a esas dificultades para la elaboración de una historia intelectual, gracias a su capacidad de elaborar una trama, gracias a su capacidad de construir un relato complejo que permita aquella puesta en correlación, y todo esto sin sacrificar la indeterminación y el carácter específico de las hipótesis propuestas que derivan del dominio de las meras probabilidades.

En otras palabras, Dosse insiste en que el historiador intelectual debe renunciar a una posición de "surplomb", a una colocación externa a su objeto de estudio, aceptando en cambio que la interpretación histórica es siempre interna a la propia trama existencial del devenir humano. Con cierta contundencia propone que la "indeterminación epistemológica" debe convertirse en el principio heurístico de la historia intelectual.

Este último postulado, por cierto sumamente problemático, sobre todo si fuera llevado hasta sus últimas consecuencias, está íntimamente ligado al subtexto de este libro, que sólo se torna explícito en sus últimas páginas: la defensa de la obra previa del autor, y sobre todo de su muy vapuleada Historia del estructuralismo. Diez años después de su publicación, sigue sintiendo que la crítica recibida fue excesiva y basada en una profunda incomprensión de su apuesta metodológica. Las principales objeciones habían sido las siguientes: 1) que en una obra basada mayoritariamente sobre testimonios orales de los propios protagonistas, habría sido deseable una investigación de archivo más intensa para verificar, corregir o matizar aquellos enunciados; 2) la decisión de no jerarquizar las corrientes y propuestas teóricas que estudiaba daba lugar a una descripción algo nebulosa del estructuralismo, y tendía incluso a desdibujar la definición teórica de esa corriente; 3) no aparecía en esa obra ningún principio organizativo general, por lo cual no se podían percibir con claridad las RAZONES o las CAUSAS detrás de las sucesivas mutaciones y apuestas de ese movimiento; y 4) la estrategia narrativa empleada, que combina referencias tomadas de la prensa popular de la época, testimonios orales, y citas a libros y revistas académicos, construía una suerte de montaje caótico, que le dificultaba al lector seguir el hilo de la historia narrada. A todas estas críticas Dosse responde –implícita cuando no explícitamente– que las máculas señaladas fueron el fruto de su intención. Declara que:

Habida cuenta de estas imbricaciones entre la teoría, la escritura, el afecto en toda historia intelectual, el objeto que fue para mí el estructuralismo no ha sido ni presupuesto en tanto que método o ideología ni ha sido correlacionado mecánicamente con las macrodeterminaciones clásicas, del tipo de la coyuntura política, las fuerzas sociales, etc. Programa, concepto, ideología, método, paradigma, proyecto, polo de reagrupamiento, generación, "efecto de moda", el estructuralismo ha sido todo eso a la vez [...].

Esta declaración ilustra cuál es el principal peligro que representa el método de la "indeterminación epistemológica" para la práctica de la historia intelectual: que al renunciar a toda grilla externa, a todo marco conceptual o teórico previo, los materiales explorados permanezcan, a la usanza de los surrealistas, en un estado de "objets trouvés", de objetos inertes cuyo significado HISTÓRICO siga sin precisar. La suspicacia preconizada por Dosse ante los esquemas teóricos demasiado rígidos y desarrollados como interpretaciones a priori a la propia tarea de la investigación histórica es sin duda justificada, como lo han demostrado tantos caminos sin salida por los que se ha desplazado la historiografía francesa en el curso del siglo XX. La posición inversa –que es la que parece desprenderse de la explicación que Dosse da de su noción de "la indeterminación epistemológica"– es, sin embargo, igualmente recusable, ya que llevada hasta sus más radicales consecuencias –a tono con "il pensiero debole" preconizado por el posmodernismo y que ha inficionado a una tras otra de las clásicas ciencias humanas–, dejaría al historiador desprovisto de las mínimas herramientas conceptuales y metodológicas con las cuales interrogar el sentido del pasado. La historia convertida en mera descripción no sería más que un entretenimiento para los ratos ociosos de aquellos lectores que gozan de ese tan preciado bien; sólo la historia que persigue una EXPLICACIÓN de los hechos que interroga puede estar en condiciones de contribuir al debate que toda sociedad promueve acerca de su presente, su futuro y la relación de estos con su pasado.

A pesar de esta objeción de fondo, el libro escrito por Dosse ofrece cierta utilidad para los lectores argentinos. Por un lado, contiene una información desbordante, a tal punto que por más que uno conozca muy bien el universo intelectual francés, hallará algún dato desconocido, alguna sorpresa. Aun en referencia a las tradiciones nofrancesas abordadas, aparecen referencias interesantes acerca del desarrollo intelectual de algunos de los teóricos estudiados: por ejemplo, la importancia decisiva que –según el propio Skinner– tuvo para él la lectura de la obra de Michel Foucault en los años de 1960; la temprana admiración de Hayden White por la obra de Ernst Cassirer; o la relación triangular entre las obras de Karl Löwith, Paul Ricoeur, y Reinhardt Koselleck. En segundo lugar, como guía bibliográfica de la última producción francesa referida a la historia intelectual cumple su papel superlativamente bien. Puede ser, quizás, que su mayor aporte a un lector argentino, a parte del mapa general que arma, consista en la estrategia sistemática seguida por el libro de poner en escena los debates suscitados por cada una de las corrientes de historia intelectual analizadas. Finalmente, merece una mención especial el denso y complejo cuarto capítulo donde Dosse explora las relaciones entre la historia intelectual propiamente dicha y la nueva historia cultural que se habría convertido, según Sirinelli, en una escuela de la complejidad.

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