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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.11 no.1 Bernal jun. 2007

 

RESEÑAS

Arcadio Díaz Quiñones, Sobre los principios (Los intelectuales caribeños y la tradición), Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 2006, 526 páginas

 

Gonzalo Aguilar

CONICET


Inventario del futuro o un crítico entre imperios El desarraigo es una de las experiencias cruciales de la sociedad de las últimas décadas. Experiencia diversa, que ha recibido diferentes respuestas y suscitado las reacciones emocionales más diversas, la condición del desarraigo puede leerse en varios de los críticos canónicos de eso que se ha dado en llamar Latinoamérica: Pedro Henríquez Ureña y sus vidas en los Estados Unidos, México y la Argentina, país donde vivió muchísimos años; Ángel Rama y su estado de migración permanente, sobre todo desde que debió abandonar el Uruguay a principios de la década de 1970; los intelectuales que vivieron la diáspora del exilio durante los años setenta (y una experiencia no menor de extrañeza de los que se quedaron); los académicos que se desplazaron hacia las universidades norteamericanas en los últimos lustros. Todos estos hechos autorizan a leer la cultura letrada latinoamericana no sólo en función de la "ciudad" sino como derrotero, itinerario, drama de separación, "riesgosa navegación", como escribió el mismo Ángel Rama en 1978.

También el crítico puertorriqueño Arcadio Díaz Quiñones ha participado de la experiencia del desarraigo: después de ser profesor universitario en su Puerto Rico natal, Díaz Quiñones se trasladó a los Estados Unidos (actualmente es profesor en Princeton University) donde ha teorizado en diversos libros sobre su situación. En ellos, el crítico puertorriqueño ha construido una textualidad que, sin abdicar de la escritura académica, desarrolla una modulación ensayística atravesada por la melancolía y por "un perturbador sentimiento de pérdida", como escribió él mismo a propósito de Henríquez Ureña. Así, en La memoria rota de 1993 alcanzaba un tono moroso y un ritmo de evocación nostálgico en relación con su Puerto Rico natal que lo convertían en un escritor intensamente melancólico a la vez que intensamente reflexivo. En otro de sus libros, El arte de bregar, que comienza con un epígrafe de Derek Walcott ("Never to go home again, / for this was home!"), Díaz Quiñones se proponía una meditación crítica sobre las voces, sobre cómo tomar la palabra pero también sobre cómo saber escucharla. En ambos libros (y en los importantes prólogos que ha escrito a las ediciones de obras de Tomás Blanco y Luis Rafael Sánchez, así como en sus estudios sobre Cintio Vitier y Luis Palés Matos), Arcadio ha definido su posición a partir de la postulación de una literatura y una cultura sin Estado y construida entre imperios (el hispánico y el norteamericano). En esta reflexión, el magisterio de Edward Said y sus trabajos sobre cultura e imperialismo se percibe también en el concepto de beginnings, que desempeña un papel central en este último libro. También la presencia cada vez mayor de Hannah Arendt y su concepto de natalidad se entrevera con el diálogo con Ángel Rama, con su referencia a la poesía como índice de una experiencia y con una inclinación afectiva e intelectual por la literatura argentina (Díaz Quiñones escribió ensayos sobre Saer y Piglia, quien, además, este libro le está dedicado).

Sobre los principios (Los intelectuales caribeños y la tradición) es un libro sobre el modo en que los intelectuales de la zona del Caribe (principalmente República Dominicana, Cuba y Puerto Rico) trabajaron críticamente con las tradiciones (básicamente la "hispanista") para pensar sobre los principios, término que debe entenderse en su doble acepción: lugar de inicio y regla de acción. Insertado en los estudios de la historia intelectual, Díaz Quiñones se detiene en Pedro Henríquez Ureña, José Martí, Fernando Ortiz, Ramiro Guerra y Sánchez, Antonio Pedreira y Tomás Blanco, y analiza no sólo sus obras sino sus biografías, constituyendo el relato de sus vidas como el contrapunto necesario de la producción crítica. Mediante la reconstrucción de las trayectorias de estos escritores, de las instituciones a las que pertenecieron o de las ciudades que habitaron, Díaz Quiñones cuestiona interpretaciones cristalizadas. Con una perspicaz mirada dirigida hacia los entramados institucionales (sobre los que es muy perceptivo) y a la situación de los escritores, se propone reflexionar sobre un principio básico de la labor intelectual: la toma de la palabra. Cómo tomar la palabra, en qué momento, en qué lugar, cómo crear las condiciones para que circule. Así, cada capítulo es una combinación de indagación biográfica y lectura de textos con el fin de cuestionar lugares comunes de la crítica y proponer un entramado diferente para leer el lugar de la tradición en el Caribe.

Después de un extenso capítulo inicial sobre los orígenes del hispanismo y el papel destacado que desempeñó la antología de Menéndez Pelayo sobre los poetas hispanoamericanos, los ecos de este primer capítulo se hacen sentir, intermitentemente, a lo largo de todo el libro, porque la inclinación por la formación hispanista significó el borramiento de otras tradiciones, sobre todo de la afrocaribeña, tan decisiva en el Caribe. En los cinco capítulos restantes, Sobre los principios habla en orden cronológico de seis intelectuales caribeños. En "Pedro Henríquez Ureña (1884-1946): la tradición y el exilio" se ocupa de buscar las trazas del hogar dominicano en su ensayística, mientras en José Martí, a partir de un close reading de su crónica "Grant", se interesa en la relación entre las armas y las letras y en la identificación que Martí realiza con el letrado Rawlins, secretario de Grant, para rechazar la preeminencia del caudillismo en la política latinoamericana. "Fernando Ortiz (1881-1969) y Allan Kardec (1804-1869): espiritismo y transculturación" es una paciente lectura genealógica del término "transculturación", en la que se exhibe su parentesco con la tradición espiritista. Por su parte, en "Ramiro Guerra y Sánchez (1880-1970) y Antonio S. Pedreira (1898-1939): el enemigo íntimo" desarrolla el concepto "intimate enemy" de Ashis Nandy, ya importante en La memoria rota, para ver la construcción de la historiografía nacional en Cuba y en Puerto Rico. En el último ensayo, dedicado a la figura de Tomás Blanco, el autor se detiene en el modo en que el esteticismo funcionó cultural y políticamente en los tiempos de la anexión de Puerto Rico como Estado libre asociado. El libro finaliza con una bibliografía extensa (más de setenta páginas) que puede leerse como un inventario, término que por su etimología sugiere, como lo dice el mismo Arcadio Díaz Quiñones, "acción de hallar y encontrar lo particular y oculto" y "búsqueda amorosa". En tanto inventario, la bibliografía funda un comienzo o configura un momento de natalidad, para retomar la noción de Arendt. Se trata de una bibliografía en la que no puede dejar de leerse la presencia de la biblioteca de las universidades norteamericanas y en la que pueden percibirse las dulces horas pasadas entre anaqueles mientras se revuelven libros, se buscan referencias y se crean vínculos. Habría que preguntarse hasta qué punto el epíteto "caribeño" aplicado a intelectuales no es en cierto modo un efecto de biblioteca y el resultado del deseo de crear un dominio de pertenencia. Y tal vez sea así, porque no hay historia intelectual sin esa frontera móvil que crea el entre libros a veces en las entrañas mismas –para usar un término caro a Martí– del imperio.

En la tensión entre la biblioteca y la construcción de una historia intelectual para la cultura latinoamericana hay que pensar Sobre los principios: un libro de ensayos que frente a la erosión de la autoridad y de la tradición en el mundo moderno, según la observación de Hannah Arendt, propone ir a la historia de los letrados y a la biblioteca para repensar los principios y ese fuerte deseo de comenzar que marca toda empresa intelectual significativa. En este marco, Díaz Quiñones propone la modernidad como narración, el Caribe como región histórica y el exilio como una posición errante, entre imperios, que busca denodadamente nuevos principios para refundar la dimensión política. ¿Pero cuál sería en concreto esta dimensión política? Aunque la respuesta sea de algún modo arbitraria, considero que puede ubicarse a Arcadio Díaz Quiñones entre aquellos críticos que, en los últimos tiempos, se están preguntando sobre si es posible pensar para Latinoamérica una tradición republicana y liberal que descanse sobre principios progresistas. Este movimiento puede percibirse en varios ensayos escritos recientemente en los que el magisterio que ejerce la figura de Hannah Arendt (una ilegible para la izquierda de la década de 1960) se mezcla con el rescate de algunas figuras (Pedro Henríquez Ureña, Sérgio Buarque de Hollanda, Jorge Mañach) y, hasta si se quiere, de lecturas a contrapelo de ensayistas ubicados en otra tradición (como es el caso de Ángel Rama). Lo central de este movimiento estaría en la reflexión sobre la construcción de la polis que se manifiesta, muchas veces, en un gesto nostálgico, como el que hace Rafael Rojas con la década de 1950 en Cuba, por el pluralismo letrado de los años de la modernización. Este rescate de todos modos no es acrítico y, como no deja de leerse a lo largo de todo el libro de Díaz Quiñones, existe una "sistemática tendencia excluyente de la tradición liberal criolla". Pese a esto, esta ambivalencia influye en la elección de los autores y aun en la elección de ciertos antagonistas, como el católico y tradicionalista Marcelino Menéndez Pelayo.

En este panorama, Sobre los principios analiza el elemento perturbador que significa, en esta tradición, la vivencia del "mundo afroamericano como peligro" y su consecuente exclusión. En su posición frente al "silenciamiento" al que se somete a los afrocaribeños se produce uno de los aspectos más polémicos de Sobre los principios. Se trata, en la encrucijada actual, no de negar las exclusiones o los borramientos, sino de cómo leerlos y cómo transformarlos en operadores críticos. Porque parece obvio que la reacción denuncialista, que se erige a sí misma como un jurado posthistórico que condena de antemano, no sólo está caduca, sino que instaura un curioso modo de no leer, una incapacidad para entender las situaciones culturales, las prácticas y aun las motivaciones que pudieron tener algunos escritores para tomar determinadas posiciones. En contrapartida, tampoco se trata de la justificación historicista que explica esas omisiones o esas fobias en función del momento en que se expresaron. La solución de Arcadio Díaz Quiñones es doble. Por un lado, reflexionar sobre el eclipse de ciertas concepciones como "la fundación unitaria de una cultura hispanoamericana" que impulsaron algunos silenciamientos y que ahora ya no aportan una savia común y vigorosa. Por otro, considerar la modernidad como una categoría narrativa que al posarse en las historias de vida elude la condena y la justificación con el fin de instaurar un relieve, una reescritura de lo borrado que muestra su funcionamiento y que nos lleva a repensar los conceptos de apertura, pluralidad e integración.

Entre los seis capítulos que conforman el libro, uno de los más sugerentes es el de Pedro Henríquez Ureña, que configura un sugestivo retorno a casa. Es decir: Díaz Quiñones hace que Henríquez Ureña, quien abandonó su República Dominicana natal en diferentes oportunidades, se convierta en un intelectual caribeño, algo que el mismo escritor no necesariamente deseó. Al proponerse "leer su obra como una autobiografía dispersa" desde el punto de vista de su hogar de nacimiento, el trabajo crítico repone las figuras paternas (el padre –ex presidente de la República Dominicana– como el vínculo con lo civil y la madre como el vínculo esencial con lo nacional). De ese modo, coloca a Henríquez Ureña como "un intelectual sin Estado firme" pero cuyo "relato está concebido para culminar con la construcción del Estado moderno, el mundo de las leyes y las instituciones". Esta propuesta podría confrontarse provechosamente con el ensayo de Raúl Antelo "La desnudez de espíritu. Henríquez Ureña, de-creator" que lee en Henríquez Ureña lo opuesto: alguien que, con la crítica, genera el vacío y no la fundación, la búsqueda y no el principio. Obviamente, no hay una lectura correcta y ambas son apasionantes: lo que sucede es que mientras Díaz Quiñones caribeniza a Henríquez Ureña y le proporciona un hogar al "forastero" (como llamó Martínez Estrada al dominicano), Antelo lo coloca en la serie de los "cacharros" (la colección precolombina del museo Peabody) y del desborde y la errancia barrocas. Díaz Quiñones se fija en las fuentes (Walter Pater, Matthew Arnold), Antelo en los contactos muchas veces aleatorios (Roger Caillois, Carlos Cossio, Sérgio Buarque, Ángel Guido). Los efectos ideológicos que ambos subrayan también son cruzados: mientras Quiñones acentúa el borramiento de lo afrocaribeño, Antelo resalta la inclusión del Brasil en Las corrientes literarias en la América Hispánica. Tal vez pueda verse en la dualidad de las lecturas una ambivalencia propia del escritor dominicano y también de una tradición crítica –la latinoamericana– con una gran dificultad para trabajar con lo inmediato (que se percibe como caótico y necesitado de un orden) y un cierto sosiego a ubicarse en lo que Díaz Quiñones, refiriéndose nada menos que a Martí, llama "frontera espiritualizada" de la actividad letrada. Este movimiento explicaría que, pese a borrar lo afrocaribeño próximo, Henríquez Ureña haya sido muy perceptivo a los negros rioplatenses de Figari.

En "Fernando Ortiz y Allan Kardec: espiritismo y transculturación", Sobre los principios exhibe los orígenes del concepto de transculturación en el espiritismo de Allan Kardec al que estuvo conectado Ortiz cuando era un criminólogo lombrosiano y positivista. Contra ciertas lecturas que sostienen que hay una "superación" del positivismo y el espiritismo en el Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, Díaz Quiñones desarrolla con agudeza la idea de que "la doctrina espiritista es un aspecto fundamental en los orígenes del concepto de transculturación". Vinculado a una "posible, deseable y futura desracialización de la humanidad", según las palabras del propio Ortiz (no olvidemos que el espiritismo postula la unidad de las culturas), el Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar adquiere un relieve asombroso y perturbador después de la lectura del crítico puertorriqueño.

En este sentido, Díaz Quiñones hace bien en desarrollar la extraña connivencia, por más frecuente que haya sido a fines del siglo XIX, entre espiritismo y positivismo. Tal vez cabe suponer que el positivismo, al escindir el mundo material y al explicarlo "satisfactoriamente" (pero desencantándolo), impulsó la autonomía del mundo espiritual que se imponía sin necesidad de entrar en diálogo o en articulación con su contraparte material. Además de que sus practicantes encontraran en las creencias espiritistas un modo de escapar al elemento burgués y a una sociedad entregada a los fines de la producción y del utilitarismo. El espiritismo tenía la virtud de entregar explicaciones paralelas y suplementarias (no necesariamente antagónicas) de un mundo considerado insatisfactorio. Pues bien, Díaz Quiñones se dirige en su libro a uno de los posibles orígenes de esa connivencia que fue tan importante en la poesía modernista y que continuó en algunos artistas de vanguardia.

Finalmente, además de estos núcleos que resultan fundamentales para leer este libro, me interesa subrayar la importancia estratégica del último capítulo, "Tomás Blanco (1896-1975): la reinvención de la tradición", porque puede leerse como una autobiografía intelectual en clave del propio autor (no tanto por la obra de Blanco como por el momento histórico en el que se detiene). Los años de la guerra fría, dramáticos desde el punto de vista político y cultural (la poderosa ideología occidentalista –observa Arcadio– surge como propagandística y represiva), configuran también un principio: la promesa de una autonomía de la actividad crítica y artística, la posibilidad de pensar una cultura sin Estado, el testimonio de la fundación de instituciones en las que la crítica puede ser fecunda. Al final del libro, volvemos al inicio: los principios son resultado de la invención, de los malentendidos (según el fecundo concepto de Kracauer), de una paradójica restauración. Por eso la tarea de la crítica, según parece proponer Sobre los principios, es ofrecerle al pensamiento, a la vez que el método para acercarse al pasado, la posibilidad misma de su recomenzar.

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