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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.11 no.1 Bernal jun. 2007

 

RESEÑAS

Rafael Rojas, Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, Barcelona, Anagrama, 2006, 505 páginas

 

Jorge Myers

UNQ / CONICET


¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste? [...] Confusamente un pueblo escapa de su propia piel adormeciéndose con la claridad, la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal en los bellos ojos de hombres y mujeres, en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos. [...] Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste. Virgilio Piñera, "La isla en peso" (1943) Se apaga un municipio para que exista otro. Ya mi vida está hecha de materia prestada. Cumplo con luz la vida de algún desconocido. Digo a oscuras: otro vive la que me falta. Antonio José Ponte, "Vidas Paralelas (La Habana) 1993"

No es lo acostumbrado en una revista académica iniciar una reseña con citas de un poema o de varios, por más fulminantemente intensa que fuera su elocuencia. Sin embargo, en este caso la transgresión a la norma está sin duda justificada por la textura literaria, los contenidos, y la estructura de la obra reseñada. Tumbas sin sosiego de Rafael Rojas es la historia de la relación, sostenida a lo largo de un siglo en una isla –una isla por cierto muy particular–, entre la república de las letras –la literatura, los intelectuales y los escritores, la poesía– y el poder: durante ese siglo, cuyo amanecer presenció la inauguración de una vida política republicana –de logros precarios, inestable, y presa constante de la corrupción y la ambición de sus magistrados–, y en cuyo transcurso la República se vio abruptamente interrumpida por el fulgor de una luz prometida, la Revolución, cuya larga agonía ha oscurecido la esperanza en que se apoyó esa trascendente experiencia pero no el poder de sus artífices, los letrados –las mujeres y los hombres de letras– han debido tomar posición ante la insatisfacción profunda que les producía el primero de aquellos regímenes, primero, y ante la asfixia que les impuso el segundo de ellos, luego. El libro de Rafael Rojas pertenece plenamente al campo de la historia intelectual, pero es necesario enfatizar que su intención excede los parámetros de la discusión estrictamente académica, ya que su minuciosa y precisa reconstrucción de la historia intelectual cubana –a través de la identificación de grandes corrientes ideológicas o de distintas políticas de la escritura, a través de semblanzas de algunos de los escritores más destacados de la era revolucionaria, a través de análisis muy sutiles y casi siempre convincentes de revistas y obras– está colocada al servicio de una urgencia, una tarea ineludible, mayor: desde la responsabilidad de una ética cívica plenamente asumida, el propósito final de su libro consiste en señalar las distorsiones, los efectos perversos y crueles, la humillación, que la relación tan desigual entre el poder político encarnado en el castrismo y en el Partido Comunista, por un lado, y los intelectuales, por otro, ha producido –una relación, como subraya una y otra vez a lo largo de su libro el autor, que se ha basado en la recusación sistemática por parte de los primeros de aquel principio básico de la convivencia republicana en países como los nuestros, la libertad de escribir y publicar y de ejercer con independencia la propia opinión (un principio enunciado por Juan María Gutiérrez, no está de más recordar, hace más de un siglo y medio bajo la fórmula de "la libertad de los escritores")–. A diferencia de la mayor parte de los proyectos de este tipo, donde la impulsión ética, donde la voluntad de incidir políticamente en el debate político, suele llevar a que los contenidos históricos de la obra se disuelvan y pierdan su propia especificidad, dando lugar a una obra regida más por la opinión propia y la voluntad retórica –que son propias del género del ensayo, al menos en la acepción más coloquial de ese término– que por la voluntad probatoria de la historia, Tumbas sin sosiego mantiene siempre una rigurosa disciplina histórica en el tratamiento de sus materiales extraídos del archivo del pasado. Aunque atravesada por una permanente tensión, por una suerte de equilibrio inestable de pesos entre su faceta histórica y su faceta cívica, aquella porción del libro (que es la mayor) dedicada a desentrañar la historia de "las ciudades letradas" cuyas pugnas definieron el devenir del campo intelectual cubano antes y después de la Revolución, está siempre regida por un escrupuloso respeto ante la evidencia concreta, ante los indicios y las pruebas que ofrece el archivo. Si hay una frase que define con precisión el propósito general y el método seguido en esta contribución seminal a la historia de los intelectuales y de las ideas en Cuba, ella es la empleada por el propio Rojas: "una sutil arqueología" del tempestuoso itinerario de los letrados cubanos.

Que ello sea así, que el historiador nunca se haya quedado dormido en presencia del ensayista cívico, se debe al propio itinerario intelectual de Rojas. Habiendo obtenido su título de doctor en historia en el Colegio de México, ha publicado numerosos trabajos dentro de esta disciplina, desde su tesis doctoral dedicada a analizar la historia de las relaciones diplomáticas entre México y Cuba, que apareció bajo el título Cuba mexicana. Historia de una anexión imposible (1999) hasta su reciente La escritura de la independencia (El surgimiento de la opinión pública en México (2003). Especializado en historia mexicana y cubana, su obra excede sin embargo el espacio disciplinar de los devotos de Clío. Poseedor de una impecable formación filosófica y literaria –como su sistema de referencias en Tumbas sin sosiego constantemente transluce–, lector infatigable –la cantidad de obras, cantidad abrumadora, que aborda con precisión y sutileza en este libro evoca la figura del gran intelectual uruguayo, al que fácilmente se le podría haber aplicado el elogio de Geer Gertz a su amigo inglés "facilitateque cum omnibus omnium horarum hominem agere", y de quien sus amigos montevideanos decían que si "se había leído todos los libros" era porque "nunca dormía", Ángel Rama–, la obra previa de Rojas ha discurrido por numerosos carriles ajenos a la práctica histórica propiamente tal. En Isla sin fin, Contribución a la crítica del nacionalismo cubano –un libro que de algún modo podría considerarse la primera parte del aquí reseñado, ya que se concentra más en los intelectuales cubanos del siglo XVIII y XIX (cuya obra ausculta en busca de las raíces del nacionalismo insular) que en los del siglo XX (cuya obra también aparece discutida allí)– ha formulado una contundente impugnación al tipo de nacionalismo predicado por el actual gobierno isleño, siendo éste un texto en cuyo interior predominan las reglas del ensayo y de la crítica literaria, como también ocurre en El arte de la espera (1997), cuyo título parece plantear una sutil discrepancia con la colección de ensayos del crítico literario puertorriqueño, Arcadio Díaz- Quiñones, El arte de bregar. Dos, al menos, de sus libros pertenecen claramente al registro de la crítica literaria: José Martí: la invención de Cuba (2000), ensayo en el cual, a partir de una sugerencia de Antonio José Ponte en El libro perdido de los Origenistas y del título del Olvidar Foucault de Jean Baudrillard, propone una relectura de la obra del patriota modernista que permita, no condenarlo al olvido, sino "olvidar la pesadumbre del mito"; y Un banquete canónico (2000), sutil y original polémica con The Western Canon de Harold Bloom, donde, al contrario de casi todas las diatribas latinoamericanas en contra del alegato del profesor de Yale, lo critica no por haber omitido demasiados autores de su nación, sino por haber incluido a demasiados, en desmedro del conjunto de las letras latinoamericanas, y que concluye con un originalísimo "Coloquio de ficciones" en el cual fragmentos de distintas obras de autores cubanos –seleccionados, según Rojas, en función del placer que proporciona su lectura– son puestos a dialogar. Es a la luz de este periplo intelectual que se puede comprender mejor cómo le ha sido posible a Rojas, en Tumbas sin sosiego, emplear simultáneamente perspectivas y formas de argumentación tomadas de disciplinas muy disímiles entre sí, sin perder nunca el dominio de los materiales históricos y literarios que constituyen el centro del análisis de su obra.

Tumbas sin sosiego –cuyo título cita explícitamente la obra de Cyril Connolly, The Unquiet Grave, que a su vez remeda una estrofa de la Eneida– se divide en tres partes, que si bien poseen una estructura y un contenido divergentes entre sí, operan en el conjunto de la obra como una especie de vasos comunicantes. La primera y la segunda son las que pertenecen más propiamente al terreno de la historia intelectual, la última se inscribe en cambio de un modo más contundente en el espacio de la crítica literaria y del debate político. Aunque, cabe subrayar, estas categorías no rigen de un modo absoluto, ya que la mirada histórica con sus formas específicas de argumentación, la mirada crítica a la literatura con la suya, y la mirada política que interpela a la Ciudad contemporánea, están presentes en las tres: lo que varía es el énfasis que Rojas le otorga a cada una de ellas. La primera parte, titulada "Políticas intelectuales", explora a lo largo de más de doscientas páginas la historia de las relaciones que distintas formaciones culturales cubanas mantuvieron con la política y con los detentores del poder, tanto bajo la República cuanto bajo el gobierno emanado de la Revolución; analiza, además, siendo éste el hilo de Ariadna que lo guía en su viaje por el laberinto de la cultura letrada cubana, los distintos modos a través de los cuales los intelectuales cubanos procesaron el discurso del nacionalismo. Al igual que en Isla sin fin, el centro de esta obra está articulado en torno de una crítica al nacionalismo cubano, pero, a diferencia de la anterior, aquí prima más una voluntad de comprensión histórica de las distintas opciones asumidas por los grupos intelectuales ante el discurso de la Nación que una voluntad de condena lisa y llana. Partiendo de una descripción de la era republicana que simultáneamente enfatiza la frustración que generó en los intelectuales de prácticamente todo el arco ideológico –desde Fernando Ortiz y Jorge Mañach hasta Juan Marinello o Medardo y Cintio Vitier– y las reglas más pacíficas, más civiles, de convivencia de que pudieron disfrutar las distintas facciones en pugna (en relación a lo que vendría después), Rojas postula la existencia de tres nacionalismos cubanos –el republicano o liberal, el católico y el comunista– que habrían sido vehiculizados por tres "ciudades letradas" organizadas en torno a las principales revistas y/o instituciones de las que formaron parte sus "ciudadanos". (Si en la terminología que emplea se evidencia la deuda con el pensamiento de Ángel Rama, el pasaje del singular al plural indica una vía fecunda para la utilización del concepto heurístico acuñado por el uruguayo, ya que sugiere uno de los modos en los que se puede pensar a partir de ese concepto, en vez de con el mismo –entendido de un modo estrechamente ortodoxo como ocurre en los Cultural Studies norteamericanos–.) La historia de estas tres ciudades es rastreada desde el momento crucial que representó la experiencia de la Revista de Avance –en cuyo directorio convivieron figuras prominentes de dos de las "ciudades", la liberal y la comunista– hasta las experiencias frustradas que culminaron en vísperas del giro al comunismo que asumió la Revolución, como Orígenes, Ciclón, Lunes de Revolución, Bohemia (en su fase de apoyo crítico a la Revolución) y la anticastrista Bohemia libre. Rojas elabora, a través del rico estudio que hace de aquellas revistas y de los grupos de intelectuales que les dieron vida, una serie de hipótesis de gran importancia para pensar la historia de la Cuba letrada en el siglo XX. Primero, enfatiza –en contra del relato oficial– que miembros de las tres ciudades apoyaron a la Revolución contra Batista desde un inicio: textos elocuentes de Medardo Vitier y de Jorge Mañach son citados in extenso para demostrar que la execración póstuma que les fuera aplicada por los nuevos funcionarios intelectuales del castrismo no es justa. Si bien las dos corrientes que mejor se supieron acomodar al nuevo estado de cosas habrían sido, según Rojas, la comunista –por razones evidentes– y la católica, las tres habrían creído ver en la Revolución una solución –"mesiánica", qué duda cabe, siendo ésta una sutil crítica que pesa sobre todos los intelectuales analizados por Rojas, aun en el caso de aquellos como Mañach o como Fernando Ortiz cuya entereza moral y cívica es resaltada– a la frustración nacionalista que la República había representado para la intelectualidad cubana. Segundo, postula –siguiendo una pista ofrecida por Zygmunt Bauman– que la Revolución triunfó y desembocó en las amarras de un comunismo ortodoxo y un nacionalismo autoritario porque las élites letradas de la última década de la República se habían visto invadidas por un creciente nihilismo que socavaba las posibilidades de una auténtica regeneración cívica. Los casos de las capillas literarias más volcadas hacia un esteticismo puro, y más compenetradas por un desdén aristocrático hacia las actividades del foro, son analizadas con sutil pericia para convencer al lector acerca de la validez de esta hipótesis. Tanto los poetas del lezamiano y católico grupo de Orígenes cuanto los más laicamente estetas de Ciclón ofrecen evidencias acerca de la facilidad de un pasaje sin fisuras de una actitud nihilista ante la vida cívica a un apoyo irrestricto al totalitarismo. En un pasaje muy expresivo, Rojas nos recuerda que Rodríguez Feo y Virgilio Piñera pasaron de una defensa casi liberal (aunque "vehementemente elitista" como señala el autor) de la autonomía de la república de las letras frente a ingerencias originadas en posturas ideológicas religiosas o políticas, a denunciar –pidiendo su condena a muerte– a los "traidores" a la Revolución, entre cuyos nombres figuraba un hermano del propio Piñera. Siguiendo una línea de argumentación parecida, Rojas alude (en la segunda parte del libro) al caso emblemático de Cintio Vitier –cuyo libro Lo cubano en la poesía es elogiado como "un ensayo clásico en la literatura hispanoamericana" que ocuparía la misma cima que Radiografía de la Pampa, El laberinto de la soledad, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, y la mañachiana Indagación del choteo–: de una conversión súbita, fulminante, al catolicismo durante la década de 1950, pasó a otra igualmente fulminante a la Revolución poco más de una década más tarde: el nihilismo ajeno a lo cívico que su inicial esteticismo poético –que dio lugar, por otra parte, según Rojas, a lo mejor de su producción– postulaba, fue llenado sucesivamente por una fe que también podía convalidar un retiro a la vita solitaria, y por una creencia en la legitimidad de un régimen totalitario. Tercero, Rojas sostiene –siendo éste un argumento y una convicción que recorre las páginas del libro, un leitmotiv que le imprime unidad a los materiales sonoros de este libro sinfónico– que aunque la vida republicana produjo desazón y amargura en los intelectuales que pudieron disfrutar de sus ambiguos privilegios, el pacto republicano que hizo posible la convivencia –por cierto conflictiva y polémica en el mejor sentido de estos términos– permitió que se desarrollara un oficio intelectual –basado en la independencia de criterio y la voluntad de discutir con el adversario– que el totalitarismo edificado luego de la breve "primavera" revolucionaria con sus experimentos de vanguardia no ha hecho más que sofocar. "Políticas intelectuales" cierra su recorrido por la historia del ensayismo nacionalista y de las polémicas que movilizó con una descripción del clima cada vez más asfixiante a que conducía la progresiva clausura de todos los ámbitos libres de discusión: imposibilitada la "voz" de la célebre metáfora de Albert Hirschman, sólo quedaba la "lealtad" o la "salida".

"Perfiles inacabados", la segunda parte del libro, está compuesta por una serie de semblanzas de algunos de aquellos intelectuales y escritores cubanos cuya obra ha estado asociada de algún modo a las condiciones intelectuales impuestas por el régimen surgido de la Revolución. Rojas pasa revista a la vida y la obra del historiador Manuel Moreno Fraginals, del poeta y ensayista Cintio Vitier, del novelista y crítico de cine Guillermo Cabrera Infante, del poeta cuya persecución resultó emblemática para la república internacional de las letras, Heberto Padilla, del ensayista y crítico Roberto Fernández Retamar, del escritor, cineasta y director/fundador de revistas culturales de mítico y merecido impacto, Jesús Días, y, finalmente, del poeta preso, Raúl Rivero. Ni la selección ni el orden resultan aleatorios en este libro, en este tríptico, de tan precisa construcción arquitectónica. En el estrecho recinto de una reseña no es posible dar cuenta de toda la riqueza intelectual que habita estas semblanzas paralelas, ni tampoco es posible dar plena cuenta de la información detallada que comunican acerca del individuo indagado. Es por ello que me limitaré a señalar algunos pocos hitos de esta sección. En la semblanza menos elaborada (quizás porque el libro le está dedicado y quizás también porque su sombra planea sobre cada una de sus páginas), aquella de Moreno Fraginals, Rojas subraya la heterodoxia del marxismo del historiador, y postula también su libertad frente a las restricciones canónicas de su disciplina: la literatura –como fuente y como actitud–, tanto como el riguroso y paciente tabajo estadístico que apalancó su obra maestra, El ingenio, habría constituido una parte esencial de la práctica de ese otro egresado del Colegio de México. Más aun, Rojas sugiere con originalidad que si uno deseara situarlo en el interior de una genealogía intelectual, las raíces del pensamiento y del modo de mirar del historiador se descubrirían en la obra de Fernando Ortiz más que en las de cualquiera de los historiadores liberales y marxistas (a excepción del brillante Raúl Cepero Bonilla) de la República. En su discusión de la obra de Guillermo Cabrera Infante, y específicamente en su análisis de Tres Tristes Tigres, señala la importancia central de las transformaciones urbanas que se aceleraron bajo el impulso del ministro de obras públicas de Batista, Nicolás Arroyo, en cuyo Plan Director participó el modernista español, José Luis Sert, para una plena comprensión de ese texto. En las "habanidades" que habitan tanto ese libro como La Habana para un infante difunto, la textura de la ciudad y la ciudad del texto se presuponen mutuamente. En el caso de Roberto Fernández Retamar, Rojas destaca la deliberada incomprensión por parte de académicos norteamericanos, como Walter Mignolo, Fredric Jameson o John Beverly, que ha llevado a que el Calibán de ese autor se haya convertido en un clásico del canon poscolonial y subalternista. Finalmente, en su elocuente y tácitamente angustiada vida y defensa del poeta preso (cuando escribió ese texto), Raúl Rivero, Rojas responde a la hija del Che Guevara, quien en México había defendido la legalidad y la justicia de la represión castrista, con las siguientes palabras que merecen ser transcriptas in extenso, ya que condensan el propósito cívicomoral que preside al conjunto de este libro:

La tradición jurídica intelectual quiere persuadirnos de que las cárceles fueron inventadas para proteger a la sociedad de ciudadanos peligrosos. La privación de libertad es un castigo horrendo, que hace de la persona una sombra, un fantasma en cautiverio. De ahí que la prisión injusta sea uno de los más graves que puede cometer un Estado. El presidio político, esto es, el encarcelamiento de individuos por sus ideas o creencias, por sus aficiones o costumbres, es considerado en el mundo moderno un delito gubernamental que debería poner tras las rejas a los propios fiscales.

La tercera y última sección, que puede ser leída como una guía crítica muy fina e inteligente a la literatura cubana más reciente, analiza las condiciones a las que ha dado surgimiento en Cuba el colapso del comunismo a nivel mundial, por una parte, y por otra parte, las posibles derivas a que pueda conducir la crisis de la propia idea de nación –entendida como una identidad única y totalizadora– en referencia al caso cubano. Salvo en su defensa a ultranza del derecho de los escritores a disfrutar del bien preciado de la libertad, los razonamientos de Rojas, con sobrado fundamento, se vuelven más dubitativos, más interrogativos en este cierre de su importante libro. La historia más reciente de las relaciones entre el poder y las letras en la isla cubana no admite pronósticos demasiado contundentes, demasiado afirmativos, y es por ello que la discusión más puramente política le toma el relevo a la historia en esta sección. Sin embargo, entre las muchas sugerencias intuitivas que aquí se formulan, acerca de la evolución del régimen desde la década de 1970 en adelante, acerca de las nuevas condiciones de producción artística y literaria que aparecieron durante el llamado "período especial" de la Revolución –que para Rojas ya no es la Revolución sino otra cosa que no se sabe demasiado bien qué es (quizás, sugiere, la etapa "sultanista" que según Linz sigue a todo régimen totalitario)–, quisiera destacar la tipología de "políticas de la escritura" que él formula, pues se trata del aspecto más inmediatamente relacionado a la historia intelectual y de los intelectuales. Dando muestra de su asombrosa capacidad de lectura, Rojas postula la existencia, hoy, en Cuba y en las comunidades cubanas de la diáspora, de tres grandes corrientes literarias: aquellas que preconizan la política del cuerpo –es decir la escritura que propone la sexualidad y la exploración de las identidades sexuales como su material privilegiado, al que considera fuente de su capacidad de subversión; entre nosotros, Pedro Juan Gutiérrez es probablemente el representante más conocido de esta corriente–; aquellas que postulan la "política de la cifra" (siendo ésta la corriente que Rojas más respeta), es decir, la escritura de escritores que asumen la tradición literaria cubana como su materia prima, que juegan con la cita, con la referencia erudita, con la referencia histórica transformada en literatura en clave de burla; y, finalmente, la más convencional de ellas, aquella que suscribe a una escritura presidida por la "política del sujeto", es decir, aquélla más próxima a los cánones del realismo tradicional, aquélla más interesada en reconstruir en el ámbito de la ficción las nuevas tipologías sociales a que han dado nacimiento tanto las experiencias del agotamiento de la Revolución en la Isla, cuanto las de la desterritorialización y el descentramiento cultural en la Diáspora.

Una última observación acerca de este libro que es a la vez un ensayo histórico y un ensayo político, una historia de las letras y los letrados cubanos y una historia de su batalla cubana contra los demonios del nacionalismo autoritario y del totalitarismo comunista/castrista. Como no podía ser de otro modo, tratándose del actual director de la elegantemente convocante revista, Encuentro de la Cultura Cubana (fundada por Jesús Díaz, otrora también director de aquella revista emblemática de toda una etapa de esfuerzo y esperanza intelectual, Pensamiento crítico), Rojas enfatiza, a lo largo del libro, que no hay dos Cubas, una Cuba de adentro y una Cuba de afuera, una virtuosa y auténtica en su nacionalidad, la otra traidora, renegada, condenada a una ilegitimidad irrevocable, sino una sola cultura cubana, que puede quizás ser una Nación –en el sentido romántico más extremo del término–, o quizás no. Su insistencia en ver a la historia intelectual cubana posterior a la Revolución y el exilio como un conjunto, su empeño constante por analizar sin juicios previos ni voluntad revanchista el conjunto de la producción intelectual cubana, recolocando a las personas y las ideas en su situación y en su momento, hacen de ésta una obra iluminadora, un modelo (entre los muchos modelos que deberían, de un modo plural, nutrir y conformar la disciplina de la historia intelectual) para el estudio histórico de los dilemas, naufragios y –tan escasos– triunfos de la sufrida tribu de los intelectuales.

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