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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.11 no.1 Bernal jun. 2007

 

RESEÑAS

Silvia Sigal, La Plaza de Mayo. Una crónica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, 344 páginas

 

Inés Rojkind

UNQ


Fundamento de los acontecimientos que invistieron de sentido a la Plaza de Mayo, su "calidad originaria de centro del poder", lo es también de la crónica que construye Silvia Sigal y que –como ella misma advierte desde el comienzo– discurre por varios trayectos alternativos. Concebido para dar cuenta de una pluralidad de sucesos y memorias, el libro refiere –en realidad– a múltiples Plazas y es evidentemente deudor de un ensayo previo en el que la autora anticipaba ya los interrogantes que ahora retoma. Sin embargo, si en aquella oportunidad el pensamiento de Sigal se desenvolvía hacia delante, buscando determinar, ante todo, "¿cómo y hasta qué punto la Plaza de Mayo quedó enlazada con el peronismo?",1 en este caso la autora se sumerge también en una prolongada "exploración retrospectiva" que la conduce a 1811 y al primer aniversario del 25 de Mayo.

En efecto, la Plaza de las conmemoraciones patrióticas configura uno de los itinerarios que Sigal sugiere, y la minuciosa enumeración de celebraciones a la que se aboca provee –en su opinión– el "hilo fértil" en función del cual volver a examinar los avatares de la constitución de un orden social y político. En el relato que la autora confecciona, las modalidades de la liturgia cívica importan porque crean "un espectáculo con el que el poder se afirma a través de la presentación de la Patria a quienes se encuentran en la Plaza" (p. 21). Ese espectáculo refiere directamente a las inquietudes y las tensiones que recorren las distintas etapas de un ciclo que la autora extiende más de un siglo: desde la frágil legitimidad que padecen los gobiernos revolucionarios en la década de 1810, hasta los fantasmas de anarquía y revolución social que suscita la Semana Trágica en 1919; desde el afán pedagógico y proselitista de la administración rivadaviana, hasta la urgencia por forjar una identidad nacional a fines del siglo XIX. Por su parte, la "exasperación patriótica" que invade las ceremonias en los años veinte y treinta apunta a reforzar en una Plaza militarizada y católica el orden que aparece perturbado fuera de ella. Pero si, más allá de las diferencias que caracterizan a cada coyuntura, la especificidad de los rituales patrios a lo largo de este extenso derrotero consiste –nos dice la autora– en su pretensión de "presentar públicamente una comunidad y, [...], denegar simbólicamente la división de la sociedad" (p. 21), dos son los momentos en los que –por el contrario– nuevas efemérides surgen con la finalidad exactamente inversa: develar (y celebrar) fisuras concebidas como irreparables. Disciplinada y uniformemente punzó, emerge en primer lugar la Plaza rosista, para reflejar y producir a la vez el irreductible antagonismo que separa al "pueblo federal" de sus adversarios. Cien años después, las conmemoraciones peronistas (el 17 de Octubre y el 1º de Mayo) devienen en "fiestas de y para una fracción política y social". Sin incurrir en comparaciones riesgosas, Sigal no deja de recordar, empero, que tanto el rosismo como el peronismo se nutrieron de la existencia de un "ellos" a la vez "necesario y no absorbible". En ambos casos, por lo tanto, la Plaza opera como la plataforma donde exhibir no ya una proclamada unidad, sino la exaltación de una enemistad explícitamente reivindicada.

Por lo demás, es ese rasgo de la Plaza peronista el que la distingue de otras en las que también cristalizó el vínculo entre dirigentes y masas. Puesto que la historia del mítico balcón precede y continúa al advenimiento del peronismo, la autora compone a partir de ello un segundo recorrido que arranca con la rectificación de un equívoco: no fue Perón –sostiene– sino el general Uriburu quien el 6 de septiembre de 1930 inauguró "la palabra como vínculo entre un jefe de gobierno en el balcón y una plaza adicta y repleta" (p. 259). Uriburu prestó juramento ante la concurrencia reunida en la Plaza buscando llenar con ese apoyo plebiscitario el vacío de las urnas. Y lo mismo hicieron luego otros militares golpistas, en 1943 y 1944, usufructuando el "clima de movilización" reinante que habilitaba esas manifestaciones multitudinarias. La "rutina del balcón" antecede, en consecuencia, a la irrupción peronista. Una vez verificada ésta, sin embargo, ¿es posible pensar la Plaza sin Perón? Sigal muestra que aunque intrínsecos al peronismo "ni la Plaza ni los balcones le pertenecían". No solamente se festejó allí, en septiembre de 1955, la caída del régimen, sino que otras Plazas vinieron a corroborar luego que aquél continuaba siendo "el lugar privativo de la relación entre gobierno y masas" (p. 336). Incómodo recuerdo para los argentinos, el 2 de abril de 1982 una enorme muchedumbre desbordante de fervor patriótico se congregó en la Plaza para apoyar al dictador Leopoldo F. Galtieri, que acababa de ordenar la invasión de las islas Malvinas. Cinco años después, en Pascuas de 1987, otra multitud aun mayor pero ahora imbuida de una orgullosa "pasión democrática" volvía a colmar la Plaza, esta vez en respuesta a las amenazas de golpe militar que jaqueaban al gobierno de Raúl Alfonsín. A primera vista contradictorias, las Plazas de abril comparten –no obstante– lo que Sigal denomina la representación del "Pueblo-Uno", esto es: la disposición de los manifestantes a posponer sus divergencias para aunarse transitoriamente en defensa de una causa considerada superior, ya sea ésta la Patria o la Democracia. Ni Galtieri ni Alfonsín, recalca, "salieron a los balcones como líderes políticos sino como representantes de valores comunes". Precisamente es allí, en esa despolitización y la homogeneización que genera, donde estriba la diferencia sustancial con el peronismo, porque sólo él

utilizó el balcón para ratificar su condición de fracción del cuerpo social; hizo de la Plaza el escenario de una división de la sociedad y, en el mismo movimiento, la hizo su signo político (p. 337).

El tercer itinerario que Sigal diseña remite a las que llama Plazas protestatarias y engloba una profusa lista de demostraciones que durante décadas llegaron hasta la Plaza de Mayo buscando ser vistas y oídas por un espectador privilegiado: las autoridades, a quienes se acudía con cuestionamientos o reclamos. La abundancia de casos registrados y el empleo de una amplia temporalidad dificultan en ciertos tramos aquello que la autora se había propuesto desde un principio: hacer de los relatos periodísticos no sólo una fuente (de hecho, la única que utiliza) sino asimismo el objeto de un análisis que detecte las opiniones y los puntos de vista que tamizan esas narraciones. Al mismo tiempo, empujan a establecer criterios en función de los cuales trazar e interpretar diferentes ciclos contestatarios. El tipo de demandas, las formas elegidas para expresarlas, los protagonistas, las cartografías que se van bosquejando, la relación con otras modalidades de presencia pública, todas son variables a las que Sigal recurre en busca de los sentidos que es posible extraer de esa sucesión de mítines y manifestaciones. Incompleta, como reconoce la autora, pero sin duda exhaustiva, la indagación que en un primer intervalo abarca desde las movilizaciones con petitorios de las décadas de 1860 y 1870 hasta los mítines obreros de principios del novecientos, se detiene con posterioridad en dos protestas atípicas que son, por eso mismo, las que concentran gran parte de su atención. Por un lado, y una vez más, el 17 de Octubre. Acontecimiento fundante del peronismo y extraordinario en varios aspectos, Sigal propone no perder de vista lo que tuvo de protesta: los trabajadores aglomerados en la Plaza estaban allí para presentar una demanda al gobierno del general Farrell, el retorno de Perón. La peculiaridad de esa demanda, su carácter de objetivo único y la determinación de los manifestantes de aguardar "sin plazos" por su cumplimiento, marcaron –sin embargo– la diferencia. Más allá de la eterna discusión sobre la espontaneidad o no de aquella movilización, lo cierto –sostiene Sigal– es que su éxito "residió en un desorden que ignoraba las regulaciones y en la permanencia en la Plaza por un tiempo indeterminado" (p. 282). El segundo momento en el que la autora repara es el que instituyen "en y por" la Plaza de Mayo las madres de los desaparecidos en 1977. Al exigir por la verdad y por la vida de sus hijos, explica, las Madres crearon una forma excepcional de protesta (las rondas con pañuelos alrededor de la Pirámide) que además las constituyó a ellas mismas en lo que a partir de entonces fueron: una entidad colectiva. Contra el peso de la cantidad, erigieron una estrategia de presión alternativa basada en la "dimensión sacrificial" de sus propios cuerpos expuestos a la represión estatal. Y para compensar la fuerza del número de la que carecían, forjaron el recurso ritual de generar una "presencia sin fin" que, aunque silenciosa y pacífica, introducía una profunda anomalía en la pretensión dictatorial de anular la Plaza como ámbito público.

Esa pretensión, tributaria de la cultura del miedo que la dictadura buscaba instalar, adquiere todavía otra dimensión a la luz de lo que este libro revela. Sigal nos muestra que sólo suprimiendo la Plaza en tanto lugar público podría ser posible cancelar también su capacidad de engendrar numerosos y heterogéneos significados. De lo contrario, y

puesto que no existen normas que, fijando su estatuto simbólico, lo clausuren, permanecerá abierta la posibilidad de incluirla en nuevas relaciones significantes (o memorias) (pp. 339 y 340).

De ello resulta la superposición en un mismo espacio físico de múltiples Plazas, algunas de las cuales –patrióticas, plebiscitarias o protestatarias– Silvia Sigal localiza e interpreta en el transcurso de esta crónica.

Notas

1 Silvia Sigal, "Las plazas de Mayo", en Carlos Altamirano (ed.), La Argentina en el siglo XX, Buenos Aires, Ariel, 1999, p. 356.         [ Links ]

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