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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.11 no.1 Bernal jun. 2007

 

RESEÑAS

José A. Zanca, Los intelectuales católicos y el fin de la cristiandad, 1955-1966, Buenos Aires, Universidad de San Andrés/Fondo de Cultura Económica, 2006, 256 páginas

 

Roberto Di Stefano
UBA / CONICET

 


David Gary Shaw, en el último número de History and Theory, constata que religion has turned out in a variety of ways to be more important and a more clearly permanent factor in history than our paradigms had supposed.

Afirmación, ésta, que la historiografía argentina puede muy bien hacer suya, al observar retrospectivamente el significativo desarrollo que los estudios de historia religiosa experimentaron desde mediados de la década de 1980 y el creciente número de los investigadores que hoy transitan ese sendero. Es ya un lugar común señalar el momento de la recuperación del orden constitucional del país cual momento fundante de un interés por la historia de la religión que hasta entonces había sido más bien excepcional en las universidades nacionales, así como observar que esa casi inédita atención se nutrió de la búsqueda de respuestas a preguntas relacionadas con nuestro trágico pasado reciente. Tal vez más temprano que tarde nos sea dado revisar esa genealogía que por ahora nos satisface, pero, sea cual fuere el origen de ese cambio de actitud, lo que interesa es que en el campo de los estudios de Historia y de Sociología religiosas se está trabajando de manera intensa y que se multiplican los canales de comunicación y participación, las iniciativas de intercambio de información y de ideas y los ámbitos institucionales de reflexión y producción de investigaciones específicas. Enhorabuena, porque el atraso de la historiografía y las ciencias sociales argentinas en ese plano era demasiado notorio. Y enhorabuena, además, porque ese vacío está siendo colmado con trabajos de alto valor académico, como es el caso del volumen que me toca comentar, compendio de la Tesis de Maestría realizada por su autor en el marco del Posgrado en Historia de la Universidad de San Andrés bajo la dirección experta de Lila Caimari, a quien la historia del catolicismo debe páginas luminosas.

Munido de esa garantía y nutrido por los aportes que ha sido capaz de ofrecer hasta ahora la producción historiográfica del catolicismo, el libro de Zanca constituye una contribución sumamente original por varios motivos. Uno de ellos radica en la elección del período y en el objeto de estudio. Mientras el grueso de la producción historiográfica "laica" referida al pasado de la Iglesia Católica tendió a concentrarse en la transición del régimen borbónico a la vida independiente, por un lado, y por otro en el período de entreguerras los primeros gobiernos peronistas, Zanca ha elegido investigar un tramo de historia del catolicismo poco explorado, el que se extiende entre los dos golpes de Estado que signaron la caída de Perón en 1955 y el ascenso de Onganía en 1966. Por otra parte, su trabajo no está orientado hacia la historia institucional, ni a las relaciones entre las cúpulas eclesiásticas y los elencos gobernantes, ni aun a las organizaciones de masas que constituyeron el complejo movimiento católico, sino al estudio de un grupo de intelectuales que, unidos por un entramado de experiencias históricas, el joven historiador considera miembros de una generación. De modo que Zanca habla sí de la historia de la Iglesia , del catolicismo y del país, pero lo hace a partir de los puntos de vista, de los temores y de los anhelos de los hombres de esa generación. Si esta elección es otro de los motivos que dan cuenta de la originalidad del trabajo, es porque al abrazarla el autor puede desentenderse del terreno, mucho más transitado, de las lecturas del catolicismo en clave política.

Porque la política, de hecho, ocupa en el texto el lugar del telón de fondo. La mirada que la obra proyecta sobre esa generación de intelectuales católicos es lo suficientemente sagaz como para evitar caer en el simplismo -estaba por decir en el candor- de pensar el campo religioso con los parámetros propios de la política, intentando encasillar figuras, ideas y actitudes en términos de derecha e izquierda o, lo que es lo mismo, de conservadurismo y progresismo. Llamar la atención en relación a este riesgo reduccionista es siempre oportuno, porque los debates y problemas que atraviesan al catolicismo -y en general al campo religioso- se relacionan demasiado frecuentemente con otros debates y problemas que eran ya antiguos en el momento en que el mundo occidental inventó el lenguaje de la política. De ahí que Zanca exprese la necesidad de tener en cuenta para su estudio un triple cruce, a través del cual los discursos particulares pueden "correr" de uno a otro lado, y encontrar puntos de unión y ruptura.

Uno de los ejes de ese cruce es en efecto el de la política, cuestión que preocupó grandemente a esos intelectuales, que sin embargo no ocuparon, en general, lugares de relieve en ese ámbito; pero los dos restantes remiten a otras esferas: por un lado, el eje específicamente religioso,

entendiendo que el carácter confesional de estos intelectuales marca en forma integral el conjunto de actividades que desempeñan, y que su misma existencia resulta incomprensible fuera de la "problemática relación" de la cultura confesional con la sociedad a la que pertenecen. Por último, el plano disciplinario, puesto que la adscripción al campo intelectual conlleva, para esos actores, "una constante negociación entre la fe y las necesidades propias del debate entre letrados".

Como en cualquier estudio de historia del catolicismo contemporáneo, en última instancia de lo que se habla es del proceso de secularización, que da cuenta de la existencia misma del objeto de estudio en la medida en que las modalidades particulares que asumen el catolicismo y la Iglesia contemporáneos pueden contarse entre sus frutos. En el caso del objeto de estudio de Zanca puede decirse que este problema es aún más pertinente, porque los intelectuales de los que se ocupa el libro pertenecen, en general, al vasto y multiforme universo del laicado católico, resultado del proceso de disolución del régimen de cristiandad del siglo XIX y de los cambios que en todos los órdenes de la vida colectiva introduce la secularización. Si el laicado nace de esa ruptura es porque para el régimen cristiano "antiguo" todos los individuos que no hubiesen ingresado al clero pertenecían al multiforme mundo de los laicos, definido así de manera negativa. Para la Iglesia contermporánea, en cambio, laicos son particularmente los fieles que se reconocen católicos y se consideran vinculados a la autoridad de la jerarquía. En el contexto de confrontación con el "mundo", laicos son los que han de defender "los derechos de la Iglesia " con las armas que el mundo proporciona, es decir, las de la política, el conocimiento y la economía. El lugar de los intelectuales de Zanca se sitúa en la intersección de dos campos, el religioso y el intelectual, a los que también la secularización ha dado forma. Se trata de un espacio de frontera o bisagra en un doble sentido: entre mundo confesional y mundo académico "laico", por un lado, y por otro entre jerarquía y laicado católico. Lugar conflictivo, porque esos intelectuales no responden, al menos no en todos los casos ni en todas las coyunturas, al papel meramente pasivo en el que la Iglesia intenta mantenerlos sujetos. Se sienten incómodos en la categoría negativa de laicos en la que la jerarquía ha encasillado a los no-clérigos desde al menos el siglo IV. De allí nace en parte el drama de esa generación, mirada con recelo tanto por sus pares del mundo académico "laico" -en el sentido de ajeno al universo católico-, como por parte de una jerarquía eclesiástica con la que no han de faltar los roces y los chisporroteos.

Los intelectuales de Zanca se encuentran además situados entre dos generaciones, la de los nacionalistas católicos de la década de 1930 y la de los "liberacionistas" que tradujeron -tal vez radicalmente- las reformas del Concilio Vaticano II a la realidad latinoamericana. Entre las tres median cambios sustanciales y tal vez ambivalentes en los vínculos entre religión y sociedad en la Argentina. Porque como los últimos decenios de investigación sociológica e histórica enseñan, la secularización no constituye un proceso ni lineal ni irreversible, ni se manifiesta con pareja intensidad en el plano de las actitudes individuales que en el de las instituciones o en el de las representaciones colectivas. Su historia no es la historia de la progresiva muerte de la religión, sino la de la permanente reformulación del lugar que ocupa en el orden social contemporáneo. Y esa reformulación es un campo de lucha. Las miradas teleológicas que hicieron de la teoría de la secularización el paradigma sociológico de mayor aceptación del siglo XX han ido dejando paso a otras más cautas, que sin negar -al menos, no en todos los casos- la validez del concepto, han considerado necesario redimensionar sus alcances. En el caso argentino, como en otros, el lugar que en el espacio público se concedió a la religión varió significativamente luego de la Primera Guerra Mundial. Durante el período de entreguerras una generación de militantes e intelectuales, laicos y sacerdotes, hizo suyo el llamado de Pío X a "instaurare omnia in Christo" frente a la crisis del liberalismo y el surgimiento de alternativas que desde el punto de vista católico parecían tanto o más peligrosas. Los intelectuales de Zanca, por el contrario, son hijos del giro humanista, no exento de ambigüedades, que en la segunda posguerra dio origen a los partidos democristianos europeos y alimentó los fermentos que darían lugar al Concilio Vaticano II. La distancia que han sido capaces de tomar respecto de "los cánones ideológicos de los años 1930 y 1940" , el rechazo del modelo de cristiandad que había gozado de amplia adhesión entre un buen número de los pensadores católicos más ligados al nacionalismo de entreguerras, constituyo una marca distintiva de esa generación.

La reflexión en torno a esa discontinuidad y a las diferencias ideológicas entre ambas generaciones subyace a lo largo de todo el volumen y sale a la superficie con frecuencia. Tal vez hasta puede decirse que estructura el trabajo. Zanca señala y analiza la influencia, en esos intelectuales católicos de la "generación del '50", del desarrollo de las ciencias sociales aplicadas al estudio del campo religioso y del impacto del humanismo cristiano de Jacques Maritain y del personalismo de Emmanuel Mounier, así como la buena acogida que recibió entre ellos la nouvelle théologie de Henri De Lubac, Pierre Teilhard de Chardin, Han Urs von Balthasar, Yves Congar y Karl Rahner en vísperas de la convocatoria al Concilio Vaticano II. En este plano, el caso de los intelectuales argentinos se ajusta, aunque con particularidades propias, a los de otros medios católicos de la época. Pero las razones de la existencia de esa generación se explican también -y es ésta una de las interpretaciones más originales de Zanca- por la progresiva -y conflictiva- formación de una "opinión pública católica", fruto indeseado del impulso que la jerarquía eclesiástica de la primera posguerra concedió a las organizaciones de laicos en tanto que extensión de su brazo en la tarea de recristianizar al mundo secularizado. Esa lectura digamos habermasiana permite a Zanca advertir y analizar las múltiples tensiones que genera en el interior del catolicismo la proliferación de unas organizaciones laicales que, aunque nacen con el fin de encolumnarse tras el proyecto general de reconquista del mundo, son capaces por su propia dinámica de conservar -o de ganar- un alto grado de autonomía, lo que deriva tal vez en manifestaciones de indocilidad hacia la misma jerarquía que a menudo tomó la iniciativa de crearlas. "Lejos de las intenciones de sus fundadores", señala Zanca agudamente, esos espacios se convirtieron en ámbitos de discusión y permitieron que los católicos desarrollaran un proceso de autorreconocimiento.

Ese fenómeno resulta claro, dice Zanca, durante el conflicto que enfrenta a la Iglesia con el peronismo en 1954 y 1955, cuando la jerarquía perdió control sobre las actividades clandestinas de ciertos círculos laicales demasiado virulentos. Hay que decir, sin embargo, que las dificultades en ese plano eran menos nuevas de lo que puede pensarse: la jerarquía había debido lidiar también en los años de 1930 y 1940 con grupos poco dispuestos a adecuar sus simpatías por el nacionalismo, tal vez exaltadas, al discurso más moderado propuesto por la mayoría de los obispos. Recordemos al respecto los "no pocos dolores de cabeza" que según Loris Zanatta provocó a los prelados la simultánea militancia de católicos en la Acción Católica y en organizaciones favorables al "nacionalismo exagerado"; o el apoyo que brindó a la Unión Democrática el grupo Orden Cristiano en 1945, a pesar de las advertencias y directivas episcopales. En suma, el libro de Zanca nos permite vislumbrar con mayor claridad que si el laicado católico organizado fue para la jerarquía eclesiástica una herramienta indispensable en la tarea de "recristianizar al mundo", como utensilio no fue siempre de fácil manejo, especialmente en las décadas centrales del siglo XX. Su desarrollo introdujo, explica el autor, modificaciones importantes en el campo católico que minarían las bases del proyecto inicial. Esta mirada compleja del intrincado mundo católico renuncia de antemano a la idea -aún no erradicada del todo- de una Iglesia Católica capaz de actuar como una suerte de bloque monolítico.

Sobre la distancia que según Zanca sus intelectuales supieron establecer con respecto al modelo de cristiandad que había subyugado a sus antecesores cabe una observación previsible. Aunque el volumen advierte que "ese proceso [de ruptura] no fue lineal, ni homogéneo, ni estuvo libre de condicionamientos", la sustancial discontinuidad que señala entre ambas generaciones merece ser objeto de ulteriores investigaciones. Es cierto que la "generación del '50" buscó establecer con el mundo otro tipo de relación, renunciando a la idea de la "reconquista" para adoptar más bien una mirada fundada en la distinción entre Iglesia y Estado, entre comunidad creyente y sociedad, entre fe y política. Son evidentes sus anhelos de dinámicas más participativas en el interior del mundo católico, obturadas, antes de encontrar feliz -y tal vez fugaz- acogida durante la primavera conciliar, durante ese momento glacial del interminable pontificado de Pío XII que la encíclica Humani generis inauguró en 1950, momento que trajo consigo la condena del pensamiento de varios teólogos y de otras tantas experiencia innovadoras, como la de los curas obreros franceses y belgas. Sin embargo, valdría la pena ahondar más en la continuidad de concepciones y de representaciones de base que tal vez persisten en la generación del '50 y que incluso pueden rastrearse en la de los "liberacionistas" del período post-conciliar. Un elemento común, entre otros, puede detectarse quizás en su recelo hacia la política de los partidos, denostada por la generación precedente y mirada también con sorna por muchos de los "liberacionistas", más afectos al movimientismo o a la adscripición a organizaciones de otra índole.

Nunca son demasiadas las precauciones del historiador que se propone abordar un objeto de estudio como el elegido. El autor deja cautamente en claro que sólo le es posible hablar de una nueva generación en función de un haz de líneas de pensamiento convergentes y tomando debida cuenta de la "pluralidad de miradas, cadencias y tonos" de los discursos que produjeron los protagonistas. Sana cautela, dadas las dificultades que presenta el uso del concepto de generación aplicado a la política y que los estudios sociológicos han puesto en evidencia desde los clásicos escritos de Karl Mannheim. Y sobre todo en este caso, porque si definir una generación y diferenciar sus ideas y concepciones de las que la antecedieron constituye siempre un desafío, las dinámicas propias del campo religioso, que Zanca conoce muy bien, magnifican el reto. Por eso es digna de elogio la audacia de haber elegido un objeto de estudio de arduo abordaje. Por eso, también, es que ese abordaje deja abiertas cuestiones que podrían estudiarse y discutirse ulteriormente, como por otra parte ocurre con todos los libros. Por no citar más que un ejemplo: el autor presta particular atención a los laicos de esa generación del '50, a su preocupación por el lugar que como laicos les tocaba ocupar dentro de la Iglesia y por las relaciones con la jerarquía -preocupación que compartieron con católicos de otras latitudes-, pero a esa misma generación pertenecen -y sobre ella ejercieron profunda influencia- conspicuos miembros del clero, y en consecuencia de la jerarquía, como Jorge Mejía y Rafael Braun, por no hablar de Gustavo Franceschi, que no perteneció a ella pero constituyó una especie de bisagra entre la vieja y la nueva guardia. Zanca sabe que ésta y otras cuestiones no admiten respuestas tajantes ni unívocas, y ha sido lo suficientemente sabio como para ofrecernos un trabajo que no pretende agotar el tema, sino más bien invitarnos a seguir pensándolo.

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