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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.11 no.2 Bernal dic. 2007

 

ARGUMENTOS

La historia de las ideas Preceptos y prácticas, 1950-2000 y más allá*

 

Anthony Grafton

Universidad de Princeton

 

A mediados del siglo XX, la historia de las ideas se alzó como un nuevo signo del zodíaco sobre vastas áreas de la cultura y la educación estadounidenses. En aquellos años felices, Dwight Robbins, el rector de una facultad a la moda, conservaba en la mesa de su sala de espera "ejemplares de El campo y la ciudad, el Journal of the History of Ideas y una pequeña revista-una revista diminuta- sin nombre". Es cierto, Robbins no existió: era el rector ficticio del también ficticio Benton de Randall Jarrell, una distopía de las artes liberales donde "media facultad estaba diseñada por Bottom el tejedor y la otra mitad por Ludwig Mies van der Rohe".1 La observación sobre el estatus del Journal, sin embargo, era precisa.2
Durante los primeros veinte años desde su fundación, el Journal atrajo el interés de distintos ámbitos, algunos inesperados. Y ocupó una posición única entre las publicaciones especializadas de historia y filología firmemente identificadas con una disciplina, donde los humanistas profesionales normalmente publicaban sus resultados, y las publicaciones trimestrales, a menudo asociadas no a disciplinas sino a universidades y facultades de humanidades, que cultivaban un público lector mixto al que ofrecían tanto ficción y poesía como ensayos. En contraste con ambas, el Journal de hace cincuenta años se nutría de una rica combinación de artículos especializados y ensayos variados que fácilmente podían atraer la atención de un decano sofisticado-o al menos dar una buena impresión en su mesa ratona-. Fue una dicha ser un suscriptor de la revista esos días felices en los que el JHI brilló con algo del lustre que aureoló a Representations en la década de 1980 y más recientemente a Critical Inquiry.3
El motivo más importante de la prominencia del Journal fue que representó un campo nuevo, ubicado seductoramente entre disciplinas tal como el Journal se ubicaba entre otro tipo de publicaciones. En su apogeo, durante la posguerra, la historia de las ideas no fue una subdivisión borrosa de la historia, en sí misma una disciplina cuyo lustre fue opacado por el tiempo, sino una zona sísmica intelectual donde las placas tectónicas disciplinares convergían y se entrechocaban, produciendo ruidos de todo tipo. En años recientes pareció a veces imposible, incluso para observadores entendidos, que la historia intelectual o la historia de las ideas haya gozado alguna vez de este tipo de prestigio. Un cuarto de siglo atrás, Robert Darnton analizó la situación de la historia intelectual y cultural en los Estados Unidos en un ensayo instructivo e influyente. Sirviéndose de un lenguaje donde resonaba más el presidente Carter que el ficticio rector Robbins, Darnton detectó un "malestar" por doquier. En la década de 1950, observó, los historiadores intelectuales habían considerado "su disciplina como la reina de las ciencias históricas. Hoy parece haber recibido una lección de humildad". Es cierto, no eran aún los tiempos de los gritos desesperados de auxilio. Los historiadores continuaron escribiendo historia de las ideas, e incluso para expresarlo con el lenguaje técnico de A. O. Lovejoy o Perry Miller: "entre los términos de moda aún se pueden encontrar 'ideas-unidad' y 'mente'". El entonces reciente Dictionary of the History of Ideas, por otra parte, ofrecía al público lector una amplia selección de análisis formales lovejoyanos sistemáticamente organizados.4
Pero en los últimos diez años, según Darnton, los estudiosos jóvenes, en especial los estudiantes de posgrado, habían abandonado al buen buque Historia de las Ideas, así como el esfuerzo de conversar en términos abstractos con los grandes muertos, para trepar en hordas a una nave más nueva, la Historia Social, que se jactaba de poseer una lista de pasajeros hogarthiana de herejes, inadaptados y mujeres militares. Al nivel de las disertaciones en los departamentos de historia, la historia social estaba dejando atrás a la historia intelectual en una proporción de tres a uno. Al nivel de las publicaciones académicas, la historia social también había tomado la delantera, aunque con un margen menor. Finalmente, en el más oscuro pero no menos importante mundo de la opinión, la decadencia de la historia intelectual aparecía de forma más clara. La historia de las ideas ya no ocupaba la vanguardia de su disciplina en las mentes de los estudiosos jóvenes.
La historia social, después de todo, había captado las mentes de una generación-o un gran porcentaje de éstas- en la década de 1960, debido a la fuerza de sus nuevos métodos y visión así como a las condiciones políticas que inspiraron a muchos historiadores a recuperar la experiencia de quienes no habían tenido poder, voz o privilegios en el pasado. Desde los años 1960 en adelante, el estudio de textos y autores centrales enfrentaría un asedio tras otro, desde la época en que la "irrelevancia" fue la acusación principal hasta la época posterior de las guerras culturales, cuando la tragedia se repitió como farsa. Lo que es aun más importante, la historia intelectual realmente había perdido su ventaja y su coherencia en el mismo período. El derrumbe del liberalismo en la década de 1960 socavó la búsqueda de una "mente nacional" unificada en los Estados Unidos, dejando el campo abierto a los historiadores sociales que hicieron hincapié en las variadas experiencias de aquellos grupos omitidos por la antigua imagen. Durante esa década, los europeos también hallaron imposible trazar las imágenes unificadas de tradiciones intelectuales y períodos culturales que habían ocupado a A. O. Lovejoy y a Carl Becker. En cambio, siguieron la pista de lo que equivalía a biografías intelectuales de individuos o grupos-estudios a menudo eruditos y penetrantes, pero no distintos desde un punto de vista metodológico del trabajo de los historiadores culturales o los historiadores de la ciencia-.5
Darnton percibió signos de vida entre las ruinas. Algunos especialistas-como Carl Schorske y Dominick LaCapra- estaban decididos a poner el énfasis en la lectura directa de textos, obras de arte, incluso piezas musicales. Aunque ambos usaran métodos muy distintos, coincidían en que los historiadores intelectuales debían enfrentar géneros, estilos y detalles particulares de las obras de arte y la literatura analizada antes que reducirlos a ejemplos de conceptos mayores. Otros-ante todo historiadores del pensamiento político como Bernard Bailyn y Quentin Skinner- habían empezado a erigir una disciplina nueva en la cual el contexto-las matrices locales donde los textos fueron forjados y leídos- y el lenguaje-el lenguaje de panfletos humildes y discursos audaces, así como de textos canónicos- ocupaban un lugar central. El pensamiento político era relevante, argumentaba Bailyn, cuando se volvía parte de una discusión mayor desarrollada en la prensa y discutida en las tabernas, como había ocurrido en los Estados Unidos en el siglo XVIII. El pensamiento político cambiaba, sostenía Skinner, cuando alguien se atrevía a usar palabras clave, con malicia premeditada, en sentidos claramente diferentes a los habituales. Si Bailyn proporcionó un nuevo modo de seguir las ideas en acción, Skinner brindó una versión nueva de la historia intelectual misma-cuyas raíces se remontaban a la brillante edición de Peter Laslett del Segundo Tratado de Locke-, que desafiaba todos los modos tradicionales de hacer historia intelectual. El mismo Skinner sostuvo, en un artículo muy influyente, que ningún historiador podía escribir significativamente acerca de las tradiciones intelectuales, interpretar textos antiguos como si se dirigieran a un contexto moderno, o construir una biografía intelectual de un modo útil. Algunos académicos de generaciones anteriores interpretaron este ejercicio crítico formulado con agudeza, dirigido a la eliminación de árboles secos, como un modo de abrir un claro que iba a dejar pocos árboles en pie donde alguna vez dominaron los bosques. Con el tiempo, como veremos, el método de Skinner llevó a resultados notables y atravesó también modificaciones importantes, pero nada de esto podía predecirse con facilidad en la década de 1970.
Otros campos dentro del territorio más amplio de la historia intelectual revelaron ante una inspección más atenta que aún se libraban fuertes debates, siempre una señal preeminente de vida. La historia de la ciencia, por ejemplo, siguió siendo, como durante mucho tiempo, un campo de batalla. Allí donde los marxistas habían enfrentado a los sociólogos de noche, ejércitos doctos de internalistas y externalistas luchaban ahora entre sí a la luz del día. La tensión entre ellos, pensaba Darnton, "continuará siendo creativa… e incluso la actividad científica más recóndita se interpretará dentro de un contexto cultural"-en especial dado que esta tensión apareció en la obra de estudiosos particularmente eminentes y originales como Thomas Kuhn, así como en el territorio que parecía abrirse entre las escuelas enfrentadas-.6 Es más, una serie de temas compartidos vinculaba los proyectos más prometedores: por ejemplo, el esfuerzo de localizar incluso las iniciativas en apariencia más abstractas, desde la filosofía de Harvard hasta la física de Weimar, en contextos institucionales, sociales y discursivos.
A pesar de su reconocimiento hacia estos autores y otros, Darnton consideraba que el escenario era fragmentario y un tanto deprimente. Siguieron apareciendo estudios sólidos sobre las tradiciones intelectuales, algunos magistrales: por ejemplo, Utopian Thought in the Western World, de Frank Manuel y Fritzie Manuel en 1979. Pero pocas empresas en la historia intelectual tuvieron el carácter innovador y la calidad de lectura compulsiva del trabajo realizado por los nuevos historiadores culturales, con su apasionado si bien aún embrionario interés "por el estudio del comportamiento simbólico entre los 'sin voz'".7 Muchos de los historiadores intelectuales más talentosos e inquietos, por otra parte, hundieron sus palas y azadas no en los jardines y canteros largamente cultivados del Renacimiento y la Ilustración y la era de los esquemas evolutivos decimonónicos, sino en las zonas fronterizas cubiertas de grava donde la historia de las ideas bordeaba-o incluso cruzaba hacia- otras formas de historia. Para Darnton, finalmente, la historia intelectual sólo podía sobrevivir si se convertía en una historia esencialmente social y cultural de las ideas y sus portadores.
Las observaciones de Darnton eran característicamente incisivas y en su mayoría justas. Gran parte de los estudiosos más jóvenes en quienes veía una promesa especial en las etapas iniciales de su carrera hicieron más que confirmar sus predicciones, y produjeron una larga serie de libros y artículos influyentes. Muchas de las historias intelectuales más originales e influyentes de las décadas de 1960 y 1970-como Conciencia y sociedad (1958) de H. Stuart Hughes, The Politics of Cultural Despair (1961) de Fritz Stern, El ocaso de los mandarines alemanes (1969) de Fritz Ringer y La imaginación dialéctica (1973) de Martin Jay- ofrecieron nuevos modelos para situar la vida de las ideas en contextos institucionales, sociales y culturales. La nueva historia cultural que Darnton vio nacer a fines de la década de 1970 llegó a ocupar un lugar especial en la investigación y la enseñanza de la historia, tal como lo predijo, en los años de 1980 y 1990-el período en que La gran matanza de gatos del propio Darnton, El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg, La muerte de la mujer Wang de Jonathan Spence y El palacio de la memoria de Mateo Ricci de Jonathan Spence captaron un vasto público lector y transformaron la enseñanza de la historia en todo el país-. Estudios de este tipo, que, a menudo exitosamente, captaron mundos de la experiencia no registrados ni explorados previamente, definieron un sector de crecimiento en la historiografía intelectual y cultural de las décadas por venir. Quizás aquellos historiadores de las ideas que sentían y mostraban un malestar en los años de 1970 estaban en lo cierto.8
Como un nuevo grupo editor asume en el Journal, parece correcto echar otra mirada amplia al desarrollo de nuestro campo. Después de todo, ahora podemos mirar hacia atrás, y hacia adelante, con otros veinticinco años de experiencia como guía, y con toda la caridad y la claridad que ofrece la visión retrospectiva. Si lo hacemos-y en especial si exploramos el mismo escenario-no, como se le pidió a Darnton, desde el interior de la disciplina de la historia, sino desde el espacio interdisciplinario que el Journal of the History of Ideas siempre ha ocupado- podemos observar que la cuestión no era tan sombría como parecía a fines de la década de 1970. Las disciplinas humanísticas se estaban desplazando, a su modo glacial e irrefrenable. Y aunque alrededor de los años de 1980 parecían disgregarse, en los hechos se estaban reuniendo en nuevos puntos y transformándose unas a otras en el proceso. Los temblores que produjeron pronto reorientarían a la historia intelectual. Y la fuerza residual que el campo y el Journal exhibieron en los años de 1990 y después estuvieron muy vinculados a las raíces de las que surgieron.
Para empezar por el principio: el Journal y la iniciativa que representaba nunca tuvieron la intención de ser enteramente subsidiarias, ni siquiera de forma parcial, de la disciplina histórica. Los estudiosos que mencionan el nombre de A. O. Lovejoy en la actualidad a menudo lo hacen para satirizar sus métodos. Arnaldo Momigliano habló en nombre de muchos antes y después de él cuando comparó a Lovejoy y su visión de las "ideas-unidad" con la del académico de Oxford Margoliouth, quien creía que había treinta y dos Ur-chistes indoeuropeos de los que derivaba todo el resto. "Lovejoy, bromeó, no creía que la cantidad de Ur-ideas fuera mucho mayor."9 En los hechos, sin embargo, Lovejoy se interesó de forma tan apasionada por las instituciones y sus habitantes de carne y hueso como por las ideas abstractas-fue, después de todo, uno de los fundadores de la AAUP (American Association of University Professors)-.10 Diseñó de modo deliberado la historia de las ideas, según explicó en el primer número del Journal, como un campo cuya existencia debía ser necesariamente interdisciplinaria. Y su programa para la organización externa del campo derivaba de su visión del contenido y del método del mismo.
Las síntesis condensadas de la obra de Lovejoy a menudo lo presentan-y en ocasiones lo descartan- como alguien que quería reducir todas las obras de la literatura y el arte a ilustraciones de doctrinas filosóficas particulares. Lovejoy se propuso, en efecto, hacer un mapa de las "ideas-unidad" que, según creía, originalmente habían enmarcado, y ahora debían invocarse para explicar, todas las grandes obras de la literatura y el arte, así como de la ciencia y la filosofía, en la tradición occidental. No debería sorprender que Lovejoy considerara que los sistemas de ideas eran el núcleo de sus estudios. Era un filósofo por formación. También lo era Philip Weiner, durante cuarenta y cinco años editor ejecutivo del Journal, y esa visión conjunta fue la que con el tiempo dio forma a la revista y al campo. Pero aunque ambos abrigaban una preferencia personal por los estudios de las ideas formales, también coincidían en que las ideas debían estudiarse en tanto estaban expresadas en todo el campo de la cultura. Es más, Lovejoy dejó en claro que para él es "en la historia de la filosofía donde se encuentra la trama seminal común, el locus de la manifestación inicial escrita, de la mayoría de las ideas más fundamentales y omnipresentes". Pero también sostenía que estas ideas se manifestaban a través de modos múltiples y variados: explorar la vida de una idea, por caso la de "evolución", exigiría un conocimiento experto de campos que van de la geología a la estética, así como una firme habilidad para distinguir los distintos significados de palabras y frases particulares en los textos de un período dado. Lo mismo es aplicable, incluso más claramente, al estudio de categorías más amplias y confusas como "romanticismo", a la que Lovejoy dedicó páginas que han sido, desde su publicación, tan polémicas como influyentes.11 A fin de llevar a cabo esta tarea inmensa-Lovejoy sostuvo desde el principio- estudiosos detallistas de todas las disciplinas humanísticas debían colaborar, dado que ningún individuo con una formación normal y limitada podía esperar agotar la historia de una única idea-unidad real por su cuenta-y mucho menos completar el análisis de ninguna de las enormes obras que corporizaban estas entidades abstractas pero poderosas-. Los humanistas, en efecto, debían emular a las ciencias y trabajar en colaboración. Al hacerlo, sugirió Lovejoy sin ironía, podrían crear un comentario al Paraíso perdido de Milton con un nivel de precisión y completud que ningún individuo, por erudito y enérgico que fuera, podría lograr.12 Durante décadas fue normal criticar a Lovejoy alegando que quería reducir el arte y la literatura a la expresión de ideas formales. La crítica tiene sus ventajas-aunque ignora el énfasis de Lovejoy en el poder emocional con el que los intelectuales cargaron una idea como la de la gran cadena de la vida-. Lovejoy regularmente invitó a representantes de otras disciplinas humanísticas a colaborar en la trama de esta historia mayor-incluso a pesar de que debe haber sospechado que traerían consigo sus propias prioridades y prácticas, y que encontrarían las de él deficientes al menos en algunos aspectos-.
Desde un principio, en otras palabras, Lovejoy previó la historia de las ideas como un campo donde se encontrarían estudiosos con formaciones disciplinares y lealtades variadas. El rol del Journal iba a ser tanto social como intelectual. Así es exactamente como la historia de las ideas había funcionado durante décadas en la propia universidad de Lovejoy, Johns Hopkins, antes de que naciera el Journal. Sin ser un docente carismático, Lovejoy atrajo a algunos graduados al Departamento de Filosofía del que él y George Boas eran los únicos miembros. Pero el Club de la Historia de las Ideas que él y Boas habían fundado en 1923 se convirtió en una empresa interdisciplinaria extraordinariamente exitosa, si bien a veces algo "zoológica"-un punto de encuentro regular donde los miembros del cuerpo docente de humanidades de la erudita y articulada Hopkins podían exponer y disputar entre sí a un muy alto nivel-.13 Sin ser profeta en su propia tierra, Lovejoy halló a uno de sus críticos más agudos en casa en la persona de Leo Spitzer, quien se unió al cuerpo docente de Hopkins como exiliado en la década de 1940 y sostuvo, en oposición a Lovejoy, que sólo una combinación de precisión filológica en el análisis del lenguaje y una Geistesgeschichte evocativa para la recreación de contextos podía brindar un método adecuado a las necesidades de la nueva disciplina. En cuanto al método de Lovejoy, representaba un retroceso respecto del método romántico-al cual, pensaba Spitzer, Lovejoy acusaba en gran medida por el ascenso del nazismo- hacia el análisis superficial de la Ilustración: "me parece trágico que al separar inorgánicamente ciertos rasgos del romanticismo para trazar líneas de continuidad con nuestro tiempo, el historiador de las ideas haya descartado el método mismo, descubierto por los románticos, que es indispensable para la comprensión de la alternancia de climas históricos o culturales".14 Lovejoy disintió, con temple y cierta aspereza.15 Pero dado que no entendía la historia de las ideas como un conjunto de doctrinas, sino como un centro para el debate fructífero y apasionado, el Journal publicó la crítica de Spitzer así como la réplica de Lovejoy. En cierto sentido, la recepción tibia de Lovejoy en Harvard, donde los filósofos abandonaron las conferencias que se convirtieron en La gran cadena del ser, en las que permanecieron los estudiosos de literatura, sólo confirma el punto central. En el sistema universitario estadounidense de preguerra, donde los docentes dictaban muchas horas de cátedra por semana, llevaba bastante tiempo terminar un doctorado y muchos años más de lucha alcanzar el primer peldaño en el camino a la titularidad. En un sistema que no se podía jactar de las conferencias, los talleres y las becas posdoctorales que hoy conducen a los estudiosos jóvenes de múltiples disciplinas a un intercambio productivo, la historia de las ideas era uno de los pocos salones que estimulaban las conversaciones adecuadas. En el Journal y en los campos que cubría, disciplinas que usualmente tenían poco contacto entre sí-la literatura y la historia inglesas, por ejemplo- podían encontrarse y discutir textos de interés común en modos productivos. Así lo hicieron también los estudiosos llegados como refugiados políticos y sus colegas y discípulos estadounidenses que hicieron del Journal una de las publicaciones académicas más cosmopolitas.
En los años de 1950, a medida que los sucesivos números del Journal establecieron el interés y la legitimidad del campo y se expandió la educación de posgrado en el ámbito de las humanidades, la disciplina exhibió su atractivo interdisciplinario en numerosas instituciones. En la Universidad de Columbia, por ejemplo, Rosalie Colie y Samuel Mintz-formalmente una licenciada en literatura y un filósofo- fundaron en 1954 un Newsletter de historia de las ideas. Esta publicación inquieta, incluso frenética, dio a los estudiantes de posgrado y a los estudiosos jóvenes un lugar donde publicar fuentes primarias breves, reseñar libros y presentar sus propias ideas sobre el pasado y la disciplina de la historia intelectual. Suscitaba una participación animada y provocaba un interés muy amplio. Cuando Colie misma se aventuró a afirmar que el mejor modo de enseñar la historia de la ciencia era como historia social, recibió respuestas duras y críticas de distinguidos historiadores y especialistas en literatura de todo el país, incluyendo eminencias tales como Crane Brinton y Harcourt Brown-un historiador y un licenciado en literatura respectivamente-. Aunque Colie se pronunció "realmente aplastada" por sus réplicas, las rebatió con un vigor y una confianza características.16 En la era de los sitios web y los blogs, es saludable recordar que el correo de los Estados Unidos y el mimeógrafo podían sostener una red nacional e interdisciplinaria de esta calidad. Columbia continuaría siendo un gran centro para la historia intelectual en las décadas siguientes. Es evidente, por tanto, que la historia de las ideas y el Journal florecieron en cierta medida debido a que brindaban algo de lo que hoy proveen los campus de humanidades-espacios entre disciplinas, donde los académicos pueden reunirse, llegar a dominar uno las herramientas del otro y aplicarlas a sus propios objetivos-.
Es más, en su primer apogeo la historia de las ideas floreció en muchos contextos y por distintos motivos. En gran medida, se basaba en fundamentos pedagógicos que habían surgido independientemente de Lovejoy y el Journal. Tras la primera Guerra Mundial, universidades urbanas como Columbia y Chicago crearon cursos introductorios sobre la civilización occidental. Los administradores y los profesores veían estos estudios como un modo vital de impartir un fundamento común, o al menos aplicar una capa compartida, a sus estudiantes étnicamente variados y culturalmente poco pulidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, cursos de amplio espectro de este tipo asumieron una nueva función, ya que proporcionaban a los veteranos que estudiaban en el programa de las fuerzas armadas no sólo los elementos de una educación humanista, sino también una aproximación a textos que podían usar para trabajar sobre su experiencia en las islas del Pacífico y el bombardeo sobre Berlín.17
Estos cursos atraían a docentes de diversas disciplinas. A menudo, tal vez por lo general, la enseñanza era grupal. Y estaba enriquecida por exposiciones formales donde un miembro de la cátedra presentaba textos o problemas particulares a sus colegas. Civilización Occidental-o como se la llamaba en Columbia, Civilización Contemporánea- se convirtió en algo semejante a un modo de vida. También sirvió, en Columbia, como cimiento del Coloquio de Humanidades-dos años intensivos dedicados al estudio de grandes obras, donde un cuerpo docente que incluía a Jacques Barzun y Lionel Trilling debatía, ante sus estudiantes, las virtudes de los enfoques históricos y no históricos de los textos-. El legendario curso de Crane Brinton sobre Hombres e Ideas en Harvard impulsó a una gran cantidad de estudiantes en otra dirección, hacia el vínculo entre las ideas y la acción. La existencia de estos cursos significaba que estudiantes de muchas, sin bien para nada todas, las facultades y universidades estaban preparados, incluso condicionados, para entender la historia intelectual como un campo vital-al que les resultaba más fácil ingresar y cuyas prácticas les llegaban con una sensación de naturalidad-. Historiadores cuyas propias carreras tomaron direcciones radicalmente diferentes en los las décadas de 1950 y 1960 rindieron un tributo elocuente, en años recientes, a los estudios interdisciplinarios de civilización occidental que los establecieron en el camino a la erudición.18
Es más, la historia de las ideas fue un campo de investigación prestigioso antes de que Lovejoy publicara sus primeros artículos sobre la evolución en Popular Science Monthly, o que los primeros nuevos historiadores comenzaran a diseñar sus cursos en el campo. Donald Kelly ha rastreado, en un libro convincente y erudito, la ascendencia de la historia de las ideas-una cadena de estudiosos, filósofos, científicos y reformadores sociales que se extiende desde las nuevas universidades de investigación del siglo XIX hasta la antigüedad clásica-. Los filósofos griegos redactaron historias doxográficas de la filosofía, pintaron retratos polémicos de sus predecesores y ocasionalmente prosiguieron investigaciones sistemáticas acerca del desarrollo de la astronomía o la anatomía. Los estudiosos medievales escribieron genealogías y-en el caso notable de Roger Bacon- organizaron investigaciones formales acerca de los motivos por los cuales ciertos pensadores más antiguos habían generado resultados sólidos y útiles. Los humanistas del Renacimiento compilaron lo que llamaban "historias literarias"-investigaciones ricas, complejas y a veces perversamente polémicas acerca de la historia de las disciplinas, desde la misma historia hasta la astronomía y las matemáticas-. Francis Bacon encontró tan estimulante esta forma de erudición humanista que urgió a sus lectores a compilar, siglo por siglo, las historias de las diferentes artes y disciplinas y las condiciones que las habían hecho florecer o declinar. En los siglos XVIII y XIX, finalmente, las historias de la filosofía, la ciencia, la literatura y el pensamiento social se convirtieron en una ocupación central de pensadores tan influyentes como Victor Cousin e Hipólito Taine, y a menudo se consideró la escritura de historias apropiadas como condición indispensable para la reforma mayor de la vida intelectual.19
Estas iniciativas variaron de forma radical en carácter y método. Incluso en la Alemania del siglo XIX, quizás el locus classicus occidental para el desarrollo de los enfoques históricos de todas las formas del conocimiento, la historia formal de la filosofía echó raíces sólo gradualmente, a medida que la enseñanza universitaria empezó a adoptar el método seminarial de lecturas colectivas rigurosas de textos más antiguos, y floreció en una variedad salvaje de formas, muchas de ellas carentes de la inspiración hegeliana que alguna vez se consideró que volvió histórica a la filosofía. Es más, gran parte del trabajo en este campo prosiguió en aulas antes que en estudios mientras los filósofos ofrecían cursos formales sobre la historia de su materia, que apenas había empezado a ser estudiada.20 Lo mismo es cierto de muchas otras disciplinas que se volvieron elocuentemente autoconscientes en el siglo XIX, desde la filología hasta la física, y cuyas historias disciplinares en muchos casos aún no habían atraído a sus historiadores. No obstante, es sorprendente ver cómo la historia de las ideas se escribía y enseñaba ampliamente, mucho antes de que nadie pensara en incluirla dentro de la disciplina de la historia.
En las últimas décadas resplandecientes de la cultura liberal decimonónica, las historias de las ideas-así como las historias de la filosofía- prosperaron, en especial en el mundo angloparlante. John Draper y Andrew Dickson White se sirvieron de la historia para examinar el conflicto milenario entre ciencia y religión en libros enormes que hoy conservan cierta relevancia. Cuando el consenso liberal se acercó a su extraña muerte, la historia de las ideas se convirtió en una preocupación central de intelectuales británicos como los Carlyle, Leslie Stephen y J. B. Burry, cuyos libros no tienen rival en el continente. En los años en que la modernidad parecía haber creado una civilización y una tecnología exitosas, la historia de las ideas que apuntaló el mundo moderno llegó a parecer tan apremiante como la historia de las batallas y las constituciones-quizás más, para un público lector amplio no académico-. Momigliano, en un texto de la década de 1970, recuerda que en su época de estudiante en los años de 1920 había considerado la historia de las ideas como una especialidad británica. Le resultó desconcertante, por tanto, que al llegar a Oxford en 1939, "alcanzara con mencionar la palabra 'idea' para recibir la dirección del Instituto Warburg".21 Al estallar la Segunda Guerra Mundial, historiadores de las ideas como Herbert Butterfield quedaron aislados, al menos entre los profesionales británicos. El mapa intelectual de la generación previa había tenido una apariencia bastante distinta. Cuando reformistas estadounidenses impulsores de una "nueva historia" como Charles Beard comenzaron su campaña contra los relatos políticos de una historiografía más antigua y positivista, después de la Primera Guerra Mundial, importaron estos excelentes productos extranjeros-como hizo Beard cuando reimprimió la historia de la idea de progreso de Bury con una larga y admirativa introducción-.22
La sensación de que la historia de las ideas formaba parte de un enfoque progresista de la historia y la sociedad-y el esfuerzo por usar el método para trabajar no sólo, como hizo Lovejoy, el desarrollo de la metafísica y la estética, sino también los senderos por los cuales las ideas habían moldeado, y podían remodelar, el orden social y político- no se disipó con las corrientes de reforma de principios de la década de 1920. Autores como Vernon Parrington y, posteriormente, el brillante outsider Richard Hofstader, utilizaron la historia de las ideas para comprender de dónde provenían las energías de los Estados Unidos-y para rastrear las líneas defectuosas dentro del mundo del intelecto estadounidense-. En una fecha tardía como la década de 1960, los cursos sobre historia intelectual de las principales universidades estadounidenses-por ejemplo, los famosos cursos introductorios que ofrecía George Mosse en la Universidad de Wisconsin- aún servían como principal punto de encuentro para cientos de estudiantes críticos del orden existente en la sociedad y el Estado-incluso cuando, como en el caso de Mosse, el contenido del curso se mantuviera firmemente en el reino de las ideas, y el instructor estuviera claramente resuelto a revelar a sus estudiantes los errores y las contradicciones que volvían inútiles sus propios programas-. En este sentido, la relación entre historia intelectual y protesta social no fue simple ni unidireccional, ni siquiera en el apogeo de la historia social.
Otras tres corrientes de pensamiento y praxis confluyeron en la historia de las ideas y ayudaron a fertilizar el suelo que cultivaban sus practicantes. Una era decididamente extranjera. Desde mediados del siglo XIX en adelante, los estudiosos alemanes habían experimentado con varios modelos nuevos para el estudio de las culturas. Jacob Burckhardt y sus muchos discípulos y críticos concibieron nuevos modos de representar las culturas del pasado como totalidades, ofreciendo nuevos contextos para el estudio de ideas y pensadores del pasado. Aby Warburg y sus discípulos crearon modos igualmente nuevos de rastrear tradiciones a lo largo de siglos de historia occidental, siguiendo las desapariciones y reapariciones de símbolos y explicando sus transformaciones y sus sentidos más amplios, en un rico cruce entre disciplinas. En el mismo período, distintos medievalistas dentro y fuera de Alemania usaron las mismas armas de Burckhardt en su contra, creando historias de los siglos medievales que, como la historia del Renacimiento de Burckhardt, hacían hincapié en el reino de la cultura y las ideas a la vez que sostenían que los hombres y las mujeres medievales habían sido mucho más realistas, menos encadenados a la autoridad, de lo que Burckhardt creía.
Estos debates se desplazaron a América del Norte y se instalaron allí cómodamente incluso antes de que terminara el siglo XIX. Medievalistas pioneros como Charles Homer Haskins y Lynn Thorndike atacaron las mismas preguntas, empuñando vastas reservas de nuevo material derivado de bibliotecas y archivos europeos. El Journal of the History of Ideas proporcionó, entre otras cosas, una plataforma para el debate y la interrogación sobre estos temas ya existentes-espacio que pronto estuvo tan abarrotado que se parecía más a La balsa de la Medusa que a la apacible Escuela de Atenas-. De todas las empresas norteamericanas en la historia de las ideas, History of Magic and Experimental Science de Thorndike fue quizás la de mayor escala. Su inspiración intelectual derivaba directamente del debate europeo acerca de la Edad Media y el Renacimiento.
Es más, la corriente de nuevos métodos y materiales del extranjero siguió creciendo durante las primeras décadas de la carrera de Lovejoy, mientras las academias europeas se desplazaban en nuevas direcciones y luego, más rápidamente, cuando los académicos europeos comenzaron a hacer su translatio studii hacia los Estados Unidos. Friedrich Meinecke proporcionó nuevos modelos para comprender la historia de formaciones intelectuales fundamentales como el historicismo. Werner Jaeger demostró cómo escribir la biografía de un gran pensador, Aristóteles, que no había dejado correspondencia y cuyo desarrollo mental sólo se podía establecer mediante el análisis interno de sus textos. En las décadas de 1950 y 1960, los miembros jóvenes de estas escuelas extranjeras, desarraigados por Hitler de sus hogares alemanes, transformaron las humanidades en los Estados Unidos-o al menos llegaron a publicar en inglés-. Erwin Panofsky proporcionó una versión elegante y accesible del método de Warburg a generaciones de estudiosos jóvenes, de ningún modo sólo historiadores del arte. Sus antiguos colegas en el Instituto Warburg, entonces restablecido en Londres, desarrollaron su método de diferentes modos, no sin generar polémicas. Mientras tanto, Felix Gilbert y otros refugiados políticos alemanes ofrecían una forma del método de Meinecke más aguda y archivística tanto a los estudiantes de ideas europeas como americanas, y Hans Baron desplegó de un modo brillante los métodos de historia cultural de la escuela de Leipzig para transformar el estudio del humanismo renacentista. Leo Spitzer y Erich Auerbach transmitieron versiones diferentes de la filología y la hermenéutica alemanas a estudiantes de posgrado estadounidenses. El método rigurosamente analítico de biografía intelectual de Jaeger, concentrado en la búsqueda de inconsistencias y fisuras en obras en apariencia acabadas y coherentes, dio a Gilbert, Baron, Hexter y muchos otros, un nuevo modo de estudiar a Maquiavelo, cuya obra se convirtió en un semillero para los nuevos métodos. Estos académicos consideraban que la redatación y la descomposición de textos clásicos y en apariencia coherentes como El príncipe y los Discursos era un modo de transformar lo que parecían fisuras y contradicciones-como el intenso y paradójico contraste entre el absolutismo y el inmoralismo pragmáticos de El príncipe y el republicanismo de los Discursos- en evidencias del desarrollo intelectual, a menudo en respuesta a circunstancias externas particulares, de tipo biográfico y político. Es conocida la aplicación de Hexter del mismo método a Tomás Moro, y gradualmente la biografía intelectual-un enfoque que combinaba el interés por el contexto y el desarrollo con una lectura atenta de los textos que habían formado el centro de las vidas de los intelectuales del pasado- se estableció como un enfoque estándar, que difería de la biografía llana de un intelectual, enraizada en el estudio de textos.23 La corriente de modelos y estímulos del extranjero nunca se secó. Incluso Gran Bretaña-que ya no se consideraba a sí misma, en la década de 1950, afecta a la historia de las ideas- dio refugio al brillante Isaiah Berlin, que tuvo más alumnos y discípulos en los Estados Unidos que en su patria, así como a investigadores jóvenes como John Burrow, cuyo Evolution and Society: A Study in Victorian Social Theory de 1966 se convirtió en un modelo para los historiadores estadounidenses del pensamiento social.
En esos años, los programas ingentes de traducción y edición en rústica con el apoyo de la Fundación Bollingen y el ascenso de las nuevas editoriales de libros en rústica, ante todo Harper, hicieron que la obra de estos estudiosos, y de algunos de sus maestros, fuera accesible para un público amplio en los Estados Unidos. Momigliano recuerda que poco después de haber llegado al University College London se dio cuenta de que los historiadores intelectuales más ilustres y perspicaces de la institución eran los historiadores de la ciencia, estudiosos como Michael Polanyi cuyas intuiciones no derivaban de una formación como historiador y que no dictaba clases en el departamento de historia. Las fronteras entre disciplinas eran menores en los Estados Unidos que en Gran Bretaña-tanto como para que estudiantes y docentes a menudo pudieran ver a través de ellas-. Nadie podía comenzar a estudiar la historia intelectual europea en los Estados Unidos en los años de 1950 y 1960 sin notar que algunas de las mentes más originales y poderosas en el campo eran historiadores del arte-ante todo, tal vez, Panofsky, cuya versión modificada de Burckhardt estableció una agenda intelectual para la investigación sobre el Renacimiento incluso mucho después de su muerte-. Pero Panofsky estaba flanqueado, en su aparición dentro del mercado de las ideas estadounidense, por exponentes tan fuertes de enfoques diferentes sobre los mismos problemas como Ernst Robert Curtius, Jean Seznec y Edgar Wind.24
Hubo una segunda corriente que emanó decididamente de fuentes nativas. Hoy es habitual mirar hacia atrás con ira-o a veces con pena- ante el ascenso de los American Studies. Estudiosos nutridos en Said, Foucault y Bourdieu pueden detectar con facilidad la ceguera que siempre acompañó a la agudeza, a veces dominándola, en historiadores fundacionales del pensamiento estadounidense como Perry Miller y F. O. Matthiesen. Demasiado a menudo éstos tomaban el texto como una clave para entender a toda la sociedad-y unos pocos textos, elegidos a veces antes de una investigación a gran escala, como claves de universos enteros-. Retrospectivamente, su pasión por hallar la estructura, la metáfora o el tropo que gobernaba y expresaba a la cultura estadounidense como un todo parece ingenua.
Y sin embargo, los pioneros de los American Studies estaban impulsados por un gran entusiasmo que es difícil de volver a captar en una época donde nadie duda de que los escritores y filósofos estadounidenses merecen una atención académica seria. En las primeras décadas del siglo se requería coraje para manifestar respeto por Walt Whitman o Theodore Dreiser; más coraje aun para dedicarse al estudio de la literatura o la historia intelectual estadounidenses. Es más, los estudiantes del pensamiento estadounidense pronto comenzaron a revelar a europeístas atónitos el significado de textos y desarrollos que los europeístas mismos habían desatendido. Perry Miller y Samuel Eliot Morison, por ejemplo, anunciaron por primera vez la importancia vital que muchos puritanos atribuían a las reformas de la dialéctica y la retórica exigidas por el humanista francés Petrus Ramus-una figura muy descuidada en esa época en el estudio de la historia intelectual británica y europea-.25 Estudios posteriores nos han mostrado que el Harvard puritano también sostuvo un interés muy significativo, que Miller y Morison no llegaron a detectar en su totalidad, por las tradiciones de la filosofía escolástica, y en ese sentido han modificado las estructuras montadas por esos esforzados gigantes.26 Pero el redescubrimiento de Ramus en los Estados Unidos ha impulsado cambios importantes en la historia intelectual de la Europa moderna temprana. Lo mismo puede decirse del redescubrimiento por parte de Lewis Hanke del uso que se hizo de Aristóteles en la modernidad temprana para justificar la imposición de la esclavitud a los habitantes del Nuevo Mundo. El inicio de la historia intelectual estadounidense, en cierto sentido, creó la posibilidad de estudiar la recepción de textos, métodos e ideas-y lo hizo mucho antes de qu el término "recepción" hubiera recibido algo parecido a su significado actual-.
Finalmente, se produjo una intersección entre la historia de la ciencia y la historia de las ideas, en los años iniciales de ambos campos, de modos que se han vuelto difíciles de recapturar. La historia de la ciencia, como la historia de las ideas, llegó envuelta por el atractivo del tema nuevo-interesado, como la historia de las ideas, por los orígenes de la modernidad misma-. Es más, los historiadores de la ciencia más influyentes del mundo angloparlante se interesaron ante todo por los grandes episodios tempranos de la historia moderna de la ciencia: el ascenso de una imagen mecánica del mundo, la caída del aristotelismo, la aparición de nuevos métodos científicos y la teoría de la evolución y sus fuentes. Todos estos temas estaban íntimamente ligados a los problemas clásicos de la historia de la ciencia, tal como los habían definido Bury y Lovejoy, más allá de sus diferencias de método y énfasis: cómo el universo estable y eterno de la Gran Cadena del Ser y la historia estable y repetitiva de la tradición clásica y medieval se habían convertido en el universo infinito y cambiante de la ciencia moderna y la fe en un progreso infinito compartida por capitalistas y marxistas.27
La historia de la ciencia, por consiguiente, se convirtió en una de las principales-quizás la principal- subdivisión de la historia intelectual en el período que va de la década de 1930 a la de 1960. Muchos estudiosos formados en historia o en historia de la literatura hicieron del desarrollo de la ciencia y su impacto su principal objeto. El Journal publicó un sinfín de investigaciones, no sólo acerca de cuestiones intelectuales obviamente centrales como los orígenes del heliocentrismo o la evolución, sino también de ámbitos más amplios, con un sabor social e institucional propio: por ejemplo, la cultura de los virtuosi, quienes en el siglo XVII construyeron las nuevas academias y sociedades que por primera vez dieron un fundamento institucional único a la investigación sobre la naturaleza. Los historiadores de las ideas consideraban central su trabajo para comprender la antigua imagen del mundo que la ciencia moderna había destruido y reemplazado, las raíces intelectuales de la práctica y la ideología científicas modernas, y la transformación de la literatura de imaginación bajo el impacto de nuevos descubrimientos científicos-un campo en el que Marjorie Nicolson y Rosalie Colie, entre otros, realizaron trabajos que siguen siendo clásicos hasta la actualidad-. No es de extrañar, entonces, que la historia intelectual parecía tener buena salud en el albor de la década de 1960.
¿Por qué entonces Darnton-y muchos otros observadores- creían ser testigos de una decadencia precipitada, sólo diez o quince años después de que todas estas corrientes confluyeran en la desafiante nueva ola de los sesenta? Darnton mismo identificó algunos de los factores centrales-en especial el ascenso de una nueva historia social y cultural desafiantes- que operaban dentro de los departamentos de historia. Pero hubo otros desarrollos igual de importantes, y tal vez más. El Journal, como hemos visto, fue inusual en parte debido a su convocatoria desenfadada a la colaboración interdisciplinaria. Durante los años de 1950-en parte debido a la formación universitaria común compartida por la mayoría de los profesores- el enfoque histórico formó parte del método habitual en la mayoría de las disciplinas humanísticas. Pero surgieron rivales. Muchas de las publicaciones literarias trimestrales que en la década de 1940 habían alentado a Panofsky, Edmund Wilson y otros a adoptar enfoques principalmente históricos del arte y la literatura se aliaron entonces al New Criticism. Los mismos que antes fueron outsiders radicales rápidamente llegaron a dominar algunos de los departamentos de literatura más influyentes, y exigieron que los cursos sobre literatura y artes se despojaran del envejecido aparato de erudición en favor de una confrontación directa y formal con el texto literario o la obra de arte.28 Los historiadores literarios, los antiguos "eruditos aventureros" que alguna vez habían hecho de los departamentos de literatura colmenas de investigación histórica sobre las condiciones de la técnica escénica en Londres, las minucias de la variación textual en manuscritos e impresos y la historia intelectual de Inglaterra y los Estados Unidos se encontraron cada vez más excluidos, descartados por pedantes. Lo mismo, a menudo, ocurrió con los historiadores del arte iconológicos, cuyo trabajo resultaba ingenuo en una época en que tanto la historia social como el análisis formalista parecían ofrecer una comprensión más cabal del campo visual. Aunque la historia de las ideas mantuvo practicantes y aliados en el mundo académico de los estudios literarios, pocos tuvieron el papel dominante de una Marjorie Nicolson en la década de 1950.
Más grave aun, quizás, fue la embestida contra la historia y la tradición que barrió prácticamente con toda la filosofía precedente. Antes de la Segunda Guerra Mundial, muchos departamentos de filosofía habían sido eclécticos, aunque pocos podían rivalizar con la erudición pura de los dioscuri de Hopkins, Boas y Lovejoy. En los años de 1960 y después, sin embargo, se difundieron nuevas filosofías desde Viena, Cambridge y Oxford hacia las universidades estadounidenses. Aunque mucho más variados de lo que alegaban sus observadores hostiles, los nuevos enfoques compartían una intensa hostilidad hacia muchas tradiciones filosóficas. La filosofía moral y la metafísica a menudo fueron descartadas como esfuerzos inútiles por abordar preguntas que nunca podrían obtener respuesta. Lo mismo ocurría con el estudio de la mayoría de los textos escritos antes del Tractatus de Wittgenstein-a excepción de unos pocos ejemplos que se salvaban, trabajos tempranos cuyo tecnicismo los hacía interesantes o cuya tontería volvía entretenida su refutación-. "Simplemente diga no a la historia de las ideas", un cartel hoy famoso con un extraño emblema, visto por primera vez en la puerta de un prestigioso departamento de filosofía en Princeton, fue el epítome de una actitud que marginaba el método y la mayoría de los objetos de la historia de las ideas. La gran cadena del ser de Lovejoy, en particular, ejemplificó el tipo de estudio que la mayoría de los filósofos profesionales quería abandonar, en todo sentido, desde su pasión por cuestiones intempestivas a la brevedad con la que trataba textos y pensadores individuales.29
Estos cambios estructurales en las disciplinas humanísticas pusieron en cuestión el concepto mismo del trabajo interdisciplinario. Los críticos y los filósofos que aceptaron las versiones más radicales del programa del New Criticism o el wittgensteinismo, en principio, no podían aceptar que los esfuerzos por participar en debates con historiadores o humanistas de visión histórica prometieran mucha ilustración-y mucho menos comprometerse para cooperar con ellos en la enseñanza de lo que por fuerza parecían cursos intelectualmente blandos, que desestimaban los principios y las herramientas más vitales de las nuevas humanidades-. Algunos campos-los estudios clásicos, por ejemplo- parecían más reacios a adoptar un enfoque ahistórico. Pero también se expandían, y su literatura se estaba convirtiendo en un cuerpo independiente de estudios-que los historiadores de otros campos encontraban cada vez más denso e impenetrable-.
Incluso la historia de la ciencia-alguna vez el sostén más firme de la historia de las ideas- se independizó de la nave madre en los años de 1960. Los historiadores de la ciencia ahora atravesaban una forma separada de formación de posgrado, escribían para un número creciente de publicaciones especializadas en historia de la ciencia y se volvían en su investigación hacia períodos posteriores de la ciencia moderna-períodos en los que el trabajo realizado era tan técnico que los historiadores ordinarios no podían seguir rigurosamente la lectura de los textos, y mucho menos la reconstrucción precisa de experimentos, observaciones y cálculos-. Si el malestar rondaba a muchos historiadores de las ideas en la década de 1970-y este autor recuerda que así fue- sin duda en gran parte se debió a la sensación de que lo que había parecido un continente intelectual sólido, donde se producía la intersección de las
disciplinas humanísticas, había resultado ser un casquete polar menguante, y los antiguos habitantes de asentamientos prósperos en zonas de intercambio se encontraron aislados en témpanos derretidos. La historia de las ideas-encarnada por el Journal y practicada por una comunidad más amplia de humanistas- atravesó genuinos problemas estructurales. Combinadas con las tribulaciones mayores de la academia en una época de reducción de tamaño acelerada-y el temor asociado de que un tópico o método equivocados pudieran condenar de por vida a la venta de libros usados o a manejar un taxi-, estas condiciones contribuyeron tanto como el ascenso de la historia social a la inseguridad y el desasosiego de los historiadores de las ideas, y a desalentar a los estudiantes que valoraban de modo razonable la información que el mercado les ofrecía acerca de las formas tradicionales de investigación en el campo.
Y sin embargo, exactamente en este período-fines de los años de 1970 y principios de los de 1980- se produjo una serie de cambios, todos vinculados aunque no a un mismo nivel, que permitieron no sólo la supervivencia del campo, sino la adopción de nuevos métodos y el abordaje de temas nuevos. En el ámbito de la historia, en primer lugar, los estudiosos dieron un giro casi concertado, en retrospectiva, hacia historias internalistas detalladas de los campos y las disciplinas que alguna vez habían considerado deliberadamente ajenos y en términos más generales. En historia de la filosofía, por ejemplo, Darnton llamó la atención sobre el libro deslumbrante de Bruce Kuklick sobre Harvard, publicado entonces poco tiempo atrás.30 Pero otros historiadores de oficio también publicaron en esos años estudios sobre filósofos, algunos-como Morris Raphael Cohen y los discípulos de Hegel- cuyo profesionalismo y tecnicismo eran bien conocidos, en tanto que otros-como Lorenzo Valla y Francis Bacon- fueron redescubiertos como jornaleros en viñas técnicas.31 Docentes carismáticos como Charles Schmitt, Amos Funkenstein y Martin Jay encontraron muchos estudiantes dispuestos a enseñar y escribir historia, pero cuyos intereses residían en lo que poco tiempo atrás parecía una zona fronteriza entre la historia y la filosofía.
Es más, lo que en retrospectiva parece un giro técnico en la historia intelectual atrajo a estudiosos cuyos intereses no eran en lo principal, o al menos no sólo, filosóficos. Historiadores del humanismo de la Europa moderna temprana se distanciaron del redescubrimiento general de la elocuencia antigua que había ocupado a muchos de ellos en las décadas de 1950 y 1960. Comenzaron a reconstruir, con un grado de detalle minucioso e implacable, los modos en que siglos atrás los académicos habían ordenado y analizado obras literarias, traducido (y distorsionado) textos filosóficos, revivido y reconfigurado antiguas disciplinas como la gramática, la retórica y la dialéctica y reconstruido y datado objetos antiguos.32 En los años de 1970, como señala Darnton acertadamente, pocos historiadores pioneros se dedicaron a la his
toria de otros campos de las humanidades y las ciencias sociales. Pero quienes lo hicieron-como George Stocking, cuyas investigaciones precursoras sobre historia de la antropología eventualmente lo condujeron a un translatio studii personal y a identificarse como antropólogo- fueron espías solitarios. Hoy los historiadores parecen desertar-o al menos hacer el intento de obtener un dominio técnico de otras disciplinas- en batallones.
Si los historiadores demostraron repentinamente un interés nuevo y riguroso por las ideas del pasado, algunos de los humanistas con los que no habían podido compartir un fundamento común empezaron a hallar formas de acercarse a ellos. En particular, los filósofos empezaron a desarrollar una nueva cultura de la erudición, que se desarrolló de distintas formas. Paul Kristeller, por supuesto, había formado estudiantes que trabajaron sistemáticamente sobre la filosofía del Renacimiento, y Richard Popkin abrió de modo memorable las puertas de la historia del escepticismo a filósofos e historiadores. Sin embargo, a pesar de todo su saber y su profundo impacto sobre los individuos, permanecieron un tanto aislados en el mundo filosófico de la década de 1950 y principios de la de 1960. Hacia 1970, sin embargo, la filosofía misma estaba moviéndose en otras direcciones. Estudiantes del pensamiento griego y romano antiguos como Geoffrey Lloyd comenzaron a volver el estudio de la filosofía antigua un campo más histórico, interesado por las condiciones sociales, políticas e intelectuales que habían apuntalado el ascenso de la filosofía en Grecia.33 Preguntas similares surgieron en el estudio de los orígenes del pensamiento moderno y finalmente incluso del pensamiento moderno mismo. Los humanistas clásicos comenzaron a ampliar el canon de los pensadores antiguos a medida que entendieron que estoicos, epicúreos y otros merecían ser tomados en serio como pensadores sistemáticos. Los estudiantes de filosofía medieval, al comprender fascinados cuán hábiles habían sido sus predecesores escolásticos en el análisis lingüístico y lógico que más les interesaba, comenzaron a dominar el latín y la paleografía.34 Lo que es aun más importante, estudiantes en los departamentos de filosofía tanto del mundo antiguo como del período moderno temprano comenzaron a insistir en la ampliación del canon de los textos que merecían un estudio riguroso.35
El desacuerdo acerca de principios fundamentales persistía, y aún persiste. Algunos filósofos entendían la historia de la filosofía como un ejercicio de ampliación del canon, para incluir doctrinas y pensadores que sus predecesores habían desechado. Otros sostenían que no se podía siquiera comprender a los grandes pensadores del canon si no se tomaba en cuenta todo lo que un período dado había considerado filosofía. Otros incluso debatían asuntos tan
difíciles pero inevitables como por qué el canon occidental de filósofos era exclusivamente masculino. El acercamiento entre historiadores y filósofos-simbolizado tanto por sus resultados impactantes como por la propensión continua del Cambridge History of Early Modern Philosophy a provocar polémicas- ha devuelto a la historia intelectual la cualidad interdisciplinaria que Lovejoy buscó-incluso si continúan los debates acerca de problemas fundamentales de método y contenido-.36
A medida que la historia y la filosofía comenzaron a interactuar nuevamente, se produjo una segunda transformación intelectual-denominada en algunas ocasiones "Teoría" o "posmodernismo", que sacudió los pilares de la casa estadounidense del intelecto en los años de 1980 y 1990, y eventualmente ayudó a generar las guerras culturales cuyos rescoldos aún encienden los políticos desesperados-. Este movimiento a menudo fue representado, y a veces se representó a sí mismo, como un desafío a todas las formas tradicionales de investigación humanística. Sin embargo, en los hechos, como sostuvo Donald Kelly cuando tomó las riendas del Journal, la Teoría fue un paso en una larga serie de esfuerzos por transformar la empresa de la interpretación, y su presencia en la escena intelectual resultó provechosa, y no dañina, para los historiadores de las ideas. En primer lugar, llevó a que se hicieran descripciones serias de los problemas y las tradiciones de la hermenéutica-la teoría misma de la interpretación, que había representado una iniciativa importante en el pensamiento europeo desde la antigüedad, y a la que los historiadores de las ideas habían prestado muy poca atención, bien en su rol de historiadores que intentaban hacer justicia a la amplitud del pensamiento occidental, o bien en su práctica como lectores de textos-. En la era de la teoría, los historiadores de las ideas debían unirse a sus colegas de la historia social y cultural e intentar aceptar los límites y los problemas de sus disciplinas. También los estimuló a enfrentar problemas con un nuevo tipo de ambición intelectual. Las variadas visiones de la historia de Michel Foucault, inconsistentes en sí y deficientes en su manejo de fuentes reales, inspiraron sin embargo algunos de los esfuerzos más radicales y exitosos de relectura de textos que ya habían sido interpretados muchas veces en el pasado. La impactante visión piranesiana de los sistemas de clasificación y su poder que elaboró Foucault en sus primeros trabajos se basó en parte en referencias ajenas, y sus generalizaciones a veces se destacaron más por su fuerza oracular que por su trabajo de archivo.37 No obstante, sus libros sirvieron de estímulo en incontables ocasiones a lectores críticos para estudiar textos desde nuevos ángulos y situarlos en contextos nuevos. Jan Goldstein y Stuart Clark, por ejemplo, demostraron en Console and Classify y Thinking with Demons que la aplicación crítica de Foucault podía hacer asumir formas radicalmente nuevas a temas estudiados en innumerables ocasiones.38 Siempre el modificador de formas, Foucault se acercó a los textos antiguos tan arbitrariamente como a los
modernos en la Historia de la sexualidad que ocupó sus últimos años, y al hacerlo ayudó a inspirar a Peter Brown, Caroline Bynum, Thomas Laqueur y otros a interpretar las visiones históricas del cuerpo y las prácticas de su cuidado en formas radicalmente nuevas.39
En cierto sentido, no obstante, el impacto más profundo de la Teoría tal vez afectó-como alguna vez ocurrió con Civilización Occidental- al nivel de la educación de grado y de posgrado. En los años de 1980 y después, todo estudiante de humanidades se encontraba con cursos-en los departamentos de literatura, en los departamentos de historia, en estudios culturales- que hacían hincapié en el poder de las instituciones y las prácticas que aceptaban y propagaban para moldear hábitos mentales, formas de habla y escritura y respuestas a otros individuos y civilizaciones. A pesar de sus lagunas, el brillante y controvertido estudio sobre el orientalismo de Edward Said inspiró a generaciones de estudiantes a desconstruir las descripciones del pasado de otras sociedades en busca de los presupuestos y las prácticas que, mucho más que los datos observados, les daban coherencia y poder-una empresa crítica que ahora, paradójicamente pero de modo fructífero, ha comenzado a volverse sobre intelectuales islámicos así como occidentales-.40 De un modo similar, los estudios de Pierre Bourdieu sobre la alta cultura y los patrones de su sucesión en Francia condujeron a los historiadores jóvenes a examinar la vida y la obra de intelectuales del pasado desde puntos de vista radicalmente nuevos.41 Profundamente ahistórica en sí, la teoría apuntaló nuevos modos de hacer historia, tal como la Civilización Occidental los había respaldado y nutrido en el pasado. Más allá de la divergencia en sus objetos de estudio, las nuevas generaciones de historiadores de las ideas convergen en su fascinación por las variedades de la práctica intelectual.42 Como ocurrió con los nuevos historiadores culturales-cuya propia práctica, como acertadamente previó William Bouwsma en 1980, incorporó elementos de la historia intelectual y ayudó a expandir su alcance desde el estudio de los textos hacia un estudio más amplio acerca de los
modos en que los seres humanos crean significado en su entorno-, al final los héroes de la Teoría no derrocaron, sino que renovaron, las prácticas de los historiadores de las ideas.43 Así fue cómo la antigua historia de la historiografía, dominada durante mucho tiempo por una teleología implícita, se renovó cuando los estudiosos la vincularon a una historia más nueva de las prácticas culturales de la memoria.44
En el mismo período, la nueva historia del pensamiento político promovida por Pocock y Skinner, cuya potencia y originalidad fue señalada por Darnton, atravesó una metamorfosis que la llevó de ser una empresa artesanal modesta de la que se ocupaba un reducido número de especialistas a convertirse en una red de fábricas vasta y múltiple donde historiadores de las ideas de muy distinto tipo trabajaban a toda velocidad. El esfuerzo de Pocock por identificar una tradición coherente de humanismo cívico que atravesara los siglos y los continentes encontró tanto adherentes como críticos, en tanto que su trabajo dio una nueva forma al estudio del pensamiento político británico y estadounidense.45 La concentración de Skinner en el lenguaje de la política atrajo a un amplio grupo de estudiantes y colegas, que recuperó a maestros olvidados como Justus Lipsius y Hugo Grotius ubicándolos en el centro de atención y forjando nuevos modos de interpretar textos y temas tan bien conocidos como los debates de la modernidad temprana acerca de la humanidad de los nativos americanos y los primeros desarrollos del pensamiento de Hegel.46 La Universidad de Cambridge y la editorial Cambridge University Press se convirtieron en invernaderos eficaces para jóvenes estudiantes talentosos en el campo que produjeron un conjunto imponente de libros y artículos innovadores, muchos en la serie de Cambridge que llevó su mensaje central en el título: Ideas en contexto.47 Aunque independientes de otras ramas de la Teoría en sus orígenes e inspiración, los métodos de Pocock y Skinner atacaron muchos problemas similares-tal como reconoció Skinner cuando organizó una serie de conferencias y artículos sobre "el retorno de la gran teoría a las ciencias humanas"-.48 La crítica se ocupó de muchos de estos esfuerzos, por supuesto, y continúa haciéndolo.49 Lo que es más importante, Pocock y Skinner nunca han dejado de refinar y renovar sus
propias prácticas de investigación. El estudio sólido, erudito y provocador que realizó Skinner sobre el lugar de Thomas Hobbes en la tradición retórica ofrece una introducción brillante a las prácticas pedagógicas y a otros portadores de la tradición intelectual-cuestiones para las que su obra temprana no ofrecía mucho lugar-.50 El impacto acumulativo de estos estudios sobre la configuración más amplia de la historia intelectual ha sido inmenso. En la actualidad, todos los historiadores de las ideas llevan, junto a los demás instrumentos de su caja de herramientas, los métodos para el análisis formal del lenguaje y la tradición, y la intersección de campos lingüísticos, contextos más amplios e intenciones individuales particulares que Pocock y Skinner ubicaron en el núcleo de sus obras.
Muchos otros desarrollos han ayudado a revigorizar la historia de las ideas en los últimos veinte años. Ninguno, tal vez, haya tenido efectos de mayor alcance que el denominado "giro material" de los últimos diez años, el intento de escribir una historia menos centrada en la lectura de textos que en el análisis de otros objetos cargados de significado cultural. Los orígenes de esta iniciativa se encuentran muchos años atrás, en la historia cultural de los cultivos donde fueron precursores los jóvenes William McNeil y Carl Ortwin Sauer, desarrollada luego por estudiosos jóvenes como Alfred Crosby y Donald Worster. Pero realmente comenzó a tener un impacto sobre la historia intelectual en la década de 1970, cuando investigadores pioneros comenzaron a plantear la pregunta de por qué, en ciertas épocas, los individuos decidían vivir de modos radicalmente distintos, y vincularon los nuevos entornos arquitectónicos del palazzo y la villa del Renacimiento con el edificio de departamentos y nuevos modos de pensar la ciudad y a sus habitantes.51 Una ola de nuevos estudios de museos reveló que los anticuarios barrocos que habían reunido fósiles, esquíes y cuernos de narval en sus misteriosos Kunst-und-Wunderkammer, y los curadores de los siglos XVIII y XIX que habían amontonado obras de arte, antigüedades nacionales e historia natural en sus magníficos museos públicos habían transformado los modos occidentales de pensar y experimentar el pasado.52 Surgió una nueva forma de historia de la ciencia, que introdujo los instrumentos científicos en un contexto amplio y demostró que incluso los de apariencia más objetiva sirvieron a propósitos que habían sido olvidados por historiadores con una mentalidad atenta al presente.53 Una nueva historia cultural de la muerte y el duelo transformó los monumentos
en textos inesperadamente reveladores.54 Hace quinientos años, Maquiavelo invocó a los espíritus de los grandes muertos y los interrogó acerca de sus actos. Hoy, los objetos muertos así como los escritores muertos han comenzado a hablar. Se han escuchado sus voces-casi siempre preservadas y mediadas por textos- en las páginas del Journal, y se las escuchará allí más seguido.
Es más, durante la década de 1990, la historia intelectual dio su propio giro material. En la década del de 1980, Darnton y otros estudiosos, ante todo Roger Chartier y Carlo Ginzburg, habían creado una nueva historia de libros y lectores-utilizando un amplio espectro de fuentes para reconstruir cómo habían sido creados, impresos y comercializados grandes libros de un período dado, y cómo habían sido vendidos y leídos muchos otros libros menos grandes-. Los primeros historiadores del libro tendían a sostener, en oposición a las tradiciones de la historia intelectual, que la prueba numérica era más importante que la textual, y que la experiencia de grandes cantidades de lectores, a reconstruir mediante registros de editores, podían echar luz sobre problemas infinitamente debatidos como los orígenes de las revoluciones francesa e inglesa. Pero un estudio pionero como El queso y los gusanos de Ginzburg aplicó un modelo muy diferente, inspirado en los métodos tradicionales y lentos de la filología y la historia intelectual italianas, a la interpretación de las experiencias de un único lector cuya imaginación fundió libros e historias dispares en una nueva visión del mundo.55 En la década de 1990, los historiadores intelectuales comenzaron a investigar sistemáticamente cómo se produjeron y recibieron los textos que estudiaban. Algunos echaron una nueva luz sobre pensadores canónicos indagando los modos en que sus textos llegaron al público-como manuscritos clandestinos garabateados o libros elegantemente impresos; como panfletos o artículos de periódicos-. La interpretación de los textos hoy va de la mano de la reconstrucción de comunidades intelectuales y editoriales.56 Otros han empezado a preguntarse cómo estos pensadores canónicos leyeron los libros en sus propias bibliotecas, y cómo a su vez sus obras impresas fueron leídas por otros. Muchas fueron preservadas y conservan en sus márgenes anotaciones desparramadas como hojas de otoño en Vallombrosa, de una época en la cual era común que los lectores trabajaran con una pluma en la mano.57 Hoy es probable que un historiador de las ideas que se ocupe de un pensador del siglo XVI o del XIX empiece por preguntarse cuántos libros sobrevivieron de la biblioteca del individuo y que investigue sus cua
dernos para observar cómo él o ella procesaban lo que leían. Unos pocos lectores profesionales incluso han salido a la luz, intelectuales que leían exhaustivamente pero escribían poco, sin dejar de prosperar, y una serie de historiadores han sostenido que dichas lecturas deberían jugar un papel sustancial en las reconstrucciones de la cultura moderna temprana y la cultura moderna.58
Es más, el interés por estos métodos nuevos se ha propagado no sólo entre los historiadores, sino también entre los estudiosos de la literatura que trabajaban en todos los campos, de los clásicos al modernismo, así como entre los filósofos.59 Uno de los motivos por los cuales la historia de las ideas ya no parece tan marginal es precisamente que estudiosos de muchas disciplinas diferentes han descubierto que se pueden encontrar y discutir de forma productiva en los márgenes de manuscritos y libros impresos, donde las prácticas de intelectuales de todo tipo han dejado ricos yacimientos. La historia intelectual del tercer milenio no sólo tiene un nuevo carácter técnico, sino también una nueva base material, que sirve para distinguirla-así como a muchos de los artículos aparecidos recientemente en el Journal- de formas anteriores de la misma búsqueda. Este ensayo, con su énfasis sobre prácticas y textos materiales, ejemplifica claramente estas tendencias mayores.
Es más, en cierto sentido, la historia intelectual se ha expandido en las últimas dos décadas mucho más allá de las expectativas que se pudieran haber tenido en la década de 1970. Se ha vuelto, cada vez más, una empresa global. Durante las últimas tres décadas, campos que alguna vez se enseñaron e investigaron sólo en un puñado de universidades se han convertido en un ingrediente habitual en todo el mundo angloparlante. Algunos ya han tenido un impacto enorme, y tendrán uno mayor, en la práctica de la historia intelectual. Por dar sólo dos ejemplos entre muchos: cada universidad seria en los Estados Unidos posee especialistas en historia judía y china. En ambos casos, trabajan sobre tradiciones culturales de larga data, tradiciones donde la transmisión y la interpretación de textos ha sido una empresa formativa. Ya en los años de 1960, historiadores intelectuales de China como Joseph Levenson, Fritz Mote y Benjamin Schwartz atrajeron la atención de algunos académicos ajenos a su especialidad, en tanto que Joseph Needham y Donald Lach condujeron amplias investigaciones en colaboración sobre las relaciones entre las tradiciones intelectuales china y occidental. Dos generaciones después, la historia china se ha establecido como uno de los campos más completos y originales de la investigación histórica en Occidente. La historiografía china ofrece modelos sólidos, rigurosos y elegantes para el estudio de las ideas en sus contextos políticos, sociales y religiosos, así como para la interpretación de textos complejos y difíciles.
En los años de 1960 la historia judía, como durante mucho tiempo, se encontraba en gran parte en un estado primitivo de acumulación, en tanto que investigadores pioneros continuaban fijando el perfil básico de la tradición textual y su contexto mayor. Dos generaciones después, la historia judía ha proporcionado a los estudiosos occidentales algunas de las herramientas más potentes para modelar la historia de las tradiciones y comprender el impacto
de la modernidad, por no mencionar el forcejeo con ese interrogante antiguo, central en los años clásicos de la historia intelectual del siglo XIX:las relaciones entre religión y filosofía natural o ciencia. En otros campos también-por ejemplo, el campo de estudio cada vez más sutil y complejo que se ocupa de la comprensión occidental de la civilización precolombina- los estudiosos occidentales están mostrando a los estudiantes de Occidente cómo pensar en modos radicalmente nuevos acerca de su propio pasado.
Mientras los historiadores celebran una convergencia parcial pero firme con los filósofos y otros humanistas, mientras la historia intelectual se expande para abordar nuevos objetos de estudio, tanto literal como metafóricamente, y a medida que aparecen en el Journal y en otras partes nuevas texturas y estilos de investigación, ha quedado en claro que la construcción de Lovejoy fue extremadamente buena-posiblemente, mejor de lo que creía-. Las encrucijadas que desplegó y diseñó siguen siendo un punto de encuentro central y estimulante para muchas disciplinas. Y la historia de las ideas-en el sentido general de un estudio de textos, imágenes y teorías que buscan equilibrar responsabilidad y precisión en el tratamiento formal y el análisis de sus objetos con un esfuerzo en igual medida para vincularlas con un mundo histórico particular- ha demostrado una capacidad de recuperación, incluso de expansión, ante las transformaciones múltiples de los campos disciplinarios en cuyas fronteras se aloja.
Al menos algunas de las estructuras de las que se sirvió Lovejoy sobreviven también, adecuadamente modificadas para funcionar en un mundo modificado. Los cursos introductorios de Civilización Occidental aún florecen en muchas universidades, bien como requisito formal para todos los estudiantes (como en la Universidad de Columbia y Reed College) o como materias optativas populares (como en la Universidad de Harvard y en la Universidad de Chicago). Los programas de posgrado en historia intelectual atraen a muchos estudiantes en la Universidad de Pensilvania, la Universidad de Washington y muchos otros puntos intermedios. Las viejas Civilización Occidental e Historia de las Ideas no pueden reinstaurarse bajo su forma antigua. Pero versiones nuevas, que combinan el análisis riguroso de textos y la evaluación discriminadora de sus contenidos con la atención rigurosa a sus formas literarias y materiales, sus contextos culturales e intelectuales y sus presupuestos acerca de la raza y el género, se han mostrado capaces de inspirar el mismo tipo de entusiasmo. Si los viejos panoramas de pensamiento occidental o estadounidense perdieron coherencia como iniciativas en la década de 1970, hay otros nuevos que se están poniendo a prueba, algunos de los cuales dan espacio a perspectivas revisionistas de tipos muy distintos.60
¿Qué es, entonces, lo que significa el Journal hoy? Si tiene éxito, apoyará todos estos nuevos desarrollos-así como otros que no podemos sospechar-. Abrirá sus puertas a investigaciones sobre textos e ideas-en especial cuando éstas se encuentren ubicadas en el tiempo y en el espacio y explicadas, en parte, en términos de un contexto histórico más amplio-. Pero también estará abierta a la investigación de libros y otros objetos materiales, siempre y
cuando éstos posean un vínculo directo con preguntas mayores de la historia intelectual y con las prácticas de la vida intelectual en todos los períodos. No tomará posición, ni invitará a otros a debatir, sobre aspectos exclusivamente teóricos, sobre el muy debatido estatus de la teoría y sus practicantes en los departamentos de literatura. Pero seguirá publicando estudios históricamente informados acerca del desarrollo de la hermenéutica, la obra de teóricos influyentes y todo otro tópico del vasto Imperio de la Teoría.61
El Journal no adherirá ciegamente a los métodos de ningún maestro. Pero le dará la bienvenida a estudios de inspiración Teórica sobre textos e ideas del pasado, así como a aquellos que reflejen otros tipos de teoría. No publicará obras densamente técnicas que sólo los especialistas en disciplinas humanísticas particulares puedan seguir o verificar: ésa es una tarea propia de otras publicaciones. Pero alentará a los profesionales de campos estrechamente vinculados como la historia de la filosofía y la historia de la ciencia, asociados durante décadas al Journal, a publicar sus trabajos aquí, y alentará los estudios precisos y detallados siempre y cuando sean formalmente accesibles al lector corriente del Journal. El número actual pone esta política en práctica, imprimiendo cuatro estudios vinculados entre sí de jóvenes historiadores de la ciencia, y sus homólogos de la filosofía y otros campos están calurosamente invitados a seguir su ejemplo.
El Journal no tomará posición acerca de cuál es el mejor método o el método apropiado para la historia de las ideas. Pero sus editores alientan a los investigadores a enviar artículos que planteen de manera explícita cuestiones de método. Conceptos fundamentales y frecuentemente utilizados como "contexto"-un término, a fin de cuentas, para la información extraída en cierto modo de los mismos tipos de textos para cuya explicación se invoca- exigen un análisis formal mucho más riguroso del que han tenido. Las descripciones de motivación-un problema especial para los historiadores de las ideas, tal como lo reconoció Skinner cuando propuso la noción de "intención de la expresión" como solución parcial al mismo- siguen siendo múltiples y continúan provocando un debate considerable. Esto parece razonable si se toman en cuenta las anfractuosidades involucradas en tratar como formas de acción a obras complejas elaboradas a lo largo de décadas, no dadas a conocer durante años y finalmente publicadas en condiciones que su autor nunca pudo haber previsto cuando comenzó su trabajo-un conjunto de condiciones aplicables a Newton, Coleridge, Nietzsche y Wittgenstein, entre muchos otros-. El mismo Lovejoy, que era consciente de estos problemas, sugirió que un motivo para seguir los destinos de los conjuntos conectados de ideas era precisamente que a menudo aparecían, en la obra de un autor dado, combinadas con otras que las contradecían. La persecución aparentemente impersonal y abstracta sobre el papel de fuentes e ideas-unidad podía así echar luz sobre las fisuras y las inconsistencias en una mente individual muy humana. Sin duda, las dificultades que implica llegar a descripciones plausibles de estos y otros términos y métodos clave no debería disuadir a los autores de intentarlo. Una serie de recensiones dedicadas especialmente a libros importantes o cuerpos de investigación que evalúan dichos esfuerzos, y traducciones ocasionales, proveerán un segundo foro para estos debates.
Parece claro que la historia de las ideas y este Journal nunca volverán a estar vinculados a un programa político particular-bien al progresista que naturalizó el campo en los Estados
Unidos en la década de 1920, o bien al conservador con el que desconcertantemente a veces se los identifica-. Pero sin duda se comprometerá con una política actual: la globalización. En el pasado, unos pocos estudiosos educados en tradiciones muy distantes de las normas europeas y estadounidenses lograron ingresar y alterar el curso de los debates en el mundo angloparlante.62 Todos los miembros del nuevo grupo editor desean que nuestra publicación y nuestro campo se vuelvan más cosmopolitas. Esperamos atraer artículos de todas las tradiciones, asiáticos, europeos y americanos, judíos y musulmanes, donde se practique historia intelectual de calidad. Lo más importante, esperamos presentar estos estudios de tantos países y tradiciones como sea posible y enriquecer los métodos comúnmente utilizados en el mundo angloparlante con los desarrollados en otras partes. Un artículo importante de Reinhart Koselleck que pronto aparecerá marca un comienzo y ofrecerá una de las primeras presentaciones completas en inglés de una forma de historia intelectual que ha inspirado a muchos estudiosos, y que ha cosechado ricos resultados, en especial en Alemania. Pero ése es sólo un comienzo, orientado a una tradición académica europea del pasado reciente. También esperamos presentar trabajos actuales de otras culturas históricas tanto como sea posible. En esto, como en mucho más, esperamos estar en la verdadera tradición de Lovejoy: buscar un campo vivo y expansivo y hacer que nuestra revista sirva no sólo de plataforma para la investigación, sino también como un espacio donde puedan converger muchas formas y tradiciones de erudición.63

Notas

*Este artículo, cuyo título original es "The History of Ideas: Precept and Practice, 1950-2000 and Beyond", fue publicado en el Journal of History of Ideas, vol. 67, No. I, University of Pennsylvania Press, enero de 2006,         [ Links ] como análisis del campo disciplinar y programa para la propia empresa del Journal que Grafton dirige. Traducción de Leonel Livchits.

1 Randall Jarrell, Pictures from an Institution: A Comedy, Nueva York, Knopf, 1954, p. 1.         [ Links ] En lo sucesivo, las citas servirán sólo de ilustración: sería imposible ser exhaustivo.

2 Cf. con el relato autobiográfico de Henry May, Coming to Terms: A Study in Memory and History, Berkeley, Los Ángeles y Londres, University of California Press, 1987, p. 307: "Cuando llegué         [ Links ] a Berkeley [en 1950] la historia intelectual era una causa radical satisfactoria. Los historiadores, en Berkeley y en otras partes, tendían a desestimarla como algo extremadamente vago y subjetivo. Durante los años cincuenta, sin embargo, la moda cambió, y mi tipo de historia se convirtió, durante unos pocos años embriagadores, en la moda en alza. Para mi sorpresa y ligera incomodidad, durante mi primer década en Berkeley me encontré, al escribir, enseñar, y en los asuntos universitarios, cada vez más dentro del bando ganador".

3 En aquellos idílicos tiempos George Boas podía publicar The History of Ideas: An Introduction, Nueva York, Scribner, 1969,         [ Links ] en Scribner, una editorial comercial. Sorprendentemente, una comedia académica espectacularmente autoconsciente con un propósito serio, On the Shoulder of Giants: A Shandean Postscript de Robert Merton, Nueva York, Scribner, 1965,         [ Links ] estaba dedicada a este campo. El libro apareció por primera vez con un prólogo de la historiadora con éxito de ventas Catherine Drinker Bowen. Fue reimpreso en 1985 con un epílogo de Denis Donoghue, y nuevamente en 1993 con un prefacio de Umberto Eco y un posfacio del autor.

4 Robert Darnton, "Intellectual and Cultural History", en The Past Before Us: Contemporary Historical Writing in the United States, ed. de Michael Kammen, Ítaca, NY, Cornell University Press, 1980, pp. 327-328.         [ Links ]

5 Darnton tenía en mente una obra como la de Frank Manuel, cuya erudición newtoniana se desplazó en la década de 1960 de un estilo de biografía basada en el análisis textual-forma académica tratada más adelante- a uno que aplicaba un enfoque psicoanalítico más polémico: cf. Isaac Newton, Historian, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1963,         [ Links ] con A Portrait of Isaac Newton, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1968;         [ Links ] reimpreso Washington, D. C., 1979. En estudios posteriores como The Changing of the Gods, Hanover, NH, University Press of New England, 1983,         [ Links ] y The Broken Staff: Judaism Through Christian Eyes, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1992,         [ Links ] Manuel volvió a la historia de las ideas en una vena más tradicional, como en su estudio The Religion of Isaac Newton, Oxford, Clarendon Press, 1974.         [ Links ]

6 Robert Darnton, "Intellectual and Cultural History", cit., pp. 338-339.

7 Ibid., p. 346.

8 Peter Burke, What is Cultural History?, Oxford, Polity, 2004, caps. 3-4 [traducció         [ Links ]n castellana: ¿Qué es la historia cultural?, Barcelona, Paidós, 2006, trad. de Pablo Hermida Lozano].         [ Links ]

9 Arnaldo Momigliano, "A Piedmontese View of the History of Ideas", Essays in Ancient and Modern Historiography, Oxford, Oxford University Press, 1977, p. 6.         [ Links ]

10 Daniel J. Wilson, Arthur O. Lovejoy and the Quest for Intelligibility, Chapel Hill, NC, University of North Carolina Press, 1980, cap. 5.         [ Links ]

11 Arthur Lovejoy, "On the Discrimination of Romanticisms", Proceedings of the Modern Language Association 39, 1924, pp. 229-253,         [ Links ] reimpreso en su libro Essays in the History of Ideas,Baltimore, MD, The John Hopkins University Press, 1948, pp. 228-253.         [ Links ] Aquí Lovejoy deja en claro cómo la atención hacia lo que veía como "componentes intelectuales y emocionales más simples, combinables de distintas formas" (p. 253) de un término amplio para un estilo de un período en el pensamiento y el arte como el romanticismo podía llevar a grandes beneficios en términos de claridad conceptual.

12 Arthur Lovejoy, "The Historiography of Ideas", Proceedings of the American Philosophical Society 78, 1928,         [ Links ] reimpreso en Essays, pp. 1-13.

13 Wilson, pp. 187-189.

14 Leo Spitzer, "Geistesgeschichte vs. History of Ideas as Applied to Hitlerism", JHI 5, 1944, pp. 191-203 (p. 203).         [ Links ]

15 Arthur Lovejoy, "Reply to Professor Spitzer", ibid., pp. 204-219.

16 Rosalie Colie, "'Method'and the History of Scientific Ideas", History of Ideas News Letter 4, 1958, pp. 75-79;         [ Links ] Crane Brinton, Harcourt Brown, Francis Johnson, F. E. L. Priestlet, Victor Harris y David Hawkins, "'Method and the History of Scientific Ideas': Comment and Discussion", ibid., 5, 1959, pp. 27-36; "The Editor's Column: Miss Colie Replies", ibid., 5, 1959, pp. 50, 67-68.

17 Gilbert Allardyce, "The Rise and Fall of the Western Civilization Course", American Historical Review 87, 1982, pp. 695-725.         [ Links ]

18 Para leer sobre algunos casos muy diferentes, véanse los comentarios de Carl Schorske en Thinking with History: Explorations in the Passage to Modernism,Princeton, Princeton University Press, 1998, p. 20 [traducció         [ Links ]n castellana: Pensar con la historia. Ensayos sobre la transición a la modernidad, Madrid, Taurus, 2001];         [ Links ] Richard McCormick en Michael Birkner, McCormick of Rutgers: Scholar, Teacher, Public Historian, Westport y Londres, Greenwood Press, 2001, p. 47;         [ Links ] y William McNeil en The Pursuit of Truth: AHistorian's Memoir, Lexington, KY, University Press of Kentucky, 2005.         [ Links ]

19 Dondald R. Kelley, The Descent of Ideas: The History of Intellectual History, Aldershot, Ashgate, 2002.         [ Links ]

20 Ulrich Schneider, "Teaching the History of Philosophy in 19th Century Germany", Teaching New Histories of Philosophy, ed. de J. B. Schneewind, Princeton, Center for Human Values, Princeton University, 2004, pp. 275-295.         [ Links ]

21 Momigliano, op. cit., p. 1.

22 J. B. Bury, The Idea of Progress: An Inquiry into its Origin and Growth, Nueva York, Macmillian, 1932 [traducció         [ Links ]n castellana: La idea del progreso, Madrid, Alianza, 1971, trad. de Elías Díaz y Julio Rodríguez Aramberri].         [ Links ]

23 Véanse especialmente los estudios de Hans Baron, recopilados en In Search of Florentine Civic Humanism: Essays on the Transition from Medieval to Modern Thought, 2 vols., Princeton, NY, Princeton University Press, 1988 [traducció         [ Links ]n castellana: En busca del humanismo cívico florentino: Ensayos sobre el cambio del pensamiento medieval al moderno, México, FCE, 1993, trad. de Miguel Abelardo Camacho Ocampo] y cf.         [ Links ] Renaissance Civic Humanism: Reappraisals and Reflection, ed. de James Hankins, Cambridge, Cambridge University Press, 2000.         [ Links ]

24 Parte de esta historia puede encontrarse en William McGuire, Bollingen: An Adventure in Collecting the Past, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1982.         [ Links ] Harper Torchbooks publicó ediciones muy accesibles de La gran cadena del ser de Lovejoy y de obras vitales sobre la historia de las ideas de Cassirer, Curtius, Garin, Rossi y otros. Beacon hizo lo mismo con las obras de Perry Miller.

25 Véanse especialmente Perry Miller, The New England Mind: The Seventeenth Century, Nueva York, Macmillan, 1939;         [ Links ] Samuel Eliot Morison, The Founding of Harvard College, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1935;         [ Links ] Harvard College in the Seventeenth Century, 2 vols., Cambridge, MA, Harvard University Press, 1936;         [ Links ] The Puritan Pronaos: Studies in the Intellectual Life of New England in the Seventeenth Century, Nueva York, New York University Press, 1936.         [ Links ] La gran obra que Miller y Morison inspiraron fue sin duda la de Walter Ong, SJ, Ramus, Method and the Decay of Dialogue, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1958.         [ Links ] Sobre la práctica de Miller véase David Hollinger, "Perry Miller and Philosophical History", In the American Province: Essays in the History and Historiography of Ideas, Bloomington, IND, 1985, pp. 152-166.         [ Links ]

26 Véase Norman Fiering, Moral Philosophy at Seventeenth-Century Harvard: A Discipline in Transition, Chapel Hill, NC, University of North Carolina Press, 1981.         [ Links ]

27 Cf. Wilson, op. cit.

28 Cf. el debate en Schorske, Thinking with History, op. cit., p. 228.

29 Para un relato contemporáneo útil acerca de la transformación de la filosofía académica en Gran Bretaña y su impacto en los Estados Unidos, véase Metha, Fly and the Fly-Bottle, Boston, Little Brown, 1962 [traducció         [ Links ]n castellana: La mosca y el frasco, México, FCE, 1976, trad. de Augusto Monterroso].         [ Links ] El relato más completo se encuentra ahora en Scott Soames, Philosophical Analysis in the Twentieth Century, 2 vols., Princeton, NJ, Princeton University Press, 2003.         [ Links ]

30 Bruce Kuklick, The Rise of American Philosophy: Cambridge, Massachusetts, 1860-1930, New Haven, CON, Yale University Press, 1977.         [ Links ]

31 Véanse especialmente las obras pioneras de David Hollinger, Morris R. Cohen and the Scientific Ideal, Cambridge, MA, MIT Press, 1975,         [ Links ] y John Toews, Hegelianism: The Path Toward Dialectical Humanism, Cambridge, Cambridge University Press, 1980,         [ Links ] así como Cambridge History of Renaissance Philosophy, ed. de Charles Schmitt, Eckhart Kessler y Quentin Skinner, con Jill Kraye, Cambridge, Cambridge University Press, 1987.         [ Links ]

32 Véase, por ejemplo, John Monfasani, George of Trebizond: A Biography and a Study of his Rhetoric and Logic, Leiden, Brill, 1976;         [ Links ] James Hankins, Plato in the Italian Renaissance, 2 vols., Leiden, Brill, 1990;         [ Links ] Christopher Celenza, The Lost Italian Renaissance: Humanists, Historians, and Latin's Legacy, Baltimore y Londres, Johns Hopkins University Press, 2004.         [ Links ]

33 Véanse, por ejemplo, Geoffrey Lloyd, Magic, Reason and Experience, Cambridge, Cambridge University Press, 1979;         [ Links ] Science, Folklore, and Ideology: Studies in the Life Sciences in Ancient Greece, Cambridge, Cambridge University Press, 1983;         [ Links ] The Revolutions of Wisdom: Studies in the Claims and Practice of Ancient Greek Science, Berkeley, University of California Press, 1987.         [ Links ]

34 Véanse los estudios reunidos en The Cambridge History of Later Medieval Philosophy: From the Rediscovery of Aristotle to the Disintegration of Scholasticism, ed. de Norman Kretzmann, A. J. Penny, Jan Pinborg, con Eleonore Stump, Cambridge, Cambridge University Press, 1982.         [ Links ]

35 Véanse, por ejemplo, Martha Nussbaum, The Fragility of Goodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 1986 [traducció         [ Links ]n castellana: La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, Madrid, Visor, 1995, trad. de Antonio Ballesteros];         [ Links ] Michael Frede, Essays in Ancient Philosophy, Minneapolis, MIN, University of Minessota Press, 1987;         [ Links ] John Cooper, Reason and Emotion: Essays on Ancient Moral Psychology and Ethical Theory, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1999;         [ Links ] The Cambridge History of Early Modern Philosophy, ed. de Daniel Garber, Michael Ayers, con la asistencia de Roger Ariew y Alan Gabbey, 2 vols., Cambridge, Cambridge University Press, 1998.         [ Links ]

36 Véanse los ensayos compilados en Teaching New Histories of Philosophy.

37 George Huppert, "Divinatio et Eruditio: Thoughts on Foucault", History and Theory 13, 1974, pp. 191-207;         [ Links ] Ian Maclean, "Foucault's Renaissance Episteme Reassessed: An Aristotelian Counterblast", JHI 59, 1998, pp. 149-166.         [ Links ] Para un esfuerzo particularmente lúcido de clarificar las relaciones entre la obra de Foucault e historias intelectuales más convencionales, véase David Hollinger, "Historians and the Discourse of Intellectuals", In the American Province, pp. 130-151.         [ Links ]

38 Jan Goldstein, Console and Classify: The French Psychiatric Profession in the Nineteenth Century, Cambridge, Cambridge University Press, 1987;         [ Links ] reimp. con un nuevo epílogo, Chicago, University of Chicago Press, 2001; Stuart Clark, Thinking With Demons: The Idea of Witchcraft in Early Modern Europe, Oxford, Clarendon Press, 1997.         [ Links ]

39 Peter Brown, The Body and Society: Men, Women, and Sexual Renunciation in Early Christianity, Nueva York, Columbia University Press, 1988 [traducció         [ Links ]n castellana: El cuerpo y la sociedad: los hombres, las mujeres y la renuncia sexual en el cristianismo primitivo, Barcelona, Muchnik, 1993, trad. de Antonio Desmonts];         [ Links ] Caroline Bynum, Fragmentation and Redemption: Essays on Gender and the Human Body in Medieval Religion, Nueva York, Zone Books, 1991;         [ Links ] Bynum, The Resurrection of the Body in Western Christianity, 200-1336, Nueva York, Columbia University Press, 1995;         [ Links ] Thomas Laqueur, Making Sex: Body and Gender from the Greeks to Freud, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1990 [traducció         [ Links ]n castellana: La construcción del sexo: cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, Madrid, Cátedra, 1994, trad. de Eugenio Portela];         [ Links ] Laqueur, Solitary Sex: A Cultural History of Masturbation, Nueva York, Zone Books, 2003 [traducció         [ Links ]n castellana: Sexo solitario, Buenos Aires, FCE, 2007, trad. de Marcos Mayer];         [ Links ] así como Maud Gleason, Making Men: Sophists and Self-Presentation in Ancient Rome, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1995;         [ Links ] Bernardette Brooten, Love Between Women: Early Christian Responses to Female Homoeroticism, Chicago, University of Chicago Press, 1996;         [ Links ] Elizabeth Clark, Reading Renunciation: Ascetism and Scripture in Early Christianity, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1999,         [ Links ] y muchos otros.

40 Edward Said, Orientalism, Nueva York, Vintage Books, 1979 [traducció         [ Links ]n castellana: Orientalismo. Madrid, Debate, 2002, trad. de María Luisa Fuentes].         [ Links ] Cf. hoy con Edith Hall, Inventing the Barbarian: Greek Self-Definition Through Tragedy, Oxford, Clarendon Press, 1989,         [ Links ] y Eve Troutt Powell, A Different Shade of Colonialism: Egypt, Great Britain and the Mastery of the Sudan, Berkeley, CA, University of California Press, 2003.         [ Links ] Cf. también con François Hartog', Le miroir d'Herodote, París, Gallimard, 1980 [traducció         [ Links ]n castellana: El espejo de Heródoto. México, FCE, 2002, trad. de Daniel Zadunaisky].         [ Links ]

41 Para algunos casos destacados, véanse Gadi Algazi, "Food for Thought: Hieronymus Wolf grapples with the Scholarly Habitus", Egodocuments in History: Autobiographical Writing in its Social Context since the Middle Ages, ed. de Rudolf Dekker, Hilversum, Verloren, 2002.         [ Links ]

42 Cf. por ejemplo, Ann Balir, The Theater of Nature; Jean Bodin and Renaissance Science, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1997;         [ Links ] y Caroline Winterer, The Culture of Classicism: Ancient Greece and Rome in American Intellectual Life, 1780-1910, Baltimore, MD, The Johns Hopkins University Press, 2002.         [ Links ]

43 William Bouwsma, "From History of Ideas to History of Meaning", Journal of Interdisciplinary History 12, 1981, pp. 279-291,         [ Links ] reimpreso en Bouwsma, A Usable Past: Essays in European Cultural History, Berkeley, los Ángeles y Oxford, University of California Press, 1990, pp. 336-347.         [ Links ]

44 Véase, por ejemplo, Josef Hayim Yerushalmi, Zakhor: Jewish History and Jewish Memory, Seattle, University of Washington Press, 1982,         [ Links ] y Amos Funkenstein, Perceptions of Jewish History, Los Ángeles, University o California Press, 1993.         [ Links ]

45 J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1975;         [ Links ] reimp. con un nuevo epílogo, Princeton, 2003. Véase también Machiavelli and Republicanism, ed. de Gisela Bock, Quentin Skinner y Maurizio Viroli, Cambridge, Cambridge University Press, 1990.         [ Links ]

46 Véase. por ejemplo, Richard Tuck, Natural Rights Theories: Their Origin and Development, Cambridge, Cambridge University Press, 1979.         [ Links ] Anthony Pagden, The Fall of Natural Man: The American Indian and the Origin of Comparative Ethnology, Cambridge, Cambridge University Press, 1982 [traducció         [ Links ]n castellana: La caída del hombre. El indio americano y los orígenes de la etnología comparativa, Madrid, Alianza, 1998, trad. de Belén Urrutia Domínguez];         [ Links ] The Languages of Political Theory in Early Modern Europe, ed. de Anthony Pagden, Cambridge, Cambridge University Press, 1987;         [ Links ] Laurence Dickey, Hegel: Religion, Economics and the Politics of Spirit, 1770-1807, Cambridge, Cambridge University Press, 1987.         [ Links ]

47 Véase más recientemente, Eric Nelson, The Greek Tradition in Republican Thought, Cambridge, Cambridge University Press, 2004.         [ Links ]

48 The Return of Grand Theory in the Human Sciences, ed. de Quentin Skinner, Cambridge, Cambridge University Press, 2004.         [ Links ]

49 Véase Meaning and Context: Quentin Skinner and his Critics, ed. de James Tully, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1993.         [ Links ]

50 Quentin Skinner, Reason and Rhetoric in the Philosophy of Hobbes, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1996.         [ Links ]

51 Véase el artículo pionero de Richard Goldthwaite, "The Florentine Palace as Domestic Architecture", American Historical Review 77, 1972, pp. 977-1012,         [ Links ] y el influyente libro de Carl Schorske Fin-de-siècle Veinna: Politics and Culture, Nueva York, Knopf, 1979 [traducció         [ Links ]n castellana: Viena fin de siècle: política y cultura, Barcelona, Gustavo Gili, 1981, trad. de Iris Menéndez].         [ Links ]

52 Véase, por ejemplo, The Origins of Museums: The Cabinet of Curiosities in Sixteenth and Seventeenth-Century Europe, ed. de Oliver Impey y Arthur MacGregor, Oxford, Clarendon Press, 1985;         [ Links ] reimp. Londres, 2001; Paula Findlen, Possessing Nature: Museums, Collecting and Scientific Culture in Early Modern Italy, Berkeley, CA, University of California Press, 1994;         [ Links ] Suzanne Marchand, Down From Olympus: Archaeology and Philhellenism in Germany, 1750-1970, Princeton, Princeton University Press, 1996;         [ Links ] Steven Cohn, Museums and American Intellectual Life, 1876-1926, Chicago, University of Chicago Press, 1998.         [ Links ]

53 Véase la obra pionera de Steven Shapin y Simon Shaffer, Leviathan and the Air-Pump: Hobbes, Boyle and the Experimental Life, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1985 [El Leviathan y la bomba de vací         [ Links ]o: Hobbes, Boyle y la vida experimental, Buenos Aires, UNQ, 2005, trad. de Alfonso Buch];         [ Links ] Peter Dear, Discipline & Experience: The Mathematical Way in the Scientific Revolution, Chicago, University of Chicago Press, 1995;         [ Links ] y los estudios reunidos en Biographies of Scientific Objects, ed. de Lorraine Daston, Chicago, University of Chicago Press, 2000,         [ Links ] y Things that Talk: Object Lessons from Art and Science, ed. de Lorraine Daston, Cambridge, MA, MIT Press, 2004.         [ Links ]

54 Véase p. ej. James Young, The Texture of Memory: Holocaust Memorials and Meaning, New Haven, Yale University Press, 1993;         [ Links ] J. M.Winter, Sites of Memory, Sites of Mourning: The Great War in European Cultural History, Cambridge, Cambridge University Press, 1995;         [ Links ] Daniel Sherman, The Construction of Memory in Interwar France, Chicago, University of Chicago Press, 1999.         [ Links ]

55 Carlo Guinzburg, The Cheese and the Worms: The Cosmos of a Sixteenth-Century Miller, trad. de John y Anne Tedeschi, Baltimore, MD, The Johns Hopkins University Press, 1980 [traducció         [ Links ]n castellana: El queso y los gusanos, Barcelona, Muchnik, 1981, trad. de Francisco Martín];         [ Links ] véase ahora Andrea del Col, Domenico Scandella Known as Menocchio: His Trials Before the Inquisition (1583-1599), trad. de John y Anne Tedeschi, Binghamton, NY, Medieval & Renaissance Texts & Studies, 1996.         [ Links ]

56 Véanse. por ejemplo, tres acercamientos influyentes y recientes a la República de las Letras europea en las décadas que condujeron a y justo después de 1700: Anne Goldgar, Impolite Learning: Conduct and Community in the Republic of Letters, 1680-1750, New Haven, Yale University Press, 1995;         [ Links ] Jonathan Israel, Radical Enlightenment: Philosophy and the Making of Modernity, 1650-1750, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2001;         [ Links ] Noel Malcolm, Aspects of Hobbes, Oxford, Clarendon Press, 2002.         [ Links ]

57 Véase la provocativa presentación de Kevin Sharpe, Reading Revolutions: The Politics of Reading in Early Modern England, New Haven, CON, Yale University Press, 2000,         [ Links ] y, de un modo más general, H. J. Jackson, Marginalia: Readers Writing In Books, New Haven, CON, Yale University Press, 2001.         [ Links ]

58 Véanse las importantes obras de Daniel Woolf, Reading History in Early Modern England, Cambridge, Cambridge University Press, 2000;         [ Links ] y The Social Circulation of the Past: English Historical Culture, 1500-1730, Oxford, Oxford University Press, 2003;         [ Links ] y para períodos más recientes, Peter Fritzsche, Reading Berlin 1900, Cambridge, MA, 1996;         [ Links ] y Jonathan Rose, The Intellectual Life of the British Working Class, New Haven, CON, Yale University Press, 2001.         [ Links ]

59 Véase, por ejemplo, Shane Butler, The Hand of Cicero, Nueva York, Routledge, 2002;         [ Links ] Lawrence Rainey, The Institutions of Modernism: Literary Elites and Public Culture, New Haven, CON, Yale University Press, 1998.         [ Links ]

60 Véase, por ejemplo, Marcia Colish, Medieval Foundations of the Western Intellectual Tradition, 400-1400, New Haven, Yale University Press, 1997;         [ Links ] William Bouwsma, The Waning of the Renaissance, ca. 1550-1640, New Haven, CON, Yale University Press, 2000 [traducció         [ Links ]n castellana: El otoño del Renacimiento: 1550-1640, Barcelona, Crítica, 2001, trad. de Silvia Furió         [ Links ]]; John Burrow, The Crisis of Reason: European Thought, 1848-1914, New Haven, Yale University Press, 2000 [traducció         [ Links ]n castellana: La crisis de la razón: el pensamiento europeo, 1848-1914, Barcelona, Crítica, 2001, trad. de Jordi Beltrán];         [ Links ] y véase ante todo el New Dictionary of the History of Ideas, ed. de Maryanne Cline Horowitz, 6 vols., Nueva York, Scribner's, 2005.         [ Links ]

61 Cf. Theory's Empire: an Anthology of Dissent, ed. de Daphne Patai y Will H. Corral, Nueva York, Columbia University Press, 2005.         [ Links ]

62 Por ejemplo, Andrzej Walicki, Philosophy and Romantic Nationalism: The Case of Poland, Oxford, Clarendon Press, 1982,         [ Links ] y Leszek Kolakowski, Chrétiens sans église: la conscience religeuse et le lien confessionnel au XVIIe siècle, trad. Anna Posner, París, 1969.         [ Links ]

63 Agradezco cálidamente a Warren Breckman y Suzanne Marchand sus comentarios sobre borradores de este artículo.

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