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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.11 no.2 Bernal dic. 2007

 

DOSSIER

Pretensiones desvergonzadas y preguntas abominables* La historia intelectual como juicio del pasado

 

Martin Jay

Universidad de California, Berkeley

 

El 14 de noviembre de 1956, Theodor W. Adorno pronunció un discurso en Berlín en ocasión del 125º aniversario de la muerte de Hegel. Empezó con una condena del género al que se ha dado en llamar "apreciación" (Würdigung), donde el orador sintetiza los méritos perdurables de la figura celebrada.

Expresa la pretensión desvergonzada-acusó Adorno- de que como se posee la dudosa buena fortuna de vivir en una época posterior, y como se posee un interés profesional por la persona sobre la que se va a hablar, se puede asignar soberanamente su lugar al muerto, y así en cierto modo elevarse sobre éste. Dicha arrogancia resuena en la pregunta abominable respecto a qué es lo que en Kant, y ahora en Hegel, tiene significado para el presente. Incluso el llamado renacimiento hegeliano comenzó hace medio siglo con un libro de Benedetto Croce cuyo propósito era distinguir entre lo vivo y lo muerto en Hegel.1

Proceder de este modo, continuó Adorno, nos impide hacer la pregunta opuesta:

qué significa el presente cuando se lo confronta a Hegel. […] Toda apreciación de Hegel falla desde un comienzo por su incapacidad para captar lo serio y lo concluyente de la filosofía de Hegel aplicándole aquello que éste, con adecuado desdén, llamó una filosofía de perspectivas.2

Si se tiene que juzgar o no el presente específicamente desde la superperspectiva hegeliana, la del Espíritu Absoluto, es un asunto que deseo dejar a un lado, aunque podría ser digno de interés. Preferiría responder al reto planteado a la historia intelectual en su totalidad por la crítica adorniana a la "pretensión desvergonzada" de superioridad en virtud de posteridad y la "pregunta abominable" por el significado del pasado enteramente "para nosotros". En otras palabras, ¿es posible evitar en esta época de política identitaria y posiciones de sujeto abiertamente reconocidas la presión de adoptar una historiografía de perspectivas finitas y situadas? ¿Podemos encontrar una salida que nos aleje de esas arenas movedizas que David Simpson llamó el "posicionamiento, o por qué seguimos diciendo de dónde partimos?".3
Sin duda, el presentismo narcicista es un problema perenne en todo análisis histórico, y de un modo u otro no es posible evitarlo del todo. Esto es, las preguntas que nos hacemos y las respuestas que tendemos a considerar persuasivas no pueden desligarse de las exigencias de nuestra condición actual, si suponemos por supuesto que existe un "nosotros" colectivo cuyo estado de ánimo posee una influencia uniforme. No es necesario aclarar que éste es un presupuesto muy extendido, pero incluso si desafiamos la concepción trascendental del observador histórico actual y nos limitamos a diferentes "nosotros" multiplicados en el presente, cada uno con sus propios intereses, presupuestos y necesidades, el poder del presente resulta innegable. El giro lingüístico nos ha vuelto a todos sensibles a las construcciones narrativas tropológicas actuales que tiñen nuestras narraciones históricas, sean o no intelectuales. Y comentadores como Dominick La Capra nos han hecho conscientes también de las proyecciones transferenciales que son impedimentos inevitables para un vínculo no mediado con el pasado. Éstas implican, o así parecería, una dimensión inevitablemente moral en nuestra reconstrucción del pasado.
¿Pero son éstas tan aplastantes que nos colocan por completo a su merced a la hora de responder y aprender del pasado? ¿Y estamos inevitablemente forzados a imponer nuestros patrones acerca de qué es lo relevante y lo vivo en el pensamiento que estudiamos, a imponer nuestros valores acerca de qué ideas son "meramente históricas" y cuáles poseen una viabilidad actual, y tal vez futura? ¿Debemos escribir "apreciaciones soberanas" en las que asignar gradaciones morales, así como reconocimientos a la vitalidad de la obra que examinamos? Estas preguntas, que podrían hacerse a toda investigación histórica, son particularmente tensas en el caso de la historia intelectual. Como argumentó recientemente Peter Gordon en su incisivo análisis
sobre el debate de Davos entre Ernst Cassirer y Martin Heidegger en 1931, hay una tensión tácita entre el impulso contextual y el impulso trascendental en la recuperación que hace el historiador intelectual del pensamiento del pasado.4 Esto es, estamos escindidos entre, por un lado, entender a éste como un síntoma de, generado por, o como reflejo indirecto de-la fórmula siempre es difícil de precisar- algo más vasto o abarcador, que interpretamos como su contexto histórico y, por otro lado, encontramos en éste lecciones perennes, sean de inspiración o de advertencia, así como recursos aún plausibles para atender a problemas del presente. Las dos visiones no se encuentran enfrentadas por completo, pero no siempre encajan con facilidad.
En líneas generales, el impulso contextual está acompañado por una admisión tácita de la validez o plausibilidad, o al menos la inteligibilidad de las ideas en su contexto original, lo que implica que se las puede disculpar si no están a la altura de estándares posteriores, sean epistemológicos o normativos. Esto es, la contextualización y el relativismo de los valores a menudo forman una pareja muy conveniente. Como sabemos, explicación y perdón a menudo van de la mano, al menos si la explicación depende de una lectura sintomática de un contexto amplio que limita la responsabilidad individual. El historiador evita el rol de juez o censor e intenta establecer el máximo lazo de empatía posible con las figuras del pasado, cuyos horizontes eran más circunscriptos que los nuestros, o al menos diferentes.
El impulso contrario, la valoración de las implicaciones trascendentales de las ideas, por lo general denota una voluntad de poner en cuestión la superioridad del presente respecto del pasado en términos de solución de
problemas, aprendizaje de lecciones morales o tolerancia de las diferencias. También puede estar más inclinado a buscar un patrón histórico ascendente, leyendo el relato que incluye ambos puntos en el tiempo dentro de una totalidad significativa, un proceso de ilustración o de educación o acumulación de un saber de la experiencia. En ocasiones, esto significa el abandono de esperanzas falsas y el rechazo de sueños utópicos antes que una fe en su realización, pero aun así implica privilegiar el presente sobre el pasado.
A Hegel, volviendo a nuestro punto de partida, se lo puede ubicar e veces en ambas posiciones. Esto es, su insistencia en que la verdad en cierto modo se manifiesta menos en todos los momentos previos del gran relato de la historia le impide sostener que el pasado está enteramente sumido en la ignorancia y es moralmente deficiente. La teodicea temporalizada en su actitud respecto del error y la parcialidad significa que comparte con los contextualistas un rechazo por el juicio basado exclusivamente en estándares actuales, en oposición a la idea de que la ilustración sólo alcanza a quienes tenemos la suerte de vivir en el presente. Pero, a la inversa, también está dispuesto a contar ese gran relato en modos que le infunden un significado trascendental, lo que otorga al búho de Minerva la sabiduría especial de la retrospección, y evita así el relativismo a que induciría un historicismo contextualizador muy insistente. Por tanto, si la historia universal es el tribunal universal, según la famosa frase que tomó de Schiller, somos el juez y el jurado, al menos hasta ser reemplazados en el estrado por una generación posterior.
En los últimos tiempos ha habido una voluntad manifiesta de adoptar este papel exaltado por parte de ciertos historiadores de las ideas angloamericanos, quienes reaccionaron con un placer apenas disimulado ante el abandono de una moda cultural y política que, en líneas generales, puede denominarse
la desconstrucción marxista o el postestructuralismo de izquierda. Aunque se resistan a adoptar una narrativa tan imponente como la del desarrollo racional y dialéctico hegeliano, comparten no obstante una identificación con el árbitro emplumado de Minerva que juzga los resultados tal como los ve. Los más prominentes en este grupo son Tony Judt, Mark Lilla y Richard Wolin. Identificados con una versión del liberalismo ilustrado que estuvo a la defensiva durante el apogeo de dicha moda, se vengaron de un grupo de pensadores cuyos juicios políticos resultan ahora más dudosos de lo que parecían una generación atrás, y cuyos ataques a las piedades del pensamiento liberal burgués pueden ser responsabilizados por sus errores políticos. En obras como Past Imperfect, The Reckless Mind y The Seduction of Unreason han acusado a estos intelectuales de haber sido, en el mejor de los casos, escandalosamente irresponsables, e inocentes tiranófilos seducidos por el atractivo del poder en el peor.5 No quiero ahora refutar sus lecturas o hacer una defensa extendida de las figuras a las que me acerqué con mayor frecuencia en mi propia obra. De hecho, muchas de sus conclusiones son dignas de atención, al menos para quienes hoy deseen dar forma a una política que aprenda de los experimentos del pasado. Más bien, lo que quiero es concentrarme en un asunto mayor: el supuesto de que los historiadores pueden emitir juicios morales acerca de su objeto, lo que les permitiría hacer las "preguntas abominables" y tener las "pretensiones desvergonzadas" que tanto disgustaban a Adorno en las "apreciaciones" arrogantes sobre Hegel a las que intentó resistirse.
Un modo de responder a esta pregunta es explorar el estatus de la experiencia en el pensamiento histórico, algo que me propuse hacer en mi libro reciente Songs of Experience.6 Después de ocuparme de Dilthey y de Collingwood y de sus intentos finalmente infructuosos por conceptualizar la principal tarea del historiador como una re-experimentación o puesta en escena del Erlebnis de actores del pasado, atendí al debate más reciente entre Joan Scott y John Toews acerca de las implicaciones del giro lingüístico que conciernen al tema de la experiencia. En el final hago un breve comentario sobre la defensa de Frank Ankersmit a lo que denomina, para citar el título de su libro reciente, "la experiencia histórica sublime".7 En oposición a lo que entiende como el trascendentalismo lingüístico presentista de Hayden White y Richard Rorty, constructivistas que privilegian el contexto cultural actual o la imposición tropológica de recursos narrativos del historiador sobre un pasado indefenso y pasivo ante su mirada soberana, Ankersmit busca a su vez evitar el viejo y desacreditado objetivismo según el cual es posible acceder al pasado tal como ocurrió. En cambio, busca liberar una noción de la experiencia histórica mucho más afín a la estética que a las diversas formas de la epistemología, una noción que inspiró al gran historiador holandés Johan Huizinga, el autor de El otoño de la Edad Media.
Para Huizinga, la imaginación histórica reconstructiva en el presente se complementa con lo que llama una "sensación histórica" del pasado, que no está relacionada con reex
perimentar, revivir o volver a poner en escena la experiencia o los pensamientos pasados de alguien. Más bien se trata de

una de las muchas variantes del éxtasis, una experiencia de la verdad dada al ser humano […] el objeto de esta sensación no son los seres humanos individuales, ni las vidas humanas o los pensamientos humanos en la medida en que éstos poseen contornos discernibles. No se puede denominar imagen a lo que la mente forma o atraviesa en este caso. En la medida en que adopta alguna forma nítida, esta forma es compuesta y vaga […]. Este contacto con el pasado, acompañado por la convicción absoluta de autenticidad y verdad plenas, puede ser provocado por una línea en una crónica, un grabado o unos sonidos de una canción antigua. No es un elemento que el autor que escribió en el pasado haya puesto en su obra de forma deliberada. Está "detrás" y "en el interior" del libro que el pasado nos dejó.8

Para Ankersmit, la idea un tanto embrionaria de Huizinga sobre una iluminación súbita del pasado precipitada por un encuentro inesperado con algún rastro o residuo de otredad radical proporciona un modelo para la experiencia histórica que no está dominada por el presente ni puede reducirse por entero a la recuperación de una experiencia del pasado recapturable. Está más cerca del presentimiento de algo imposible de representar, aquello que la estética de lo sublime intenta captar o al menos hacia lo que señala. Se resiste a la domesticación y al dominio de lo otro, no puede representarse mediante la historización completa de los restos en un contexto cómodamente fluido que los reduce a ejemplos o síntomas de una era a la que se le suprimen las complejidades y las contradicciones. Sin embargo, tampoco los juzga con los parámetros del presente ni los entiende como meras proyecciones de necesidades ideológicas o retóricas actuales. Por el contrario, atiende a su misterioso efecto sobre nosotros en tanto objetos que producen nuevas experiencias en vez de confirmar sólo las que ya hemos tenido.
Hay mucho más para decir acerca del intento de Ankersmit por validar la experiencia histórica sublime y mantener a raya los interrogantes epistemológicos inevitables, que no pueden dejar de lado por completo los historiadores que quieran evaluar las narraciones que escribimos cuando las sensaciones históricas de Huizinga han pasado y nos sentamos a transmitirlas a otros de un modo significativo. Lo que su visión de la experiencia histórica nos permite comprender, en términos generales, es que la alternativa que plantea Peter Gordon entre un presentismo trascendental y un historicismo contextualizador tiene que complementarse con un tercer vínculo con el pasado. Esto es, nos alerta acerca de la posibilidad de que estemos ubicados en una constelación de tres polos: 1) el pasado como contexto englobador y quizás coherente que podemos volver a captar y luego emplear para situar y volver significativa la producción intelectual que podemos no encontrar plausible según parámetros contemporáneos; 2) el presente como el lugar donde inevitablemente nos ubicamos y del que emanan nuestros juicios, implícitos o
explícitos, un presente en el que paradójicaente no podemos evitar tener creencias como si no fueran más que meras expresiones de nuestros propios horizontes limitados, y finalmente, 3) y tal vez la más escurridiza, la experiencia de un pasado radicalmente inconmensurable que desafía tanto la contextualización tranquilizadora dentro de una totalidad cultural coherente y anticuada, a la que se puede reconstruir cómodamente, como la desestimación igualmente sencilla de acuerdo con parámetros de verdad o valor actuales a los que se considera superiores. Esto es, perturba el supuesto de que se pueda hacer una contextualización narrativa plena del pasado, así como que el presente posea la autoridad para juzgar el pasado en lugar de, como insinúa Adorno para el caso de Hegel, ser juzgado por éste. Dichas experiencias, sean o no sublimes, nos recuerdan que accedemos a la historia para ser arrancados de la complacencia del presente, no para confirmar nuestra superioridad mediante el presupuesto condescendiente de nuestra capacidad para"apreciar", esto es, juzgar desde nuestra propia perspectiva. En términos de la historia intelectual, esto significa abrirnos a la posibilidad de que incluso los errores aparentemente más burdos de pensadores previos cuyas locuras creemos haber dejado atrás aún pueden tener algo que enseñarnos, sólo si aprendemos a abrirnos a la alteridad de un pasado que se resiste a la domesticación tanto por parte de las fuerzas del historicismo contextual como de la moralización trascendental. ?

Notas

* Traducción de Leonel Livchits.

1 Theodor W. Adorno, "Aspects of Hegel's Philosophy", Hegel: Three Studies (trad. Shierry Weber Nicholsen), Cambridge, MA, 1993, p. 1 [traducció         [ Links ]n castellana: Tres estudios sobre Hegel (trad. Víctor Sánchez de Zavala), Madrid, Taurus, 1969].         [ Links ]

2 Ibid., pp. 1-2.

3 David Simpson, Situatedness, or, Why We Keep Saying Where We're Coming From, Durham, 2002.         [ Links ]

4 Peter Gordon, "Continental Divide: Ernst Cassirer and Martin Heidegger at Davos, 1929- An Allegory of Intellectual History", Modern Intellectual History, 1, 2, agosto de 2004.         [ Links ]

5 Tony Judt, Past Imperfect: French Intellectuals, 1944-1956, Berkeley, 1992 [traducció         [ Links ]n castellana: Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses 1944-1956 (trad. Miguel Martínez Lage), Madrid, Taurus, 2007];         [ Links ] Mark Lilla, The Reckless Mind: Intellectuals in Politics, Nueva York, 2003 [traducció         [ Links ]n castellana: Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política (trad. Nora Catelli), Barcelona, Debate, 2004];         [ Links ] Richard Wolin, The Seduction of Unreason: The Intellectual Romance with Fascism from Nietzsche to Postmodernism, Princeton, 2004.         [ Links ]

6 Martin Jay, Songs of Experience: Modern American and European Variations on a Universal Theme, Berkeley, 2005.         [ Links ]

7 F. R. Ankersmit, Sublime Historical Experience, Stanford, 2005.         [ Links ]

8 Citado en ibid, p. 120 [traducción castellana: Johan Huizinga, "Problemas de historia de la cultura", en El concepto de la historia y otros ensayos (trad. Wenceslao Roces), México, FCE, 1946].         [ Links ]

 

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