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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.11 no.2 Bernal dic. 2007

 

DOSSIER

Venturas y amenazas de un campo

 

Rafael Rojas

Centro de Investigación y Docencia Económicas, México

 

Eso que, desde diversas acepciones, se ha dado en llamar "historia intelectual" es, probablemente, el camino más transitado de la historiografía contemporánea en América Latina. La explicación de esta concurrencia no sólo habría que buscarla en el descuido de los procesos simbólicos de la cultura y el saber que predominó en corrientes historiográficas previas, de inspiración marxista o estructuralista, sino en la necesidad de rearticular una tradición sumamente cara a la disciplina y, en especial, al género del ensayo en la región, por lo menos, desde fines del siglo XIX: la historia de las ideas. Como ha visto con claridad Carlos Altamirano en Para un programa de historia intelectual (2005), es en el cruce entre la crítica a la historia de las ideas tradicional y el interés en los enfoques sociológicos sobre la producción del conocimiento y las élites intelectuales, donde parece armarse esa favorable plataforma para un nuevo campo historiográfico.
La difusión de la historia intelectual tiene a su favor una extraordinaria heterogeneidad de metodologías y referencias. Hay historiadores de la región, como Elías J. Palti, José Antonio Aguilar o Alfredo Ávila, que practican la disciplina desde un enfoque cercano a la escuela de Cambridge y, en especial, a los trabajos de historia de los conceptos jurídicos y políticos emprendida por Quentin Skinner.
Pero en otras zonas del campo, autores como el propio Altamirano, Oscar Terán y Arcadio Díaz Quiñones, desembocan en la disciplina desde tradiciones distintas, más ligadas a la historia de las ideas, la sociología de la cultura e, incluso, como puede apreciarse en el último libro de Díaz Quiñones, Sobre los principios. Los intelectuales caribeños y la tradición (2006), a los estudios literarios hispánicos. Esta permeabilidad genealógica es, como decíamos, una de las ventajas de esta nueva corriente, pero también uno de sus mayores riesgos: la diseminación de sus fronteras epistemológicas.
En la Introducción a su libro El tiempo de la política (2007), Elías J. Palti ofrece su versión del tránsito de la "historia de las ideas" a la "historia intelectual" y la nueva "historia política", otra perspectiva que atrae con fuerza a la producción historiográfica latinoamericana. Con precisión conceptual, Palti capta y describe muy bien ese momento en que el paradigma de la "historia de la ideas", difundido a mediados del pasado siglo, y desde múltiples referencias neohegelianas, heideggerianas, marxistas, liberales o nacionalistas, por José Gaos, Edmundo O'Gorman, Leopoldo Zea, Mariano Picón Salas, José Luis Romero, Arturo Andrés Roig y Augusto Salazar Bondy, entre otros, es cuestionado a partir de las décadas de 1970 y 1980 y también
desde múltiples enfoques, por Charles Hale, Richard Morse, Claudio Véliz, Howard Wiarda, Tulio Halperin Donghi y Francois-Xavier Guerra.
Ese choque entre la nueva historia intelectual y la vieja historia de las ideas, naturalmente, podría estudiarse desde varios niveles. Por ejemplo, en el plano metodológico, la historia intelectual introduce aspectos como la biografía, la lectura, la escritura o las sociabilidades, que raras veces aparecían en el paradigma historiográfico anterior, para el cual los sujetos eran menos importantes que las ideas o todavía estaban englobados en categorías identitarias como clase, pueblo o nación. Pero, incluso, en el propio orden de las "ideas", la nueva historia intelectual y, sobre todo, la nueva historia política opera con un repertorio más amplio, menos unidireccional o teleológico que aquel relato, tan propagado, de que en el mundo hispánico, por no haberse experimentado plenamente el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, la recepción del liberalismo fue, ante todo, una experiencia de colonización mental contra la que se rebelaron los nacionalistas revolucionarios desde principios del siglo XX.
Muchos historiadores de las ideas, en América Latina, escribieron desde la plataforma simbólica de las revoluciones agrarias y "antimperialistas" de mediados del siglo XX en la región y, por ello, recurrieron con frecuencia a los discursos de las identidades nacionales o latinoamericanas, como dispositivos de contraposición a la modernidad occidental. Hubo historiadores que se mantuvieron distantes de esos discursos-Cosío Villegas, O'Gorman, Arciniegas…- pero que, por momentos, compartían con la historiografía de la izquierda nacionalista o socialista (Martínez Estrada, Zea, Roig) el tópico de que en América Latina la ilustración y el liberalismo habían sido "insuficientes" y "exógenos" y, por tanto, la revolución se había impuesto desde inicios del siglo XX
como un nuevo y definitivo paradigma de modernización, que, al mismo tiempo que"superada" la irresuelta cuestión colonial, producía un cambio social más "profundo" que el postulado por el modelo constitucional republicano del siglo XIX.
De ahí la importancia de que la historiografía revisionista de los últimos treinta años sea enmarcada en su momento de producción histórica: las décadas finales de la Guerra Fría y, en su último tramo, la caída del Muro de Berlín y el inicio del período poscomunista. Dicha historiografía, además, tendría que ser estudiada a partir de un discernimiento de sus varias generaciones y corrientes. Por ejemplo, hay diferencias notables entre historiadores que han tratado el tema de las tradiciones culturales o mentales de la política en Hispanoamérica, como Morse, Véliz, Wiarda o Dealy, e historiadores como Hale, que se han concentrado, más bien, en las tradiciones intelectuales o doctrinales de esas mismas políticas, o autores como Guerra, Halperin Donghi o Annino, quienes han producido estudios más amplios, que no sólo contemplan "ideas" o "culturas" sino que reconstruyen el universo de prácticas y discursos de lo político en un momento dado.
A pesar de esa eterna disputa por el Nuevo Mundo, en que se enfrentan representaciones contrapuestas de América Latina y Occidente, como si la región latinoamericana no fuera una construcción histórica plenamente occidental, las historiografías nacionales avanzaron considerablemente en el estudio de sus liberalismos, conservadurismos y republicanismos decimonónicos y, también, en el estudio de sus nacionalismos y socialismos en el siglo XX. Cualquier historiador argentino o mexicano se siente perfectamente orientado en el análisis de la tradición liberal clásica argentina (Sarmiento, Alberdi, Mitre…) o en la mexicana (Mora, Ocampo, Sierra…), sin reparar demasiado en las tensiones de esos linajes con el liberalismo fran
cés o inglés. La historiografía revisionista no reacciona tanto contra la construcción de esas tradiciones como contra su hegemonía epistémica, la cual ha vuelto menos visibles otros legados importantes del XIX, como el conservador o el republicano.
Aun así, considero válida la advertencia de Palti, en torno al "sustrato cultural" sobre lo"hispánico" o lo "latinoamericano", que comparten muchos de los historiadores revisionistas, y suscribo, también, su llamado a señalar los límites culturalistas de la nueva historiografía intelectual y política. La "dialéctica de las tradiciones", aplicada por Harold Bloom al análisis de la gran literatura occidental, basada en una agonística de la recepción y la producción intelectual y, también, en una "angustia de las influencias", podría ser muy aprovechable en el estudio de los linajes intelectuales hispanoamericanos. Dicho en forma de exhorto, la nueva historia intelectual debería replantearse el dilema de la tradición por medio de nuevas genealogías y sin persistir en una relación acrítica con las autorrepresentaciones identitarias de las élites letradas de los dos últimos siglos.
En este sentido, me parece importante prestar mayor atención al proceso de construcción de las tradiciones intelectuales en América Latina, que, como rechazo a los enfoques teleológicos o genealógicos del pasado, se ha dejado a un lado desde la época de Picón Salas y Zea. En el caso de Hale, por ejemplo, no creo que su descripción de Mora como lector y discípulo de Constant invalide, en modo alguno, la descendencia intelectual que él mismo se atribuyó en relación con Manuel Abad y Queipo y el reformismo ilustrado borbónico de la Nueva España. La recepción de clásicos occidentales, en nuestro entorno, debe abordarse sin reproducir los viejos complejos coloniales de las élites letradas o aquella ansiedad anticolonial de las décadas de 1960 y 1970 en que, muy fácilmente, se estetizaba la cultura peri
férica como una identidad contrapuesta o refractaria a los paradigmas metropolitanos.
Ese "sustrato cultural" que conforman los diversos y sucesivos discursos de la identidad, como dice Palti, tiene una gran capacidad de reproducción epistemológica y se ve emerger, de una u otra forma, en la propia historiografía revisionista. La distinción que hizo Morse en Resonancias del Nuevo Mundo entre una matriz de antiguo régimen habsbúrgica, estamental y pactista, y otra borbónica, absolutista y modernizadora, no sólo subyace a la obra de Hale sino que subsiste en otros proyectos historiográficos contemporáneos, como el de Enrique Krauze en México, el de Natalio Botana en la Argentina o el de José Murilho de Carvalho en el Brasil. Pero el origen de esa distinción no está en Morse sino en buena parte de la historiografía española e hispanoamericana del siglo XIX y aparece de un modo bastante nítido en el clásico libro El proceso ideológico de la revolución de Independencia (1953) de Luis Villoro.
La deuda de la nueva historia intelectual con la vieja historia de las ideas es mayor de lo que generalmente se reconoce y nos obliga a regresar a la pregunta por el sujeto de la narración histórica, que se desprende de la crítica al revisionismo propuesta por Palti. ¿Qué América Latina o qué Hispanoamérica tienen en mente los historiadores intelectuales cuando describen el choque de ideas en la esfera pública, cuando analizan la recepción regional o nacional de corrientes occidentales o cuando rastrean las sociabilidades políticas de los dos últimos siglos? Esta pregunta nos retrotrae al fastidioso tema de la "identidad", pero no como una narrativa que controla las indagaciones históricas y a la que debe subordinarse la reconstrucción de cualquier campo intelectual, sino como un conjunto de nociones, no siempre orgánicas, que, en efecto, actúan como sustrato cultural de las ideas del pasado y de sus estudios en el presente.
Por poner un ejemplo a la mano, reparo en la propuesta historiográfica del libro Sobre los principios. Los intelectuales caribeños y la tradición (2007), de Arcadio Díaz Quiñones. Aquí se estudian el surgimiento del hispanismo peninsular, especialmente en la obra de Marcelino Menéndez y Pelayo, como una estela simbólica de la guerra de 1898, la errancia fundacional de Pedro Henríquez Ureña, la memorialización de la Guerra Civil de los Estados Unidos en las crónicas newyorkinas de José Martí, la deuda que contrajo la teoría de la transculturación de Fernando Ortiz con el espiritismo, la representación del otro cercano, el "enemigo íntimo"-el inmigrante antillano- en el nacionalismo caribeño de Ramiro Guerra y Antonio S. Pedreira y la poética de la historia nacional puertorriqueña articulada por Tomás Blanco en la década de 1930.
¿Qué hilvana estos ejercicios de escritura a medio camino entre la biografía intelectual, el ensayo interpretativo y la monografía histórica? En la rica Introducción de su libro, Díaz Quiñones ofrece una pista: los seis textos se enfrentan, por diversas vías, al problema de los comienzos de cualquier narrativa o poética. O, lo que es lo mismo, al dilema de articular simultáneamente un discurso crítico sobre alguna identidad y la invención de un linaje que lo legitime genealógicamente. "Empezar-como dice el aforismo inicial de Díaz Quiñones- nunca es partir de cero." Ni siquiera las grandes revoluciones-y ahí están la mexicana y la cubana para comprobarlo- con todo el derroche de rupturas que despliegan, con toda la discursividad adánica que involucran en la constitución de una nueva ciudadanía, pueden prescindir de un relato sobre los orígenes ni de la reclamación de alguna herencia perdida en el antiguo régimen.
El tema de la tradición cuenta, a su vez, con un abultado acervo en la historia de la cultura occidental y en la filosofía y la literatura modernas. En las décadas de 1960 y 1970 ése fue uno de los focos de atención de la epistemología francesa (Bachelard, Foucault, Canguilhem), interesada entonces en el proceso histórico de las formaciones discursivas. En los estudios literarios e históricos, por otra parte, no hay manera de deshacerse del trazado de genealogías intelectuales ni de la exploración de campos referenciales. A cada paso nos tropezamos con una cita de Marx o de Eliot o de Borges o de De Certeau que siempre alude a lo mismo, a esa invocación de espectros que implica el acto de narrar, de versificar o rememorar el pasado. Aun cuando no se las vea o, precisamente, cuando se ocultan, como ha dicho Ricardo Piglia, las tradiciones están ahí, dotando de sentido y presencia al trabajo intelectual.
Esta manera de asumir la tradición, de vuelta ya de los rigores teleológicos del nacionalismo, pero distante, a su vez, de las manías desconstruccionistas del postestructuralismo, reemplaza la noción de identidad, no por la de diferencia, sino por la de lugar. La cultura que le interesa a Díaz Quiñones, a partir de una lectura flexible de los estudios postcoloniales (Cohn, Said, Prakash, Bhabha, Chatterjee…) está localizada, es decir, sucede en un lugar de la sociedad y del mundo: el Caribe. Lo caribeño o lo latinoamericano no es, aquí, el gentilicio identificatorio de alguna comunidad, sino una práctica y un discurso territorializados, significantes de una dialéctica de la representación que involucra diversos sujetos sociales, actores simbólicos y fronteras culturales de mayor o menor visibilidad.?

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