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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.12 no.2 Bernal dic. 2008

 

ARGUMENTOS

Retorno a "¿Qué es la historia del libro?"*

 

Robert Darnton
Princeton University

* Título original: "'What is the history of books?' revisited", Modern Intellectual History, 4, 2007, pp. 495-508. Traducción: Horacio Pons.

 

Tras aceptar la invitación a volver a mi artículo "¿Qué es la historia del libro?", de 1982, compruebo que sólo puedo hacerlo en primera persona del singular y, por lo tanto, debo pedir disculpas por entregarme a ciertos pormenores autobiográficos. También me gustaría plantear un desmentido: al proponer hace veinticuatro años un modelo para estudiar la historia del libro, no era mi intención decir a los historiadores cómo debían hacer su trabajo. Esperaba que el modelo pudiera ser útil en un plano heurístico, y nunca supuse que fuera comparable a los promovidos por los economistas, ese tipo de modelos en los que uno incorpora datos, los modifica y llega a un resultado final. (No creo que en la historia haya resultados finales.) En 1982 me parecía que la historia del libro sufría de fisiparidad: los expertos se dedicaban a estudios tan especializados que perdían contacto entre sí. Los elementos esotéricos de la historia del libro debían integrarse en una visión general que mostrara cómo podían conectarse las partes para formar un todo, o lo que por entonces caractericé como un circuito de comunicaciones. La tendencia a la fragmentación y la especialización todavía existe. Otra manera de enfrentarla podría consistir en urgir a los historiadores del libro a abordar estos tres interrogantes fundamentales:

¿Cómo nacen los libros?
¿Cómo llegan a los lectores?
¿Qué hacen los lectores con ellos?

Sin embargo, si queremos responder estas preguntas, necesitaremos una estrategia conceptual para reunir los conocimientos especializados y contemplar el campo en su totalidad.

Cuando reflexiono sobre mi intento de esbozar esa estrategia, me doy cuenta de que era una respuesta a la percepción de los problemas interconectados que había tenido mucho antes, cuando comencé a trabajar por primera vez en los archivos de un editor. La mirada retrospectiva desde el presente también sirve como recordatorio de que mi artículo de 1982 no hace justicia a los progresos de la historia del libro que se produjeron durante los siguientes veinticinco años. El artículo ha sido reproducido y debatido lo suficiente para hacer visibles sus deficiencias. No me propongo, pues, reescribirlo, pero sí me gustaría indicar cómo podría mejorárselo, y explicar la experiencia en los archivos que está en su origen.

Me sumergí por primera vez en la documentación de la Société typographique de Neuchâtel (STN) en 1965, y de inmediato me vi estudiando la historia del libro sin saberlo. Por entonces la expresión no existía, aunque el volumen pionero de Henri-Jean Martin y Lucien Febvre, L'Apparition du livre, se había publicado en 1958. Llegué a Neuchâtel en busca de otra cosa: información sobre Jacques-Pierre Brissot, líder de los "brissotinos" o girondinos durante la Revolución Francesa, que publicó la mayor parte de su obra anterior a 1789 en la STN. Pero cuando comencé a seguir la pista de Brissot a través de los papeles de su editor, descubrí un tema que parecía más importante que su biografía, a saber, el libro mismo y todos los hombres y mujeres que lo producían y distribuían bajo el Antiguo Régimen.

No es que me haya sentido decepcionado con las ciento sesenta cartas intercambiadas por Brissot y la STN. Al contrario, esa correspondencia me proporcionaba el cuadro más vívido y detallado de las relaciones entre un autor y su editor en el siglo XVIII que yo hubiera encontrado en mi vida, y a la larga la publiqué completa en Internet. Pero el legajo de Brissot parecía pequeño en comparación con las otras cincuenta mil cartas existentes en los archivos de la STN: cartas de autores, libreros, papeleros, agentes de transporte, contrabandistas, carreteros, cajistas e impresores; cartas garrapateadas por personas tan iletradas que era preciso sondearlas y leerlas en voz alta para entenderlas, y cartas que, detrás de los libros, revelaban toda una comedia humana.

En 1965, el tipo más emocionante de historia se conocía como "historia desde abajo". Se trataba de un intento de recuperar la experiencia de la gente corriente, especialmente la situada en los escalones más bajos de la sociedad, y ver el pasado desde su perspectiva. Esa gente nunca había entrado a los libros de historia, salvo en el carácter de "masas" sin rostro emplazadas a provocar revoluciones o morir de hambre en los momentos apropiados del relato. Como estudiante de posgrado de Oxford, yo había simpatizado con este tipo de historia, pero jamás había intentado escribirla. Los archivos de Neuchâtel brindaban la posibilidad de hacer, para los hombres y mujeres oscuros del mundo del siglo XVIII, los libros que E. P. Thompson, Richard Cobb, Georges Lefebvre y George Rudé habían hecho para trabajadores, campesinos y sans-culottes. Aun la historia intelectual, creía yo, podía estudiarse desde abajo. Los autores de Grub Street* eran acreedores a tanta consideración como los filósofos célebres. Este punto de vista todavía me parece válido, aunque también creo que el pasado debe estudiarse desde arriba, desde los márgenes y desde todos los ángulos posibles. De ese modo, tal vez sería posible crear lo que los historiadores de los Annales llamaban histoire totale. Pero en 1965 yo no había asimilado demasiada historia de los Annales. En realidad, la conocí a fines de la década de 1960 por intermedio de Pierre Goubert y François Furet. En 1972 entablé amistad con dos historiadores del libro relacionados con la revista, Daniel Roche y Roger Chartier, y desde entonces he trabajado con ellos. Pero eso sucedió después. Lo primero fue el libro. Llegué a conocerlo gracias a los archivos de Neuchâtel, aunque no era lo que había ido a buscar y resultó muy diferente de todo lo que esperaba.

Desde luego, había visto muchos libros del siglo XVIII, pero nunca los había tomado seriamente como objetos. Estudiaba los textos inscriptos en sus páginas sin hacerme preguntas sobre el material mismo. Una vez que me sumergí en los archivos de la STN, surgieron toda clase de interrogantes, sobre todo acerca del papel. Para mi sorpresa, éste ocupaba gran parte de la correspondencia de los editores, mucho más que las fuentes de los tipos y las prensas. (Pese a su carácter anacrónico, utilizaré el término editor, en vez de librero o libraire-impri-meur.) La razón me resultó evidente cuando reconstruí los costos de producción sobre la base de los libros contables de la STN. El papel representaba el cincuenta por ciento del costo de producir un libro común en octavo en una tirada típica de mil ejemplares; en el caso de la Encyclopédie, esa proporción se elevaba al setenta y cinco por ciento.

Las cartas de los propios papeleros abrían otra perspectiva. Están llenas de referencias al clima: "El tiempo está poniéndose malo"; "Maldigo el tiempo". ¿Por qué? Porque, si llovía demasiado, el agua se embarraba y arruinaba la "pasta" (agua mezclada con trapos macerados) que servía para fabricar el papel. Y, si no llovía lo suficiente, la rueda hidráulica no giraba adecuadamente. Por otra parte, el mal tiempo era una excusa cuando los lotes de papel no se entregaban con puntualidad. La cuestión era que los impresores a menudo encargaban lotes especiales o "campañas" [campaigns], según los llamaban, cuando aceptaban trabajos importantes. Establecían su programa de producción -y a veces la contratación y el despido de trabajadores- de acuerdo con las fechas de entrega especificadas en los contratos firmados con los proveedores de papel. Esos contratos exigían intensas negociaciones, no sólo con respecto a los tiempos, sino también al precio, la calidad y el peso de las resmas. Las condiciones eran diferentes en ciudades como Lyon y París, donde había fácil acceso a grandes existencias de papel gracias a la actividad de intermediarios especializados (marchands papetiers). Pero los impresores suizos debían acudir a papeleros diseminados por todo el este de Francia y el oeste de Suiza, una vasta superficie en la que se utilizaban tres unidades diferentes de peso, además de distintos tipos de monedas. Había una escasez crónica de metálico, de modo que los impresores pagaban de vez en cuando con toneles de vino u otras mercancías. El valor de las letras de cambio variaba de acuerdo con la confiabilidad de sus signatarios. Dichas letras podían transferirse con variados descuentos o cobrarse en la fecha de vencimiento, por lo común a través de negociaciones realizadas en las cuatro ferias anuales de Lyon. Los impresores procuraban transferir las menos confiables a los papeleros, así como éstos evitaban usar sus mejores trapos en la pasta destinada a los primeros. Y la búsqueda de gangas por ambas partes incluía la amenaza de llevar el negocio a un proveedor o un cliente más complaciente.

De un papelero que tenía dos tinas en una ladera del Jura a un cambista del bullicio lio-nés, la topografía humana era extraordinariamente compleja y dejaba mucho margen para el fraude. Los fabricantes de papel solían embaucar deslizando pliegos de más en sus resmas. ¿Por qué pliegos de más?, me preguntaba. Las protestas de la STN revelaron la respuesta: los papeleros diluían la pasta y hacían pliegos de inferior calidad, de modo que, para llegar al peso convenido, debían utilizar más de quinientos en sus resmas. En consecuencia, los impresores tenían que pesar las resmas que recibían, contar los pliegos y enviar cartas llenas de quejas y exigencias de descuentos. Los papeleros replicaban en un tono de orgullo herido e indignación o, cuando no les quedaba otro remedio, con excusas, sobre todo el tiempo, pero también circunstancias especiales: "Mi laurente estaba borracho". La idea del papel como un artículo sometido a una negociación constante -contratos para campañas, negociados antes de la entrega y renegociados luego de ésta- me tomó completamente por sorpresa. Por lo que sé, ni los bibliógrafos ni los historiadores de la imprenta hicieron jamás referencia a esta cuestión.

El tema también tiene que ver con la recepción dada por los lectores. Si leemos anuncios de libros en publicaciones del siglo XVIII, nos llamará la atención el énfasis en el material básico de la literatura: "Impreso en el papel de mejor calidad de Angulema". Este enfoque del arte de vender sería impensable en nuestros días, cuando los lectores pocas veces advierten la calidad del papel en los libros. En el siglo XVIII, solían encontrar manchones causados por gotas provenientes de un bastidor mal montado o pedazos de fustán que no habían sido adecuadamente macerados. Las observaciones referidas al papel aparecen tan a menudo en las cartas de los librerose incluso de algunos lectores, aunque la STN rara vez tenía noticias de éstos-, que me parece que en los comienzos de la edad moderna europea había una singular conciencia de su presencia. Esa conciencia debe haber desaparecido con el advenimiento del papel hecho a máquina con pulpa de madera en el siglo XIX. Pero en épocas anteriores, la gente prestaba atención al sustrato material de los libros, no sólo a su mensaje verbal. Los lectores hablaban del grado de blancura, de la textura y de la elasticidad del papel. Se valían de un rico vocabulario estético para describir sus cualidades, de manera muy similar a como se hace hoy con el vino.

Podría seguir y seguir hablando del papel, pero lo que quiero plantear se refiere a algo diferente: la complejidad incorporada a las tareas cotidianas de los editores. Éstos habitaban un mundo que no podemos imaginar a menos que leamos sus archivos y estudiemos su negocio desde adentro. Su correspondencia los muestra en lucha con los embrollos de los problemas en muchos aspectos de su actividad. No podían concentrarse exclusivamente en un problema, porque cada elemento de su profesión incumbía a todos los demás y las partes actuaban de manera simultánea para determinar el éxito del todo. El asiento diario o semanal de entradas en sus libros contableselaborados registros sobre cuya base pude rehacer los cálculos para seguir su razonamiento- les recordaba que tenían que coordinar una amplia variedad de actividades interrelacionadas, de manera tal que, cuando se hiciera el inventario y las cuentas estuvieran equilibradas, pudieran tener una ganancia. Su patrón de comportamiento correspondía al diagrama, por inadecuado que éste fuera, que presenté en "¿Qué es la historia del libro?".

Para subrayar este punto, me gustaría mencionar algunos otros aspectos del negocio editorial que me sorprendieron cuando estudié los archivos de la STN, y que no han sido tenidos en cuenta, por lo menos que yo sepa, en la historia del libro. Por ejemplo:

Contrabando. Visto a través de las cartas de los contrabandistas, resultó ser muy diferente del alboroto que yo había imaginado. El contrabando era una ocupación importan teen muchas actividades comerciales, sobre todo las textiles, así como en los libros- y estaba organizado de diferentes maneras. La variedad más sofisticada se conocía con el nombre de "seguros". "Aseguradores" autodesignados negociaban contratos con los editores, en los que les garantizaban el envío de libros ilegales a depósitos secretos del otro lado de la frontera francesa, en los montes Jura, por un porcentaje de su valor mayorista. Si una escuadra ligera de la aduana (empleados de la Ferme Générale, una corporación recaudadora de impuestos, no funcionarios del Estado) confiscaba un embarque, el asegurador reembolsaba al remitente el costo total. El trabajo concreto quedaba a cargo de equipos de campesinos, que transportaban los libros en mochilas de sesenta libras (cincuenta libras cuando la nieve obstruía los pasos de montaña). Si los atrapaban, podían marcarlos con las letras GAL por galérien, galeote, y se los condenaba a remar durante nueve años o más en las galeras penitenciarias de Marsella.

Distribución y ventas. Estas funciones adoptaban muchas formas. Me impresionó, en particular, la importancia de los representantes de ventas (commis voyageurs o viajantes de las editoriales). Creía que no existiesen antes del siglo XIX, pero pude comprobar que durante el Antiguo Régimen estaban diseminados como un enjambre por toda Francia, donde desempeñaban toda clase de tareas. Vendían libros, cobraban facturas, organizaban envíos e inspeccionaban todas las librerías a lo largo de sus itinerarios. No había una sola editorial importante que no los tuviera como empleados. A menudo, estos viajantes se cruzaban en los caminos, se alojaban en las mismas posadas y a la noche intercambiaban secretos comerciales al calor de una jarra de vino y un pichón asado. Parte de sus conversaciones de trabajo aparece en sus cartas y diarios. Un representante de ventas de la STN pasó cinco meses sobre un caballo, visitando prácticamente todas las librerías del sur y el centro de Francia. Cuando llegaba a una de ellas, procuraba formarse una opinión y responder a las preguntas que figuraban en su diario: ¿cuánto crédito podía otorgarse al librero? (Preguntar al tendero local.) ¿Cuál era su carácter? (La "solidez", la cualidad más deseable, significaba que podía confiarse en que pagara puntualmente las cuentas.) ¿Era un hombre de familia? (Los solteros despertaban sospechas; pero un hombre casado no debía tener demasiados hijos: éstos podían arrastrarlo a la insolvencia.) Cuando el representante de ventas volvía a Neuchâtel, lo hacía con un incomparable conocimiento de las condiciones del comercio del libro. Sus informes complementaban las cartas de recomendación de comerciantes y aliados en el oficio que llegaban todas las semanas a las oficinas de la editorial. En conjunto, informes y cartas suministraban datos cruciales para adaptar las estrategias de venta a la compleja topografía humana del negocio editorial.

Agentes literarios. No existían en el sentido moderno, como representantes de los autores. En el siglo XVIII, estos últimos recibían, en general, un pago en efectivo por su manuscrito o una cantidad determinada de ejemplares, en el mejor de los casos. Las regalías y los derechos de traducción no existían. Sin embargo, para los editores en francés instalados fuera de París era de suma importancia contar con un representante que velara por sus intereses en el corazón mismo de la industria editorial. Los agentes parisinos escribían informes regulares sobre el estado del comercio librero, las condiciones políticas, la reputación de los autores y los últimos libros que hacían ruido entre los profesionales del oficio. En algunos casos, los informes constituyen un comentario continuo sobre la vida literaria, y se los puede leer como fuentes para una sociología histórica de la literatura.

Piratería. Francia estaba rodeada de editoriales que pirateaban todo lo que se vendía bien dentro de sus fronteras. Aunque no puedo probarlo, creo que más de la mitad de los libros que circulaban en la Francia prerrevolucionaria -obras de ficción y no ficción, pero no manuales profesionales, opúsculos religiosos y literatura de cordel- eran piratas. Sin embargo, la piratería difería en forma sustancial de lo que es hoy en día. El concepto actual de derechos de edición [copyright] no se ajusta a las condiciones de la actividad editorial en los comienzos de la modernidad, salvo en Gran Bretaña luego de la sanción de la ley correspondiente en 1710. En todos los demás lugares, los derechos de reproducción se otorgaban mediante privilegios, que sólo tenían vigencia dentro de la jurisdicción del soberano que los emitía. Los editores holandeses y suizos eran considerados piratas por los franceses, pero localmente se los veía como empresarios sólidos. Hacían investigación de mercado, calculaban riesgos y ganancias con solvencia profesional y en ocasiones concertaban alianzas, selladas por tratados, con el fin de derrotar a competidores en el mercado, a la vez que compartían costos y riesgos. Encontré varios contratos entre las sociedades tipográficas de Lausana, Berna y Neuchâtel, suscriptos al cabo de intensas negociaciones, que comprometían a cada editor a imprimir un porcentaje de los libros y aportar el monto correspondiente de la inversión de capital. Esas empresas conjuntas nos obligan a repensar la economía de la actividad editorial de principios de la era moderna y a reconsiderar la naturaleza misma de la piratería, porque los libros piratas rara vez pretendían ser copias exactas de los originales. Impresos en papel relativamente barato, sin ilustraciones, resumidos y adaptados sin preocupación por la integridad del texto, estaban destinados a sectores más amplios y más pobres del público lector.

Trueques. Las alianzas editoriales también asumían la forma de convenios de intercambio de libros. Tras imprimir una edición de mil ejemplares, un editor solía entregar un centenar o más a los establecimientos aliados, a cambio de una cantidad equivalente de pliegos que seleccionaba de sus existencias. De este modo, podía maximizar la variedad de obras en oferta de su propio stock general (livres d'assortiment), al tiempo que minimizaba los riesgos implícitos en la distribución de sus principales productos (livres de fond). Pero los trueques suponían cálculos complejos, referidos a la calidad del papel, la densidad del tipo y las estimaciones de la demanda. La destreza manifestada en esos trueques podía determinar el éxito de un editor.

Demanda. Debido a la preponderancia del trueque, los editores tendían a transformarse en mayoristas. Grupos de casas aliadas manejaban fondos editoriales similares, y todo el mundo se precipitaba al mercado con ediciones piratas cuando circulaban rumores acerca de un posible éxito de ventas. En contraste con los "tanques" de nuestros díasenormes ediciones publicadas por una sola empresa-, en el siglo XVIII los best-sellers eran producidos de manera simultánea en pequeñas ediciones por muchas editoriales. Un editor que llegara tarde al mercado o se equivocara al calcular la demanda de un libro corriente de venta "promedio" podía sufrir una grave pérdida como castigo. Por eso, los editores tomaban cuidadosas medidas para sondear el mercado, y con ese fin utilizaban a sus representantes de ventas, a sus agentes en París y, sobre todo, su correspondencia comercial. La construcción de una red de clientes confiables y entendidos entre los libreros permitía al editor contar con recomendaciones constantes en el flujo de cartas que recibía todos los días de mayoristas y minoristas diseminados en una vasta superficie, a veces toda Europa. Había que seguir la llegada de cartas, día por día y ciudad por ciudad, es observar el flujo y reflujo de la demanda literaria.

Política. Pero la demanda no podía abastecerse libremente, porque toda clase de obstácu los políticos se levantaban en el camino. Un editor instalado del otro lado de la frontera francesa debía mantenerse informado de los cambios producidos dentro de la Direction de la librairie y entre la policía y los inspectores del comercio del libro en las ciudades de provincia. Las condiciones variaban enormemente de lugar en lugar y de un año a otro. Las reglas del juego sufrían modificaciones sustanciales en el nivel nacional durante los períodos críticos, como sucedió con las presiones para influir en la redacción de los nuevos règlements de la librairie en 1777. Las disposiciones de los edictos de ese año podrían estudiarse con facilidad en sus textos impresos. Pero sólo seremos capaces de calibrar sus efectos si leemos la correspondencia de los libreros. Pude constatar, para mi sorpresa, que los edictos no transformaron las condiciones de la actividad, y que fueron mucho menos eficaces que una orden desconocida, dirigida a la aduana y emitida por el ministro de asuntos exteriores el 12 de junio de 1783. Dicha orden exigía que todos los envíos de proveedores extranjeros, cualquiera que fuese su destino, pasaran por París y fueran inspeccionados por los funcionarios del gremio de libreros de esa ciudad, con el refuerzo del duro inspector parisino del comercio del libro. En consecuencia, un envío de Ginebra a Lyon tenía que hacer un desastroso desvío por París. Esta medida destruyó de un plumazo la mayor parte del comercio entre los libreros provincianos y los editores extranjeros. Las cartas de los distribuidores de provincia muestran que la orden generó una crisis que duró hasta la Revolución, pero que los historiadores del comercio del libro nunca advirtieron, por haber limitado su investigación a los documentos impresos y las fuentes administrativas.

Podría citar muchos ejemplos más de las cosas que me sorprendieron mientras trabajaba en los archivos de la STN y, luego, al comparar esos descubrimientos con los materiales disponibles en las principales fuentes parisinas: la colección Anisson-Duperron, los documentos de la Chambre syndicale de la Communauté des libraires et des imprimeurs de París y los archivos de la Bastilla. Lo que más me impresionó fue la necesidad del editor de jugar a varias puntas mientras el suelo cambiaba bajo sus pies. Tal vez negociaba las condiciones de nuevas remesas de papel, reclutaba trabajadores para sus imprentas, suscribía un contrato con un asegurador en la frontera francesa, despachaba instrucciones para un representante de ventas en lo más recóndito de Francia, modificaba su visión del mercado de acuerdo con la información recibida de su agente en París, hacía planes para piratear nuevas obras prometedoras, organizaba trueques con media docena de casas aliadas, adaptaba su lista de conformidad con los consejos recibidos de docenas de minoristas y ajustaba su estrategia comercial para acomodarla a los caprichos de la política, no sólo de Versalles sino de otras partes de Europa, y hacía todo esto al mismo tiempo. También tenía que tomar en cuenta muchos otros factores, como la posibilidad de comprar manuscritos originales a los autores (una empresa arriesgada, dado que a veces éstos vendían la misma obra, bajo diferentes títulos, a dos o tres editores), la disponibilidad de metálico en las cuatro ferias anuales de Lyon, las fechas de vencimiento de las letras de cambio pendientes, los cambiantes montos de los peajes en el Rin y el Ródano y hasta la fecha probable de congelamiento del Báltico, que lo obligaba a despachar por tierra los envíos destinados a San Petersburgo y Moscú. La capacidad del editor para dominar la interrelación de todos estos elementos significaba la diferencia entre el éxito y el fracaso. Por lo tanto, en mi intento de representar el sistema en su conjunto, procuré destacar sus interconexiones, no simplemente desde el punto de vista del editor, sino tal como ellas afectaban el comportamiento de todos los participantes del sistema. Mi diagrama apenas hacía justicia a las complejidades, pero ponía de relieve los vínculos entre las partes y, creo, transmitía algo de la naturaleza de la historia del libro según la vivían los hombres (y también muchas mujeres: la viuda Desaint en París, madame La Noue en Versalles, la viuda Charmet en Besanzón) que la hacían.

Esas impresiones, registradas por primera vez en 1965, determinaron el carácter del modelo que presenté en 1982. Desde entonces, cada tanto recibo una copia de algún otro modelo que alguien propone en reemplazo del mío (véase figura 1, p. 139). La pila de diagramas ha alcanzado una altura imponente; esto también es bueno, porque para los investigadores resulta útil elaborar cuadros esquemáticos de su tema. En vez de revisarlos en su totalidad, me gustaría examinar uno de los mejores, un modelo propuesto por Thomas R. Adams y Nicolas Barker en "A new model for the study of the book", publicado en un volumen compilado por Nicolas Barker, A Potencie of Life: Books in Society, Londres, British Library, 1993.


Figura 2. Modelo propuesto por Thomas R. Adams y Nicolas Barker en "A new model for the study of the book", op. cit.

Adams y Barker fundan su análisis en lo que llaman "documento bibliográfico" y no libro. Ese enfoque da cabida a los impresos efímeros, un detalle importante, porque las imprentas dependían mucho de pequeños trabajos y encargos especiales. En la práctica, sin embargo, Adams y Barker se concentran en los libros, y su propuesta de ampliación del alcance de mi diagrama lo hace más adaptable a las condiciones que prevalecieron luego de las primeras décadas del siglo XIX. Aunque yo creía que mi modelo podría ser modificado para adaptarse a períodos ulteriores (nunca pretendí que fuera aplicable a los libros anteriores a Gutenberg), tenía en mente, sobre todo, la industria editorial y el comercio librero durante el período de estabilidad tecnológica que se extendió desde 1500 hasta 1800: de ahí mi decisión de hacer hincapié en el papel de los encuadernadores, que eran especialmente importantes en una época en que los editores solían vender los libros en pliegos sin encuadernar o en cuadernillos hilvanados pero no cosidos.

En lugar de las seis etapas de mi diagrama, Adams y Barker distinguen cinco "acontecimientos": publicación, manufactura, distribución, recepción y supervivencia. De ese modo, trasladan la atención de las personas que hacían, distribuían y leían libros al libro mismo y los procesos a través de los cuales pasaba en diferentes etapas de su ciclo de vida. Estos autores consideran que mi énfasis en la gente es un síntoma de mi enfoque general, derivado de la historia social y no de la bibliografía y dirigido a la historia de la comunicación y no a la historia de las bibliotecas, donde los libros suelen encontrar su postrera morada. Sus argumentos me parecen valederos. De hecho, no puedo entusiasmarme con ningún tipo de historia que esté vacía de seres humanos. Por eso, querría insistir en la importancia de estudiar las actividades de la gente relacionada con el libro a fin de entender la historia de los libros. Cuando examino la letra chica del argumento de Adams y Barker, éstos parecen hacer lo mismo. Por ejemplo, se proponen que la primera casilla de su diagrama represente la decisión de publicar: una decisión tomada por personas, aunque determine la creación del libro como objeto material. Al mismo tiempo, subestiman el papel de los autores. Yo destaqué la autoría en la primera de mis casillas, con la intención de exponer de esa manera la historia del libro a lo que Pierre Bourdieu caracterizó como "campo literario" (champ littéraire), es decir, un conjunto de relaciones determinadas por líneas de fuerza y reguladas de conformidad con las reglas del juego aceptadas por los jugadores.

La última casilla del diagrama de Adams y Barker, la "supervivencia", representa una significativa mejora con respecto al mío. Yo di cabida a las bibliotecas, pero omití tomar en consideración la reelaboración de los textos en las nuevas ediciones, las traducciones y los cambiantes contextos tanto de la lectura como de la literatura en general. Adams y Barker plantean con eficacia su argumento al citar el ejemplo de El progreso del peregrino, que apareció por primera vez como un librito de cordel, luego se publicó en ediciones de lujo y por último ocupó su lugar en el canon de los clásicos como un volumen barato en rústica, leído por estudiantes de todas partes. El estudio que Peter Burke dedica a El cortesano de Castiglione es otro ejemplo de excelente historia del libro difícil de incorporar a mi diagrama. Por haber intentado representar las fases interrelacionadas en el ciclo de vida de una edición, no hice justicia a fenómenos como la preservación y la evolución en la larga duración de la historia del libro. Me pregunto, con todo, si un diagrama de flujo puede discernir las metamorfosis de los textos a medida que éstos pasan por sucesivas ediciones, traducciones, compendios y compilaciones. Al concentrarse en una única edición, mi diagrama tenía la ventaja, al menos, de trazar las fases de un proceso concreto, que conectaba a los autores con los lectores por medio de una serie de etapas claramente vinculadas.

Para terminar, debo admitir que en la historia del libro hay campos que desafían el impulso de dibujar diagramas. Islandia tuvo una prensa casi un siglo antes de que los Padres Peregrinos pisaran la Roca de Plymouth. Pero con ella sólo se imprimieron liturgias y otras obras eclesiásticas requeridas por los obispos de Skálholt y Hólar. La impresión de obras seculares recién se inició en 1773, y aun entonces se limitó a una pequeña tienda en Hrappsey. (Me baso aquí en la obra de historiadores islandeses del libro, entre ellos Sigurdur Gylfi Magnusson y David Olafsson.) Islandia no tuvo ninguna librería entre el siglo XVI y mediados del siglo XIX. Tampoco tenía escuelas. Sin embargo, hacia fines del siglo XVIII casi toda la población sabía leer y escribir. Las familias instaladas en granjas dispersas en una enorme zona enseñaban a sus hijos a leer, y los islandeses leían mucho, especialmente durante los largos meses invernales. Al margen de obras religiosas, su materia de lectura consistía principalmente en sagas nórdicas, copiadas y vueltas a copiar durante muchas generaciones en libros manuscritos, millares de ellos, que hoy forman las principales colecciones de los archivos del país. Islandia es, por lo tanto, un ejemplo de sociedad que contradice todo mi diagrama. Durante tres siglos y medio, tuvo una población sumamente letrada y aficionada a la lectura de libros, y pese a ello careció virtualmente de prensas, librerías, bibliotecas y escuelas. ¿Una aberración? Tal vez, pero es posible que la experiencia de los islandeses nos diga algo acerca de la naturaleza de la cultura literaria en toda Escandinavia e incluso en otros lugares del mundo, particularmente en zonas rurales remotas donde las culturas oral y manuscrita se reforzaban una a otra más allá del alcance de la palabra impresa.

El ejemplo de Islandia sugiere la importancia de aventurarse fuera del sendero trillado que conecta grandes centros como Leipzig, París, Ámsterdam, Londres, Filadelfia y Nueva York. Y cualquiera que sea el papel que atribuyamos a los islandeses, debe admitirse que los diagramas tienen la mera intención de aguzar la percepción de relaciones complejas. Quizá la utilidad de un debate acerca de cómo situar las casillas en diferentes posiciones, adjudicarles los rótulos adecuados y conectarlas con flechas apuntadas en una dirección u otra tenga un límite. Cuando reflexiono sobre las mejoras que podría haber introducido en mi artículo, pienso menos en mi diagrama que en la necesidad de tomar en cuenta los impresionantes avances hechos por la historia del libro desde 1982. En vez de intentar examinarlos en su totalidad, me gustaría concentrarme en cuatro de ellos e indicar cómo han afectado mi propia investigación.

En primer lugar, debo mencionar la reorientación de la bibliografía llevada a cabo por D. F. McKenzie, un amigo que me enseñó mucho, no sólo con sus escritos sino también gracias a nuestra colaboración en un seminario en Oxford. McKenzie no rechazó las técnicas del análisis bibliográfico desarrolladas un siglo atrás por Greg, McKerrow y otros maestros de la disciplina. Las utilizó para abrir un nuevo ámbito de investigación, que denominó sociología de los textos. "Sociología" sonó como una declaración de guerra para algunos de los bibliógrafos que escucharon o leyeron las conferencias Panizzi dictadas por McKenzie en 1985. Pero este último utilizaba el término en un esfuerzo por ampliar el análisis bibliográfico riguroso a interrogantes sobre la resonancia que tenían los textos a través del orden social y a lo largo del tiempo. En uno de sus estudios más influyentes, mostró cómo se transformó el carácter de las piezas de Congreve, desde las deshilvanadas y licenciosas ediciones en cuarto de fines del siglo XVII hasta el augusto clasicismo de la edición en octavo de 1710. Aunque los textos seguían siendo esencialmente los mismos, su significado se modificaba en virtud del diseño de la página, una nueva manera de presentar las escenas y la articulación tipográfica de todas las partes. John Barnard ha incorporado la interpretación de McKenzie a una descripción general del surgimiento de un canon literario a través de las ediciones de Shakespeare, Dryden, Congreve y Pope. El libro, en toda su naturaleza material, se presenta por lo tanto como un elemento crucial en el desarrollo de la cultura literaria en la Inglaterra neoclásica, y, más allá de la literatura, como un componente de la sociedad de consumo y el ethos de urbanidad que caracterizó la vida de la clase media en toda Gran Bretaña durante el siglo XVIII. En una serie similar de estudios, Peter Blayney ha extendido la bibliografía a la historia sociocultural de la Inglaterra isabelina. Si tuviera que reescribir mi artículo, trataría de hacer justicia a esta rica veta de erudición.

Una segunda veta que destacaría se conoce por lo común con el nombre de paratextua-lidad. Ésta ha ocupado a los teóricos literarios durante décadas, y ha cobrado creciente importancia en los estudios concretos de textos. Tras vagabundear por esta literatura, comprobé que empezaba a prestar mucha más atención a la influencia que las portadas, los frontispicios, los prefacios, las notas al pie, las ilustraciones y los apéndices ejercen sobre las percepciones del lector. Las notas al pie paródicas aparecen por doquier en los libros del siglo XVIII. Una de mis predilectas dice simplemente "La mitad de este artículo es cierta". Corresponde al lector descubrir cuál de las mitades. Dispositivos como ése lo invitan a jugar un juego, resolver un enigma o descifrar un acertijo. Los romans á clef, un género muy popular en el siglo XVIII, han terminado por fascinarme. Para comprenderlos, es preciso leerlos en dos niveles y moverse de uno a otro lado entre el relato, que puede ser absolutamente banal, y la clave, que lleva a la historia a cobrar vida por medio de "aplicaciones" (un término clave para la policía parisina) a la política o los problemas sociales del momento. La historia de la lectura parece hoy mucho más compleja de lo que yo había imaginado en un principio. De los muchos tipos de lectura que se desarrollaron en los comienzos de la Europa moderna, uno que a mi juicio merece especial atención es el que la asemeja a la participación en un juego. Encontramos esa lectura como un juego en todas partes, libelos, novelas y reseñas literarias, que invitan constantemente al lector a penetrar en secretos ocultos entre líneas o por debajo del texto.

La paratextualidad tiene un pariente: la intertextualidad. Presentadas en forma tan abstracta, suenan como pretenciosos clisés en boga, pero los términos transmiten una preocupación común por el modo como elementos aparentemente exteriores -sean internos, como la tipografía, o externos, como los préstamos de otros textos- dan forma al significado de un libro. Los historiadores del pensamiento político estudian desde hace mucho los opúsculos de Maquiavelo, Hobbes y Locke como parte de un debate continuo marcado por otros opúsculos. A su manera de ver, cada obra pertenece a un discurso colectivo y no puede entenderse en forma aislada. Mientras examinaba libelos del siglo XVIII, di constantemente con pasajes que creía haber leído en alguna otra parte. Cuando me remontaba a sus fuentes, me sorprendía encontrar las mismas anécdotas contadas casi con las mismas palabras y diseminadas por doquier en libros, panfletos y chroniques scandaleuses periodísticas. ¿Un caso de plagio colectivo? La palabra existía hace dos siglos, pero "plagio" sirve de muy poco para describir la práctica de escritores que garrapateaban en Grub Street. Esos escritores se robaban pasajes de sus obras unos a otros, agregaban materiales recogidos en cafés y teatros, agitaban bien la mezcla y servían el resultado como algo nuevo. Éxitos de venta como La Vie privée de Louis XV y Anecdotes sur Madame la comtesse du Barry contienen las mismas anécdotas entresacadas de una gran variedad de fuentes, siempre las mismas. A diferencia de lo que sucede en nuestros días, en los siglos XVII y XVIII "anécdota" significaba "historia secreta". La expresión, derivada de Procopio y otros escritores de la Grecia y la Roma antiguas, se refería a incidentes ocultos de la vida privada de personas públicas, hechos que habían ocurrido realmente, aunque podían distorsionarse en el relato, y que, en consecuencia, revelaban las insuficiencias de las versiones oficiales de los acontecimientos. Las anécdotas constituían los elementos básicos en toda clase de literatura ilegal, y podían mezclarse en combinaciones incesantes. He llegado a pensar que los libros difamatorios deben considerarse como subproductos compuestos sobre la base de masas preexistentes de información que estaban a disposición de cualquier escriba que necesitara ganar un poco de dinero, así como de cualquier agente político dado a la calumnia. Los libelos se improvisaban con materiales dispersos en los sistemas de información del Antiguo Régimen. Para entenderlos, es crucial estudiar el sistema mismo, es decir, concentrarse en las combinaciones intertextuales, y no en el libro como unidad autosuficiente.

Por último, querría subrayar la importancia de la historia comparativa. Aunque más pregonada que practicada, algunos historiadores -Roger Chartier y Peter Burke, por ejemplo- han demostrado el valor de seguir los libros a través de las fronteras de lenguas y países. En mi propia investigación emprendida desde 1982, he intentado comparar la censura tal como se aplicó en tres regímenes autoritarios durante tres siglos: la Francia borbónica, la India colonial y la Alemania Oriental comunista. Las comparaciones demuestran que la censura no era una cosa en sí, que pueda monitorearse como una partícula radiactiva en el torrente sanguíneo, sino, más bien, un componente de los sistemas sociopolíticos, cada uno de los cuales funcionaba de conformidad con sus propios principios característicos. Un macroanálisis del mundo editorial y el comercio del libro en toda la Europa del siglo XVIII podría producir resultados más reveladores. Alemania e Italia se prestan a la comparación, porque ambas estaban fragmentadas en pequeñas unidades políticas, en tanto que una literatura nacional inundaba un mercado único de grandes dimensiones. La oposición entre Francfort y Leipzig condujo a la modernización de la actividad en Alemania. Implicó, en efecto, el paso de un sistema dominado por el intercambio de libros (Tauschhandel promovido en Francfort) a otro estimulado por los pagos en efectivo (Barhandel cada vez más practicado en Leipzig), y el resultado fue la victoria de los editores de Leipzig y Berlín que pagaban jugosos anticipos a los autores importantes, sobre todo a Goethe. Tal vez Milán comenzó a eclipsar a Venecia de la misma manera. La Ilustración italiana se difundió, sin duda, desde los baluartes del norte, como lo eran los filósofos agrupados en // Caffé milanés. Francia e Inglaterra brindan oportunidades aún más fructíferas de análisis comparativo. La Stationers' Company monopolizó el comercio en Londres más menos como lo hizo la Communauté des libraires et des imprimeurs en París. Cada una de esas oligarquías sofocó la actividad editorial en las provincias, y en cada caso éstas replicaron formando alianzas con proveedores extranjeros. Edimburgo, Glasgow y Dublín inundaron Inglaterra con baratas ediciones pirateadas, así como Ámsterdam, Bruselas y Ginebra conquistaron el mercado francés. Las condiciones políticas, desde luego, eran diferentes. Los ingleses disfrutaban de algo parecido a la libertad de prensa, a despecho del efecto represivo de los procesos por la publicación de libelos sediciosos, mientras que la censura previa y la policía del libro inhibieron el comercio en Francia, pese a la existencia de escapatorias legales como las permissions taches (permisos para publicar libros sin la aprobación oficial del censor). ¿Las condiciones económicas eran más importantes que las reglas formales impuestas por las autoridades políticas? Me inclino a creer que sí. Por otra parte, las reglas del juego comenzaron a cambiar al mismo tiempo en ambos países. El caso de Donaldson ver-sus Beckett, en 1774, liberó el mercado inglés en forma similar a como lo hicieron los edictos franceses sobre el comercio del libro en 1777. Las incursiones hechas en el mercado alemán por piratas austríacos podrían compararse con los ataques extranjeros a la actividad, lanzados en Inglaterra por los escoceses y los irlandeses, y en Francia por los holandeses y los suizos. Si combináramos esas comparaciones con un estudio de la evolución del derecho de edición en toda Europa, tal vez sería posible desplegar un panorama general en gran escala de las tendencias en la historia del libro.

Otros historiadores del libro propondrían otras estrategias para las investigaciones futuras. Estas observaciones son necesariamente idiosincrásicas y egocéntricas, pues ésa era la naturaleza de la tarea: reevaluar un artículo que escribí en 1982. Este ejercicio me ha retrotraído por fuerza a 1965, pero espero que también pueda contribuir a centrar la atención en las oportunidades que han de existir después de 2006.

* Calle de Londres donde, en los siglos XVIII y XIX, se concentraban escritores de poca monta y libreros y editores marginales. (N. del T.)