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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.12 no.2 Bernal dic. 2008

 

DOSSIER

Homenaje a Oscar Terán
Reunión especial del Seminario de Historia de las Ideas, los Intelectuales y la Cultura, Instituto Ravignani

 

El viernes 25 de abril de 2008 se realizó la primera reunión del año del Seminario de Historia de las Ideas, los Intelectuales y la Cultura, creado por Oscar Terán veinte años antes. Era también la primera reunión del Seminario que se hacía después de su muerte y se decidió convertirla en un tributo a su memoria y, como parte sustancial del mismo, en el acto de bautismo del Seminario con su nombre. Para reafirmar ese carácter, la reunión fue abierta por el director del Instituto Ravignani, José Carlos Chiaramonte, que anunció su nuevo nombre oficial: Seminario de Historia de las Ideas, los Intelectuales y la Cultura "Oscar Terán". Lo que sigue, entonces, es una edición de las intervenciones en ese homenaje.

José Carlos Chiaramonte: Quiero decir unas breves palabras antes de dejar a Adrián Gorelik la conducción de este encuentro con el que se reanuda el Seminario que, para nosotros, seguirá siendo siempre el Seminario de Oscar.

Cuando en abril de 1986 asumí la dirección del Instituto, sus huestes éramos seis investigadores, de los cuales sólo cuatro continuamos en él: Oscar, Jorge Gelman, Noemí Goldman y yo. En una situación ruinosa, no sólo ediliciamente sino también por el estado de su biblioteca y carencia de investigadores –por-que los cuatro éramos de reciente ingreso–, y, por otra parte, por la falta total de presupuesto, la labor a realizar parecía casi imposible. Sin embargo, en una primera reunión de trabajo convinimos con Oscar, Jorge y Noemí que sin gastar energías en responder a una demanda que venía de la Facultad para proyectar imagen pública, sobre todo a través de los medios, concentraríamos nuestro es fuer zo en tres objetivos: investigar, enseñar a investigar y reconstruir los servicios de apo yo a la investigación –biblioteca y archivo, entre otros–.

Creo que esto no se hizo mal, en el curso de un proceso en que la participación de Oscar, con su Seminario de Historia de las Ideas, los Intelectuales y la Cultura, comenzado en 1988, que hoy bautizamos con su nombre, fue de primera importancia para esos objetivos de investigar y enseñar a investigar.

La división del Instituto en programas reflejó no sólo la existencia de distintos campos de trabajo sino también de distinta orientaciones metodológicas que supieron convivir, sin conflicto, en el seno del Instituto. De esto da también testimonio el Seminario dirigido por Oscar, en reuniones mensuales de cuya temática el archivo del Instituto conserva en papel –diríamos de una época preinformática–, invitaciones como ésta, la de la primera de sus reuniones mensuales del año 1995, el viernes 28 de abril: "Temario: Discusión del artículo de Oscar Terán 'Mariátegui: el destino sudamericano de un moderno extremista', publicado en Punto de Vista N° 51, abril de 1995".

Celebremos entonces la continuidad de estos encuentros mensuales, porque, como le dije a Adrián al conversar sobre su reanudación, el Instituto se complace en seguir alojando como una de sus actividades más prestigiosas las actividades del Seminario que, de tal manera, se convierte también en un merecido y permanente homenaje a la memoria de Oscar.

Adrián Gorelik: Ésta es una reunión muy especial; nos acompañan muchos amigos, familiares, discípulos y colegas de Oscar que no son asistentes habituales del Seminario, ni conocen entonces su historia ni su dinámica, esta creación de Oscar que ya lleva funcionando veinte años. Por eso, voy a introducir la reunión comentando algo de esta trayectoria institucional, aunque con la seguridad de que también así se ilumina el tema de hoy, ya que hablar del funcionamiento y la continuidad del Seminario es hablar de Oscar Terán. De hecho, la primera cosa que llama la atención ante la evidencia de esta larga y productiva continuidad es la contradicción entre la ironía, la impaciencia, el carácter muchas veces impiadoso de Oscar y, por otra parte, su talento y magnetismo no sólo para rodearse de gente, sino para consolidar con ella tramas académicas e institucionales de gran riqueza; la contradicción entre su desconfianza ante las instituciones –desconfianza que compartía con toda una generación que se formó en ajenidad de ellas, pero que, quizás por eso, cuando se incorporó las tomó muy en serio, es decir, respetándolas pero sometiendo a escrutinio permanente su significado y contenidos– y su incansable espíritu gregario; en fin, la contradicción entre su escepticismo radical –una de las claves de su lucidez intelectual– y su enorme confianza en la capacidad transformadora del pensamiento, de los libros, del magisterio. Pero, además de crearlas, Oscar fue capaz de cambiar con las instituciones: frente a ciertos episodios que sentaron la fama de implacable del Seminario –un rasgo inicial de su creador que muchos de los miembros asumimos con entusiasmo–, los últimos diez años por lo menos fueron mostrando en cada reunión un Oscar mucho más abierto, en el que el rigor del análisis no se le imponía a los textos –y a los autores– desde fuera, sino que buscaba dialogar con ellos, encontrar en ellos mismos las canteras desde donde seguir pensando con generosidad.

No cabe duda, para todos los que sabemos cómo ha funcionado el Seminario, que lo que logró en nosotros está indisolublemente ligado a cualidades distintivas de Oscar, como la importancia que le daba a la conversación, más específicamente, a las palabras, que él sabía administrar lentamente, con precisión y elegancia, haciéndonos a todos más conscientes de su valor. Leticia Prislei, que formó parte del Seminario en los comienzos, mandó para esta reunión un emotivo mensaje en el que destaca justamente cómo los espacios creados por Oscar tuvieron como únicos requisitos de ingreso "la disposición al debate, la honestidad intelectual y la incitación al pensamiento crítico". Efectivamente, por obra y gracia de las convicciones de Oscar, el Seminario pareció materializar la utopía de un espacio de saber "puro", dedicado con exclusividad al examen riguroso de las ideas, en completa independencia de cualquiera de las mezquinas batallas de poder con que usualmente asociamos la vida académica. Así, en estos veinte años han pasado por aquí al menos cuatro camadas de investigadores que aprendimos con Oscar no tanto métodos o teorías, como una serie de actitudes –en especial, la sospecha sobre las propias certidumbres– y una manera de colocarse frente a los textos –que se derivaba, creo yo, de su mirada política sobre la cultura–, con lo que se fue construyendo, de modo casi imperceptible, un lenguaje común sobre los problemas teóricos e historiográficos de la cultura argentina. Ese lenguaje que tan bien se expresaba en un artículo de Punto de Vista en 1981 –luego republicado como capítulo de En busca de la ideología argentina–, un verdadero manifiesto historiográfico en el que Oscar también mostraba algo radicalmente novedoso entonces en la crítica cultural argentina, un perspectivismo latinoamericano. Lo cito:

Si queremos desembarazarnos de Dios –decía Nietzsche– es preciso liberarse de la gramática. Si queremos independizarnos de todos los monoteísmos tan tenazmente elaborados de la historiografía latinoamericana, ¿a qué dioses debemos renunciar? En principio, habrá que "suspender" provisionalmente esas categorías continuistas mediante las cuales una historiografía sociologizante o metafísica ha concluido por diluir en matrices idénticas a una pluralidad de diversidades que en rigor se desarrollaron, más que según el "esfé rico" modelo hegeliano, como una superposición casi geológica de series descentradas. Por ello, el limitado objetivo de este trabajo reside en interrogar algunos de los discursos antiimperialistas del período 1898-1914, no para inscribirlos a priori en la senda luminosa de una continuidad inexorable, sino para que nos digan qué objeto constituían cuando pronunciaban el nombre "antiimperialismo" ("El primer antiimperialismo latinoamericano").

La "gratuidad" del Seminario, su exclusiva dependencia de la libre voluntad de los participantes reunidos mes a mes, tenía como contrapartida una permanente y celosa evaluación de su productividad: la continuidad sólo tenía sentido para Oscar si los participantes renovaban su compromiso dándole vida, es decir, riqueza crítica y diversidad. Por eso, la imposición del nombre Oscar Terán al Seminario, que estamos concretando hoy, agrega a nuestra necesidad de continuar su obra, la obligación de velar porque este bautismo, que lo cristaliza institucionalmente, no lo cristalice también intelectualmente. [...] Ahora sí, vamos a continuar el homenaje con la misma modalidad con que se desenvuelven normalmente todas nuestras reuniones: primero, la presentación de los invitados especiales, que en este caso son Fernando Devoto y Jorge Dotti, quienes han venido muchas veces al Seminario a discutir textos suyos o a comentar los de otros, pero que hoy hemos convocado para que presenten las diversas facetas de Oscar que ellos conocieron; luego, abriremos la ronda para todos los que deseen intervenir. La diferencia es que esta no será una ronda "de debate", sino de "memorias de Oscar": aspectos de su obra, de su trabajo como docente, anécdotas de su vida intelectual, evocaciones, retratos, todo lo que quieran compartir para que su recuerdo sea una tutela propiciatoria para la tarea que nos espera, la de continuar sin él reuniéndonos en este Seminario, uno de los ámbitos en que mejor ha encarnado su magisterio.

Fernando Devoto: Ante todo, agradezco y me honra que me hayan invitado hoy para evocar la figura de Oscar Terán.

Hay, desde luego, muchas imágenes posibles de Terán y en las intervenciones sucesivas aparecerán perspectivas seguramente mejor fundadas que las mías, por parte de personas que lo conocieron y/o lo leyeron más y mejor que yo. Asimismo, la vida y la obra de Oscar Terán se desplegó en diferentes y distintas actividades de las que casi nada diremos aquí. Por ejemplo, una de ellas es la del docente ejemplar, en las imágenes transmitidas por sus alumnos que siempre valoraron su cátedra de Pensamiento Argentino y Latinoamericano como una de las mejores de la Facultad de Filosofía y Letras.

Ello se debía, en sus recuerdos, a la calidad de sus clases y también, agrego yo, a que supo congregar en torno de sí a algunos de los mejores y más prometedores estudiosos de las generaciones más jóvenes.

Por mi parte propongo explorar brevemente algo mucho más acotado: Oscar Terán en tanto que historiador de las ideas, tratando de emplear la misma estrategia que él aplicaba al indagar en figuras relevantes de la inteligencia argentina. Es decir, explorar un itinerario intelectual (o mejor escenas o momentos de ese itinerario) que se despliega a lo largo de medio siglo y en el que podemos esquematizar distintas fases o etapas, tal cual él lo hiciera con José Ingenieros.

Tenemos así un primer Terán, el de los años sesenta, el estudiante de Filosofía y parcialmente de Historia, el intelectual comprometido enmarcado en esa tradición de la nueva izquierda crítica que enarbolaba la capacidad omnicomprensiva del mundo de Marx y del marxismo. Tradición que se colocaba en el cruce de múltiples lecturas y sobre la que operaba el impacto de dos situaciones políticas decisivas para los intelectuales de la Argentina de entonces: la cuestión del peronismo y la de la revolución cubana.

Señalemos aquí una tarea a realizar: un análisis comparado de las vías de acceso al marxismo y su combinación, específica en cada itinerario intelectual, con aquellas otras lecturas consonantes o disonantes con él, en las diferentes trayectorias de estos intelectuales de la nueva izquierda que permita, más allá de ese rótulo, diseñar un mapa cultural en el interior de la misma. Recordemos apenas aquí, en relación con Terán, el papel del existencialismo en el camino de aproximación a Marx y su interés mayor hacia los Manuscritos de 1844 antes que hacia El capital, así como su (posterior) lejanía de una obra tan influyente en otras figuras de la nueva izquierda argentina como la de Althusser. Un marxismo, en suma, que era en Terán un humanismo, parafraseando el título de un ensayo célebre en esos años. Con respecto a aquellas otras lecturas disonantes con esa tradición, personas más versadas podrían señalar el impacto y la importancia de aquellas que procedían del terreno de la filosofía; yo quisiera indicar, apenas a título de ejemplo, el interés de Terán hacia obras como la de Lucien Febvre y, más curioso aún, por su completa lejanía de la cultura de izquierda, la de Paul Hazard.

Segundo momento, la catástrofe: Terán en México y la meditación de una derrota cuya rotundidad conlleva la crisis de los modelos y las estrategias políticas así como la de los fundamentos teóricos en los que reposaban. Una nueva tarea a realizar, en sus palabras: pasar de aspirar a "cambiar el mundo" a "cambiar a los que querían cambiar el mundo". Itinerario compartido por muchos pero cuyos procesos no son siempre coincidentes y en los cuales la profundidad de la revisión y los nuevos instrumentos teóricos y, más en concreto, las nuevas lecturas para llevarla a cabo, tampoco son los mismos (aunque podía tratarse también de revisitar lecturas precedentes, ¿no podía finalmente descubrirse todo lo que había en el pensamiento de Gramsci, tan influyente en otros intelectuales de la nueva izquierda, de tributario de una reflexión desde una catástrofe, política y personal, tal cual lo había sido el advenimiento del fascismo?). Nuevamente, territorios a explorar.

Quisiera señalar solamente algunas de las especificidades de la trayectoria de Terán en ese contexto, partiendo de la premisa de que tan importantes como el punto de llegada al nuevo destino, son las vías singulares que se emplean para construir o reconstruir un mundo de referencias y definir un nuevo modo de intervención en el campo intelectual. Y aquí quisiera aludir a tres dimensiones. La primera, es el aporte de la obra de Foucault como instrumento para pensar los mecanismos del poder que eran –los resultados concretos lo mostraban– mucho más extendidos, más capilares, de lo que se suponía antes de la debacle. La segunda, es la voluntad de repensar las raíces de la cultura de izquierdas en la Argentina. He ahí sus estudios sobre Ponce e Ingenieros, dos figuras tan importantes de ella sobre las que había hecho tabla rasa la nueva cultura de izquierda en los años sesenta. La tercera, hasta donde estas distinciones tengan validez, es el paso de la filosofía a la historia de las ideas, a esa necesidad de lo real concreto a la admisión, como alguna vez afirmó, de que en el pasado hay más cosas que palabras.

Quisiera detenerme brevemente en la segunda de esas dimensiones: las raíces de la cultura de izquierdas en la Argentina, en tanto sugiere dos temas complementarios. El primero, propiamente intelectual, es que esa tradición de la izquierda argentina y aun latinoamericana (y la apertura a ese espacio más amplio es también un resultado de la experiencia mexicana) había sido más rica, compleja e interesante que lo que las ejecuciones sumarias de los años sesenta habían sostenido. Desde luego era, según Terán, el caso de Ingenieros, pero incluso, aun con sus límites, el de Aníbal Ponce. Cierto, un Ponce mirado o confrontado en ese espejo para Terán más virtuoso de Mariátegui. El segundo, quizás más político, era la voluntad de enraizar a la izquierda argentina en una larga tradición que sirviera para exorcizar la voluntad de la dictadura militar de cancelarla de la cultura argentina. Algo así como el "veniamo da lontano" que el Partido Comunista italiano utilizaba en sus épocas de dificultad con el mismo propósito. Sea de ello lo que fuere, el resultado fue la emergencia, entre otras cosas, de un Ingenieros mucho más complejo y rico en matices que la figura fosilizada por las lecturas precedentes.

En En busca de la ideología argentina, obra publicada en 1986, creo que adquiere más plena formulación esa reconstrucción de una genealogía de la izquierda (enmarcada en una tradición progresista algo más abarcadora). He ahí nuevamente los nombres de Ingenieros y Ponce, pero también los de Alejandro Korn y José Luís Romero. Bien podría haberse subtitulado ese libro: "Nuestros antepasados".

A partir de aquí comienza otro viaje de Oscar Terán, no ya en sus convicciones políticas firmemente reformistas y progresivas, sino en sus marcos teóricos. El Marx, aunque fuese no como catecismo sino como gramática, se desdibuja ulteriormente, y también Foucault. Ello lo orienta hacia una forma de historia de las ideas y de la cultura más autónoma, bastante más liberada de la necesidad de vincular su desarrollo con las determinaciones procedentes de los cambios estructurales en la economía y la sociedad, tal cual había ocurrido, por ejemplo, en su indagación del pensamiento de Ponce y sus relaciones con la crisis económica de la década del treinta (y desde luego en todo ello hay que ver una perspectiva más general de los nuevos tiempos historiográficos). Baste aquí comparar los trabajos antes aludidos con aquellos reunidos en Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo.

Más importante aún, ello va acompañado de un tránsito desde el intento de comprender la cultura de izquierda, a la que se le atribuía una centralidad en las ideas argentinas del siglo XX, al intento de comprender la cultura argentina toda, que, como escribió alguna vez, no tiene un centro, sino voces heterogéneas. En ese tránsito, Nuestros años sesentas constituye un momento intermedio, ya que si efectivamente el título anuncia el ámbito privilegiado en el enfoque, debe decirse que el libro escapa a ello y se abre a otras voces procedentes de otros ámbitos, las que se hacen oír no solo como reflejo de esa cultura de izquierda. Así ocurre en el magnífico capítulo final, "El bloqueo tradicionalista", si advertimos que en la parte que en él corresponde a la cultura de izquierda, la atención privilegiada otorgada a dos revistas, Pasado y Presente y Cuestiones de Filosofía, y la búsqueda en ellas de la persistencia de una "voluntad de saber", de un momento si se quiere "científico", si se quiere "erudito", si se quiere cosmopolita, en sus intentos de actualizar el marxismo y colocarlo "en la constelación teórica contemporánea" que largamente lo excede y, en cualquier definición que se le aplique, Terán señala la persistencia de una vocación de comprender el mundo de una manera más compleja, más moderna y más refinada, en tensión sí con el momento y los requerimientos de la praxis política, pero que aún apremiada por ésta no quiere renunciar a la primera. Una nueva izquierda que es vista por Terán como uno de los momentos más altos de la cultura de izquierdas argentina cuyas posibilidades teóricas y aun prácticas de desarrollo ulterior se verán arruinadas por el golpe de 1966, con todo lo que implicará para el campo intelectual, en especial esa disrupción sin límites de la instancia política por sobre la instancia reflexiva.

Esa cultura de la nueva izquierda que, como señalamos, no agota de ningún modo el libro, es implícitamente colocada por Terán como un nuevo y más rico capítulo de aquella tradición explorada en sus obras precedentes. Una nueva fase indagada desde una reflexión que, me parece, tiene más de una mirada nostálgica que de una trágica en torno de lo que pudo haber sido. Mirada de historiador que no deja de atribuir el peso necesario a la coyuntura y el azar antes que a las fatalidades inexorables del destino. Pero mirada de historiador también por el deliberado esfuerzo de tomar distancia y perspectiva de ese pasado como parte de una voluntad de restituirlo en tanto tal –y por ende distinto del presente–, por la creciente atención a los contextos temporales en la convicción de que las mismas frases pronunciadas en momentos diferentes son solamente por ello bien distintas en su significación.

Nuestros años sesentas es así, como señalamos, una obra de transición hacia una vocación intelectual más amplia: aquella de pensar la cultura argentina en su complejidad y en su heterogeneidad y quizás en tanto hacerlo era una vía posible para salir de la inevitable subalternidad que produce pensar o estudiar solamente la propia parte. Éste es, me parece, su propósito en los últimos años.

Más allá de todo ello existía, indisolublemente unido al intelectual Terán, la persona Terán que ayuda a componer ese personaje singular en el seno de la cultura de izquierda argentina. Soy demasiado antiguo o tradicional para privarme de decir algo sobre ello y para no pensar que ese otro Terán dice bastante también sobre el intelectual.

Recogería ante todo un dato, hombre de Carlos Casares, es decir de tierra adentro, de esos pequeños pueblos de la pampa en la provincia de Buenos Aires. Recuerdan ustedes la dedicatoria que abre el largo estudio "José Ingenieros o la voluntad de saber": "A Carlos Casares: mi pueblo, mi infancia". Y cómo no recordar también la foto tan emblemática, publicada en la tapa de su libro De utopías, catástrofes y esperanzas, del adolescente en la vereda de lo que tal vez fuese el negocio de su padre (un bar si no recuerdo mal), con un libro en la mano. De ahí, quizás, un cierto estilo, tan singular en estos nuestros ámbitos, una forma de vestir siempre sobria, sencilla y cercana al ascetismo, un modo de hablar pausado y firme, incisivo pero mesurado y sin excesos también en la polémica, prudente y sopesado en las intervenciones públicas, una cierta astucia en la mirada, en la sonrisa, en alguna frase dejada caer al pasar, tan de nuestros paisanos. Un hombre en suma "comedido" ("con el alma comedida"). Aunque no estoy seguro de que ello pueda trasladarse sin más al estilo de su escritura tan sobria y elegante, hija tal vez de las muchas y buenas lecturas, sí creo que se traslada a sus análisis de las figuras del pasado en torno de las cuales le gustaba organizar sus análisis de épocas y situaciones y a las que siempre sopesó en su juego de luces y sombras, y contra las que no ejerció la sencilla, fácil y desagradable ironía de un vivo contra un muerto.

Quisiera concluir con una pequeña reflexión acerca de un poema que incluyó como epígrafe de ese mismo libro, De utopías, catástrofes y esperanzas, "Ítaca" del gran poeta griego Konstantinos Kavafis: "Aunque pobre la encuentres/ no hubo engaño/ Rico en saber y en vida/ como has vuelto/ comprenderás ahora/ lo que significan/ las Ítacas". Quisiera hacerlo también porque el mito de la Odisea le era, me parece, muy congenial y ciertamente más congenial que el de un Dios en la cruz.

De las muchas reflexiones sobre la Odisea, emblema del tránsito y del viaje, que es también un regreso, no eligió aquellas que acentuaban los aspectos dramáticos o trágicos de la experiencia. Por ejemplo, el Ulises de Borges, disociado por la duda entre el retorno y el no retorno, entre el hombre que fue Nadie y el hombre que fue Ulises; o el tan agobiante de Calvino, un Ulises que trata desesperadamente de retornar porque está olvidando que es Ulises (el problema de la identidad). Eligió, en cambio, aquel para el cual Ítaca es algo a la vez, familiar e ineluctable. El retorno es simplemente algo que está allí, a lo que se vuelve, quizás insatisfecho pero ciertamente sin incertidumbre. Lo que importa es el viaje, y el viaje es aprendizaje y sólo ese aprendizaje adquirido con la "voluntad de saber" nos brinda los instrumentos para comprender a Ítaca o a las Ítacas. Una imagen en suma muy iluminista, en el sentido circunscripto pero esencial de "sapere aude", de actitud gozosa, si se quiere, de la serenidad que brinda el conocimiento, con la que no podía no identificarse. Cierto, amigo Terán, el viaje fue demasiado corto. "Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo" comenzaba el poema de Kavafis que eligió como epígrafe, una línea del verso que, quizás por "scaramanzia", prefirió omitir. Sin embargo, fue más breve de lo que hubiera y hubiéramos anhelado. Empero, así fueron las cosas.

Más allá de los azares y circunstancias, más allá de Terán, su obra está destinada a perdurar no sólo como parte de la cultura progresista argentina sino como parte de la cultura de la Argentina del siglo XX, no sólo como estudioso de las ideas argentinas sino como testigo y como protagonista de ellas.

Jorge Dotti: Cuando Liliana Carbajal me avisó que podía ver a Oscar, supe que se trataba de la despedida. Instantáneamente, junto a la tristeza por la ya inexorable pérdida del amigo, surgió, en mi espíritu, una de esas referencias insoslayables en la vocación que me unía a él. La del Critón platónico, donde fidelidad al pensamiento y a la conducta en el vivir y en el morir se entrecruzan y concentran en las palabras últimas de un filósofo.

Pese a su postración, Oscar demostró una alegría por mi visita que me tranquilizó. Tal vez paradójicamente, lo que alivió mi angustia fue esa entereza espiritual y esa serenidad tan íntegra que irradiaba un Oscar sabedor de que estaba por cruzar la última línea de las cosas. Precisamente por ello, se sobreponía a su respiración fatigada y a dolores aún tolerables, pero indiciarios de lo que sobrevendría poco después, para que de algún modo conversáramos como en los últimos tiempos, motivados por experiencias que nos habían puesto, con incertidumbres y retrospecciones, ante lo que la filosofía había pensado como trascendente y la paternidad nos hacía vivenciar en nuestra existencia cotidiana.

Sólo que esta conversación era dolorosamente postrera.

Cuando le conté que me había venido a la mente el diálogo famoso, creo que él se apresuró al preguntarme por qué; y sé que fui superfluo al recordarle que se trataba de la muerte de un filósofo, pues su lucidez era plena. Con la morosidad que su estado le imponía a su modo de hablar, de por sí buscadamente lento y por momentos sentencioso, y con el tono de voz que su condición tornaba inevitable, Oscar me dijo lo que esperaba volver a oír de él, pues desde conversaciones anteriores nos sabíamos concordes al respecto: "si la filosofía no sirve ante la muerte, ¿para qué sirve?".

No importa recordar ahora mis palabras, asentidas por Oscar; quiero destacar, sí, la frase con la que, sereno, cerró nuestra breve, dolorosamente breve, charla sobre la abismal cuestión que nos juntaba por última vez: "Los filósofos mueren como los labriegos".

A Oscar la filosofía le sirvió para cerrar con su pensamiento, en el instante y del modo como cabe hacerlo, la cesura entre el mundo de un intelectual urbano y sensible a las cosas en flujo y la sustancia rural de su infancia.

Creo serle fiel si le atribuyo la intención de expresar con esas palabras, para mí dignamente finales, su justo convencimiento de haber cumplido con el deber de pensar, escribir enseñar, manteniendo siempre un trabajoso respeto por la propia condición de intelectual, a quien la pedantería de los esclarecedores de conciencias, los artificios de la retórica demagógica y la rimbombancia del efectismo mediático le eran tan ajenos, como lo es nuestra misma vocación filosófica a esos míticos campesinos que aran la tierra con la sencillez que da la obediencia a la dureza de los ciclos naturales.

Oscar supo acatar la dureza del pensamiento, la resistencia que opone a quien pretende horadarlo con ideas romas, y lo demostró en el momento mismo en que –para decirlo con él– renunció a la filosofía y optó por dedicarse a la historia de las ideas.

Ciertamente, le era imposible cumplir con el proclamado abandono del filosofar; por eso su confesión (lo recuerdo ironizando sobre sus juveniles lecturas de la Deducción trascendental kantiana) siempre me resultó llamativa. Afortunadamente, a lo largo de más de dos décadas no dejé de constatar su persistencia en ese tenor de pensamiento y de escritura que decía haber dejado atrás; una lealtad que es evidente en sus sutiles análisis y las sugerencias que despliegan sus textos y sus palabras.

Encuentro en su actitud, tal como la experimenté en diversas ocasiones y grupos de pertenencia, desde que lo conocí personalmente a su regreso del exilio, una peculiar y comprensible epojé, una suerte de suspensión fenomenológica de una identidad vocacional a la que la fuerza de las cosas en nuestro país (no sólo en él) habían terminado por bifurcar en dos personalidades que Oscar, tras experiencias personales vividas en una de ellas con no pocos sufrimientos, rehusaba aceptar: la del congelamiento academicista del pensamiento, al que nunca hizo la mínima concesión; o la de un ejercicio filosófico condenado al inmediatismo de una praxis brutal, que no por coherente con las ideas que la sostienen, deja de ser trágica (a la par que demostrativa de la esterilidad dogmática de aquéllas).

Ante el panorama y las exigencias que se abrían en nuestro país, Oscar entendió que la historicidad del objeto al que había decidido dedicar sus esfuerzos intelectuales le permitía un distanciamiento reflexivo y una simul tánea congruencia con la fidelidad a la política que su personalidad y las nuevas circunstancias le imponían.

El doble compromiso de pensar y comprometerse políticamente en la democracia significó para él una revisión drástica y una consecuente ampliación, desplazamiento y sustitución de viejos marcos de referencia y pautas interpretativas, pero sobre todo una renovada reflexión en torno del significado que adquiría la nunca abandonada responsabilidad de la política; si se quiere, un compromiso que conllevaba canalizar diversamente sus creencias, pero siempre acompañándolas con la eticidad de una conducta cívica. Fue riguroso en llevarlo a cumplimiento.

Afortunadamente para quienes reivindicamos la prioridad de la filosofía, la toma de distancia que Oscar asumió con una mirada que calificaba como propia de la historia de las ideas, fue precisamente lo que le permitió mantenerse en su vocación filosófica inicial. Pues, ¿qué sino filosofía política en acto era, por ejemplo, su bella y honda meditación sobre Antígona, publicada en Punto de Vista? ¿Cuán lejos podían estar de la filosofía las lecturas críticas con que desmenuzaba las ideas de nuestros intelectuales, demostrando una lucidez siempre respetuosa, mas a menudo superior a la del objeto tematizado?

A lo largo de mi último encuentro con Oscar, no dejé, emocionado, de apretar y acariciar su mano como prueba de afecto y saludo de despedida. Con la misma emotividad, renuevo ahora ese gesto.

Claudia Gilman: Tengo una deuda intelectual enorme con Oscar y con el seminario que fundó y consolidó durante tantos años. Mientras asistí con regularidad me encontré con un debate intelectual del más altísimo nivel, fuera cual fuera el texto que se discutiera. De hecho, cuando más tarde pasé unos años estudiando en París y cursaba seminarios con "monstruos" como Derrida o Castoriadis, recibía mucho conocimiento pero no pasaba un día sin que extrañara la patria intelectual del seminario de Oscar. No había ni hubo otro lugar donde se pudiera encontrar juntas la mayor sofisticación intelectual jun to con el máximo rigor. Análisis y discusiones donde lo verdadero y coherente era claramente distinguido de lo meramente persuasivo y lleno de jerga o retóricas disciplinarias. Yo vengo del área de las letras, donde es muy frecuente el "guitarreo", la insustancia lidad o un impresionismo desabrido, dejando de lado a los genios que siempre escriben cosas extraordinarias.

Hoy por hoy, sitúo mi investigación y mi pensamiento en un espacio que tiene mucho que ver con el seminario, especialmente, la idea de que no se puede hacer investigación desconociendo la historia y sin definir realmente qué es un objeto relevante.

En una oportunidad, también apenas había empezado a participar con frecuencia, Oscar preguntó quién tenía un artículo para discutir en un futuro encuentro y yo propuse un trabajo mío. Oscar me miró con cierta desconfianza mientras me consultaba sobre qué tema era. "En parte sobre la revista Marcha", le contesté. Creo que fue sobre el final, en un aparte, cuando me comentó: "En general, los trabajos sobre revistas no me gustan, no son objetos relevantes". Por supuesto que tenía razón. Le expliqué que sólo para facilitar la comunicación le había proporcionado el tema del trabajo pero que en realidad, no era sólo sobre Marcha sino sobre muchas otras cuestiones. De todos modos, Oscar no se tranquilizó y decidió que primero lo iba a leer antes de ver si se podía discutir en el seminario. Recuerdo que pasé al tiempo por su casa, por suerte para obtener una levantada del pulgar para el artículo e incluso interés y respeto por mi trabajo. Lo que no sabía yo por entonces es que Oscar también estaba trabajando sobre los años sesenta y que al poco tiempo publicaría su libro Nuestros años sesentas. Ese libro fue para mí un tremendo desafío pero fue también un maravilloso documento, porque leyendo las intervenciones de Oscar en sus años sesentas (en particular una brillante reflexión sobre el vacío que suponía la supuesta apertura de Roger Garaudy sobre el realismo en literatura) ya me había dado cuenta de que Oscar era un capo que desde que empezó a pensar se había atrevido a discutir cosas que estaban fuera de discusión en una época.

Lo cierto es que en el seminario se aprendía, tanto si uno leía trabajos sobre la virgen María o los dibujitos en la revista Billiken. Se aprendía también de los trabajos malos. Creo que lo más importante eran las decisiones teóricas y metodológicas que Oscar estimulaba. La idea de cuándo un objeto es relevante, por ejemplo. Del seminario salí más historiadora, más entusiasmada ante la idea de poder pasar por alto tanto relativismo y subjetivismo y encontrar hipótesis y argumentaciones a las que se pueda someter lo que se afirma a alguna clase de pregunta acerca de la verdad de lo afirmado.

Hugo Vezzetti: Me parece muy oportuno y merecido este homenaje a Oscar; y sobre todo que se haga en este espacio que está tan lleno de su presencia y de sus ideas. Me parece que lo más adecuado es que este homenaje se abra en una circulación de testimonios, de encuentros y evocaciones, dentro del espíritu que nos ha animado y que Oscar supo impulsar. Este seminario ha sido una experiencia inusual en el panorama de las prácticas académicas y de la producción intelectual de estos últimos años, en la medida en que ha reunido distintas generaciones y disciplinas, distintas trayectorias intelectuales; y su mayor productividad ha nacido justamente de ese respeto a las diferencias, las perspectivas, los matices. Esa es una marca del estilo intelectual de Oscar Terán, y al ponerle su nombre al seminario asumimos de algún modo el compromiso de mantener ese espíritu.

Obviamente no es el momento para ofrecer un análisis o un juicio elaborado sobre una obra que ha sido, y seguramente seguirá siendo, tan importante en los estudios de la historia intelectual y cultural argentina. Creo que eso merece, en algún momento, una reunión o una jornada de trabajo específica. Lo que yo puedo hacer es dar cuenta de una relación intelectual y personal que tuvo un impacto grande en mi propio trabajo. Conocí la obra de Oscar antes de conocerlo a él, por esas cosas raras, o peculiares, del mundo intelectual de Buenos Aires en estos años. Lo conocí a él cuando volvió, en los comienzos de la democracia. Pero antes me había encontrado con su libro sobre Ingenieros, en México, donde estuve unos pocos días, en 1980. Estaba en la librería Gandhi, que era un lugar extraordinario para alguien que venía de Buenos Aires. Yo iba acumulando libros en una caja que me había dado Ricardo Nudelman, que estaba como responsable de la librería, y recuerdo que cuando puse el libro de Oscar, Ricardo me dijo "éste te lo regalo yo". De modo que tengo ese libro de Oscar, Ingenieros, antiimperialismo y nación, pero dedicado por Ricardo Nudelman; lo recordé hoy, revisando los libros de Oscar, cuando vi esa dedicatoria.

Esa obra, el estudio preliminar a la compilación de textos de José Ingenieros, tuvo un gran impacto en lo que yo venía haciendo. Todavía no había publicado nada significativo, pero estaba escribiendo lo que después sería mi primer libro sobre la locura en la Argentina; y creo que allí hay algo de lo que aprendí leyendo a Oscar. Sobre todo, podría decir, lo que significan las apuestas y los desafíos específicos de la historia intelectual, es decir, el rigor del trabajo sobre las ideas y sus contextos. Para mí, que venía de una formación marxista bastante dogmática, las ideas eran el lugar de la lucha ideológica, y el análisis ideológico del autor era lo más determinante en el tratamiento de las ideas. Lo primero que hacía ese libro era mostrar que era posible y necesario leer a José Ingenieros con el mismo rigor con que se leía a Freud o a Kant. Eso tuvo un efecto antidogmático, en la medida en que rompía con ciertos cánones de la izquierda acerca de qué autores eran significativos y cómo había que leerlos.

Pero al mismo tiempo, convertía la complejidad de las ideas, de lo que se organizaba alrededor de una producción intelectual, en un ejercicio, un trabajo, que Oscar sabía hacer como pocos. Sabía revelar una complejidad y una heterogeneidad en ese corpus discursivo, que incluía ideas científicas, filosóficas, políticas, estéticas...; y era capaz de poner en juego una extensa erudición y una gran inventiva en sus análisis. Es decir, no sólo reinventaba un objeto, alrededor del positivismo y de la nación; no sólo proponía una nueva mirada sobre ese corpus, sino que implantaba una nueva manera de trabajar las ideas y los discursos. Las operaciones de lectura, rigurosas en su aplicación al texto, se mostraban capaces de relevar los sistemas teóricos, no se diluían en una discursividad sin forma sino que encontraban los conceptos y las formas más estables de un pensamiento. Pero, al mismo tiempo era capaz de explorar, en el mismo texto y no fuera de él, las formas de una configuración política, intelectual, social. La problemática de una producción intelectual se hacía presente en ese espacio abierto entre el texto y el horizonte histórico material, social y político, pero no como un "marco" de las ideas, ni como una instancia externa, sino como una dimensión presente y operante en el discurso. Yo diría que el programa de un seminario de historia intelectual como el que aquí se vino desarrollando ya estaba en germen en esa primera obra.

Un segundo impacto, para mi, residía en la libertad y el coraje con el que podía enfrentarse con la tradición marxista en la que él se había formado. Repasando sus trabajos para esta reunión me encontré con ese mismo artícu lo de 1981 sobre el imperialismo y subrayé esa misma cita que ya fue enunciada aquí hace unos minutos, en la que Oscar recurría a Nietzsche para desembarazarse de los dioses y los monoteísmos. Yo quiero recordarlo como un intelectual de izquierda, justamente en este momento de degradación del pensamiento de izquierda en la Argentina. Me parece muy importante rescatarlo como un crítico riguroso, lúcido e implacable de la izquierda intelectual; en su obra, en sus intervenciones hay no sólo ideas sino una posición ética que interroga y renueva el debate sobre el marxismo. Quiero destacarlo, porque ofrece una inspiración no sólo intelectual y política, sino fuertemente moral; e incluía entonces (y esto está planteado muy tempranamente en sus trabajos) la cuestión de la responsabilidad de la izquierda en la catástrofe argentina de los últimos años. Lo hacía integrado a un grupo que no ha recibido la suficiente atención en el estudio de la renovación intelectual, ética y política, durante y después de la dictadura: el grupo de la izquierda en el exilio de México. Y dentro de ese grupo, esa cofradía (que incluía a intelectuales como Pancho Aricó y Juan Carlos Portantiero, tan ligados a la obra de Oscar), dejó una enseñanza: cómo llegar hasta el límite en la búsqueda de una posición crítica que reuniera el rigor conceptual, con una posición fuertemente moral. Creo que había en Oscar, y eso se veía en las discusiones más cotidianas, una preocupación por la justicia, una sensibilidad especial frente a la desigualdad y la injusticia. Si tuviera que recuperar una figura para retratarlo, diría (no se si él aprobaría esa figura bíblica) que Oscar era un justo. Si, como quiere cierta tradición, el mundo dependiera de que se encuentren diez justos para ser salvado, él seguramente formaría parte de ese grupo de elegidos.

Finalmente, un tercer momento importante en mi relación con su obra se dio con su libro Nuestros años sesentas. De la renovación intelectual y política que se produjo en el grupo del exilio mexicano salieron las bases y las herramientas para esa obra, que merecería un trabajo especial de seminario por lo que ha significado como apertura de nuevos problemas y enfoques sobre la historia del presente. Creo que la significación de ese texto se agranda con el tiempo, porque Oscar encontró en él la posición y el tono justo para convertirse en la conciencia de una generación o de una buena parte de una generación. El libro es una muestra de investigación y de erudición, pero también se sostiene en una interrogación ética y un tono trágico que lo implicaba y nos implicaba.

Finalmente, tuve la oportunidad de tratarlo más personalmente sólo en tiempos recientes, y lo visitaba cuando ya estaba enfermo. Y menciono esto porque creo que el último ejemplo que dejó es el modo en que enfrentó la muerte: la miró de frente y encontró en esa situación límite un estado de extraordinaria lucidez. Pudo despedirse de la vida y de los amigos, juzgar su propia obra, apreciar lo que había sabido construir en su vida intelectual y familiar, y encontrar una paz que sobre todo descansaba en la confianza en lo que había hecho, en lo que sabía que iba a perdurar de su vida y de su obra.

Elías Palti: Espero sepan disculpar esta evocación personal, que es la única que en estos momentos me surge. Con Oscar comencé mi vida académica hace ya veinte años. Yo soy uno de los tantos que, como señaló Adrián Gorelik en su despedida en el cementerio, quedó tempranamente extasiado y atrapado en las redes conceptuales que supo tejer. Lo acompañé muchos años, primero en la UBA y luego en la UNQ. Sin embargo, cuando pienso en él, lo primero que me viene a la mente son las charlas en el largo camino de re greso de Quilmes, que siempre trataba de que se prolongara aún más. En esas conversaciones infor males, en las que saltábamos de los temas más complejos y trascendentes a las cuestiones más pedestres y personales (y sobre todo, nuestra común experiencia de la paternidad) pude, poco a poco, descifrar lo que para mí era su enigma: cómo esa persona tan parca, hasta arisca muchas veces, podía ser también tan carismática y entrañable.

En una bella nota en La Nación, Beatriz Sarlo algo explicó al respecto, cuando señaló su mirada irónica y distanciada de la realidad. No estoy seguro, sin embargo, de que irónico sea la mejor definición. Al recordarlo, no puedo evitar pensar en Aires, un personaje de las últimas novelas de Machado de Assis. Aires era una persona que en su larga vida había podido descubrir que los hombres desde siempre se habían matado y dejado matar por las razones más absurdas, razones que él ya no podía compartir. Éstas no eran más que "sonajeros de lata" (los "hobby-horses" de Lawrence Sterne). Pero también supo que ese descubrimiento, lejos de volverlo más sabio, lo hacía absolutamente ignorante: Aires no podía entender ya nada de la historia y la vida; éstas perdían, para él, todo sentido, se volvían una comedia ridícula.

Más que en la ironía, la sabiduría radicaba en la posibilidad de ironizar la propia ironía, de encontrar sentido en el sin sentido. Como Aires, Oscar sabía, además, que aquellas cosas absurdas no eran verdaderamente tales, que dejaban de ser tales desde el mismo momento en que hay quienes matan y mueren por ellas. Y también, y sobre todo, que viven (que vivimos) por ellas. Por eso no podía ya participar de estas razones, pero tampoco podía permanecer al margen de ellas. De allí le venía la virtud que más me asombraba y me atraía de él (quizá porque es una de las que carezco, pero que, en todo caso, no es en absoluto fácil de hallar): su gran capacidad de escuchar. Para él no había cosas "importantes", ninguna Verdad última que descubrir, pero, por ello mismo, tampoco había cosas banales. Precisamente porque sólo atendiendo a ellas (los sonajeros de lata) podemos comprender los modos en que cada uno da sentido a su existencia. Esa misma vocación de escuchar a los demás es también la que volcó sobre el pasado y se trasunta en su obra. Es, en fin, allí donde su visión de la historia y de la vida se hacen una.

Quizá lo que mejor la sintetiza es la actitud reposada con que enfrentó la inminencia de la muerte. Sabía que estaba por encontrarse finalmente con ese sentido último que yace por detrás de todos los absurdos sagrados y profanos, que no radica en el hecho de morir sino en la expectativa de sobreponerse a la muerte, de trascenderla. Oscar murió como vivió: sabiamente. Para los que lloramos su ausencia nos queda al menos ese consuelo.

Jorge Myers: Cuando tan sólo algunas semanas nos separan del momento de su fallecimiento, resulta muy difícil elaborar una semblanza distanciada, objetiva y precisa de un intelectual cuya figura pública y cuya obra académica ocuparon un lugar de tanta importancia en la Argentina de la restauración democrática (y más aún cuando quien lo intenta ha estado ligado a él, durante muchos lustros, por vínculos fuertes de amistad y de respeto intelectual). Con la desaparición de Oscar Terán, el universo cultural argentino ha sufrido una pérdida cuya magnitud se mide no sólo por la importancia de su obra publicada, sino también por la que supo tener su honradez y valor como docente y como ciudadano. De la calidad e importancia de su obra como historiador de las ideas y de los intelectuales de la Argentina y de América latina es imposible dudar: en un campo cuyos principales artífices durante gran parte del siglo veinte tendieron a ofrecer visiones demasiado sesgadas por las pasiones ideológicas del momento, o demasiado aplanadas por formulismos de fácil (y muchas veces inverosímil) aplicación –provinieran ellos de Hegel, Marx, Lovejoy o de referencias más rústicas como Shumway, Simon Schama o Paul Johnson–, las publicaciones de Oscar Terán marcaron un antes y un después. La historia de las ideas pasó de ser –entre nosotros– un apéndice marginal de la filosofía o de la historia –mirada con escepticismo y cierta condescendencia por quienes se identificaban con lo que entendían ser el centro articulador de esas disciplinas– a ser una práctica disciplinar con una especificidad propia que la legitimara. Es muy probable que siga siendo considerada –aún hoy día– una actividad marginal por muchos de los que cultivan la philosophia perennis, por un lado, o la historia concebida desde un punto de vista radicalmente "Rankea no", es decir como una práctica cuya finalidad exclusiva sea la narración de "wie es eigentlich war", por otro lado: lo es mucho menos –y ello debido al esfuerzo denodado de Oscar Terán como investigador y como docente– que siga siendo considerada una práctica sin rigor metodológico ni teórico o, peor aún, como un mero espacio para el ensayo de opinión ociosa, redactado por los recusantes del trabajo de archivo.

La contribución hecha por él a la consolidación de este campo fue polifacética y compleja. Esa tarea constructiva pudo obtener resultados tangibles, sospecho, en gran medida por el lugar de cruce desde donde partía su mirada interrogativa: formado como filósofo y lector permanente de los autores canónicos de la tradición filosófica occidental, nunca perdió de vista las distancias –en muchas ocasiones inconmensurables– que separan el ejercicio intelectual latinoamericano de la trama tanto más antigua y tanto más densa elaborada en el viejo mundo desde los Presocráticos hasta Heidegger y después; transformado en historiador, pudo elaborar a partir de esa forma mentis filosófica un riguroso sistema de valoraciones y contrastes que le permitiera construir una genealogía local para la propia disciplina. (Sin ninguna pretensión de que la lista sea exhaustiva, no puedo sino pensar que ciertos autores argentinos más que otros le sirvieron para la construcción de la misma: José Ingenieros, José María Ramos Mejía, Alejandro Korn, José Luis Romero, Tulio Halperin Donghi, entre otros.) El sentido de las proporciones combinado con la resistencia a minusvalorar automáticamente lo propio –por más "amargo" (en el sentido de José Martí: "Esto es muy amargo, pero es mío") que fuera– constituye, a mi juicio, el eje articulador de éste, su proyecto intelectual: la construcción de un modo renovado y productivo de hacer historia de las ideas en la Argentina. Los párrafos que siguen no podrán –en estos momentos tan cercanos a su muerte– alcanzar la meta de trazar una semblanza completa de este ciudadano y docente, ni mucho menos de su obra tan compleja, tan polifacética. Son simplemente las reflexiones que asaltan la memoria de alguien que, como ha sido mi caso, ha tenido el privilegio de conocerlo en vida a Oscar Terán, y de considerarlo a lo largo de más de veinte años un maestro, un colega, un amigo.

En primer término, quiero destacar que Oscar fue –rara avis entre nosotros– un constructor de instituciones: son el producto de su iniciativa la cátedra de Pensamiento Argentino y Latinoamericano bajo la forma y con los contenidos que hoy reviste –radicalmente transformados, en relación con aquellos de sus encarnaciones anteriores–; el Seminario de Historia de las Ideas del Instituto Ravignani; y el Programa de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes. No sólo el hecho de que estas instituciones hayan sido creadas –inventar sellos fantasmáticos por motivos poco decorosos es lamentablemente una práctica de larga data en la vida académica argentina–, sino el de que hayan perdurado en el tiempo como espacios de auténtica y productiva discusión intelectual, se debe al entusiasmo militante que colocó detrás de cada uno de esos proyectos. Quienes, como Carlos Altamirano, Elías Palti, Luis Rossi y yo (la lista podría extenderse muchísimo más), participamos en aquellos primeros años de construcción de la cátedra de Pensamiento Argentino, no podemos sino recordar que un requisito formal de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (y que muchas cátedras, lamentablemente, no cumplen), el de mantener un seminario interno permanente, se convirtió en ocasión para la construcción de un foro permanente de intensa y algunas veces hasta crispada discusión de los autores que integraban el programa de la materia, de la bibliografía secundaria, y aun del sentido

general que podía tener la empresa en la que todos estábamos colaborando. No creo equivocarme al decir que todos los que tuvimos el privilegio de asistir a esas reuniones aprendimos algo nuevo gracias a ellas. El "calor" intelectual que allí se palpaba se debió en no poca medida al entusiasmo contagioso de Oscar. Ese entusiasmo derivaba, a su vez –creo– en parte de su enorme sentido de la responsabilidad académica y más aún ética investida en la tarea docente; y en parte de su pasión por la discusión de autores, de ideas, de la filosofía entendida en su sentido más elevado, es decir como interrogación a la esencia de la vida humana.

Fue, sin duda, el mayor renovador –desde los años 80 hasta la fecha– del modo de hacer historia de las ideas en la Argentina: ello se debió, primero, a que supo combinar la perspectiva de un filósofo con aquella de un firme creyente en la importancia de la mirada histórica; segundo, a su énfasis sobre la historicidad de todo discurso, de toda corriente ideológica; tercero, a su temprana lectura latinoamericana de Foucault, de cuya obra tomó y reelaboró la noción central de que los discursos no son ajenos a la realidad social, sino que son elementos constitutivos de la misma, es decir que no hay una realidad social que pueda ser aprehendida de un modo directo, prediscursivo, sino que toda realidad deviene objeto de conocimiento a través del prisma de los discursos, de las palabras; y cuarto, que la historia de las ideas debía estar regida por una conciencia de las jerarquías y de la distinta relevancia de los autores y períodos estudiados, y no por un mero interés erudito. Para Oscar Terán, la obra de Ingenieros poseía sin duda una importancia mayor que la de su homónimo, el Terán tucumano; entre Juan Bautista Alberdi y Horacio o Luis Varela existía una distancia sideral al momento de valorar su significación histórica.

En su trabajo como historiador de las ideas cabe destacar dos elementos que a mi juicio son centrales y que definieron el "estilo" de su obra: por un lado su capacidad de poner en relación de un modo verosímil y productor de nuevos sentidos a autores muy disímiles entre sí –por ejemplo en una página de su José Ingenieros en la edición de Alianza, aparecen vinculados entre sí Ortega y Gasset, Francisco García Calderón, Alejandro Korn, Rodolfo Rivarola y el propio Ingenieros en un párrafo que ilumina de un modo nítido y original una faceta de este último–; y por otro lado, su desconfianza ante la voluntad de aceptar –tan común en las vertientes marxistas y nacionalistas de la historia de las ideas (y aun en las liberales)– que existiera un lugar de la "verdad" desde el cual se podía leer la historia del pensamiento. Su modo de elaborar la historia de las ideas argentinas partía del presupuesto de que todos los discursos son en principio verosímiles –pero no necesariamente verdaderos– en sí, y del a priori de que las herramientas teóricas que ofrecen al historiador la filosofía, la sociología y otros campos podían ser útiles siempre y cuando no llevaran a una excesiva mecanización del trabajo histórico. De allí sus sucesivos alejamientos y acercamientos a la obra de Foucault, de allí su desconfianza ante una historia intelectual de exclusiva raigambre bourdieana.

La tercera faceta central de la obra cumplida por Oscar que quisiera destacar fue su labor como editor y divulgador de los "clásicos argentinos". Siguiendo el ejemplo del José Ingenieros al que tanto admiraba, fue, como todos sabemos, un gran difusor de las obras del pasado intelectual argentino. En sucesivas editoriales buscó poner nuevamente en circulación los textos de los positivistas argentinos, revistas intelectuales de izquierda –como Contra o Inicial–, figuras como Groussac, Juan Bautista Alberdi o Pedro García. La colección dirigida por él en la Editorial de la Universidad de Quilmes –la última de una larga serie de intentos frustrados por los vaivenes de nuestra economía-constituye un hito en la historia intelectual argentina de la que somos contemporáneos. El constante empeñotestarudo ante los naufragios de colecciones anteriores- por poner nuevamente en circulación autores y textos de nuestro pasado nacional sólo halla comparaciones parangonables en las pasiones editoriales de figuras cuasimíticas de nuestro pasado recientearquetipos del editor como constructor cultural- como lo supieron ser Boris Spiwacow o Gregorio Weinberg.

Quisiera finalizar estas apuntaciones un poco deshilvanadas con una última observación, acerca de lo que creo fue la cualidad más importante, la más constitutiva de la personalidad intelectual de Oscar Terán. Una indeclinable voluntad ética ocupó el lugar central en su modo de concebir la proble mática de la historia de las ideas y de los discursos. Los temas que escogió estudiar, desde la obra de Mariátegui o de Aníbal Ponce hasta aquella de contemporáneos co mo Albert Hirschmanen La Ciudad Futu ra, si mal no recuerdo, publicó una de las primeras semblanzas que conozco de ese autor-, o la de los coprotagonistas de "sus años sesentas", respondieron siempre a preguntas concretas acerca de la genealogía de los dilemas argentinos del presente, fueran estos la lu cha armada y las controversias que la rodearon hasta nuestros días, las dictaduras o el peronismo.

Martín Bergel: Quiero leer, en este homenaje a Oscar, un par de páginas que escribí para un artículo más largo sobre él, para el Boletín del CeDInCI.

Sobre todo en los últimos años, en sus escritos, en reportajes, pero también en las conversaciones cotidianas y aun en sus clases, Oscar Terán volvía una y otra vez, de modo más o menos directo, sobre las capas geológicas que conformaron su propio trayecto vital. Y al hacerlo, en rodeos en los que pendulaba con elegancia entre la memoria emotiva personal y la reflexión histórico-crítica, dejaba traslucir los efectos acumulados del paso por ésas sus "estaciones" (para usar una palabra que le era cara al repasar algunas biografías de singular espesor). Terán parecía desafiar así los enfoques antiesencialistas que, en la tensión de apariencia irresoluble entre diferencia y repetición, ponen en cuestión hasta la mismidad de una persona en distintos momentos de su existencia individual. Los materiales que conforman uno de sus últimos libros –un conjunto de entrevistas y textos en los que visita repetidamente esas estaciones–, incluida la foto de tapa en la que se lo ve, apenas adolescente, cultivando la lectura en una escena apacible de su pueblo natal, brindan testimonio del modo en que esos núcleos densos de su biografía seguían habi tándolo intensa y persistentemente, incluso para disentir y separarse nítidamente de algunos de ellos. Pero aun en esos casos en los que el presente lo colocaba en disidencia respecto de franjas de su pasado, Terán actualizaba, de diversas maneras, esas formas culturales que había sabido transitar y que supieron dejarle marca indeleble. Conversar con él resultaba entonces conversar con la cultura libresca de matriz ilustrada que le permitió pasar de su pequeño pueblo de provincia al centro de la escena intelectual argentina. Era también percibir el profundo humanismo con el que identificó a su marxismo en los tempranos años sesenta, a despecho del subsiguiente "antihumanismo teórico" que también conocería de manos de Althusser y sobre todo de Foucault. Era, también, entrar en contacto con la napa profunda que comunicaba con uno de los más cabales "sartreanos argentinos", y en ella toparse no sólo con una manera de entender la tarea intelectual, sino además con una ética de los actos que lo acompañaba sin vacilaciones. Significaba, asimismo, vincularse inevitablemente con la experiencia de los años setenta, con la antigua creencia en la inexorabilidad de la revolución y con el asunto urticante de la lucha armada; materias todas ante las cuales Terán se había constituido en severo fiscal, pero que incluso en esa tenaz oposición actual no dejaban de asediarlo con una insistencia fantasmática que él supo trocar valientemente en lúcidos textos críticos y autocríticos. Leer a Terán, pero sobre todo escucharlo rememorar su experiencia mexicana, esa que lo condujo a apreciar con ojos nuevos el tema latinoamericano –en una travesía a través de la cual prohijó textos cardinales de su producción, como ese hoy poco frecuentado Discutir Mariátegui que permanece como una de las más completas y sesudas inspecciones en el entero itinerario del intelectual marxista peruano–, era embarcarse en los pliegues y texturas de una meditación profunda sobre la cuestión del exilio. Tratar con Terán, por fin, recorrer sus quince libros e innumerables artículos, era y es internarse en una de las derivas de pensamiento que pellizcó en estas comarcas más insistentemente y desde ángulos diversos la tan elusiva y plurivalente cuestión de la nación: y ello tanto para cotejar las maneras en que dos marxismos latinoa mericanos, el de Mariátegui y el de Aníbal Ponce, accedían o no a pensarla (entendiendo por ello esencialmente la puesta creativa en juego de las categorías provenientes del horizonte de pensamiento que remite a Marx en el diagrama de las tradiciones culturales y de la configuración de las fuerzas sociales provisto por las circunstancias locales), como para auscultar con la profundidad y sutilezas de nadie más el lugar y las funciones que el fenómeno nacional ocupó –para unos intelectuales cuya posición en el entramado institucional del régimen conservador surgido hacia 1880 aseguraba a sus ideas efectos de poder– en la producción de un orden capaz de conjurar las inesperadas mutaciones que signaban la emergencia de la Argentina moderna; o tanto para oírlo decir que en el exilio, incluso a quienes como él y como yo nos jactamos de ser ciudadanos del mundo, esa cosa que llamamos muchas veces a desgano "nación" se le aparecía bajo la forma de nimios indicios, como para leerlo, en su faceta irónico-crítica, desgranando las diversas manifestaciones de un fenómeno que, detectable ya en Mariano Moreno, en sus recorridos en otras canteras históricas halló y condensó bajo el nombre de argentinocentrismo (un término que me deslumbró desde el instante en que se lo escuché nombrar, probablemente en una clase de su materia hace exactos once años, y que encierra en sí todo un programa de investigación en historia cultural e intelectual). En definitiva: de estos arroyos de sentido, y de muchos otros más, incorporados todos a lo largo de una vida intensa, estaba compuesto Terán, y eso se ventilaba en una charla cualquiera. De allí que compartir el tiempo con él resultara tan singularmente estimulante y enriquecedor.

Pero leer y escuchar a Terán implicaba también otra cosa: era apreciar el despliegue inusual de nada más y nada menos que un estilo. Su escritura estaba presidida por una omnipresente dimensión estética, que se verificaba no solamente en sus textos sino incluso en el modo en que acometía la redacción del más anodino e-mail. Esa dimensión se vinculaba a su sartreana disposición a relacionar cualquier hecho del acontecer cotidiano con las aristas más profundas y dramáticas de la existencia (como cuando, a propósito de un intercambio de correos suscitado por el insólito cabezazo a un rival y posterior expulsión de Zinedine Zidane en los últimos minutos de la final de la Copa del Mundo del 2006, me decía que esa soledad en las multitudes mediáticas planetarias del jugador estrella del seleccionado francés le hacía acordar a El extranjero de Camus: ese argelino –como Zidane– que mata sin saber por qué). Esa vocación de Terán por la estética lo llevaba a recomendar enfáticamente a sus alumnos, más que cualquier texto proveniente de las humanidades, la lectura de piezas literarias como La revolución es un sueño eterno, de Rivera, o los libros de Sebald, indispensables a su juicio para la labor del historiador de las ideas. Con todo, el preciosismo de sus trabajos, que inscriptos en sede académica se comunican aún con la secular tradición latinoamericana del ensayo de ideas, sabía automoderarse como para evitar el derrape en los excesos del barroquismo farragoso, a menudo arbitrario y puramente gestual, que conocemos en otras escrituras argentinas. En sus textos, la adjetivación, la metáfora o la imagen literaria no saturan, puesto que carecen de vida independiente: están al servicio de la graficación y más honda transmisión de los hechos e ideas del pasado y del presente que se retratan. Y es que probablemente no resulta exagerado señalar que en la pluma de Oscar Terán ha cuajado una de las alianzas más virtuosas entre dato, concepto y belleza del último medio siglo en Argentina.

Pero ese estilo Terán no se reducía meramente al que habita en sus textos. Se modulaba también en acto, en sus modos de emplear la palabra oral. Por empezar, en sus clases, las clases llamadas "teóricas" de su materia Pensamiento Argentino y Latinoamericano de la Facultad de Filosofía y Letras, que dictó durante veinte años, y que a la sazón constituyen la base de su último libro a aparecer póstumamente en pocas semanas (un libro que, valga el excursus, dedica a las cohortes de alumnos que pasaron por su cátedra –algunos de ellos, decía con regocijo, asombrosamente brillantes–: y es que Terán tenía especial cariño por su materia, y se mantenía aferrado a ella a pesar de la situación de degradación institucional y moral que percibía en ésa que supo ser su Facultad desde que era estudiante en el edificio de la calle Viamonte, y que representaba sin duda también para él el lugar "donde todo comenzó"). En esas clases, al desplegar su discurso, Terán podía hacer gala de una envidiable capacidad de captura de la atención de los alumnos sólo igualmente detectable en esas pocas agraciadas personas que poseen el don de embriagar al hablar. Como ocurría también, aunque de modo un tanto distinto, en sus intervenciones en el Seminario de Historia de las Ideas, los Intelectuales y la Cultura del Instituto Ravignani que creó y dirigió también durante veinte años: cuando allí, en ese espacio lleno de ritos, le tocaba por fin el turno de hablar, el aire se cortaba brevemente y un subrayado silencio precedía y realzaba la gravedad de sus palabras, acogidas por los habitúes del modo como se escucha a quien se considera maestro.

Omar Acha: Quisiera proponer algunas ideas acerca de cómo pienso a Oscar Terán en el marco de una trayectoria intelectual de izquierdas, pero asumiendo la tarea de situarlo en el marco de la cultura argentina. Me parece que un elemento fundamental para pensarlo como intelectual es subrayar el compromiso público de la palabra que lo caracterizaba, que marcaba las intervenciones de Oscar, y quisiera poner de relieve la importancia que para él tenía la justicia social, una exigencia de la vida en sociedad que creo que él mantuvo en todas las etapas de su vida. Sabemos que en Terán el cambio de ideas es un momento dramático de las trayectorias subjetivas, culturales, teóricas, y no es casual que dos personas hayan pensado hoy en esa frase suya (inspirada en Nietzsche) sobre abandonar el monoteísmo porque, efectivamente, da cuenta quizá del momento general del pensamiento de Oscar que es el de la revolución de las ideas: cómo un sujeto puede llegar a transformar su pensamiento de una manera radical. Pero algo que atravesaba las distintas estaciones del pensamiento de Oscar era la demanda de justicia social, una cuestión cuya solución buscó cuando fue joven en el cielo de la revolución pero que, luego del mazazo homicida de la dictadura y del cuestionamiento de sus propias certezas, siguió persiguiendo en la tierra de la reforma. Esa preocupación por la justicia estaba fuertemente articulada con una fascinación por el saber. Había en Oscar un compromiso con lo creativas que pueden ser las ideas, y sobre esto voy a volver. En todo caso había algo persistente. Yo recuerdo una escena, creo que fue la última vez que lo vi: estábamos en una reunión en un café cercano a la Facultad de Filosofía y Letras pensando un nuevo proyecto de investigación UBACyT sobre populismo y cuando Oscar Terán, que proponía el tema, explicaba de qué manera él iba a contribuir a ese proyecto; uno veía, o yo creí notar en su mirada, un relámpago de entusiasmo por aprender, por desarrollar una problemática que no había sido a lo largo de su vida una de sus preocupaciones centrales en la investigación. Hoy me parece que vi en sus ojos, en ese relámpago, a aquel joven Terán que llegaba de Carlos Casares y se encontraba con la biblioteca de Filosofía y Letras y creía que en esas gavetas, en esos miles de libros por leer, estaban depositadas las verdades que iban a cambiar el mundo.

Yo diría que en esa combinación entre el compromiso público de la palabra articulada con la justicia social y la fascinación por el saber se diseña una posición de Oscar en el seno de la historia de la historiografía argentina y de la cultura argentina. Vo y a proponer una imagen de la figura de Oscar en la historia de la historiografía, sabiendo que hoy probablemente no dispongamos aún de la distancia suficiente como para pensar la dimensión histórica del pensamiento de Oscar. Pero lo pienso como un historiador socialista de las ideas. Todos sabemos que Oscar nunca resignó su identidad socialista, si bien el contenido de lo que significaba el socialismo se había modificado de una manera radical a lo largo de su vida. Pero yo lo pienso como un pensador socialista de las ideas y conjeturo que en algún momento se lo citará en una serie donde están presentes Alejandro Korn y José Luis Romero. Creo que esa es la trama en la que va a sobrevivir como historiador, como escritor. Pero también quiero agregar otra dimensión que se vincula no tanto con la simbolización de Oscar, es decir, cómo Oscar nos mira, sino que alude a cómo podemos mirarlo a él hoy. Y también en este sentido mi propuesta quizá sea demasiado prematura. Yo diría que era un intelectual que creía en el milagro de la resistencia de las ideas críticas ante el absolutismo de los poderosos. Justamente por eso le interesaba historizar y examinar los extravíos de los pensamientos de la izquierda, que aspiraban a una vocación emancipatoria, pero que en muchas experiencias habían contribuido a una tragedia. Y sin embargo, Oscar no era un tragicista. Creo que había algo que él llamó esperanza, que sobrevivía ante todas las desmentidas que la historia le impuso a su vocación crítica y a su compromiso con la justicia. Y me parece que esa esperanza en la capacidad iluminadora de las ideas, un momento ilustrado de Terán, fue lo que lo llevó a fantasear en la escritura de un relato sobre Diego Alcorta que subrayaba la autonomía innovadora del saber que, según Oscar, debería ser irreducible a los antagonismos irreconciliables. Y quiero concluir con una cita acerca de lo que decía Terán sobre aquello que aspiraba a decir sobre Alcorta con una dimensión de autoidentificación. Decía Oscar, de Alcorta, "a quien imagino enseñando en aulas desiertas las doctrinas de los idéologues en medio de la degollatina".

Alejandro Dagfal: Querría evocar muy brevemente el impacto que tuvo para mí el encuentro con Oscar Terán. Siendo psicólogo y platense, al interesarme en la historia, a mediados de los años noventa, comencé a venir a Buenos Aires, a formarme con Hugo Vezzetti, ya que de hecho carecía de toda formación histórica. Fue él quien me recomendó que me

incorporara a este seminario en el Instituto Ravignani y que cursara Pensamiento Argentino y Latinoamericano, la materia a cargo de Terán en la Facultad de Filosofía y Letras. Y debo decir que conocerlo a Oscar fue para mí un verdadero encuentro, sobre todo por su entrañable manera de transmitir, por la serena fuerza de su estilo oral. Escuchar sus clases era un acto altamente placentero, con ese modo que él tenía de paladear cada palabra pronunciada, manejando los silencios, repitiendo incluso el final de algunas frases, como si en realidad, en lugar de estar enseñando, hubiese estado pensando en voz alta, compartiendo con nosotros sus reflexiones "en tiempo real", en el mismo momento en que se producían.

Por otra parte, tenía una forma de implicarse en la historia que contaba que lo alejaba mucho del formalismo de otros docentes. Más que un intelectual clásico, del que uno piensa "este hombre leyó mucho", lo que a uno se le ocurría con Oscar era "este hombre vivió mucho, y habla a partir de su experiencia". Aún recuerdo una clase suya, en marzo de 1996, en la que antes de empezar su exposición hizo una sentida alusión a los veinte años del golpe, y a lo que ese quiebre institucional había implicado para él y para su generación. Ese compromiso existencial con lo que enseñaba –que tampoco estuvo ausente en lo que escribía– fue fundamental para que lo escucháramos como lo escuchábamos, y para que se generaran esos climas que reinaban en sus clases, compromiso que también supo cultivar en este seminario. En ese sentido, este ámbito se constituyó para mí en uno de esos raros espacios en los que la gente, además de hablar, realmente se escucha. Siempre tuve la sensación de que aquí nadie tenía ningún apuro, ya que ante cada argumento enunciado había todo el tiempo del mundo para responder. Eso, indudablemente, estaba ligado a la presencia, al estilo de Oscar. Y al respeto que él profesaba por todos los ritos de la palabra.

En aquel momento de mi formación, el haber asistido a este seminario, cursado la materia de Oscar y leído algunos de sus libros, fue una oportunidad invalorable, que en parte determinó mis elecciones futuras, impulsándome a viajar a Francia para hacer un doctorado. En efecto, para un psicólogo sin formación histórica, tomar conciencia de los múltiples planos en los que podía constatarse la influencia del pensamiento francés a lo largo de la historia intelectual argentina –desde Alexis de Tocqueville, en Sarmiento, hasta Jean-Paul Sartre, en Masotta– no podía resultar indiferente. Pero antes de que yo partiera, Terán ya había sido mi consejero de estudios en un abortado intento de empezar el doctorado en la Facultad de Filosofía y Letras. El día de la entrevista de admisión, ante mis nervios, recuerdo con qué espontaneidad lo oí decir "leí un artículo tuyo que me pareció muy interesante". Para mí, que él hubiera leído un trabajo mío era increíble, sobre todo porque era el único que había escrito, y porque había sido publicado en una revista de historia de la psicología editada en la provincia de San Luis. No sé cómo había hecho para conseguirlo, pero me impactó mucho ese gesto. Si bien Oscar Terán era un maestro, lo cual le daba cierta solemnidad, a la hora de hablar de un texto podía hacerlo con toda humildad, situándose como un par.

Dejé de ver a Terán en 1999, cuando partí a París. Después de mi retorno, en 2005, ve nía postergando por diversas razones el momento de reincorporarme a este seminario. Sin embargo, el año pasado me lo crucé en un restaurante armenio, donde almorzaba con su familia. Como no tenía con él una re lación personal, un poco por timidez y otro poco por respeto, elegí no acercarme a la mesa en la que estaba, aunque hubiera querido saludarlo. "Ya tendré la oportunidad de volver a encontrarlo en el seminario", pensé. Hace algunos días, casualmente, volví a acordarme de Oscar mientras escribía los agradecimientos de un libro que hace años estaba tratando de terminar. Fue entonces que, sin saber nada acerca de su enfermedad, recibí un correo electrónico con la noticia de su muerte. De modo que por eso vuelvo hoy aquí, después de nueve años, aún conmovido por esa noticia inesperada y por ese reencuentro que ya no va a ser posible. En todo caso, en este largo tiempo de ausencia, pude comprobar que hay otras formas de la presencia. Y Oscar Terán ha estado presente para mí en sus escritos, en mi formación, en mis recuerdos, como creo que lo seguirá estando para todos nosotros, particularmente en este seminario, que a partir de hoy, además de su huella, también lleva su nombre.