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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.13 no.2 Bernal jul./dic. 2009

 

ARGUMENTOS

Poder, representación, imagen*

Louis Marin

Las tres fórmulas

En cierto sentido, el presente trabajo es la continuación y la consecuencia de La Critique du discours: études sur la Logique de Port-Royal et les Pensées de Pascal.1 En la investigación que resultó finalmente en ese libro, nos había sorprendido el lugar crucial que ocupaba, entre los gramáticos y los lógicos de Port-Royal, la noción de representación y su equivalencia general, planteada o supuesta por ellos, con la noción de signo, en cualquier nivel que se analizara el lenguaje (término, proposición, discurso) y cualquier ámbito al que ese lenguaje perteneciera (verbal, escrito, icónico).
Fue esa equivalencia la que entonces pusimos en cuestión, al examinar la definición portroyalista
del signo como representación en dos ámbitos en que la función significante debía desempeñar un papel esencial y que, no obstante –escribíamos–, escapaban en cierta medida a las restricciones de sus reglas de funcionamiento; se trataba del ámbito exegético, del discurso de Dios al hombre, y del ámbito retórico, del discurso del hombre al hombre. En los dos casos, la representación dejaba de representar, porque en ella comenzaba el juego de las figuras. Por ello, el análisis del lenguaje ya no podía ser pura y simplemente su descripción, sino que se convertía, de manera subrepticia, en su regulación o, mejor, en su normalización. La Lógica de Port-Royal nos parecía el texto ejemplar para estudiar ese análisis en que el hecho y el derecho, la constatación y la prescripción, lo dado y lo ideal, para no hablar de lo ideológico, se mezclaban en forma indisoluble.
Se trataba, pues, de sacar a la luz un trabajo interno al modelo teórico y práctico de la representación y el signo, un trabajo indicado por dos síntomas que animaban el texto mismo: el primero se refería al lugar y la función de la cita pascaliana que terciaba en puntos clave de la teoría del lenguaje como contramodelo del propuesto por los señores de Port-Royal. Un contra modelo que, lejos de importarse desde el exterior como un elemento heterogéneo, no era otro que el de Port-Royal, pero en cuanto había comenzado a actuar en sus articulaciones, en el juego de sus partes, en sus pretextos como en sus márgenes.2 Pascal nombraba ese trabajo interno, ese reverso del dominio analítico del lenguaje por los lógicos, no su cara oculta, sino los procesos que dicho dominio desplegaba para cumplirse y que, en el mismo acto, designaban su crítica.
El otro síntoma lo encontrábamos entonces en el examen de las ediciones sucesivas de la Logique entre 1662 y 1683 y los agregados introducidos en ellas. Esos agregados tenían que ver, otra vez, con dos problemas clave del modelo representativo: por un lado la estructura del signo representación, en la que se planteaba la cuestión de la distinción o la confusión entre significación y referente, donde la confusión podía aparecer, paradójicamente, como la marca de un lenguaje verdadero, y la distinción, como la del error; por otro, la estructura de la frase juicio, en que se planteaban las cuestiones de sus valores alético y existencial.3 Ahora bien, en esos textos a la vez ocasionales y esenciales, encontrábamos un ejemplo que, a la vez que se privilegiaba desde el punto de vista de la teoría lógico gramatical, parecía participar de un ámbito que le era ajeno: se trata de la fórmula que al mismo tiempo presenta, cumple y resume el dogma católico de la presencia real, "esto es mi cuerpo", impugnada por los ministros calvinistas por considerarla una interpretación lingüística "errónea" de la palabra de Jesucristo. Este enunciado, un acto de habla que da a un deíctico, mediante una afirmación ontológica, un predicado que es el cuerpo del sujeto de la enunciación, ¿no es más que una figura? ¿O bien la cosa mostrada se convierte, en y por el acto de habla, en el acto mismo, es decir el cuerpo sujeto? Con ello, la cuestión de la eucaristía perdía su jerarquía de ejemplo adicional y circunstancial, el de una aplicación de la teoría del signo como representación, para fundar, centralmente, el modelo representativo y, en el mismo movimiento, ponerlo a trabajar, interrogarlo y, a fin de cuentas, producir su crítica interna.4
Hoy reencontramos a Pascal y la eucaristía, uno en su texto eminentemente citable y otra en su fórmula católicamente repetida, en este trabajo que, si jugamos un poco con las palabras y con la figura retórica del quiasmo, está consagrado a la representación del rey y al rey de la representación; en otras palabras, a las relaciones entre poder y representación, que pueden reformularse en dos preguntas: ¿qué pasa con el poder y las representaciones? ¿Qué pasa, a la inversa, con la representación y sus poderes? La expresión de la conjunción del poder en general y de la representación se enuncia aquí como reversible en la de una doble y recíproca subordinación. Esa relación es la que el presente trabajo explora en el campo de la política. Primera relación: la institución del poder se apropia de la representación como si fuera suya. El poder se da representaciones, produce sus representaciones de lenguaje e imagen. ¿Con qué fines? Segunda relación: la representación, el dispositivo de la representación, produce su poder, se produce como poder. ¿Cuáles son los poderes de la representación? Sin embargo, estas preguntas serían vacías si el o los sentidos de la representación o el poder no se precisaran de algún modo.

¿Qué es representar, si no presentar de nuevo (en la modalidad del tiempo) o en lugar de... (en la del espacio)? El prefijo re- importa al término el valor de la sustitución. Algo que estaba presente y ya no lo está ahora se representa. En vez de algo que está presente en otra parte, tenemos presente, aquí, algo dado. En el lugar de la representación, por tanto, hay un ausente en el tiempo o el espacio o, mejor, otro, y un mismo de ese otro lo sustituye en su lugar. Así, el ángel en la tumba en la mañana de la resurrección: "No está aquí, está en otra parte, en Galilea, como había dicho"; así el embajador, en el país extranjero. Ése sería el primer efecto de la representación en general: hacer como si el otro, el ausente, fuera aquí y ahora el mismo; no presencia, sino efecto de presencia. No se trata, es cierto, del mismo, pero todo sucede como si lo fuera y, a menudo, como si fuera más que el mismo. Así la fotografía del muerto sobre la chimenea; así el relato de la batalla de antaño hecho por su narrador de hoy. En el libro II de su tratado De la pintura, Alberti ya escribía: "La pintura oculta una fuerza divina que no sólo hace presentes a los ausentes como se dice que lo hace la amistad, sino que, más aun, logra que los muertos parezcan casi vivos. Luego de muchos siglos, se los reconoce con gran placer y gran admiración por el pintor".5 Maravilla de la representación, este efecto es su poder, un poder (una fuerza divina, si damos crédito a Alberti) aferrado a la dimensión transitiva de la representación; esa cosa otra, simulacro de lo mismo, es el complemento de objeto directo del "representar".
Pero también leemos en el diccionario: "Representar: exhibir, exponer ante la mirada. Representar la licencia, el pasaporte, el certificado de vida. Representar a alguien, hacerlo comparecer en persona, volver a ponerlo en manos de quienes lo habían entregado a nuestra custodia". Representar es entonces mostrar, intensificar, redoblar una presencia. Para representar a alguien, ya no se trata de ser su heraldo o su embajador, sino de exhibirlo, mostrarlo en carne y hueso a quienes piden una rendición de cuentas. El prefijo re- ya no importa al término, como hace un momento, un valor de sustitución, sino el de una intensidad, una frecuentatividad. Por su propio arcaísmo, los ejemplos del diccionario son reveladores: en mayor o menor medida, todos se refieren a la exhibición de un título de derecho. Así, mediante la representación del pasaporte en la frontera, su poseedor no sólo se presenta realmente en ella, sino que también presenta su presencia legítima por el signo que la autoriza o la permite, e incluso la obliga. La representación se mantiene aquí en el elemento de lo mismo, y lo intensifica al redoblarlo. En ese sentido, es su reflexión, y representar será siempre presentarse como representante de algo. Al mismo tiempo, la representación constituye a su sujeto. Tal sería el segundo efecto de la representación en general, el de constituir a un sujeto por reflexión del dispositivo representativo. Todo sucede como si un sujeto produjera las representaciones, las ideas que tiene de las cosas; y todo sucede como si sólo hubiese mundo, realidad, para y por un sujeto, centro de ese mundo. Producción y centración "idealistas" que no serían más que los simulacros sustantivados del funcionamiento del dispositivo, efectos diversificados resultantes de la reflexión de éste sobre sí mismo y de la intensificación por redoblamiento de su funcionamiento.
Primer efecto del dispositivo representativo, primer poder de la representación: efecto y poder de presencia en lugar de la ausencia y la muerte; segundo efecto, segundo poder: efecto de sujeto, es decir poder de institución, de autorización y de legitimación como resultante del funcionamiento reflejo del dispositivo sobre sí mismo. Si la representación en general tiene pues, por cierto, un doble poder: el de hacer de nuevo e imaginariamente presente, y hasta vivo, lo ausente y lo muerto, y el de constituir a su propio sujeto legítimo y autorizado al exhibir calificaciones, justificaciones y títulos de lo presente y lo vivo para serlo; en otras palabras, si la representación no sólo reproduce de hecho sino también de derecho las condiciones que hacen posible su reproducción, se comprenderá el interés del poder en apropiársela. Representación y poder son de la misma naturaleza.
¿Qué decimos cuando decimos "poder"? Poder es, ante todo, estar en situación de ejercer una acción sobre algo o alguien; no actuar o hacer, sino tener la potencia, tener esa fuerza de hacer o actuar. Poder, en el sentido más vulgar y general, es ser capaz de fuerza, tener –y hay que insistir en esta propiedad– una reserva de fuerza que no se gasta sino que pone en estado de gastarse. Pero ¿qué es entonces una fuerza que no se manifiesta, que no se ejerce? Como dice Pascal, una fuerza semejante sólo es dueña de las acciones exteriores. El poder es asimismo potencia y, por añadidura, valorización de ésta como coacción obligatoria, generadora de deberes como ley. En ese sentido, poder es instituir como ley la potencia misma concebida como posibilidad y capacidad de fuerza. Y éste es el punto donde la representación cumple su papel, en cuanto es a la vez el medio de la potencia y su fundamento. De allí la hipótesis general que sirve de base a todo este trabajo, a saber, que el dispositivo representativo efectúa la transformación de la fuerza en potencia, de la fuerza en poder, y ello dos veces, por una parte al modalizar la fuerza como potencia y por otra al valorizar la potencia como estado legítimo y obligatorio, justificándola.
¿Cómo puede la representación llevar a cabo esa transformación? Por un lado, la representación pone la fuerza en signos (así como se pone un barco en el agua), y, por otro, significa la fuerza en el discurso de la ley. Efectúa la sustitución del acto exterior, en el cual se manifiesta una fuerza para aniquilar a otra en una lucha a muerte, por signos de la fuerza que sólo necesitan ser vistos para que ésta sea creída. La representación en y por esos signos representa la fuerza: delegaciones de fuerza, los signos no son los representantes de conceptos, sino representantes de fuerza sólo aprehensibles en sus efectos representantes: el efecto poder de la representación es la representación misma.
Pero ¿en qué consiste el hacer de una fuerza? Podemos discernirlo con toda claridad en el proceso de lucha y enfrentamiento de una fuerza contra otra, y ese proceso –aun cuando se trate de una abstracción, ésta tiene valor de modelo ideal típico de inteligibilidad– carece de otro objetivo que el de anonadamiento de la fuerza contraria. Una fuerza sólo es fuerza por aniquilación, y, en ese sentido, toda fuerza es, en su esencia misma, absoluta, porque sólo es tal al anonadar cualquier otra fuerza, carecer de exterior y ser incomparable. Ésa es la lucha a muerte de las fuerzas que encontramos en toda la reflexión política sobre los orígenes del Estado, desde Maquiavelo, Hobbes o Pascal hasta Hegel o Clausewitz, en quienes luchar a muerte significa llevar toda fuerza al extremo, a la tensión absoluta.
Por ello, la puesta en reserva de la fuerza en los signos, que es poder, será a la vez la negación y la conservación de lo absoluto de la fuerza: negación, porque la fuerza no se ejerce ni se manifiesta y porque está en paz en los signos que la significan y la designan; conservación, porque la fuerza, por y en la representación, se dará como justicia, es decir como ley obligatoriamente vinculante bajo pena de muerte. El poder es la tensión absoluta de la representación infinita de la fuerza, el deseo de lo absoluto del poder. En consecuencia, la representación (cuyo efecto es el poder) es a la vez la consumación imaginaria de ese deseo y su cumplimiento real diferido. En la representación que es poder, en el poder que es representación, lo real –si se entiende por real el cumplimiento siempre diferido de ese deseo– no es otra cosa que la imagen fantástica en la cual el poder se contemplaría absoluto. Si en la esencia de todo poder está el tender a lo absoluto, en su realidad está el hecho de no consolarse jamás de no serlo. La representación (cuyo efecto es el poder y que, a cambio, lo permite y autoriza) sería el trabajo infinito del duelo de lo absoluto de la fuerza. Tendría a su cargo la transformación de la infinitud de una falta real en lo absoluto de un imaginario que hace las veces de ésta. Todo nuestro estudio, entre su apertura que, con Pascal, se ocupa de la relación unívoca entre dos heterogeneidades, la fuerza y la justicia, y su final, consagrado, otra vez con Pascal, a la extraña figura del usurpador legítimo de un reino cuyo rey se encontrara ausente por azar, aspira a recorrer la transformación, en campos y sobre objetos diversos, de lo infinito en absoluto, de las representaciones infinitas del príncipe en el absoluto imaginario del monarca. En ese marco filosófico, todo este trabajo procura exponer un retrato del rey (una representación del poder) que sea el monarca mismo (el poder como representación).
Representar, hemos dicho, es hacer volver al muerto como si estuviera presente y vivo, y es también redoblar el presente e intensificar la presencia en la institución de un sujeto de representación. ¿Cómo puede ser entonces la representación el cumplimiento del deseo de absoluto que anima la esencia de todo poder, si no al ser el sustituto imaginario de ese cumplimiento, si no al ser su imagen? El retrato del rey que el rey contempla le ofrece el icono del monarca absoluto que él desea ser, al extremo de reconocerse e identificarse por él y en él en el momento mismo en que el referente del retrato se ausenta. El rey sólo es verdaderamente rey, es decir monarca, en imágenes. Éstas son su presencia real: una creencia en la eficacia y la operatividad de sus signos icónicos es obligatoria, porque, de lo contrario, el monarca se vacía de toda su sustancia por falta de transustanciación y de él no queda sino el simulacro; pero, a la inversa, porque sus signos son la realidad regia, el ser y la sustancia del príncipe, los signos mismos exigen necesariamente esa creencia; su falta es a la vez herejía y sacrilegio, error y crimen.
Si presente y presencia del príncipe significan deseo de lo absoluto del poder, la representación será también el redoblamiento reflexivo de ese mismo deseo, producción de un sujeto de representación que está animado por él: el príncipe está atravesado por el cuidado desgarrador de su gloria. El acontecimiento, y hasta el accidente, no tienen otra razón ni otro sentido que ser oportunidades de manifestar ese cuidado y apaciguar su inquietud mediante la proeza. Pero la hazaña siempre será insuficiente para saciar la sed de gloria. De allí esta otra paradoja, la de que la reflexión de presencia delate cada vez con mayor intensidad, en el sujeto de representación que es su efecto, el deseo de absoluto como una falta que es preciso llenar, ese lugar vacío del que habla Pascal justamente con referencia al rey: cumplimiento siempre diferido. El rey es ante todo el movimiento de una voluntad, de un deseo, en la diversión de la guerra, la caza, el ballet. El deseo de lo absoluto del poder, de la gloria incomparable del monarca, tomará la forma del tiempo. El sujeto de representación, para realizarse sujeto de absoluto poder –el monarca absoluto–, será producido como efecto de la representación narrativa, efecto de relato, efecto de relato de historia donde se construye, en el presente mismo del acto extraordinario del príncipe, el memorial de la memoria del rey, que cumple el tiempo en un pasado que es un presente eternizado.
Por un lado, pues, un icono que es la presencia real y "viva" del monarca; por otro, un relato que es su tumba subsistente para siempre. La representación como poder, el poder como representación, son una y otro un sacramento en la imagen y un "monumento" en el lenguaje, donde, al intercambiar sus efectos, la mirada deslumbrada y la lectura admirativa consumen el cuerpo resplandeciente del monarca, una al recitar su historia en su retrato, otra al contemplar una de sus perfecciones en el relato que eterniza su manifestación. Como es sabido, la representación es a la vez la acción de poner ante los ojos, la calidad de un signo o de una persona que ocupa el lugar de otra, una imagen, un cuerpo político y un "sepulcro vacío sobre el cual se extiende una sábana para una ceremonia religiosa".6
Por eso, la reflexión a la vez filosófica e histórica que intenta esta obra sobre las relaciones del poder y la representación conduce directamente, en los campos articulados por esa relación, lo imaginario y lo simbólico políticos del monarca absoluto, a recuperar el motivo eucarístico cuyo papel central y encubierto en la teoría del signo y la filosofía práctica del discurso que la prolonga y la corona había mostrado nuestro trabajo sobre La lógica de Port-Royal. Ese encuentro podría parecer el efecto de un azar o la ilusión de una obsesión teórica y filosófica, si el gran libro de Ernst H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey, no hubiera demostrado de la manera más rigurosa la función fundamental de modelo jurídico y político desempeñada por la teología católica del corpus mysticum en la elaboración de la teoría de la realeza, la corona y la dignidad regias.7 Pero acaso habría sido fructífero escrutar con instrumentos de análisis más refinados las complejidades y los desplazamientos de una teología del sacramento que, como lo mostró Henri de Lubac, remite simultáneamente a un ritual y una liturgia, un comentario y una exégesis, un relato y una historia, una institución y una sociedad, a la vez que es, por definición y por esencia, la repetición de un misterio sagrado del signo y el secreto.8 Semejante riqueza significante no podía dejar de proporcionar orientaciones de pensamiento y acción, concepciones y paradigmas, a lo largo de una historia en la que, a partir de la noción imperial y pontifical, se despliega el Estado nacional y secular cuya cabeza es el rey y cuyos miembros están constituidos por un aparato institucional de poder, que reclaman para sí, uno y otro, la misma perpetuidad que antaño sólo se atribuía a la Iglesia y al vicario de Cristo, al Sacro Imperio Romano Germánico y a su emperador. La obra de Kantorowicz explora esos modelos y paradigmas, que, de una manera u otra, están pendientes de las diversas funciones de un único enunciado: "esto es mi cuerpo", pronunciado en una comunidad que ese enunciado funda y hace existir como tal.
Por esa razón, podría considerarse, desde este punto de vista, que el presente estudio intenta examinar distintos dominios del lenguaje, relato de historia y discurso de elogio, o de la imagen, cuadro histórico, medalla o retrato, como las expansiones del siguiente enunciado: "esto es mi cuerpo", proferido por la boca del príncipe, para transformar así las representaciones de éste, en sus diversas modalidades, en otros tantos signos del sacramento político del Estado en la presencia real del monarca. Si, en su sentido católico, la fórmula eucarística aplicada al rey constituye el centro de la obra, de hecho, todo su desarrollo consistió en articular con el enunciado teológico sacramental otras dos proposiciones, una político jurídica que habría sido pronunciada en el Parlamento, en abril de 1655, por el joven Luis XIV: "el Estado soy yo", y otra semiótico semántica, escrita entre 1662 y 1683 por los lógicos de Port-Royal en el capítulo 14 de la segunda parte de su Lógica: "el retrato de César es César", donde "César" es el nombre genérico del príncipe (el retrato de Luis es Luis). Un análisis minucioso –semántico y pragmático– de la primera proposición (hecho sobre todo en relación con las palabras que Luis XIV habría dicho efectivamente) mostraría que la esencia del Estado no se define en ella ni mediante un concepto ni mediante un individuo; no reside ni en el rey (o en la dignidad real) ni en Luis el decimocuarto, y no es otra cosa que el nombre propio ("yo" [moi]) del "yo" [je] que enuncia "el Estado soy yo" ["l'État, c'est moi"]. Un texto de Hegel en la Fenomenología del espíritu muestra que ése es el momento clave del absolutismo: "pues es el nombre y sólo él aquello en que la diferencia de lo singular no es simplemente supuesta por todos los otros, sino que se hace real por todos; en el nombre, el individuo singular como puro singular no vale solamente en su conciencia, sino en la conciencia de todos".9 Y, como escribe Vincent Descombes en su comentario: "La nominación no consiste en encontrar una palabra para alguien que ya esté allí [un cuerpo natural] [...], el ser único de aquel que, sólo él, es aquel que es. La nominación hace de la diferencia de uno y todos los otros una diferencia real. [...] La palabra del Otro es la que hace aparecer al sujeto".10
Y en ello radicará la función esencial del discurso de la lisonja. "El Estado soy yo": así se postula el monarca absoluto, el monarca o el poder en su singularidad; lo absoluto, o el poder en su universalidad. Se descubre a la sazón la paradoja de la proposición en que se resumen algunas frases (?) del joven Luis: si "yo" es el nombre propio de quien dice aquí y ahora "el Estado soy yo", el mismo que lo enuncia se localiza entonces como un cuerpo singular en el tiempo y el espacio. Pero la proposición, en el mismo gesto verbal, lo identifica con el Estado, es decir con el poder universal en todos los lugares y todos los tiempos, presente por doquier. En otras palabras, el cuerpo aquí presente de quien habla ahora no es otro que un cuerpo en todas partes y siempre: ahora bien, un cuerpo a la vez local y translocal es precisamente lo que realiza la hostia sacramental para Jesucristo en la comunidad universal de la Iglesia. Pero tal vez convendría también decir lo contrario, y nos acercaríamos así a lo que René Demoris llama obsesión del discurso clásico: no enunciar jamás el lugar donde el rey no está,11 lo cual haría, en última instancia, imposible todo discurso del rey y sobre el rey, porque decir que éste está aquí es decir que no está en otra parte. Estar presente por doquier y siempre, ¿no es hacer equivaler esa presencia, siempre y por doquier, al retrato y el secreto que Pascal considera justamente como el rasgo fundamental del cuerpo eucarístico?
Así como la teoría del signo en cuanto representación era labrada desde adentro por el enunciado eucarístico "esto es mi cuerpo", que era su aplicación aparente, el "esto es mi cuerpo" jurídico político, "el Estado soy yo", labra las representaciones del príncipe para hacer de ellas la presencia real de un monarca y, a la vez, revelar su poder fantasmático.
"El retrato de César es César." En rigor de verdad, cuando los lógicos de Port-Royal formulan este enunciado en el capítulo 14 de la segunda parte de La lógica o el arte de pensar, como eco al capítulo 4 de la primera parte, donde mapas y retratos ejemplifican la definición del signo como representación, su intención explícita es mostrar mediante el ejemplo de esa proposición que todos comprenden que quien lo enuncia habla "en significación y en figura". Una manera simple de hablar, que no exige otra preparación u otra ceremonia, "porque la relación visible que existe entre estos tipos de signos [los signos naturales cuyo prototipo es la imagen en el espejo] y las cosas indica con claridad que, cuando se afirma con el signo la cosa significada, se quiere decir no que ese signo sea realmente dicha cosa",12 sino sólo su figura, su representación. El retrato del rey sigue siendo un retrato, su signo.
Por ello, el enunciado "es Luis", pronunciado delante de un retrato de Luis, es tres o cuatro veces figura: una especie de metáfora;13 tal sería esa "relación visible" de la que hablan los lógicos entre el signo y la cosa que autoriza a dar a aquél el nombre de ésta.
Pero es también una especie de metonimia.14 En ese caso, la relación visible tendría meno que ver con la semejanza efectiva o supuesta del retrato de César y el propio César que con la relación manifiesta y evidente que hay entre la existencia y la manera de un retrato y aquel a quien éste retrata.

Es, asimismo, una suerte de sinécdoque, la llamada de individuo o antonomasia.15 El espectador de un retrato de César, nombre común de una especie, lo designaría por el nombre propio de un individuo, el de César a quien el retrato representa.
La cuestión planteada por los lógicos por medio del retrato de César no concierne a la descripción lingüística de un uso gramatical y semántico, sino a una regla o, mejor, a una norma. ¿Cuándo hay derecho a dar a los signos el nombre de las cosas? En el caso del retrato del rey, es un derecho natural, pues el retrato en general y ese retrato en particular son un signo natural, y los tropos de la metáfora, la metonimia y la sinécdoque que se condensan en ellos se justifican de inmediato por la semejanza, por la correspondencia y por la conexión, para utilizar los términos de Fontanier, es decir simultáneamente por una relación mimética, una relación de dependencia interna y una relación externa. Nombrar al rey delante de su retrato es a la vez decir que éste se le parece, que le debe su existencia y que incluye su nombre.16

Sin embargo, la introducción, al comienzo del capítulo 14, del ejemplo del retrato del rey y de la proposición enunciada frente a él por su espectador, "es el rey", no tiene otro objetivo que el de fundar la validez, al final de ese mismo capítulo, de otro enunciado proferido por Jesucristo y repetido en toda la tierra: "(esto) es mi cuerpo". Así como "sin preparación ni ceremonia" estaremos autorizados a decir que un retrato del rey "es el rey", Jesucristo pudo decir del pan, sin preparación ni ceremonia: "es mi cuerpo". Pero mientras que, en el primer caso, la relación visible existente entre el retrato y el rey marca con claridad que se quiere decir que el retrato del rey es, en significación y figura, el rey, en el segundo, "al no ver los apóstoles el pan como un signo y no preocuparse por lo que significaba, Jesucristo no habría podido dar al pan como signo el nombre de la cosa significada, su cuerpo, sin hablar contra la usanza de todos los hombres y sin engañarlos".17 En consecuencia, no se puede entender "esto es mi cuerpo" en el sentido de una figura, y "todas las naciones del mundo se inclinaron naturalmente a tomar esas palabras en el sentido de una realidad".18 Notable proximidad entre los dos enunciados y no menos notable distancia en la interpretación: el mismo derecho natural autoriza al sujeto espectador del retrato del príncipe a dar a la representación el nombre de aquel a quien ella representa y a ser entendido como si hablara con una figura, y al fiel que comulga con el cuerpo de Jesucristo a hacer del pan ese cuerpo y a entender las palabras de Jesús en el sentido de una realidad, a saber, que ese pan es su cuerpo. Entre los símbolos eucarísticos de Jesucristo y los signos políticos del monarca, Port-Royal destaca una contigüidad, pero traza una frontera infranqueable. Es esa frontera la que el deseo de absoluto del poder cruza con la representación fantástica del monarca absoluto en su retrato y su nombre, retratos legitimados por la enunciación de un solo nombre, un nombre único autorizado por la representación del príncipe: retrato nombrado, nombre de una imagen que es la presentación donde el monarca se aprehende absoluto.
Para resumir esquemáticamente en sus grandes articulaciones el modelo eucarístico y mostrar cómo pudo funcionar en carácter de modelo jurídico y político, podríamos considerar que en la enunciación de la fórmula "esto es mi cuerpo" se saca a relucir un cuerpo sacramental visible como presencia real de Jesucristo en el altar, cuerpo realmente presente que las especies simbólicas del pan y el vino disimulan al término del acto performativo de habla. Pero deberemos agregar que la transformación del pan y el vino en carne y sangre de Jesucristo es el punto de partida de una conmemoración del sacrificio histórico del cuerpo de Cristo tal como se cuenta en la Escritura: relato repetido y recitado que constituye el ritual consagratorio. En consecuencia, también se exhibe sobre el altar el cuerpo histórico ausente de Jesucristo como representación narrativa. Para terminar, puesto que esa misma transformación del pan en cuerpo de Cristo sirve "para concebir que Jesucristo es el alimento de nuestra alma y que los fieles están unidos unos a otros",19 ese cuerpo define el lugar de comunión de los fieles y plantea la significación de la obra espiritual que se construye en él: cuerpo eclesial como sociedad ficticia simbólica a la vez visible e invisible.20
Si intentamos trasponer esta notable estructura del cuerpo teológico al ámbito jurídico y político –trasposición destacada, a nuestro juicio, por el gesto histórico del absolutismo–, podemos considerar que el retrato del rey –"es Luis"– constituye el cuerpo sacramental del monarca que, así como la hostia visible sobre el altar remite a la trascendencia del verbo en el misterio del Padre, manifiesta y sella a la vez la invisibilidad insondable de Luis, los arcana imperii, los misterios de la sustancia regia.21 Pero hay que advertir igualmente que el retrato del rey, en su misma dimensión sacramental, como presencia del cuerpo del rey en las especies pintadas, esculpidas o escritas, también es, y de manera indisoluble, una representación narrativa e histórica. En el retrato real hay una dimensión de relato y recitación que es también la celebración del cuerpo histórico del rey, su tumba monumental en y por la representación de historia. Por último, el retrato del rey envuelve al rey en su nombre como su ley engloba su imagen: el rey como derecho, el rey como Estado, cuerpo ficticio simbólico del reino en su cabeza y su alma. Así, el retrato como cuerpo sacramental del rey produce el cuerpo histórico representado en el cuerpo simbólico político y lo libera de su ausencia y su imaginario en la ficción simbólica del cuerpo político. De tal modo, el cuerpo del rey es visible en tres sentidos: como cuerpo sacramental es visible realmente presente bajo las especies visuales y escritas; como cuerpo histórico es visible representado, ausente que vuelve a estar presente en "imagen"; y como cuerpo político es visible en cuanto ficción simbólica, significado en su nombre, su derecho, su ley. Y la tensión, que pudo describirse y analizarse históricamente, entre el nombre del rey vivo –el sello de su ley– y la efigie del rey muerto puesta sobre su representación –la majestad de la dignidad real–, el retrato del rey como monarca absoluto la resuelve en su triple dimensión, a la vez como presente, representante "imaginario" y nombre simbólico.22
Es menester volver a la fórmula "el Estado soy yo", en la cual –aunque al parecer no fue dicha– se resume y se simboliza, en un enunciado a la vez jurídico y político, el discurso regio del que nos informa el relato histórico de Voltaire, y cuyo efecto éste nos describe como cuerpo del rey, un efecto de retrato que sin duda es lo esencial. En lugar de la fórmula, por tanto, lo siguiente:

Cuando, en 1655, luego de la conclusión de las guerras civiles y después de su primera campaña y su coronación, el Parlamento quiso reunirse una vez más con motivo de algunos edictos, el rey partió de Vincennes en traje de caza, entró al Parlamento calzado con gruesas botas y látigo en mano y pronunció estas palabras: "Son conocidas las desgracias que han producido vuestras asambleas. Ordeno que cesen las que se han iniciado para tratar mis edictos. Señor primer presidente, os prohíbo tolerar asambleas, y a cada uno de vosotros solicitarlas".

A lo cual Voltaire agrega: "Su estatura ya majestuosa, la nobleza de sus rasgos, el tono y el aire de señor con que habló, se impusieron más que la autoridad de su rango, hasta entonces poco respetada".23 El discurso del príncipe dado aquí a leer en su inmediata autenticidad –"estas mismas palabras"–, contenido, empero, en un relato de historia como una de sus secuencias, produce, en el propio texto del historiador narrador y en concepto de comentario glosador, un efecto icónico: el cuerpo del joven Luis, pero en verdad constituido como cuerpo regio –estatura majestuosa, nobleza de los rasgos, tono y aire de señor– por el discurso referido y las circunstancias que lo enmarcan. De improviso, Luis se convierte en rey como retrato de rey, en virtud de una manifestación de voluntad que, en muchos aspectos, parece una parodia invertida del asiento real [lit de justice] donde, más de diez años antes, el rey había sido reconocido tal por el Parlamento, en los días siguientes a la muerte de Luis XIII.24 El retrato del rey sería así el dispositivo mediante el cual el orden absoluto se representa a través de un individuo en el texto y hace de él su representante, su apoderado. El orden absoluto se encarna en un cuerpo, se convierte en un cuerpo en el relato histórico. Pero el retrato del rey también es, y a la inversa, el producto final de una operación narrativa que presenta el orden absoluto como ya inscripto en lo real narrado, que propone leer lo real como ya articulado por él.25
Según esta perspectiva, nuestro trabajo apunta a comprender la presencia real del rey bajo las especies de su retrato –su cuerpo sacramental– como un operador de intercambio entre imagen y nombre, relato y ley, real y norma. Cuerpo sacramental del rey, el retrato del rey como monarca absoluto significa y muestra el lugar de tránsito entre el nombre en el que el cuerpo ha llegado a ser significante y el relato, la historia, en virtud de la cual la ley se ha convertido en cuerpo. Como una modesta prolongación de la obra cumplida por Kantorowicz en lo concerniente a la Edad Media, nuestro estudio propondría la siguiente hipótesis para el absolutismo "clásico": el rey ya no tiene más que un solo cuerpo, pero, en verdad, ese cuerpo único reúne tres, un cuerpo histórico físico, un cuerpo jurídico político y un cuerpo sacramental semiótico, y el cuerpo sacramental, el "retrato", lleva a cabo el intercambio sin residuo (o procura eliminar todo residuo) entre el cuerpo histórico y el cuerpo político.
En 1662, en su sermón sobre los deberes de los reyes, Bossuet exclama:

Para establecer ese poder que representa el suyo, Dios pone en la frente de los soberanos y sobre su rostro una marca de divinidad. [...] Dios ha hecho en el Príncipe una imagen mortal de su inmortal autoridad. Vosotros sois dioses, dice David, y sois todos hijos del Altísimo. Pero, oh dioses de carne y sangre, oh dioses de tierra y polvo, moriréis como hombres. No importa, sois dioses aunque muráis, y vuestra autoridad no muere; ese espíritu de realeza se transmite sin mengua a vuestros sucesores e impone por doquier el mismo temor, el mismo respeto, la misma veneración. El hombre muere, es cierto; pero el rey, decimos, no muere nunca: la imagen de Dios es inmortal.26

Algunos años antes, en un pedacito de papel, Pascal había analizado los mecanismos del dispositivo representativo; describía entonces los efectos producidos y discernía su razón en las configuraciones que ellos esbozan en los planos político, jurídico y teológico:

La costumbre de ver a los reyes acompañados de guardias, de tambores, de oficiales y de todas las cosas que someten la máquina al respeto y el terror, hace que su rostro, cuando están solos y sin esas compañías, imprima en sus súbditos el respeto y el terror, porque el pensamiento no separa su persona de sus séquitos, que de ordinario se ven juntos. Y el mundo, que no sabe que ese efecto proviene de aquella costumbre, cree que se debe a una fuerza natural; y en ello tienen su origen estas palabras: "El carácter de la Divinidad está impreso en su rostro, etcétera".27

Como si parafraseara, parodiándolos, los apóstrofes de Bossuet, el pensamiento de Pascal revela el poder como representación y la representación como poder en el fantasma de un cuerpo real, un retrato del príncipe, nombrado monarca absoluto.
Nuestro estudio tiene también la ardua ambición de proseguir ese diálogo crítico del teólogo católico que entra a la corte y del moralista jansenista que sale del mundo, bajo la forma
y según la estructura de uno de esos ballets cortesanos en los que Luis XIV se complacía en presentarse:28 la puesta en representación de un episodio de la historia de la representación y el poder en tres entradas, pero donde los intermedios tuvieran la función irónica de mostrar los muelles de las maquinarias cuyo efecto es el gran espectáculo del absolutismo.

El ser de la imagen y su eficacia

En las páginas que siguen** nos ocuparemos de los poderes de la imagen reconocidos, estudiados, analizados y –más aun, tal vez– experimentados por conducto de los textos literarios. A través de éstos, la cuestión pasará por preguntarse sobre el ser de la imagen y su eficacia. ¿A través de ellos? Por ellos, pero en el sentido local y no causal o instrumental. La imagen los atraviesa, a veces solamente con su nombre más común, "imagen", a veces con el que lleva la imagen realizada, exaltada, transfigurada en un cuadro, a veces con su dispositivo o con lo que la hace posible. La imagen atraviesa textos pertenecientes a lo que desde hace sólo algunos siglos llamamos literatura o, en términos más originarios, a lo que la funda, la apela o la interpela, o la justifica y la juzga. Una manera de la imagen de entrar en conversaciones con el lenguaje, el discurso, la palabra.
Atravesar [traverser]; transverto, i, sum, ere, tr., 1) inclinar hacia, cambiar, transformar en: Apuleyo, Apologia sive de magia, 253, 33; 2) desviar: Arnobio, Disputationes, 7, 219. Esos textos transforman la imagen que los atraviesa en discurso, la desvían hacia el lenguaje o, a la inversa, según la magia de Apuleyo o la retórica de Arnobio, en su simple travesía por la imagen –invisible, sólo dicha, significada–, por los poderes propios de ésta, se transforman en una forma, una especie (species) de visibilidad. "Travesía" puede, creo, decirse en los dos sentidos, según las dos direcciones, la imagen atraviesa los textos y los cambia; atravesados por ella, los textos la transforman. Cambio, transformación, meta-morfosis y acaso más aun desviación: poderes de la imagen aprehendidos por tránsito y, en el transitus, por algunos textos: a través de ellos, interrogar el ser de la imagen y su eficacia.

¿El ser de la imagen? Una manera de responder a la pregunta "¿qué es la imagen?", precisamente una categoría. Ahora bien, la respuesta apresurada de la historia de la filosofía "occidental", o apresuradamente leída en su vulgata, consiste en hacer del ser de la imagen un ser menor, un calco, una copia, una segunda cosa en estado de menor realidad y, al mismo tiempo, como pantalla de las cosas mismas; la ilusión de éstas, un reflejo empobrecido, una apariencia de ente, un velo engañoso, y tanto más cuanto que la relación de la imagen con el ser estaría regulada por la imitación que la erige en la representación de la cosa, su doble y su sustituto. A fin de cuentas, a la pregunta por el ser de la imagen se responde remitiendo ésta al ente, a la cosa misma, haciendo de ella una re-presentación, una presencia segunda –secundaria–, desplazando esa pregunta: "¿qué es la imagen?", en beneficio de la siguiente: "¿qué es lo que la imagen nos hace conocer (o nos impide conocer) del ser, por semejanza y aparecer?". A la pregunta por el ser se responde en cierto modo por su defección ontológica en el orden del conocer, por una falta de saber que sería su característica óntica, cuando no por una negación del ser o, al menos, por su desaparición en su copia o su señuelo.
De allí el intento de circunscribir, mediante un retorno a la pregunta "originaria", el ser de la imagen, no remitiéndolo al ser mismo, no haciendo de él, el ser de la imagen, la pura y simple –y cognitivamente insuficiente y hasta engañosa– imagen del ser, su mimema, sino examinando sus "virtudes", como se habría dicho antaño, sus fuerzas latentes o manifiestas y, en síntesis, su eficacia, aunque sea de conocimiento. En una palabra, el ser de la imagen sería su fuerza; pero ¿cómo pensar esa "fuerza"? ¿Cómo reconocerla?
En ese punto, y para responder a la cuestión aporética del conocimiento de una fuerza, reencontramos la imagen como re-presentación. ¿Qué es re-presentar, si no presentar de nuevo (en la modalidad del tiempo) o en lugar de... (en la del espacio)?
[...]
Así, los monumentos tumbas que, en la historia del cristianismo, re-presentan el cuerpo ausente del fundador, "toman cuerpo", toman ese cuerpo desaparecido, como cuerpo eclesiástico, al fundarlo por su signo (soma-sema) en su autoridad soberana legítima. Alberti lo dice con claridad: la fuerza admodum divina de la pintura reside en el hecho de que el cuadro retrato, la imagen, muestra los muertos a los vivos; los exhibe en su tumba para que sean re-conocidos, es decir para que comparezcan personalmente ante los vivos para el mayor placer de esas miradas que recogen aquí y ahora la imagen: placer de re-conocer al otro desaparecido, efecto de placer contenido en la fuerza divina de la imagen, gracias al cual los sujetos que miran, los cuerpos miradas, se aseguran de sí mismos, se re-miran en el afecto y el sentido.***
La fuerza de la imagen es aquí –en sus efectos– tanto fuerza de presentificación de lo ausente (la pintura hace presentes a los ausentes, al igual que la amistad) como energía de autopresentación:
hacer reconocer al muerto en la mostración, la evidencia (la enargie) de su imagen, es presentarse representando al muerto, es constituir al sujeto que mira como efecto de esa presentación, constituirlo precisamente como mirada; es hacerlo reconocerse en el afecto erótico y estético (la amistad, el placer) y como autor, como pintor propiamente dicho o espectador por delegación de mirada. Releamos a Alberti en la aparente ingenuidad de su escritura:
"[La pintura] habet in se vim admodum divinam non modo ut quod de amicitia dicunt, absentes pictura praesentes esse faciat, verum etiam defunctus longa post saecula viventibus exhibeat, ut summa cum artificis admiratione ac visentium voluptate cognoscantur". Doble posición del sujeto por el efecto representación, por efecto de fuerza en la imagen, a la vez en la estética –debido a la admiración por el pintor– y el afecto, por placer del espectador delegado del pintor en la posición de sujeto de la mirada (en el punto de la mirada): posición, institución, constitución (por el efecto de fuerza de la imagen, por el efecto representación) del sujeto que encuentra en ello autoridad y legitimación como resultante refleja de la imagen en sus efectos sobre sí misma.
Sin embargo, la cuestión del conocimiento de una fuerza sigue siendo, por eso mismo, aporética. Sólo conocemos la fuerza al re-conocerla en sus efectos (= representación).
¿Poderes de la imagen? ¿Qué decimos cuando decimos "poder"?
[...]
Potencia, el poder es asimismo institución de potencia, institución de ese estado concebido como posibilidad y capacidad de fuerza, como coacción no mecánica, necesaria, porque la fuerza no se gasta, no se ejerce, sino obligatoria, jurídica, como amenaza, inminencia de un gasto y de un ejercicio de la fuerza, autorizada, legítima. Potencia, el poder es ley o, para decirlo con otras palabras, el poder de la imagen la instituye como autora en el sentido más fuerte del término, no por incremento de lo ya existente, sino por producción salida de su propio seno: "acto creador que hace surgir algo de un medio nutricio y que es el privilegio de los dioses o de las grandes fuerzas naturales".29 La imagen es autora por estar dotada de la eficacia que promueve, funda y garantiza. Poder de la imagen, autoridad de la imagen: en su manifestación, en su autoridad, ella determina un cambio en el mundo, crea algo, "esa cualidad misteriosa es lo que expresa augeo, el poder que hace brotar las plantas, que da existencia a una ley".30 Poderes genealógicos de la imagen: poderes paternos entre la amenaza y la ley. Si fuera necesario, esa "paternidad" de la imagen podría apoyarse en la relación establecida por Benveniste entre el censor, quien juzga (censet), y el auctor: éste posee la cualidad misteriosa de dar existencia a la ley, aquél, la de enunciar que lo que se dice es la verdad, declarar lo que es al fijarlo, al imponerlo como lo que se impone, en suma, ocupar la posición soberana de la enunciación de la ley.31
¿Poder de la imagen? Efecto representación en el doble sentido que ya hemos mencionado, de presentificación del ausente –o el muerto– y de autopresentación que instituye al sujeto de la mirada en el afecto y el sentido, la imagen es a la vez la instrumentalización de la fuerza, el medio de la potencia y su fundación como poder. Ella transforma la fuerza en potencia por modalización del "hacer" y el "actuar", y la potencia en poder al "valorizarla", es decir al instituirla como estado apremiante, obligatorio y legítimo.
¿Cómo efectúa la imagen esa transformación? [...] La imagen, efecto representación en y por sus signos, representa la fuerza mediante huellas y marcas: delegaciones de fuerza, los signos tienen menos valor cognitivo como representantes de conceptos que valor pático y estético como señales e índices, "representantes" de fuerza, en los cuales, a nuestro turno, nosotros los tardos en llegar, nosotros los glosadores, sólo conoceremos la fuerza de la imagen al reconocer sus efectos (en concepto de poderes de la imagen), y ello, menos en la imagen misma dotada de una fuerza semejante que en los textos, los enunciados que, a lo largo de la historia, cuentan y estudian sus efectos, reglamentan su ámbito de ejercicio, especifican o constatan sus desarrollos e influencias.
¿Fuerza de la imagen, poderes de la imagen? La aporía de la pregunta se disuelve o, mejor, el discurso de saber y conocimiento que es el nuestro –metadiscurso, por pobre que sea– sólo puede abrirse camino, de la fuerza a los poderes, por los efectos, los índices y, en resumidas cuentas, los textos que los consignan. La única manera de conocer la fuerza de la imagen (cuya virtud esencial poseerían las imágenes) consistirá, por tanto, en reconocer sus efectos leyéndolos en las señales de su ejercicio sobre los cuerpos que miran e interpretándolos en los
textos donde esas señales están escritas en los discursos que los registran, los cuentan, los transmiten y los amplifican, hasta detectar algo de la fuerza que los ha producido. En otras palabras, una historia y una teoría de la respuesta de los espectadores a las imágenes, como se propone emprenderlas un libro publicado no hace mucho en los Estados Unidos,32 no podrán jamás situarse sino en uno de los polos de la relación sintomalmente histérica que caracteriza el vínculo entre las imágenes y quienes las miran (el de los cuerpos imágenes y los cuerpos que miran), el polo de los efectos, mientras que el de la fuerza sólo puede ser abordado por éste, y ello a través de los textos de cualquier naturaleza que los evocan: en el fondo, es decir en su origen, su función, su meta y su fin, la fuerza de la imagen nunca será más que inducida y supuesta en las configuraciones específicas que pueda adoptar en la historia y la cultura, a partir de sus efectos y de la razón de éstos, para utilizar la expresión pascaliana, y cualquier formulación ontológica concerniente a su esencia –el ser de la fuerza– no será otra cosa que una ficción teórica dependiente de una hipótesis metapsicológica (lo cual no quiere decir que no haya motivos para plantearla [o inducirla] y trabajarla).

[...] Los poderes de la imagen, entonces, pueden considerarse como las diversas maneras y modalidades históricas y antropológicas, en la forma imagen, de una tensión absoluta de la fuerza. No se trata de hacer de un mito, la "fuerza", o de un ser de razón, la "voluntad", una explicación, sino de proponer (en concepto de ficción teórica, de hipótesis metapsicológica) y comprender la tensión absoluta de la "fuerza" como inversión absoluta (absolutus, desligado de toda relación de exterioridad) del deseo (de poder) del sujeto. Los efectos representación de la "fuerza" (como poderes de la imagen) constituirían así las realizaciones imaginarias de ese deseo en la distancia temporal insuperable, en la différance infranqueable de su cumplimiento. En la representación que es poder, en el poder que es representación, lo real –a condición de entender por "real" la consumación siempre diferida de ese deseo– no es otra cosa que la imagen fantástica en la cual el sujeto se contemplaría absoluto.
Si en la esencia de toda fuerza está el hecho de tender a lo absoluto, en la "realidad" de su sujeto está el de no consolarse jamás por no serlo. Los efectos representación que constituyen los poderes y que éstos, a su vez, permiten y autorizan, serían las modalidades (históricas, antropológicas, sociológicas) de un trabajo –pero infinito en el espacio y el tiempo– de duelo de lo absoluto de la "fuerza", del cumplimiento real del deseo de absoluto de su sujeto. En sus poderes, la imagen llevaría a cabo la transformación de la infinitud de una falta que la afecta de manera irremediable en lo absoluto sin exterioridad ni alteridad de un imaginario que haría sus veces.
Pero es precisamente en ese punto –en la ficción teórica de la hipótesis metapsicológica propuesta– donde el proceso de inversión se vuelve sobre su sujeto: lo imaginario sólo es absoluto por manifestar ese retorno del deseo que re-aparece, se convierte o se refleja en la instancia misma de su sujeto, la instancia de lo mismo en su deseo de "mismidad" que es propiamente –y subrayo aquí todos los efectos de propiedad y apropiación del deseo– el de su absolutidad sin exterioridad ni alteridad. De todas maneras, el retorno es total, la conversión, completa, y el reflejo, catastrófico. El deseo de absoluto del sujeto en la imagen vuelve a él, no como su imagen propia, apropiada, sino como la de otro y, en el fondo, del Otro mismo, irreconocible para su propio sujeto. Y ese retorno, esa conversión con todos sus efectos de goce, terror y espanto, ese extraño reflejo de sí sobre sí en el movimiento de absoluto del deseo, postula al sujeto como yo no en su identidad, y ni siquiera en el movimiento de la identificación de sí, sino en una completa alteridad: por el Otro como otro sí mismo. Entre el mito y la meditación ética y religiosa, se lee esa "extraña" conversión; así, con Narciso tendido al borde del manantial:

mientras bebe, seducido por la imagen que percibe de su belleza, se prenda de un reflejo sin consistencia. Toma por un cuerpo lo que sólo es una sombra. Permanece en éxtasis frente a sí mismo, sin moverse, con el rostro fijo [...] y, en su ignorancia, se desea. Sus alabanzas, las prodiga a sí mismo. Los ardores que siente, es él quien los inspira. Él es el alimento del fuego que él mismo enciende [...]. ¡Crédulo niño, exclama entonces el poeta [...], el objeto de tu deseo no existe! Y el de tu amor, apártate y lo harás desaparecer. Esa sombra que ves es el reflejo de tu imagen. Nada es por sí misma...,

pero, agregaremos, posee la omnipotencia del deseo de quien la mira y no puede dejar de mirarla para hacerla desaparecer; un deseo de absoluto y de totalidad que vuelve al sujeto del deseo en la alteridad de un señuelo; así también con Hegel en El espíritu del cristianismo y su destino, cuando da la siguiente definición del deseo sobre la que no dejaremos de meditar y en la cual viene a constituirse una de las modalidades de los poderes de la imagen: "El destino es la conciencia de sí, pero como de un enemigo".
Como hemos señalado, en el término mismo de poder subsiste, postulada, negada y conservada, la "fuerza" en las potencias de los signos e índices donde ésta está en condiciones de manifestarse, y en los poderes (efectos representación) donde se ejerce, pero por la mirada y el pathos estético de esos signos e índices que "hacen creer" en la inminencia de la "fuerza" bajo el régimen de la ley.
¿Poderes de la imagen entre las posibilidades de su aparición y los efectos de su manifestación? De hacer un cuestionamiento teórico de este intervalo, y de los movimientos que lo recorren en la historia y las culturas, las posibilidades de aparición de la imagen obedecen muy precisamente a las condiciones de su visibilidad y, puesto que la visibilidad ya encierra la dimensión de lo posible (lo visible no es lo "visto", sino lo que tiene la capacidad de serlo), a la condición de su puesta en visión. Y, para situar la problemática en el nivel que hemos hecho nuestro desde el comienzo, no el que es extensivo de la historia o la antropología, sino el de la ficción teórica que es el fundamento crítico de dicha problemática, se trataría incluso de preguntarse cuáles son las condiciones trascendentales –de posibilidad y legitimidad– de la aparición de la imagen y su eficacia: la esfera trascendental de la puesta en visión, constituida por a priori materiales y sensibles, páticos, cognitivos, mediante los cuales se efectúa la salida del "ver" y del "ser visto" del campo de lo "in-visto", de lo invisible, de lo inaccesible a la mirada. En resumen, por ellos se lleva a cabo la donación de lo visible. Con ellos reencontramos, de acuerdo con otra modalidad, la del conocimiento crítico, la fuerza en la imagen y de la imagen, la virtù, la virtud, la dynamis que la "empuja" a la visión. Las condiciones trascendentales de posibilidad y eficacia de la imagen, los a priori de la donación, uno a otro, del ver y el ser visto en el quiasmo sensible o el entrelazamiento corporal, como decía Merleau-Ponty, constituirían las virtualidades de la imagen, en el doble sentido de sus latencias en el ser in-visto y de los procesos del ser a la mirada.
Ahora bien, la fuerza de la imagen en sus virtualidades trascendentales como condiciones a priori de la aparición de la imagen y su efecto consiste en la luz y su inseparable y trascendental reverso, la sombra, lo invisible de la luz en la luz misma. Condiciones supremas del ver y el ser visto, la luz es invisible como tal, en su ser mismo.
"Nada visible se da sin la luz", escribía Poussin en su carta testamento al referirse a los "principios que todo hombre capaz de razón puede aprender", nada visible sin la luz que es la invisible condición de posibilidad de lo visible, anterior lógicamente a todo lo que se ve bajo el sol o, para acompañar al Maestro en su meditación, a todo lo que es objeto de la representación en pintura: la luz o el blanco, color trascendental, color del sol, a priori material sensible, incalificable, porque el sol no puede acceder a la vista como una cosa o un objeto del mundo: "ni al sol ni a la muerte se los mira de frente", escribía La Rochefoucauld, sin riesgo de deslumbramiento, es decir de ceguera, sin catástrofe de la luz en la noche, del blanco en el negro.
La luz –el blanco de la luz o el negro de la sombra que es su necesario reverso– es insostenible a la vista. La esfera trascendental del "ver-ser visto" es impenetrable a la mirada. Experimentaría un riesgo mortal el pintor que, por la Imagen, quisiera dar la luz a la mirada, porque se condenaría a perder la vista, a enceguecerse en un puro deslumbramiento en el que habría de consumirse toda forma; porque se condenaría a perder la obra misma donde la imagen encuentra la exactitud de su poema, al querer hacer de ella la pura expresión de su posibilidad de ser vista. La obra como "ser visto", retomada, recogida y guardada en el ver, en su materialidad y su forma rigurosamente conjugadas una con otra, ¿cómo "realizar" su posibilidad en cuanto tal sin borrar ese "real" que da a lo posible mismo la oportunidad del acto, o sin anonadar lo "posible" en la realidad de un opus operatum que cumple y suprime su virtualidad? ¿Se puede hacer obra virtual? O bien, de la donación al ver, de la esfera trascendental del "ver-ser visto", ¿puede haber alguna vez obra? Los poderes de la imagen pueden así pensarse en su fuente, como las virtualidades de la imagen, las potencias de lo invisible, el movimiento siempre en movimiento, la "fuerza" de la poiesis siempre obrante y cuyas obras objetos serían los acontecimientos, nunca los monumentos.
En cuanto a lo virtual que es el alma, el movimiento, el cambio latente y todopoderoso de lo real, que es el elemento –como agua, tierra, aire, fuego– de la poiesis, la obra es un límite, y la imagen en la obra es el signo de ese límite, su señal que, lejos de prohibir su transgresión, sólo es signo, señal o índice por invitar a franquearlo: poderes de la imagen entre las posibilidades de su aparición y los efectos de su manifestación, decíamos. He aquí entonces, más abajo de lo virtual y de las virtualidades de lo invisible, los efectos de la virtù de los posibles en la imagen; la obra como la suma inagotable de los efectos de su trascendental. Contemplar una obra, recogerla en la mirada, es siempre, de algún modo, aprehenderla o, mejor, experimentarla como límite, intentarla y probarla como transgresión; es decir, contemplar el color trascendental, el a priori sensible que hace posible la donación de todos los colores y todas las apariencias imaginales, la luz. La "verdad" de la contemplación "estética" de la obra consiste así en reconocer el límite donde ella se constituye como efecto –"nada visible se da sin luz"–, efecto de la invisible luz originaria, y que ella transgrede como para reunirse con lo invisible cuya pregnancia es ella misma y, entonces, perderse allí. Contemplar es recortar los límites que hacen de la obra un templum, el templo donde la luz invisible está encerrada en el precioso depósito de sus efectos, imágenes, figuras, apariencias... Pero contemplar también es, por las virtudes de la imagen, transgredir los límites del templo en el templo mismo que es la obra, atrapar por los ojos el color invisible que visibiliza y, así, abismarse en lo oscuro, evadirse en
las tinieblas en que, a tientas, la mirada ciega se aplica a hacer, de índices y de señales, de marcas sensibles, de heridas del afecto, signos, los signos de un sentido.
En las páginas que siguen se tratará, pues, de los poderes de la imagen reconocidos y probados (intentados) a través de los textos. Nuestro proceder es el de la glosa y la entreglosa, para evocar aquí a Montaigne y sus Ensayos.33 Mediante esos términos queremos significar la limitación de nuestra empresa; proponemos una recopilación de lecturas, de escrituras de lecturas
siempre atentas –ésa es al menos nuestra intención–, sometidas a los textos que, por su recorrido, ellas trabajan, textos que traducimos, transcribimos, reescribimos, trasponemos. Y ese trabajo será siempre necesariamente prevenido por los intereses filosóficos y prácticos, por las posibles o virtuales elaboraciones teóricas que acabamos de evocar.
De todas maneras, esas glosas y entreglosas, esos juegos de escritura y reescritura en incesantes remisiones recíprocas, no se encierran en su propio espejeo. Reescrituras, trasposiciones, transcripciones de los textos los ponen a trabajar, los desplazan y los abren a un objeto que sólo puede ofrecerse en forma mediata en su lectura y del que, sin embargo, no dejan de hablar y escribir, al que apuntan como su oriente y su fin genérico o singular, esencial o anecdótico: la imagen (y su eficacia) que, sean cuales fueren la fuerza de la descripción, la potencia de la ekphrasis, el poder del discurso, sólo puede seguir siendo invisible más acá o más allá de los signos del lenguaje. Glosas y entreglosas ponen así de relieve, gracias a su trabajo sobre los textos, la falta de la imagen, pero también su señuelo, que las afectan.
Con todo, y a cambio, en esa ausencia o, más bien, en esa falla de lo visible en los textos –un "visible" que, no obstante, es su objeto–, los textos así glosados y entreglosados abrevan, por esa extraña referencialidad, una capacidad renovada de abordaje de la imagen y sus poderes, como si la escritura y sus poderes específicos fueran excitados y exaltados por un objeto que se sustrae necesariamente, debido a su heterogeneidad semiótica, a su todopoderoso influjo; como si el deseo de escritura (de la imagen) se ejercitara en cumplirse "imaginariamente" al deportarse fuera del lenguaje, en dirección a aquello que, en muchos aspectos, constituye su reverso o su otro, la imagen. Al igual que hace un momento la obra visual como límite y transgresión en la Imagen invisible que ella lleva en sí, el texto escrito encontraría sus límites y sus transgresiones en esas poderosas "figuras" del discurso que "peinan las cosas de manera tan viva, tan enérgica, tan animada, que uno cree verlas al escuchar las palabras".

Pero si los períodos y las estrofas, las frases y los versos, las palabras, las consonantes y las vocales peinan mostrando, y el lenguaje hace ver, es por la fuerza que lo atraviesa y que sus organizaciones jerárquicas articulan; es por la fuerza que desplaza, por decirlo así, su transparencia instituida: por la carne de la voz informada por signos y letras, palabras y frases, aquello que Poussin llamaba, con los teóricos italianos de la música del siglo xvi, el sonido de las palabras, para formular su analogía con los modos propiamente pictóricos de los colores y la disposición de las figuras. Más acá y más allá de las palabras y las frases, la fuerza de esas figuras de lenguaje traza en el cuerpo de la obra –sea pictórica o lingüística– la sintaxis opaca del deseo que anima al pintor o al orador y sus efectos patéticos cuyo lugar es, a su vez, el cuerpo del espectador y el oyente. A su turno, y de retorno, los textos literarios que consideramos mediante la reescritura que los desplaza, mediante la glosa que los traspone, serán objetos labrados por la misma ficción teórica –sostenida por la misma hipótesis metapsicológica– que antes mencionamos y pusimos en acción: experimentación teórica que aspira, por tanto, a explicar las virtualidades y los efectos de esas fuerzas de opacidad, de presentación de la representación en sus potencias y sus poderes en torno de un objeto "realmente" ausente, la imagen que esas fuerzas, esas potencias y esos poderes procuran y se esfuerzan por suscitar en el pensamiento, la imaginación, el afecto o el sentido.
Nueve glosas, y seis entreglosas que forman una especie de contrapunto de éstas, constituyen la obra; unas y otras se agrupan en tres secciones que esta presentación deja entrever: la primera concierne a las potencias de la imagen y sus efectos representación donde cobran forma las identificaciones imaginarias del sujeto; la segunda se interesa, antes bien, en los poderes genealógicos y políticos de la imagen, y la tercera, en torno de la transfiguración, se interroga sobre las potencias "imaginales" de la luz y la sombra.

* Bajo este título, se han reunido dos textos de carácter programático de Louis Marin: "Les trois formules", capítulo introductorio de su libro Le Portrait du Roi, París, Éditions de Minuit, 1981; y "L'être de l'image et son efficace", capítulo introductorio de su libro, Des pouvoirs de l'image: gloses, París, Seuil, 1993. La traducción de los dos textos es de Horacio Pons. (N. de los E.)

** Como se explicó al inicio, esta segunda parte es la introducción a Louis Marin, Des pouvoirs de l'image: gloses, París, Seuil, 1993. A este segundo texto se le han sacado algunos párrafos (cuya ausencia se señala con puntos suspensivos entre corchetes) en los que Marin volvía a reiterar, casi en los mismos términos y con los mismos ejemplos, argumentos del primero. (N. de los E.)

*** En el original, las palabras finales del párrafo son las siguientes: les sujets regardants, les corps-regards s'assurent eux-mêmes, se re-gardent dans l'affect et le sens. Para tratar de conservar de alguna manera el juego entre regarder ("mirar") y se re-garder ("mirarse", aunque en este contexto el guión le da el valor de res-guardarse), optamos por utilizar "remirar" en la segunda acepción propuesta por el Diccionario de la Real Academia Española: "Esmerarse o poner mucho cuidado en lo que se hace o resuelve". (N. del T.)

Notas

1 Louis Marin, La Critique du discours: études sur la Logique de Port-Royal et les Pensées de Pascal, París, Éditions de Minuit, 1975.         [ Links ]

2 Louis Marin, La Critique du discours..., op. cit., pp. 105-146; pp. 258-269; pp. 365-419.

3 Ibid., pp. 191 y ss.; pp. 275-290.

4 Ibid., pp. 168-190; pp. 290-299.

5 Leon Battista Alberti, On Painting, traducción de John R. Spencer, New Haven, Yale University Press, 1956, p. 63 [trad. esp.: De la pintura, México, UNAM, 1996].         [ Links ]

6 Charles Du Fresne Du Cange, Glossarium ad scriptores mediae et infimae latinitatis, París, C. Osmont, 1733-1736,         [ Links ] s.v. représentation: "Honorarius tumulus". Émile Littré, Dictionnaire de la langue française, París, L. Hachette, 1863-1877,         [ Links ] s.v. représentation. Cf. Ralph E. Giesey, The Royal Funeral Ceremony in Renaissance France, Ginebra, Droz, 1960, pp. 85 y ss.         [ Links ]

7 Ernst H. Kantorowicz, The King's Two Bodies: A Study in Mediaeval Political Theology, Princeton, Princeton University Press, 1957 [trad.         [ Links ] esp.: Los dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval, Madrid, Alianza, 1985].

8 Henri de Lubac, Corpus mysticum, l'Eucharistie et l'Église au Moyen Âge: étude historique, París, Aubier, 1949.         [ Links ]

9 Georg W. F. Hegel, Phénoménologie de l'esprit, traducción de Jean Hyppolite, París, Aubier, 1947, vol. 2, p. 72 [trad.         [ Links ] esp.: Fenomenología del espíritu, México, Fondo de Cultura Económica, 1966].

10 Vincent Descombes, L'Inconscient malgré lui, París, Éditions de Minuit, 1977, p. 47.         [ Links ]

11 René Demoris, "Le corps royal et l'imaginaire au xviie siècle: le portrait du Roy par Félibien", Revue des sciences humaines, Lille, 44(172), diciembre de 1978.         [ Links ]

12 Antoine Arnauld y Nicole Pierre, La Logique, contenant outre les règles communes, plusieurs observations, propres à former le jugement, quinta edición, París, Desprez, 1683, p. 204 [trad.         [ Links ] esp.: La lógica o el arte de pensar, Madrid, Alfaguara, 1987].

13 Pierre Fontanier, Les Figures du discours, París, Flammarion, 1968, p. 99.         [ Links ]

14 Ibid., p. 79.

15 Ibid., p. 87.

16 Gérard Genette, "Introduction", en ibid., p. 14.

17 A. Arnauld y N. Pierre, La Logique..., op. cit., p. 211.

18 Ibid.

19 Ibid., p. 58.

20 Cf. Otto Gierke, Political Theories of the Middle Age, trad. de F. W. Maitland, Cambridge, Cambridge University Press, 1958, caps. 7 y 8, pp. 61-73 [trad.         [ Links ] esp.: Teorías políticas de la Edad Media, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995].

21 Ernst H. Kantorowicz, "Mysteries of state: an absolutist concept and its late mediaeval origins", Harvard Theological Review, 48(1), enero de 1955, pp. 65-91.         [ Links ]

22R. E. Giesey, The Royal Funeral Ceremony..., op. cit.

23 Voltaire, Le Siècle de Louis XIV, París, Garnier-Flammarion, 1966, vol. 1, p. 310 [trad.         [ Links ] esp.: El siglo de Luis XIV, México, Fondo de Cultura Económica, 1996].

24 R. E. Giesey, The Royal Funeral Ceremony..., op. cit., pp. 180 y ss.

25 Michel de Certeau, L'Invention du quotidien, vol. 1: Arts de faire, París, Union générale d'éditions, 1980, pp. 242-243 y 253-256 [trad.         [ Links ] esp.: La invención de lo cotidiano, vol. 1: Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana/Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente/CFEMCA, 1996].

26 Citado por Jacques Truchet, Politique de Bossuet, París, Armand Colin, 1966, p. 82.         [ Links ]

27 Blaise Pascal, Pensamientos, 62-308.

28 Cf. Marie Françoise Christout, Le Ballet de cour de Louis XIV, 1643-1672: mises en scène, París, A. y J. Picard, 1967.         [ Links ]

29 Émile Benveniste, Le Vocabulaire des institutions indo-européennes, París, Éditions de Minuit, 1969, vol. 2, pp. 149-150 [trad.         [ Links ] esp.: Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus, 1983].

30 Ibid., p. 151.

31 Ibid., pp. 146-147.

32 David Freedberg, The Power of Images: Studies in the History and Theory of Respons, Chicago, University of Chicago Press, 1989 [trad.         [ Links ] esp.: El poder de las imágenes: estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta, Madrid, Cátedra, 1992].

33 Michel de Montaigne, Les Essais, edición establecida por P. Villey, París, PUF, 1988, vol. 3, xiii, 1065-1069 [trad.         [ Links ] esp.: Ensayos, Madrid, Cátedra, 1992].

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