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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.13 no.2 Bernal jul./dez. 2009

 

DOSSIER

Arribistas y decadentes
El debate político-intelectual brasileño en la primera década republicana*

Angela Alonso

Universidad de San Pablo

[A]ndaba mi pobre cuerpo a las sacudidas [...] en los asientos del expreso, teniendo por vecinos dos hombres terribles, de ideas contrarias; uno, rotundo, conservador, católico, con nostalgia de la monarquía, bramaba contra la indiferencia del pueblo, que había dejado partir al viejo soberano, sin una protesta, sin por lo menos un tiro; el otro, con perilla, delgado y nervioso, libre pensador, experto en teorías republicanas, [...] discurría sobre las revoluciones, reclamaba un bautismo de sangre, como el del 89 en Francia, sin lo cual la república nunca alcanzaría la consolidación perfecta.

Coelho Neto, 1915 [1893]: 10.

Los dos personajes de A Capital Federal, del republicano Coelho Neto, no podían ser más elocuentes respecto del debate público brasileño en los comienzos de la República. El golpe republicano de 1889 suscitó manifiestos, ensayos, novelas, historiografías, memorias y autobiografías que permiten relevar dos movimientos intelectuales. Los republicanos escribieron legitimando la nueva organización política y la sociedad también nueva que se establecía con ella. Los monárquicos arremetieron contra esa "decadencia", alabando el antiguo régimen y la sociedad aristocrática que con él se había desmoronado. La lucha entre republicanos y monárquicos se trabó, pues, en torno tanto de la dominación política como de la representación simbólica del Imperio depuesto y de la naciente República. Si bien la legitimación del nuevo régimen ha tenido sus intérpretes (Carvalho, 1990), la protesta contemporánea de los decadentes es un tema aún poco estudiado.1 Éste el punto que se considera especialmente en este artículo al tratar el debate político-intelectual de la primera década republicana, pero antes se hará un rápido examen del tiempo en que republicanos y monárquicos habitaban bajo el mismo techo reformista.

1. Reformistas y tradicionalistas

En las décadas de 1870 y 1880, el debate público brasileño oponía a reformistas y tradicionalistas. Dado que no había entonces en el Brasil un campo político y un campo intelectual autónomos, el conflicto discurría en libros y anfiteatros. Los tradicionalistas eran miembros de la élite imperial que ejercía el poder político y social del régimen, baluartes de las instituciones monárquicas y de la tradición que la legitimaba: el trípode liberalismo estamental, catolicismo jerárquico, indigenismo romántico. Los reformistas eran letrados marginados por las instituciones políticas del Segundo Reinado, que buscaron en el repertorio político e intelectual europeo armas para criticar el estado de cosas que bloqueaba sus proyectos y demandas (Alonso, 2002).
Inspirados en la "política científica" francesa y en tesis acerca del desmembramiento del Imperio portugués, los reformistas construyeron interpretaciones del Brasil centradas en los tópicos del progreso y de la decadencia. El primero ubicaba a las sociedades en una escala de desarrollo económico, complejidad social, secularización y expansión de la participación política, en la que el Brasil se hallaba rezagado. El segundo tópico afirmaba que, por ser una ex colonia, el país había heredado fundamentos socioeconómicos e instituciones políticas contaminados por los gérmenes de la decadencia portuguesa. Sólo la superación de la herencia colonial −identificada a veces con la esclavitud (Nabuco, 1988 [1883]), otras con la monarquía (Sales, 1882) y casi siempre con ambas (Lemos, 1884)− y de la forma de pensar que ella conllevaba −la tradición imperial− haría posible que el país arrancara en la Marcha de la Civilización. El presente era, entonces, el momento de la decadencia del legado colonial. Para alcanzar el futuro prometido se debía acelerar el proceso por medio de reformas modernizadoras, que iban desde la laicización del Estado hasta la abolición de la esclavitud.
Sin embargo, los reformistas disentían respecto del modo de llevar adelante las reformas, si había que hacerlo dentro de la monarquía o instituyendo la república. La divergencia se convirtió en escisión con la Abolición, en 1888. En ese momento se cristalizó otra distinción. Mientras discutían acerca de las reformas económicas y sociales, la heterogeneidad social de los reformistas no había planteado problemas. Colaboraban de manera pacífica quienes habían nacido en la aristocracia burocrática, como Joaquim Nabuco, los vástagos de los grupos económicos que habían crecido con el café, como Alberto y Campos Sales, los que habían ascendido gracias a la educación, como Silva Jardim, y los oriundos de familias estacionarias, como Júlio de Castilhos y Teixeira Mendes (cf. Alonso, 2002). Pero cuando el equilibrio del poder político y el propio régimen monárquico entraron en la línea de fuego, las distinciones sociales se hicieron relevantes. Los que provenían de la "nueva sociedad" precipitaron el cambio. Una parte de los aristócratas resistió.

2. Monárquicos y republicanos

Con la instauración de la República en 1889, el debate político e intelectual brasileño se estructuró de manera diferente, superponiendo dos clivajes. El primero se refiere al contexto político y a los conflictos, palpables y neurálgicos, respecto de la forma y de los mandatarios del nuevo régimen. El movimiento reformista se dividió en diversas facciones republicanas y unos pocos monárquicos militantes. A ello debe sumarse la leva de tradicionalistas adherentes, que encararon la dominación republicana como el nuevo orden natural de las cosas. El otro clivaje, menos recordado y más difícil de percibir, concierne al contexto social de lucha entre los estratos dominantes en la monarquía y los estratos que ascendían con el nuevo régimen.
Ahora bien, aun cuando la batahola intrarrepublicana sea relevante tanto desde el punto de vista simbólico como del político −como ya lo han demostrado respectivamente Carvalho (1990) y Lessa (1987)−, creo que para comprender la producción intelectual de la década de 1890 es necesario prestar atención al conjunto de los antagonismos mencionados. Como argumentan McAdam, Tarrow y Tilly (2001: 132 y ss.), en situaciones de cambio y de conflicto, las diversas identidades sociales habituales −así como las solidaridades cotidianas y las relaciones históricas y afectivas vinculadas con ellas− quedan en suspenso para dar lugar a un clivaje principal, que ilumina las características contrastantes de los grupos en disputa. Las identidades políticas son entonces esas identificaciones sociales construidas en medio de una interacción conflictiva, y sólo se vuelven inteligibles cuando se las considera en relación con la coyuntura. Son, pues, contextuales, y nacen de a pares en una relación binaria de oposición. No son sustantivas −en el sentido de expresar algún tipo de esencia de los agentes−, sino relacionales, es decir, categorías simplificadoras que agrupan por exclusión.
En nuestro caso, las afinidades entre los antiguos reformistas y sus diferencias con los tradicionalistas se disolvieron frente al contexto político y social del establecimiento de la República, dando lugar al surgimiento, en interacción y en litigio, de dos identidades políticas relacionales: monárquicos-aristócratas y republicanos-ascendentes. Esto es lo que pone de manifiesto la producción intelectual de la primera mitad de la década de 1890 a partir de un enfrentamiento al mismo tiempo simbólico y político. En esa producción se mantuvo el par decadencia/progreso de la época del reformismo. Pero mientras que los republicanos sostuvieron la ecuación Imperio = decadencia y emprendieron la construcción de una tradición republicana que sustituyese a la imperial, los monárquicos se dedicaron a rescatar la tradición imperial, invirtiendo los vectores: el régimen depuesto pasó a ser el ápice de la civilización, y la República, su ruina.
Se crearon así dos versiones de la historia nacional: una que legitimaba el nuevo statu quo, la otra que defendía el orden derribado. Y ello implicaba tanto una forma de gobierno como un modelo de sociedad.

La nueva sociedad y su estilo

Al desbancar a los "casacas"** del Imperio del poder político y social, la República dio aliento a una "nueva sociedad". Florecieron grupos cuyo ascenso social o sus negocios habían sido bloqueados por el funcionamiento letárgico de la sociedad imperial. En el segundo caso, el de los negocios, se hallaban los siempre recordados pudientes plantadores de café del oeste paulista, que adquirían una relevancia política compatible con su fuerza económica, así como toda una clase de negociantes asociados a ellos. Financistas y empresarios urbanos crecieron vertiginosamente gracias a los incentivos que Rui Barbosa, ministro de Finanzas de Deodoro da Fonseca, brindaba al emprendedorismo. Surgió así, de la noche a la mañana, un estrato de nuevos ricos, como Serapião Ribas, otro personaje de Coelho Neto (1915 [1893]: 25): "Enriquecido de un día para el otro con exitosas transacciones [...]. Atesoró millones de escudos en acciones, compró varios inmuebles y ahora, estirado, 'reposa en su gran Voltaire'".
Artur de Azevedo (1897) también tomó nota de esos nuevos ricos de la bolsa de valores, llenos de dinero y carentes de finura, que crecen y aparecen en A Capital Federal en compañía de las coquettes, que vivían explotándolos. Todos rodeados de militares, muchos de ellos miembros del movimiento reformista de la generación de 1870, que encontraron en el nuevo régimen el poder y el prestigio que tanto le habían demandado al viejo. Ganaban visibilidad los reformistas civiles, con gran peso en la administración federal (Nachman, 1977). Por ejemplo, el gobernador del estado de Río de Janeiro, Francisco Portela, abrió la burocracia estatal a letrados republicanos, como Olavo Bilac, Pardal Mallet, Raul Pompéia y nuestro conocido Coelho Neto.
En la balanza del poder social, el ascenso de la "nueva sociedad" a la cima de la jerarquía social significó naturalmente la declinación en poder y en prestigio de los estratos sociales asociados al Imperio, sobre todo de la vieja aristocracia latifundista del valle de Paraíba, pero también por cierto de la aristocracia burocrática, que vivía de los empleos en la máquina del Estado, y de la aristocracia cortesana, que simplemente perdió sentido en ausencia del rey. Se trataba de la transición de la sociedad cortesana a la sociedad urbana: "Se llenaron los salones de uniformes, casacas y vestidos. [...] nombres distinguidos y bellas elegantes desaparecieron por completo" (Machado de Assis, 1994 [17/11/1895]). La nueva sociedad debía proporcionar reglas e instituciones para el nuevo orden y, al mismo tiempo, crear los instrumentos de legitimación de su dominio y de su combate a la tradición imperial y al estilo de vida nobiliario.
Ahora bien, la dinámica del Gobierno Provisorio, las controversias respecto de las primeras medidas sancionadas, las elecciones para la Constituyente y los alineamientos que se dieron en ella, la política económica −que llevó al Encilhamento*** y el estilo centralizador de Deodoro da Fonseca alentaron el surgimiento de facciones: federalistas versus centralistas, liberales versus positivistas, parlamentaristas versus presidencialistas, defensores del gobierno fuerte versus sus críticos. Y la batahola siguió en el gobierno de Floriano Peixoto. Sin embargo, todos se unían en el ataque colectivo a la estructura imperial. En Ciência política, por ejemplo, Alberto Sales (1891: 297) defendía el presidencialismo contra "la turba de especuladores", parlamentaristas, que él asociaba a la monarquía, y proponía el abordaje de la política científica para la cuestión de la división de poderes en el gobierno republicano.2
2La política científica de los reformistas promovió un simbolismo empapado de Revolución Francesa, lo que ya se había hecho evidente en la campaña republicana. Aunque sólo la Iglesia Positivista adoptó el calendario revolucionario, todos los documentos oficiales se encabezaban con "ciudadanos" y concluían con "salud y fraternidad". Los republicanos rompieron con el protocolo aristocrático basado en la distinción social y emplearon tratamientos democratizantes, horizontales, más acordes con su propia extracción:

Manda a República agora
Novo trato em moda pôr:
Já se não diz mais - senhora;
Ninguém mais tem - senhor
Excelência nem de graça.
Foi-se a moda cortesã.
Dama altiva agora passa
A chamar-se cidadã (Azevedo, citado en Bernardes, 1989: 25).****

Como ya ha demostrado Carvalho (1990: 75 y ss.), la invención de una tradición republicana se valió de símbolos que reflejaban la Francia de 1789, pasada por el filtro del positivismo, y de las rebeliones de la colonia y la Regencia sofocadas por el Segundo Reinado. Surgieron así bandera, himnos y héroes nacionales, como Tiradentes, en sustitución de los anteriores, imperiales.
La nueva tradición incluía un panteón de líderes. De allí la profusión de biografías edificantes de republicanos históricos, como O perfil biográfico do Dr. Bernardino de Campos (1890), de Garcia Redondo, y A morte de Silva Jardim, ou O Vesúvio em erupção (1891), de Virgílio Cardoso. Y la discusión se avivó aun más con las muertes cercanas de Benjamin Constant y de Pedro II, cuando se planteó con vehemencia la disputa en torno del constructor de la nación. Mientras que los monárquicos publicaban elegías al monarca depuesto (por ejemplo, Nabuco, 1891), los republicanos postularon a Benjamin Constant como patriarca republicano. La Iglesia Positivista envió un proyecto a la Cámara de Diputados que le granjeó a Constant el título de "fundador de la República brasileña" en las disposiciones transitorias de la Constitución, promulgada en febrero de 1891. Teixeira Mendes (1913 [1891]: 508-509) produjo con diligencia una extensa narrativa de la vida y la obra de Constant: "Mientras estemos atravesando la tremenda crisis en que se halla empeñada la sociedad moderna, Benjamin Constant continuará siendo el genio de la concordia entre los patriotas brasileños. [...] sus corazones desalentados evocarán espontáneamente la sombra augusta del Patriarca republicano".
Con el propósito de operar la deslegitimación simbólica del Segundo Reinado, se promovió la difusión de un nacionalismo republicano por medio de la educación clásica y de la educación moral y cívica que habrían de formar a los ciudadanos republicanos. Esto es lo que aconsejaban Sílvio Romero (Ensino cívico) y José Veríssimo (Educação nacional) en 1890. Y también la literatura participaba con arrobos de civismo (por ejemplo, Contos verdes e amarelos, de 1890, de Luís de Andrade).
Los reformistas pertenecientes a la Iglesia Positivista expresaron bien el reclamo colectivo de los republicanos contra la permanencia de la tradición imperial. En opúsculos y artículos, criticaban antes que nada el catolicismo. La secularización del Estado −una importante bandera de la generación de 1870−, que fue institucionalizada por la República, sufría la resistencia abierta de la Iglesia católica y otras desobediencias más sutiles, como la permanencia del crucifijo en los juzgados. Además, se mantenía la jerarquía estamental en el uso aún corriente de los títulos, las condecoraciones y las dignidades nobiliarias, como resulta evidente en la proverbial respuesta de un funcionario del gobierno brasileño a la prohibición del uso de títulos concedidos por el Imperio: "Quedo enterado, barón do Rio Branco". Por último, la liturgia de la sociedad cortesana perduraba bajo la forma del culto al emperador, el sebastianismo. Por eso:

[...] continuamos exigiendo la extinción legal e inmediata de los títulos nobiliarios y de las condecoraciones, en obediencia al precepto constitucional, [...] defendiendo la fórmula −orden y progreso− inscrita en nuestra bandera nacional, blanco de los odios metafísicos, clericales y sebastianistas [...]. [Y combatiendo] [...] la absurda leyenda que pretende hacer de nuestro último imperante un gran hombre, un gran patriota, un gran estadista y un gran sabio. [...] Ahora es necesario deshacer la leyenda imperial y rebatir las osadías restauradoras (Lemos, 1892: 26, 31).

El combate a la tradición imperial se exacerbó y se hizo violento en el segundo gobierno de la República. Al asumir a fines de 1891, Floriano Peixoto centralizó el poder y para ello nombró a militares jóvenes en los gobiernos de los estados, intervino en la economía a fin de contener la crisis económica del Encilhamento y dio comienzo a la temporada de "purificación" de las instituciones, encarcelando a opositores y destruyendo los talleres de sus periódicos. Con ese fin buscó amparo en el ejército, en emblemas y palabras de orden de la Revolución Francesa y en un civismo de matriz positivista. El florianismo se asemejó a aquello que Vovelle (2000: 25) definió como "jacobinismo transhistórico": "una actitud, un comportamiento e incluso una visión de mundo" que nacieron con la Revolución Francesa, pero adquirieron un carácter plástico y pudieron plasmarse en diferentes realidades históricas. Esa "manera" condensa la idea de un régimen de salvación pública, basado en la voluntad popular, en el centralismo político, en el Estado laico, en el nacionalismo, en la moralización de la política, en la creencia en el ascenso social y en la crítica a la sociedad aristocrática. Un programa que debería ser implementado por medio de la pedagogía política y de la fuerza (ibid.: 27, 194).
Todo ello se percibe en los textos florianistas. Aun cuando el florianismo no sea sinónimo de republicanismo (Carvalho, 1990: 17 y ss.), ponía de relieve mediante la exageración el núcleo compartido de significados y los contornos de la identidad política republicana, erigidos de manera relacional, en contraste con sus correlatos imperiales. El régimen de moralidad pública censuraba reacciones y residuos de la sociedad imperial. A él se asociaba un ethos antiaristocrático, que ilustran tres figuras, las que también expresan los canales de legitimación de la tradición republicana: la fuerza, la religión, la literatura.
La primera figura es la del líder político y militar Floriano Peixoto. Estoico, con sus hábitos comedidos de hombre del sertón, seco en el trato, sin erudición ni encanto, sin vueltas, que hablaba poco y no escribía nada, era el perfecto reverso de los gentlemen del Imperio. Había ganado en la Guerra del Paraguay la reputación de valiente y decidido, que exhibió ante las insurrecciones en su contra y que le valió la admiración ferviente de militares jóvenes, de parte de los antiguos reformistas y de sectores urbanos en ascenso, a los que había protegido de los daños del Encilhamento. Para sus seguidores, era el demoledor del orden estamental del Imperio, el modernizador.

La segunda figura es Raimundo Teixeira Mendes. Reformista durante el Imperio, en la República encarnó el esfuerzo práctico y cotidiano de la consolidación de las instituciones republicanas como valores morales y como estilo de vida. En sus prédicas dominicales, colmadas de adeptos,3 celebraba las nuevas instituciones, la laicización del Estado y los símbolos republicanos. La Iglesia Positivista se presentaba como alternativa al catolicismo imperial, como religión civil, con su impoluto Sacerdote candidato a líder moral de los republicanos. Jõao do Rio (1904) describe:

En la capilla mayor, rica en alfombras y en maderas talladas, hay una cátedra, donde se sienta Teixeira Mendes con los hábitos sacerdotales negros orlados de verde. [...] La voz de Raimundo discurre con la continuidad de una cascada; en la nave llena centellean galones y quevedos serios; en la capilla mayor, las señoras escuchan con atención esa palabra, que no deja de ser demoledora. [...] de lo alto de la cátedra, relampagueaba [...], avanzaba contra los hechos, contra la anarquía actual: y un ímpetu [...] de amor por la Vida subía, como un incensario [...]. Quedé extasiado al escucharlo. [...] hombre puro como un cristal, que tiene el saber en las manos.

Raul Pompéia es la tercera figura emblemática. Era el entusiasmo revolucionario en persona. Su civismo exacerbado se volcaba en artículos diarios en la prensa, enalteciendo a los líderes republicanos y manifestando su devoción por Floriano Peixoto. Se lanzaba sin tregua contra toda señal de monarquismo. Profesaba un nacionalismo que se convirtió en antilusitanismo y que iba a la par de una actitud de "odio vivificante" contra los monárquicos-aristócratas: "Del odio en nombre del Brasil: no del odio malo que ofende a la víctima; del odio que reacciona, del odio que reivindica, del odio que redime, del odio por la Justicia, del odio santo que sólo es una forma militante de amor" (Pompéia, 1982 [3/10/1895]: 299).
El amor de Teixeira Mendes y el odio de Pompéia se entrelazaron en la defensa de la represión de Floriano Peixoto a los monárquicos. Eran tres intransigencias. Contra el ethos de la Conciliación, de la negociación y de la tergiversación imperial, se aferraron al ethos de la purificación, de la transparencia, de la moralidad pública, que se encarnaba en el estilo de vida de partes de la nueva sociedad y se caracterizaba por la sencillez, el estoicismo, la moral del trabajo y de la familia. Una manera de conducir la vida en las antípodas de la "futilidad" cortesana del Segundo Reinado.
Los florianistas superponían los sentidos de República como régimen de gobierno, como nueva moralidad y como nueva sociedad. En el afán de afirmarlos, combatieron contra todo tipo de manifestaciones políticas, culturales e incluso personales de adhesión a la sociedad aristocrática imperial. El florianismo fue la hipérbole del republicanismo. Por eso mismo puso de relieve los rasgos de diferenciación entre dos identidades políticas, dos ethos, dos tradiciones inventadas, dos patrones de sociedad.

Decadencia con elegancia

Los monárquicos que no adhirieron a la República ni tampoco emigraron, aun cuando hubiesen sido enemigos viscerales, terminaron por fuerza de las cosas uniéndose. Había de dos tipos. Los monárquicos de la espada eran políticos, como Silveira Martins, y militares, como Saldanha da Gama, que tomaron las armas para defender el antiguo régimen. Los monárquicos de la pluma eran huérfanos de la sociedad cortesana, incluidos allí tanto miembros del extinto Partido Conservador, como Afonso Taunay, Rio Branco y Eduardo Prado, como del movimiento reformista, como Rodolfo Dantas, André Rebouças, Joaquim Nabuco y Afonso Celso Junior. Estas criaturas de la cultura aristocrática y de la liturgia de los salones eran hijos de la élite imperial que se aprestaban a asumir el mando del país cuando el golpe de 1889 se los impidió. Como sus sucedáneos franceses, "conservaron un prestigio tradicional, fuertemente psicológico, [...] pero habían perdido las bases reales del poder. Fueron incapaces de mantener el carácter cerrado de su estamento" (Auerbach, 2007: 247).
La desaparición del Imperio echó por tierra su carrera política, la perspectiva de futuro y su arraigo social. Esa conjunción de daños generó intensas amarguras. Con su aversión hacia el belicismo −en eso tributarios de su formación cortesana−, vieron que su campo de lucha era la palabra. En ensayos, manifiestos, novelas, defendieron la tradición monárquica, que se desmoronaba, y criticaron a la republicana, que se estaba construyendo, con eje en dos tópicos: la forma del cambio (el golpe militar) y la arquitectura política del nuevo régimen, por un lado, y los valores y el estilo de vida de la sociedad republicana, por el otro.
Quien dio inicio al ataque contra el diseño de las instituciones políticas fue Eduardo Prado, en 1889, en la Revista de Portugal −con títulos como "Destinos políticos do Brasil", "Os acontecimentos do Brasil" y "Práticas e teorias da ditadura no Brasil"−; en 1890 volvió a la carga con Fastos da ditadura militar. En ese mismo momento, Cristiano Ottoni dio su versión de O advento da República no Brasil. El vizconde de Ouro Preto (1891) también execró el Advento da ditadura militar no Brasil. Joaquim Nabuco argumentó que la República, en el Brasil como en toda América del Sur, sería endémicamente inestable debido a la ausencia de un instrumento de mediación entre las facciones en pugna. Abolido el poder moderador, el "elemento militar" ascendería naturalmente como el conductor de la política partidaria: "Sustituyeron al Emperador por el Imperator [...]. Deodoro, por el simple hecho de suceder al Emperador, se encontró con los mismos poderes y sin las normas, como está a la vista" (Nabuco, 1890b: 10).
La República no era vista jamás como el resultado de la prolongada propaganda republicana, sino sólo de la violencia militar. El militarismo era el origen y la fuente de sustentación del nuevo régimen. Cristiano Ottoni (1890: 84) resumía así el pensamiento de los monárquicos de la pluma acerca de la "autocracia militar": "ellos no sostenían ni una idea ni un principio político, no aspiraban a ninguna reforma de interés general".
La crítica se dirigía a todo el repertorio de ideas que legitimaban el nuevo régimen. Una de éstas estaba indicada en el título del libro de Eduardo Prado de 1893: A ilusão americana. Su ataque a la "manía" republicana de replicar instituciones de los Estados Unidos era un medio para arremeter contra el principal aliado internacional de los republicanos. Como contrapunto, elogiaba a Inglaterra, que apoyaba a los partidarios de la restauración (Topik, 1997). Prado veía infinitos males en la influencia norteamericana sobre el Brasil, incluida la permanencia de la esclavitud −¡durante el Imperio!−: "No habríamos conservado por tanto tiempo aquella inicua institución si la mayor nación de América no hubiese intentado legitimarla, y si la parte esclavista de los Estados Unidos no nos hubiese incentivado" (Prado, 2005 [1893]: 123).
También Nabuco profería en un manifiesto un argumento nacionalista en contra del americanismo:

Lamento la actitud suicida de la actual generación, arrastrada por una alucinación verbal, la de una palabra −república−, desacreditada ante el mundo entero cuando la acompaña el calificativo sudamericana.
[...] a ese plagio de lo americano, debemos oponer otro sentimentalismo natural, vivo, verdadero: el brasileñismo (Nabuco, 1891: 4, 15; las cursivas son del autor).

El americanismo alinearía al Brasil con otra América, la española, rumbo al caudillismo, al despotismo, al militarismo y tal vez incluso a la fragmentación del país. Eran los viejos temores de la élite imperial, que había aspirado a elevar el Imperio a la altura de las monarquías europeas y a alejarlo de las repúblicas al sur del Ecuador: "La República, en los países latinoamericanos, es un gobierno en el que es esencial desistir de la libertad para obtener el orden" (Nabuco, 1890b: 14).
El positivismo era el otro corpus de ideas que los monárquicos francamente aborrecían. Todos escribieron algo degradando a la "República de Comte" (Nabuco, 1890a: 15), con recelo de su influencia creciente en el Brasil: "Inmediatamente después del 15 de noviembre circuló la noticia, con grandes visos de verosimilitud, de que una parte del ministerio estaba compuesta por sectarios convencidos de la Filosofía Positivista, que creían servir a su patria organizando el gobierno según las fórmulas del Maestro A. Comte" (Ottoni, 1890: 119). Y se sorprendían ante la diligencia de los positivistas en soterrar la historia del Segundo Reinado y descubrir iconos y símbolos republicanos:4 "en el martirio de Tiradentes, en el centenario de 1789, en la juventud riograndense de Garibaldi, en la unidad exterior de América, o en la Humanidad de Augusto Comte" (Nabuco, 1890a: 58-59).
"Americanistas", "positivistas" y militares eran blanco de los monárquicos, no sólo porque conducían el gobierno, sino también por el estilo de vida que difundían. La sustitución de élites sociales que acompañó al golpe no fue, por cierto, bien vista por los que descendían:"En las épocas en que el sistema de propiedad se transforma, las fortunas cambian de mano y desaparecen unas clases para que surjan otras, parece que quedan paralizadas la conciencia, la energía y la voluntad colectivas, y que nada liga a nadie con nada o con alguien" (Nabuco, 1890a: 66).
Para los monárquicos de la corte, se trataba de una sociedad de parvenus. Habituados a la etiqueta aristocrática, les resultaba enojoso el ascenso meteórico de gente sin nombre y sin maneras, tan alejada de la cortesía, la elegancia y el refinamiento en los que habían crecido y florecido gentlemen como Nabuco. Por contraste, sobresalía la "calidad" de la élite imperial: "La República [...] la vemos reducida a hombres y a hechos que pueden ser todos comparados con los de la monarquía con gran ventaja para la casa" (Nabuco, 1890b: 6).
La ojeriza de los monárquicos de la corte hacia los republicanos pone así de manifiesto la fidelidad a un modo de vida en el que el monarquismo sólo era uno de los elementos. Una rebelión de la sociedad de la corte contra la sociedad citadina. Prado exhibía ese desdén al describir el capitalismo como bajeza y ambición de lucro, haciendo sinónimos americanismo y arribismo, para producir el contraste entre los parvenus y la buena sociedad: "el parvenu enriquecido se complace en mostrar su casa, sus coches, al hombre de la buena sociedad y, al dar de beber al gentleman sus preciosos vinos, le pregunta con insistencia: Entonces, ¿qué le parece?" (Prado, 2005 [1893]: 92).
El texto más elocuente de ese contrapunto es la novela à clef de Taunay, disfrazado de "Heitor Malheiros": Encilhamento. Cenas contemporâneas da Bolsa do Rio de Janeiro em 1890, 1891, 1892. Sin mucha elaboración literaria, el libro no se despega del asunto que narra, pero resulta admirable como documento de la percepción de un miembro de la corte depuesta acerca de la nueva sociedad. A un mismo tiempo descripción y síntoma.
Taunay dibujó una galería de los tipos sociales que habían ascendido con la República: militares y ricos con fundamento, como los propietarios de los cafetales paulistas, y, sobre todo, ricos sin fundamento, como el estrato de "empresarios" sin empresas y de capitalistas sin capital que habían surgido con la burbuja especulativa de 1890. A ellos se sumaban barones de títulos fraguados, abogados sin despacho, militares corruptos, consumidoras frívolas, coquettes descarriadas, que se movían como marionetas al ritmo vertiginoso de negociados y boatos, que consolidaban y demolían instantáneamente empresas y reputaciones.
A los aristócratas acostumbrados al letargo de la sociedad imperial les espantaba la intensidad de esa sociedad republicana, que destruía maneras y distancias aristocráticas:

[...] la construcción de palacios de pésimo gusto arquitectónico, joyas, joyas a más no poder [...]; se hacía obligatoria cierta notoriedad, ya sea de bienes, de audacia, o de relaciones sociales [...]. [...] mucha familiaridad; los criados daban la mano, [...] interpelaban a los habitués por los nombres de pila y les hacían cumplidos a quemarropa (Taunay, 1971 [1893]: 189, 34).

Este nuevo estilo de vida de "dorados y lentejuelas, ¡tan al gusto de los parvenus y rastaquouères!", suscitaba la reprobación moral de los monárquicos, que se extendía hasta incluir el capitalismo, la búsqueda de lucros, ese "muy indecoroso y frenético juego" en el que el propio Taunay había perdido su fortuna.
La indignación ante la prominencia en la sociedad y en la política de nuevos grupos sociales, empapados de valores y actitudes que confrontaban con la tradición imperial, el paralelismo entre el brillo de la corte y la falta de lustre de los citadinos, el desprecio hacia los emergentes, todo ello se manifiesta tenazmente entre los monárquicos de la pluma. Así aparece, con diferentes modulaciones, en los escritos de todos los huérfanos de la corte, desde los manifiestos, los ensayos y los artículos del periódico que, bajo el liderazgo de Rodolfo Dantas, crearon en abril de 1891 −el Jornal do Brasil−, hasta las correspondencias y los textos íntimos:

[...] la civilización del Brasil acabó con la monarquía [...]. Los agentes principales del gobierno son los déclassés de todas las clases [...] se enriquecieron también en la llamada orgía financiera del Provisorio [...]. Los padres se pervierten en compañía de los hijos. No hay más respeto en las familias [...]. Todo lo que en otros países es honesto, serio, normal, está atrofiado; todo lo que es instinto torpe, codicia, podredumbre interior, eso sí se desarrolla y domina a la sociedad [...] una prostitución [...]. Nada resistió, nada quedó limpio, y de esa sociedad así revuelta hoy sólo se ven las heces (Nabuco, 2005 [17/10/1893]; las cursivas son del autor).

Los escritos de los monárquicos de la pluma de comienzos de la década de 1890 traen, pues, críticas a la República sobre todo como tipo de sociedad. Reiteran valores aristocráticos −la honra− para arremeter contra valores burgueses −el lucro−: "la religión de los sentimientos nobles, la altivez de la honra, ya no tienen representantes públicos" (ibid.). Se trata de una apreciación moral que expresa la experiencia vivida por los ex miembros de la sociedad aristocrática, que no se resignan a la supremacía de los estratos sociales que ascienden con la República ni a la difusión de su estilo de vida: reacción de los gentlemen contra los parvenus.
No se evalúa a la República en función de estructuras macroeconómicas. El foco está puesto sobre las élites social y política, sobre el modo de vida que llevan, las ideas que las orientan y las decisiones de sus líderes. Es una historia de costumbres y personalidades. Así, Floriano Peixoto, el positivismo y los militares son demonizados en la exacta medida en que la figura de don Pedro se torna modélica y los políticos imperiales adquieren todos aires de estadistas.
Los monárquicos de la pluma se dedicaron, en efecto, a contraponer la República jacobina y el Segundo Reinado, a enaltecer los símbolos, los hechos y los líderes de la historia imperial y a combatir el orden y los símbolos de la tradición republicana en formación. Sus críticas a la República pueden ser resumidas en tres tópicos. El primero apuntaba al repertorio de ideas que orientaba al nuevo orden: el americanismo y el positivismo. El americanismo se vinculaba con un modo de vida burgués difundido por los propietarios de cafetales de São Paulo y los nuevos ricos de la bolsa de valores y que, suponían, estaba basado en la ambición, en el afán de enriquecimiento. Por su parte, el positivismo llevaría a la desacralización del mundo público, a la afirmación de la ciencia como principio conductor de las decisiones públicas. Los monárquicos de la pluma lo asociaban con un tercer estrato de ascendientes con el nuevo régimen: los militares, a quienes atribuían toda clase de incivilidades. Esa sustitución de élites sociales es su segundo objeto de censura. El último tópico concierne a la forma de conducción de la República por parte de los ascendentes. Asociaban a los parvenus y a los jacobinos con el formato militarista y centralista de la República, a la vez que reprobaban su barbarismo y vaticinaban un desenlace fratricida y separatista. En todo ello expresan el punto de vista de los aristócratas sin corte.
El monarquismo de la pluma fue un decadentismo. Más que proyectar un nuevo estado de cosas, exhibía una actitud de hastío hacia el presente, anclada en la nostálgica idealización del pasado y en un catastrofismo respecto del futuro. También fue un esfuerzo colectivo y deliberado de defensa de la tradición imperial y su estilo de vida, y para ello se valieron de la creación de estereotipos y de la narración de una versión monárquica del presente republicano y de la historia nacional. Como argumenta Tilly (2008: 90), la manera habitual de narrar historias de legitimación consiste en distribuir créditos y maldiciones, dramatizando "una división moral del mundo social". Los "relatos" reelaboran y simplifican los procesos sociales en secuencias directas de causa y efecto, imputadas a agentes sociales concretos, los que en consecuencia son moralmente evaluados. Los relatos ignoran las complicaciones, las contradicciones, las oscilaciones de los agentes y de sus cursos de acción. Son siempre relacionales, pero su base es una asimetría nosotros/ellos, en la que el primer polo es digno de crédito y el segundo, de escarnio. En el caso de los monárquicos de la pluma, crédito a los líderes del antiguo régimen, escarnio para los del nuevo.

3. De la política a las letras

Floriano Peixoto suscitó un gran entusiasmo cívico −el jacobinismo−, pero también su contrario. En 1892 comenzó la reacción. De republicanos descontentos, en São Paulo, Minas Gerais y Mato Grosso, donde surgió una efímera República Transatlántica. Y de monárquicos beligerantes. En febrero de 1893, Silveira Martins, uno de los líderes del movimiento restaurador (Janotti, 1986), puso al país en llamas con la insurrección "Federalista", en Rio Grande do Sul, contra el gobierno de Júlio de Castilhos. En seguida se produjo en la Capital Federal la Rebelión de la Armada, comenzada por el republicano Custódio de Melo, pero a la que rápidamente adhirieron monárquicos de la Marina. El gobierno legalizó entonces el estado de excepción, que se extendió por las calles con "batallones patrióticos" ocupados de salvar a la patria con cañones, porras y bayonetas.5La coyuntura de radicalización política y guerra civil produjo cambios en el debate público. Desapareció su estructuración simple, la de monárquicos versus republicanos. Ahora había florianistas −como Lauro Sodré, Raul Pompéia y Teixeira Mendes− defendiendo el orden, mientras que monárquicos de la corte y republicanos espantados con los excesos del militarismo −como Rui Barbosa y el grupo de José Patrocínio- lo repudiaban.
Otro cambio concierne a la forma. En el Imperio y en el primer gobierno de la República, el debate había discurrido en manifiestos y panfletos combativos y proselitistas. Con Floriano Peixoto se produjo un clivaje. Ocupados en la política y en la guerra, los florianistas de la pluma no tenían tiempo para ensayos y tratados. El súmmum de su producción se encuentra así en el panfleto y en el artículo periodístico corto. En ellos vertieron el elogio a Tiradentes, la censura a iconos del Segundo Reinado, y clamores nacionalistas y xenófobos (Pompéia, 1982a [24/3/1893]). Artur de Azevedo (1895, citado en Magalhães Jr., 1955: 89) usó una forma breve para escarnecer al enemigo, en este caso el almirante Custódio de Melo:

Tem uma flor no princípio
O nome do Marechal,
Mas o nome do Almirante
Principia muito mal...*****

Por su parte, los antiflorianistas, constreñidos por la censura, no se arriesgaron con panfletos y periódicos. El monárquico Jornal do Brasil fue forzado a cerrar sus puertas, al igual que O Cidade do Rio, de José do Patrocínio. Quien acometía contra el gobierno tenía dos destinos: la prisión, adonde fueron a parar Patrocínio y sus seguidores, o el exilio, por el que optó Eduardo Prado después de que A ilusão americana (1893), que denunciaba el apoyo de los Estados Unidos a Floriano Peixoto en la Rebelión de la Armada, fuera secuestrado al día siguiente de su publicación (Janotti, 1986: 79).
Los textos incisivos sólo podían llegar de afuera, como O Imperador no exílio (1893), que Afonso Celso Junior envió desde Europa. Y eran de inmediato respondidos por republicanos, en este caso por Felício Buarque, con sus Origens republicanas: estudos de gênese política em refutação ao livro do Sr. Dr. Afonso Celso, o Imperador no exílio, dedicado a las "víctimas sacrificadas en defensa de la República en la insurrección del 6 de septiembre [la Rebelión de la Armada]" y en el que adulaba a héroes republicanos y arremetía contra los monárquicos y su divinización de don Pedro II. Ante el "peligro del desmembramiento", Buarque (1962 [1894]: 206) apoyaba "un gobierno fuerte, conciliador y enérgico", como el de Floriano Peixoto.
Los panfletos antigubernamentales pasaron a ser peligrosos y ralearon. Desde fines de 1893 hasta 1897, las críticas a la República se esfumaron. Los monárquicos de la pluma desertaron de la crítica incisiva y se refugiaron en las biografías, las autobiografías, los libros de historia y de memorias, los ensayos. Eran formas más seguras de emitir opiniones en tiempos de guerra civil. Aun cuando el asunto fuese la comparación entre los regímenes, el comentario acerca del presente se hizo más oblicuo, a través del análisis de circunstancias análogas, ya sea del pasado o del extranjero.
Prudente de Morais fue electo en 1894, pero la guerra civil continuó en el sur y se temía que Floriano Peixoto, vencedor en la Rebelión de la Armada, no hiciese el traspaso del mando. La idea quedó sepultada con la muerte del ex presidente. Pero entonces los jacobinos perdieron un líder y ganaron un icono: el Mariscal de Hierro, el Consolidador de la República (Sodré, 1896), el "fundador da República" -el promulgador magnánimo de la Nacionalidad", el "gran iluminado" (Pompéia [1982b], en O País del 3 de octubre de 1895)−.
Los monárquicos de la pluma y de la espada se arriesgaron otra vez. Se unieron, pusieron en marcha sus periódicos y fundaron el Partido Monárquico. Eduardo Prado coordinó el proyecto en São Paulo. De allí salió, el 15 de noviembre de 1895, un manifiesto católico y antipositivista de la autoría de un notorio tradicionalista, João Mendes de Almeida. El 12 de enero de 1896 los cariocas lanzaron el suyo: À nação brasileira, redactado por Nabuco. Era antimilitarista, antiamericanista, antipositivista. La novedad era la convocatoria a la Restauración pacífica, por medio de la persuasión de "todas las clases o personas, sin distinción de partidos antiguos y nuevos". Sacando provecho de la escisión entre los republicanos, los monárquicos pedían el apoyo de la nueva sociedad, a la que execraban, para volver al antiguo régimen.
Bajo el gobierno civil, los petardos contra el militarismo disminuyeron, pero se mantuvo en el primer plano el ataque a las bases simbólicas de legitimación de la República, en particular el positivismo. Esto aparecía en discursos en el Instituto Histórico y Geográfico Brasileño, una isla intelectual del Segundo Reinado en medio del océano republicano. Allí, guardianes de la tradición imperial resistían contra la "corrupción" de símbolos y héroes de la historia nacional por parte de los positivistas:

Una escuela religiosa -si es posible dar con propiedad el nombre de religión a una creencia que suprime a Dios-, más política en todo caso que religiosa, pretende reducir la Historia nacional a tres nombres: Tiradentes, José Bonifácio y Benjamin Constant. [...] La idea es que entre Tiradentes y José Bonifácio, por un lado, y Benjamin Constant, por otro, esto es, entre la Independencia y la República, se extiende un largo desierto de casi setenta años, al que puedo dar el nombre de desierto del olvido (Nabuco, 1939a [1896]: 105-106, 107).

Nabuco (1939a: 109) reaccionó, "en el momento en que el pasado nacional corre el riesgo de ser mutilado", con tres libros. Balmaceda (1895) y A intervenção estrangeira durante a Revolta (1896), ligados intrínsecamente a la coyuntura de la guerra civil, conjugaban virtudes del Imperio y vicisitudes de la República y aspiraban a vetar la consagración de Floriano Peixoto como estadista: "La leyenda no es sólo positivista, es también jacobina" (Nabuco, 1949b [1896]: 263). Allí se diseña a un Floriano sanguinario mientras que el líder monárquico de la Rebelión de la Armada, Saldanha da Gama, aparece como un gentleman de la vieja estirpe. En Um estadista do Império: Nabuco de Aráujo, sua vida, suas opiniões, sua época, escrito durante la guerra civil, construye una "leyenda" alternativa mediante el elogio de los "verdaderos" estadistas, los del Imperio. Don Pedro aparece agigantado en comparación con los jefes republicanos (cf. Alonso, en prensa). El Segundo Reinado habría sido el "apogeo" de la historia brasileña, orientado por el "espíritu de prudencia y sensatez, la circunspección, la nobleza y el patriotismo desinteresado de un período de profunda cultura moral [...] tan diferente del campo de la guerra civil" (Nabuco, 1939a [1896]: 108).
El ardor de la guerra civil aún no se había mitigado. A fines de 1896, Prudente de Morais dejó la presidencia a causa de su estado de salud. Con su vice, el jacobino Manoel Vitorino, volvió el clima de intransigencia. En noviembre de ese año, el gobierno federal envió tropas para sofocar la insurrección de Canudos, vista como monárquica. A continuación, los jacobinos destruyeron redacciones de periódicos monárquicos y el director de uno de ellos, Gentil de Castro, fue linchado en Río de Janeiro.
La reacción sólo podía llegar del exilio, como las Cartas da Inglaterra (1896), de Rui Barbosa, y la denuncia de O assassinato do coronel Gentil de Castro, del vizconde de Ouro Preto. Eduardo Prado, en la dirección de O Comércio de São Paulo, canceló las Notas Políticas de Nabuco y encaminó a los correligionarios hacia la lucha cultural, más alusiva, como en las celebraciones del tercer centenario de Anchieta, en 1897. Además de sumar otro icono al panteón monárquico, era un modo de mostrar el catolicismo como un valor fundacional de la nacionalidad frente a la religión civil del positivismo: "No, nosotros, los católicos, nada tenemos que temer del positivismo [...]. [...] el centenario de Anchieta adquiere el carácter de un llamado a nuestra conciencia religiosa" (Nabuco, 1939b [1897]: 130, 131).
Con el apaciguamiento de la situación política, la guerra escrita perdió vigor. A partir de 1897 se desarticularon a un mismo tiempo el jacobinismo y el monarquismo. El primero, a causa de sus excesos −incluido el malogrado atentado contra Prudente de Morais−; el segundo, por inanición. Sin apoyo armado y sin entusiasmo de parte de la princesa heredera, el monarquismo se apagó. La elección de Campos Sales señaló el comienzo de una nueva época, de una República civil consolidada. El radicalismo perdió espacio y sentido.
El debate intelectual fue cambiando de tono y cada vez más se alejó de la política militante. Exhaustos por la tinta y la sangre derramadas, los monárquicos de la pluma y los republicanos desalentados sellaron la paz. En encuentros en la Librería Garnier, tenían pequeñas conversaciones sobre temas fríos, pues la política aún era un tema incómodo. Y gracias al protagonismo de Machado de Assis, un monárquico platónico, la literatura surgió como punto de convergencia. Confluyeron en una Revista Brasileira, que José Veríssimo relanzó en 1895:

[...] vi que nuestro jefe intentaba nada menos que crear también una República, pero [...] los partidos podían comer juntos, hablar, pensar y reír, sin atributos, con los mismos sentimientos de justicia. Hombres llegados de todas partes −desde aquel que sostiene en sus escritos la confesión monárquica hasta aquel que predicó, en pleno Imperio, la llegada de la República− estaban allí plácidos y unidos, como si nada los separase (Machado de Assis, 1994 [17/5/1896]).

A causa del fracaso o del cansancio, muchos se apartaron de la política institucional. En 1897, ex reformistas, ex monárquicos, ex republicanos e incluso ex jacobinos crearon su propia República, la de las letras. En la Academia Brasileña de Letras fundieron sus identidades políticas divergentes, de monárquico-aristócrata y de republicano-ascendente, en una identidad compartida, la de "intelectuales": "Los espíritus estaban fatigados de la política. Los hombres hechos, desilusionados; los hombres nuevos, enojados. [...] las letras aparecieron como el único refugio del talento" (Graça Aranha, 1923: 26). Se formaba así una nueva aristocracia, la del "talento", distinta de la aristocracia de la corte y capaz de encapsular a arribistas y desbancados en un mismo estilo de vida. Un estilo dedicado al cultivo del espíritu y apartado de la lucha política, vista ahora como una ocupación menor.
La identidad de letrado se impuso sobre las identidades políticas. No obstante, a lo largo de la década de 1890, esos mismos hombres se valieron de la historia nacional y de análisis interesados en la coyuntura para producir dos relatos antagónicos del presente republicano y del pasado imperial. Uno daba crédito a la tradición, el otro la repudiaba.
En la larga duración, el saldo fue favorable a los monárquicos. Si bien los republicanos ganaron la batalla política del presente y crearon instituciones e iconos de un nuevo régimen, los monárquicos vencieron en la lucha simbólica del futuro. La cristalización posterior del relato monárquico como historiografía del Imperio y del comienzo de la República tal vez se deba al hecho de que los republicanos más preparados para esa batalla, como Alberto Sales, hayan preferido entablar otra −fraticida−, o quizás al refinamiento del estilo y a la agudeza de los gentlemen como Nabuco. Esa versión abasteció de héroes, imágenes, símbolos, citas y tópicos por lo menos a las dos generaciones siguientes de "interpretaciones del Brasil".6 Si es cierto, como argumenta Carvalho (1990), que la década de 1890 fue el momento de construcción de un imaginario de la República, también es necesario considerar la otra cara de esa moneda: la estilización de la sociedad imperial y la estigmatización de la Primera República. El topos monárquico de la República como decadencia, producida por parvenus, positivistas, americanistas, militaristas, en contraste con la "Gran Era Brasileña", persistió. Y al mismo tiempo se diluyó el sentido primero de esos juicios: su carácter político y de defensa de un estilo de vida amenazado por el cambio.
En los escritos posteriores de aquellos monárquicos, la política siguió alimentando narrativas nostálgicas, de un tiempo en que sus autores también eran actores de la política con P mayúscula. Como hombres de la corte, lamentaron el fin de una época en la que habían sido hidalgos. Elidieron el hecho −que antes habían denunciado (como fue el caso de Nabuco y de Afonso Censo)− de que el Imperio estaba asentado en la esclavitud y pusieron de relieve un reinado de templanza, de civilización, de finesse, que contrastaba terriblemente con un presente empequeñecido, aburguesado, en el que se vieron confinados a la antecámara del gran salón de la política. Un tiempo que los elegantes sólo podían interpretar como decadencia.

* Traducción de Ada Solari.

** El apelativo se refiere algo despectivamente a la vestimenta del civil burgués. [N. de la T.]

*** Movimiento extraordinario de especulación en la bolsa que tuvo lugar en los primeros años de la República. [N. de la T.]

**** [Manda la República ahora/ nuevo tratamiento usar:/ Ya no se dice señora;/ ya no es señor nadie más/ excelencia para nada./ No más moda cortesana./ Dama altiva hoy pasa/ A llamarse ciudadana.]

***** [Tiene una flor al comienzo/ el nombre del Mariscal,/ pero el nombre del Almirante/ comienza muy mal...]

Notas

1 Son pocos los análisis que han seguido esa dirección; entre éstos se hallan el de Oliveira (1989) y, de manera más tangencial, el de Viotti (1977). El estudio de mayor alcance documental es el de Jannotti (1986).

2 Había otros debates, por ejemplo en torno de la coyuntura política (las Notas Políticas, de Valentim Magalhães, de 1891) y económica (Finanças e política da República, de Rui Barbosa, de 1891).

3 En 1892, pagaban subsidios para el sostenimiento de la Iglesia 220 personas (Lemos, 1884), pero la asistencia a los cultos era mayor. En 1904, cuando la Iglesia ya estaba en su fase de declinación, se estima que el público era de alrededor de 700 personas (Rio, 1904).

4 Oliveira (1989:12) ha señalado artículos de Taunay de un tenor similar.

5 Para una descripción de las acciones jacobinas, véase Reis, 1986.

6 Oliveira (1989: 13-44) ha llamado la atención respecto de ese desenlace

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