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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.14 no.1 Bernal jun. 2010

 

RESEÑAS

Ana Clarisa Agüero,
El espacio del arte. Una microhistoria del Museo Politécnico de Córdoba entre 1911 y 1916,
Córdoba, Editorial de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, 2009, 142 páginas

Este libro de Ana Clarisa Agüero ha surgido de una tesis y nacido de una preocupación histórico-cultural amplia. En orden a este origen académico, debemos señalar como de obligada lectura el prólogo de Adrián Gorelik. Allí se sitúan con claridad los problemas que surgen del marco teórico y metodológico -la microhistoria- asumido por la autora y también se deslizan preguntas y reclamos hacia el futuro de la historia intelectual. El más incitante de ellos -por su reverberación en la posterior lectura del libro- es el que señala por el ausente sostén del cuerpo básico de fuentes secundarias que cualquier historiografía necesita, y que él ejemplifica en la carencia de un conjunto de biografías intelectuales que impide hoy tener cartografías más precisas de nuestro pasado político y cultural.
A partir de allí, el libro de Agüero nos propone el relato histórico de un evento, sólo en apariencia pequeño. Sin embargo la destreza de la investigación y sus resultados nos pondrán al finalizar su lectura en una encrucijada de problemas de la historia política y cultural donde cada investigador podrá elegir un camino distinto a recorrer.
La organización del libro es poliédrica, casi cubista. Permite hablar -parafraseando a Alberto Hidalgo- de un "libro de varios lados". Si por uno de esos lados están el Estado cordobés, las élites provinciales y sus proyectos, por otro están las biografías de tres personajes claves en el desarrollo del campo cultural mediterráneo -y argentino-, como son Ramón J. Cárcano, el arquitecto Johannes Kronfuss y el pintor Octavio Pinto. Cada uno de estos capítulos podría situarse como un comienzo del relato, como iniciales también podrían ser las páginas finales, donde la autora pone a prueba la eficacia de su investigación para iluminar la escena cultural cordobesa de comienzos del siglo XX.
En la Introducción, Agüero expone el tema, que, en tributo a la aspiración microhistórica de la obra, aparece acotado a un hecho que, sólo en apariencia, puede aparecer como singular y provinciano. Dice Agüero: "nuestro tema es la reformulación culturalista del museo Politécnico Provincial de Córdoba; o dicho de otro modo, el proceso por el cual un viejo museo generalista comenzó a ser objeto de una secuencia de acciones que acabarían transformándolo en un museo orientado a la historia y el arte" (p. 2). A partir de esta premisa, el libro desarrolla este suceso de la vida cordobesa en diversas dimensiones: los distintos proyectos edilicios oficiales, el programa diseñado para consolidar una colección artística y lo efectivamente obtenido en esta etapa, y, junto a estos aspectos que ordenan un relato diacrónico entre 1911 y 1916, se incorporan abriendo nuevas perspectivas las trayectorias de aquellos tres personajes decisivos.
Para el desarrollo de estos recorridos, la autora ha utilizado una importante cantidad y variedad de fuentes. Al presentarnos esta cuestión se pregunta si ha acertado en el modo de hilvanarlas, ya que, como sostiene, todos son "testimonios que imponen su propio régimen de lectura y todas fuentes, también, que ganan inteligibilidad en su confrontación" (p. 3). Sin notarlo quizás Agüero ha dado ya la respuesta en la formulación puesto que el problema de la multiplicidad de fuentes está en el hilván, porque precisamente el historiador hilvana en el orden en que interroga los documentos y a su vez el hilván, a diferencia de la costura, es la operación que permite que las fuentes sean rearticulables en otras series. Así el "único evento" enunciado por ella -la microhistoria del Museo- cobra significación más allá de su aparente estrechez, en tanto sus componentes pueden ser a su vez deshilvanados y vueltos a colocar en una nueva secuencia significativa, una nueva serie de fuentes abierta por otros conjuntos de preguntas e intereses.
Así establecido el terreno y las herramientas de la investigación, los capítulos se suceden, sin ceder a la tentación de la cronología lineal, pero sin olvidar que por más audacias y escorzos narrativos que utilicemos, el fin de una obra de este tipo debe ser el de trazar sobre el papel una historia inteligible. Comienza desarrollando el pasaje entre viejo y nuevo museo a través de un minucioso escrutinio de los proyectos oficiales y del juego que en torno a ellos desarrollaban las élites políticas y culturales de Córdoba. El primer problema que se abre es el de la sincronía o asincronía entre esta apuesta mediterránea a la modernidad y lo que venía ocurriendo en Buenos Aires, que ya hacia fines del siglo XIX había podido poner en marcha el campo del coleccionismo, tendencia confirmada por la creación del Museo Nacional de Bellas Artes en 1896. Si la respuesta a ese interrogante puede aparecer con cierta facilidad a favor de postular una asincronía, esta constatación no abre para la investigación en curso una ruta fructífera. Tal vez por advertir esta limitación, la autora inmediatamente nos sitúa frente al proyecto de reorganización que Deodoro Roca, Director del Museo en la gestión radical de Eufrasio Loza, publica en 1917, precisamente un año antes de los acontecimientos que unirán su fama y destino al de la Reforma Universitaria.
Esta entrada lateral del futuro reformista, que reaparecerá mas tarde cuando se desarrolle el capítulo dedicado al pintor Octavio Pinto, nos permite destacar uno de los aportes a nuestro juicio mas significativos del libro: una mirada en principio periférica puede iluminar nuevas zonas, cuando los interrogantes planteados superan el localismo. De esta forma, para quienes -como el que esto escribe- vienen transitado la historia de la Reforma Universitaria, se abren nuevas perspectivas en el análisis de la acción de sus personajes y sobre todo se posibilitan nuevas lecturas de viejos documentos. La diatriba contra la Córdoba "monárquica y monástica", que Deodoro Roca lanzara en el Manifiesto Liminar de 1918, tendrá que ser leída de aquí en adelante en una clave que incluya los proyectos con que el joven funcionario buscaba incidir en el espacio urbano y social donde habría de suceder el famoso levantamiento estudiantil. Y esta sola comprobación nos lleva a otra de las cuestiones abiertas por Agüero: la posibilidad de que un acontecimiento en apariencia provinciano y singular pueda trascender proyectándose a procesos sociales y culturales más vastos. Este interrogante se responde afirmativamente, ya que Córdoba, de periferia de la periferia, se convertirá por un largo tiempo, a través del movimiento del 18, en centro de los anhelos de todos los intelectuales del continente y aun más allá.
Toda esta primera parte del libro, especialmente aquella que reconstruye a partir del expediente edilicio las tensiones entre proyectos culturales y burocracia estatal, permiten al historiador observar cómo unas ideas atraviesan lo público, se desgranan, reconfiguran y transforman al someterse a las lógicas y los lenguajes de los instrumentos administrativos. Algo que quienes persigan el estudio sistemático del pasaje entre un proyecto y la obra efectivamente realizada, nunca deben olvidar y que se resume en un lugar común repetido hasta el hartazgo por todas las burocracias ministeriales: "lo que no está en el expediente, no existe". Por ello, el minucioso estudio de Agüero permite una clara visión política de las peripecias y conflictivas relaciones establecidas entre tres actores materiales: la colección, el sitio y el proyecto edilicio.
A esta historia que hasta aquí se desarrolla y que podría titularse como "una colección en busca de su museo" -o viceversa-, se incorporan, como adelantamos más arriba, tres trayectorias clave para su estudio, dentro del panorama más vasto de la cultura argentina del período. El primero de estos tres personajes es Ramón J. Cárcano, hijo del 80 y paladín del liberalismo conservador (oxímoron nacional, si los hay). Agüero considera que este "político ilustrado" es una pieza insustituible para comprender la historia del Museo y efectivamente consigue, en las páginas que le dedica, pensarlo y proyectarlo como un eficaz miembro de la élite cuya "... mayor perspectiva le había permitido transitar de la juvenil impugnación de la herencia colonial (condensada en los tópicos de monaquismo y monarquismo) a la serena consideración de su legado, devenido objeto disponible para la reflexión y el rescate selectivo" (p. 58). Cárcano es en definitiva quien, merced a una actividad enérgica en Córdoba y en Buenos Aires, puede retomar con éxito tanto las actividades de conformación de la colección como la postergada construcción del edificio. Incluso será él quien, años mas tarde, provoque el comentario entre elogioso y sorprendido de los círculos de la vanguardia porteña al adquirir para el museo la obra "Los Bailarines" de Emilio Pettorutti.1
Si la aparición de Cárcano nos permite pensar la relación entre élites, Estado y mercado de arte, el capítulo dedicado a Johannes Kronfuss, el autor de los sucesivos proyectos de construcción del Museo, pone en juego las posibilidades de traducción de lenguajes estéticos y arquitectónicos entre Europa, Buenos Aires y la ciudad de Córdoba, y junto con ello una cuestión de mayor envergadura: la búsqueda de un "estilo nacional", que en este caso parece resolverse en los nacientes postulados del estilo colonial argentino.
El capítulo dedicado a este arquitecto, nacido en Budapest y formado en Munich, y que nos legara una obra de la importancia de Arquitectura Colonial, abre para el historiador una mirada hacia otras zonas, como las de la historiografía y la literatura de la época, también en búsqueda de esas esquivas "esencias nacionales" donde anclar una cultura nacional. Efectivamente, en esta búsqueda, si por un lado está Kronfuss (y Martín Noel), por otro están Rojas y los jóvenes historiadores de la Nueva Escuela Histórica. Un afán arqueológico acompañado de un gesto fundador hacia el futuro argentino recorre el campo intelectual. Las vanguardias estéticas, pocos años más tarde, no darán la espalda a estos afanes y sus intervenciones estarán siempre en diálogo, crítica y competencia con este momento crucial en la formulación de proyectos culturales, que transcurre entre los últimos años del régimen conservador y el advenimiento del radicalismo.
Por último, el capítulo dedicado a Octavio Pinto es el que la autora se ha reservado para iluminar el campo social y cultural donde ocurre el relato. La escena que se desarrolla en torno al pintor, las vinculaciones entre mundo estético y universidad que allí se traman, tienden un puente entre esta historia del Museo y el denso mundo cultural cordobés, donde se dan cita muchos de los nombres que luego surgirán con fuerza durante la Reforma Universitaria. Así, al ya mencionado Deodoro Roca -pariente y amigo de Pinto desde la cuna-, se suman, en las peñas y tertulias de aquellos años, los nombres de Arturo Capdevila, Rafael Bonet, Raúl y Arturo Orgaz y Carlos Astrada entre otros. Octavio Pinto, además, es una figura que adquiere temprana relevancia en el mundo intelectual porteño, donde en 1917 es agasajado por la revista Nosotros, un rito de iniciación que no estaba abierto a cualquiera. Pero, por sobre estos aspectos que hacen de este capítulo una pieza central en la arquitectura del libro, se destaca el estudio que la autora hace de las vinculaciones entre Pinto y el mundo artístico europeo. Allí se despliega el tópico de las becas oficiales y la elección de los destinos europeos (París, Italia, España) y en especial una mirada muy aguda sobre los vínculos que el arte (y, agregaríamos, la literatura) argentino establecen con España. Para entonces Pinto, como sugiere Agüero, luego de recorrer París a gusto, encuentra en España un espacio heterogéneo donde moverse sin sobresaltos, un espacio de gran riqueza que evoca otras pertenencias, tan en boga en la Argentina cercana al Centenario. La alternancia de museos, paisajes agrestes y pequeños pueblos parecen haber sido para Pinto y para muchos otros hombres y mujeres de la vanguardia argentina en años posteriores una fuente de posibilidades creadoras, más allá de la facilidad de la lengua o de las ventajas cambiarias del peso fuerte.
Las páginas que se suceden como cierre del libro expanden y ponen a prueba la eficacia de la operación historiográfica abordada y, a nuestro juicio, la autora sale airosa del desafío que se ha impuesto. Efectivamente, como en el ejemplo que más arriba hemos citado, acerca del pasaje de nuestras vanguardias por el territorio cultural español, el libro logra, también en otras dimensiones, poner de relieve aspectos significativos de la imbricación entre cultura, política y sociedad. Logra incluso introducir un problema a ser tenido especialmente en cuenta: la asincronía entre clase social y comunidad cultural. En el estudio del ritmo desacompasado de estas distintas temporalidades, es donde mayores réditos suele obtener la crítica histórica de la cultura.
Asimismo, coloca acertadamente en este escenario el peso decisivo de la acción individual y lo ejemplifica con las tres breves intersecciones biográficas que hemos repasado. Tal vez, una cuarta, en la figura de Deodoro Roca, hubiera logrado expandir mejor la escena cultural cordobesa y sus vinculaciones nacionales e internacionales. La figura de Roca y su ubicación particular en la época acaso nos hubiera permitido avanzar sobre los logros y los límites de la renovación política y cultural tras la llegada del radicalismo al poder.
Luego de este recorrido, parece innecesario decir que recomendamos con firmeza la lectura de este libro a todos quienes, desde distintas disciplinas, indagan sobre la historia de los intelectuales, las ideas y la cultura. Encontrarán, sin duda, caminos y herramientas para la indagación de las propias preocupaciones y un ejemplo de sobriedad y elegancia narrativa.

Fernando Diego Rodríguez

UBA

Notas

1Entre otras, la revista de vanguardia Inicial publica en su número 11 una nota titulada "Saludo a Córdoba" que comienza de esta forma: "Pettorutti vendió un cuadro. Y se lo compró el gobierno de Córdoba. En el corazón de la República -¿en el corazón o la cabeza, amigos cordobeses?- le han clavado una banderilla al arte oficial. Inicial, Nº 11, febrero de 1927".

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