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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.15 no.1 Bernal jan./jun. 2011

 

ARTÍCULOS

Los sesenta y los setenta
La historia, la conciencia histórica y lo impensable

 

Hugo Vezzetti

Universidad de Buenos Aires / CONICET

Fecha de recepción del original: 16/10/2010
Fecha de aceptación del original: 15/2/2011

 


Resumen

El artículo trata sobre la actualidad de los años sesenta y setenta, en la Argentina. No hay una serie única en ese pasado sino eventos, acciones y significaciones que rompen cualquier presupuesto de uniformidad. También analiza un vocabulario ("primavera de los pueblos", "liberación") para señalar la pluralidad, incluso la discordancia de sentidos. Una relectura de Nuestros años sesentas, de Oscar Terán, permite explorar en esa época la penetración de diversos tiempos y una dimensión de conflictos y fracturas, alejada de los lugares comunes de la aventura juvenil y los equívocos de la "liberación".

Palabras clave: Argentina; Historia; 1960; 1970

Abstract

The sixties and seventies: history, historical consciousness and the unthinkable

The present article discusses the actuality of the sixties and seventies in Argentina. There is not a single series in this past but events, actions and meanings that break up any presupposed uniformity. It also analyzes a vocabulary ("springtime of peoples", "liberation") to mark plurality, and even the mismatching of meanings. A rereading of Oscar Terán's Nuestros años sesenta, allows an exploration of this epoch which highlights the penetration of different times and a dimension of confl icts and fractures, avoiding such clichés as "the juvenile adventure" and he equivocal understandings of "liberation."

Keywords: Argentina; History; 1960; 1970


 

¿Cuál es la actualidad de los años sesenta y setenta?1 No se trata sólo de interrogar una época pasada para señalar lo que se prolonga y lo que pervive en el presente. Es en el diagnóstico del presente, en su capacidad de revelar algo nuevo sobre nuestro tiempo, donde radica el interés de una exploración de un tiempo diferente, intenso en acontecimientos y promesas. El símil de la memoria, tal como se expone en muchas producciones recientes, ha contribuido a replantear los problemas de la duración en la historia. Por ejemplo, en lo que se ha dado en llamar "pasado reciente" o en una fórmula conocida: un "pasado que no pasa". Otro enunciado frecuente habla de una "historia del presente". En verdad, con un matiz diferente, esas denominaciones dan cuenta de una tensión entre un pasado que adviene al presente o un presente que va hacia el pasado, es decir, de una temporalidad compleja, un tiempo que es a la vez pasado y presente. Para abordar la temporalidad en el sujeto psíquico Freud acuñó un concepto, Nachtraglichkeit, que es central en su idea del tiempo. Ha sido traducido como "acción diferida", es decir, una acción del pasado sobre el presente, y también como "retroacción", es decir una acción del presente sobre el pasado.2 Encuentro la misma vacilación entre "pasado que no pasa" e "historia del presente". En todo caso, allí se revela el límite de una concepción de la temporalidad que parte de una separación nítida entre el pasado y el presente, y que parece haber formado parte de las condiciones del nacimiento de la disciplina historiográfica. El psicoanálisis, en cambio, está más dispuesto, obligado podría decirse, a las mezclas y las interferencias de los tiempos en la medida en que, a diferencia de la historiografía, no puede dejar de intervenir sobre sus objetos al modo de un renovado "arte de la memoria".3
Los sesenta y los setenta, en principio, enuncian una periodización que merece ser interrogada. ¿Qué une y qué distingue los sesenta y los setenta? Claudia Gilman destaca la continuidad: se refiere a "catorce años prodigiosos", desde la entrada de la guerrilla castrista a La Habana hasta el derrocamiento de Salvador Allende; un "período en el que todo pareció cambiar". En fin, "una época con un espesor histórico propio y límites más o menos precisos", dominada por una sensibilidad de cambio que se extiende hasta la radicalización revolucionaria y encuentra su escena dominante en el 68 como acontecimiento global.4 Otros análisis hacen prevalecer una distinción, que se puede encontrar también en la memoria de los actores: los sesenta (que en la Argentina empiezan a mediados de los cincuenta) habrían estado dominados por un humor reformista, mientras que los setenta (después del Cordobazo) imponen una nueva configuración revolucionaria.5 Los sesenta y los setenta parecen ser, en ese caso, recuperados como etapas en una secuencia, a veces como un ciclo evolutivo, a veces como una radicalización que implica una negación (en sentido dialéctico) de esa primera fase reformista.
Los acontecimientos que poblaron esos años, en la Argentina, imponen su singularidad como escenas potentes en la conciencia colectiva, desde la caída de Frondizi, a la dictadura de Onganía, el Cordobazo, el secuestro y muerte de Aramburu, Cámpora en la Plaza, la muerte de Perón..., hasta la irrupción de la dictadura y el terrorismo de Estado. No es fácil armar una serie única y lo que viene de ese pasado alude a eventos, acciones y sentidos que rompen cualquier presupuesto de uniformidad. Es preferible, entonces, tomar distancia de una idea de época concebida, al modo hegeliano, como una fi gura homogénea de la autoconciencia. Si se trata de un tiempo que sigue existiendo en las herencias y en las apropiaciones, se trata de un pasado que se hace presente de un modo conflictivo y fracturado en la experiencia y en sus efectos. Esa complejidad del pasado y el presente se hace patente en los problemas de la memoria, una formación que resulta de ciertas prácticas y requiere actores.
En relación con la historiografía, inmediatamente aparece el problema de lo que le falta a la memoria para constituirse en conocimiento histórico, dado que en sus usos no se guía por el objetivo de un conocimiento, por lo menos, de un conocimiento fundado y justificado según las reglas de una ciencia del pasado. Esos problemas han sido bastante discutidos. Querría destacar otra cosa. La memoria es una noción equívoca. A veces queda demasiado apegada a una suerte de vivencia personal, inmediata, intransferible: en ese punto las diferentes memorias son indiscernibles porque encuentran su fundamento en una relación directa con lo vivido.
A veces, bajo la forma del testimonio, organizan relatos o pruebas en el sentido jurídico; establecen una relación con una verdad que se busca, que es algo muy característico en la experiencia argentina. Otras veces se acentúa la relación con identidades de grupo, con memorias familiares o con filiaciones políticas y memorias ideológicas. Por fin, la memoria puede aparecer como un deber allí donde enfrenta acontecimientos que un grupo o una comunidad debe tener presentes para asumir sus responsabilidades por el pasado.
El énfasis en las prácticas de la memoria y sus contenidos puede oscurecer una relación menos vivida con el pasado, una memoria que no se transmite como un legado sino que se ejerce, en acto si se quiere. Creo que puedo acercarme a estos problemas recuperando una noción que tomo de José Luis Romero, la conciencia histórica. Por supuesto, hay más de un modo de aprehender esa noción. Se puede partir de una distinción entre conciencia y conocimiento: el conocimiento histórico es lo que produce el historiador y la conciencia histórica es lo que produce la sociedad. Y dado que el historiador es también inevitablemente un sujeto inmerso en una sociedad y una cultura, entre el conocimiento y la conciencia histórica se produce una dialéctica productiva.6 En esa relación entre el conocimiento y la conciencia hay varios problemas. Hay uno que suele plantearse a partir de la pregunta por el conocimiento: qué es lo que el conocimiento puede brindar a la conciencia. Allí aparece el papel de los historiadores, o de los intelectuales (periodistas, docentes) como mediadores, difusores, en el "uso público" o la función pedagógica de la historia.
Pero también cabe otra pregunta, que destaque la conciencia: ¿qué es lo que la conciencia histórica puede proporcionar a la disciplina historiográfica?7 Y desde luego, esa conciencia no es soberana: arrastra sus latencias, oscuridades, relatos y sentidos que no están a disposición del yo historiador. Quiero traerles la inspiración de un texto breve y notable de José Luis Romero, "El despertar de la conciencia histórica", publicado en 1945; y la fecha es bien significativa. Allí plantea esa relación entre el conocimiento y la conciencia en el historiador, en su quehacer y en su existencia; y dice que la conciencia no le viene desde fuera de su condición de historiador. "Sólo es lícito llamar historiador, auténtico y verdadero historiador", dice, a quien está movido por

un afán de comprensión profunda de una realidad que le atañe como individuo y en cuanto miembro de una comunidad, y exige la vigorosa y ágil captación de sus líneas directoras, de las que debe tratar de aprehender los rasgos que la vinculan a su propia inquietud como ser histórico. En virtud de esa vocación, el historiador moviliza una conciencia histórica y la nutre con los elementos de conocimiento, que, de otro modo, no son sino meros datos carentes de sentido.8

Es un modo de problematizar la relación del historiador con su actualidad. En la obra de Romero esa idea de la conciencia histórica se mantiene apegada a una hermenéutica de la comprensión; subyace la visión totalizadora de un sentido afincado en lo que llama la "vida histórica". Entre la "vida histórica" de la sociedad y el "ser histórico" que caracteriza a la existencia del sujeto historiador hay una suerte de acuerdo básico, una armonía que constituye el suelo profundo de la comprensión. Pero hay algo en el propio enunciado que excede o incluso rompe con la representación de un suelo unificado y abierto a la comprensión: el "despertar".9 Romero señala un rasgo fundamental: es una "conciencia militante"; es la política, puede decirse, la que despierta a la historia. Esa conciencia se moviliza "ante las dudas que oscurecen la visión del propio destino", cuando las "circunstancias inmediatas" promueven "interrogantes acerca del futuro".10
En esa orientación temporal hacia el futuro (y el "destino") hay algo distinto de la idea de la "memoria histórica" que predomina actualmente, basada en lugares y emblemas, es decir, en ficciones que fijan el pasado en el espacio. La conciencia histórica, para Romero, no habla de lugares sino de sujetos y de destinos. Finalmente hay una pregunta subyacente: "¿quienes somos?". Es lo que decía en las Conversaciones con Félix Luna.11 Es claro que no esperaba una respuesta. Por el contrario, puede pensarse que para él la condición de una conciencia histórica radicaba en que esa pregunta se mantuviera abierta y sin respuesta. Las preguntas de José Luis Romero no necesariamente son las nuestras. Y sin embargo hay algo perdurable, una latencia que se desplaza, en la acción lanzada al autoesclarecimiento y las promesas del despertar.
Nuestros años sesentas es un título que Oscar Terán plasmó para un libro indispensable sobre el problema que nos ocupa.12 Planteaba un enigma en esa apelación a un "nosotros" que de algún modo revertía, como en la indagación de Romero, hacia los sujetos involucrados. Y destacaba también la dimensión política de una pregunta que, en 1945 como en 1991, quedaba sin respuesta. ¿Quiénes son o somos "nosotros" en esa apropiación de los sesenta? Si la pregunta tenía un sentido cuando el libro salió, hace veinte años, es claro que se reactualiza hoy y seguramente se integra a otras preguntas, en esa apelación que queda necesariamente indeterminada. 13 En principio, la pregunta quedaría en parte aclarada en la propia materia del libro que se ocupa de la cultura de izquierda, a partir, decía Terán, de una "quizás exagerada sensibilidad" hacia "la violencia de las pasiones ideológicas".14 El libro buscaba exponer y sobre todo interrogar la experiencia histórica de una generación, no como un reaseguro de identidad sino como la exploración de las incertidumbres y las fracturas, de lo que permanecía oculto de ese pasado. Volveré sobre ese libro, pero esta mención, en el preámbulo de los interrogantes sobre los sesenta y los setenta, sitúa mi propia posición. Y me distancia del paradigma de la comprensión: en esa conciencia en acto se revelan también los límites, lo impensado y lo impensable, lo que resiste la inclusión en el sentido común entendido como una particular configuración de las representaciones, las prácticas, las instituciones y la sensibilidad.

I ¿Qué podemos saber y pensar de los sesenta y los setenta?, pero también, ¿qué podemos recuperar e interrogar en ese pasado reciente en orden a las visiones sobre el porvenir? Querría traer una aproximación a esa época que se haga cargo de la propia historicidad de las ideas y las visiones que sobre ella podemos arrojar; y que las interrogue en sus puntos ciegos y sus zonas de desconocimiento. Tomo una expresión, una pequeña ficción si se quiere, que ha sido aplicada a esos años: "primavera de los pueblos". No voy a explorarla en una serie más extensa, sólo señalo ciertos usos retrospectivos. Por ejemplo, "primavera de los pueblos" es el título de un apartado en el libro de Luis A. Romero sobre la Argentina contemporánea, escrito en 1994. Con esa metáfora se refiere al período que va de 1969 a 1973 en la Argentina, una etapa de movilización social y política que incluye el Cordobazo, la experiencia clasista, la teología de la liberación, Montoneros y el erp, etc., hasta la retirada del poder militar.15 La misma expresión aparece en el encabezado de un material audiovisual de uso pedagógico, producido por historiadores, editado más recientemente por Memoria Abierta y la Secretaría de Educación del Gobierno de Buenos Aires. La primavera de los pueblos es el primer CD de una serie que presenta testimonios, textos y diversas fuentes sobre el terrorismo de Estado en la Argentina.16
No me propongo impugnar esa expresión ni tampoco una crítica historiográfica de sus usos, que, por otra parte, son diferentes en uno y otro texto. Quiero detenerme en los sentidos que arrastra. Por ejemplo, en el documento de Memoria Abierta, la "primavera de los pueblos" se refiere a un período amplio, desde mediados de los cincuenta a mediados de los setenta y destaca sobre todo el marco global. Ofrece una visión bastante armónica de los "cambios y movimientos revolucionarios en distintas dimensiones de la experiencia social: en la política, en el arte, en la cultura, en las relaciones internacionales, etcétera". Se pregunta qué tenían en común y propone una serie de rasgos: la "rebeldía frente al autoritarismo y al poder", el "cuestionamiento ante lo establecido". Y aquí viene lo que quiero destacar: "La palabra 'liberación', dice, parece ser una clave, un común denominador de lo que estaba pasando en distintas partes del planeta". Sigue una serie: "liberación nacional", "liberación femenina", "liberación sexual", "liberación social". La serie se complementa con los acontecimientos que marcaron esas décadas: Vietnam, la Revolución Cubana, la Revolución Cultural China, el Mayo francés y la Primavera de Praga, que parecer haber proporcionado el molde para esa metáfora que somete la historia al ciclo de las estaciones.
Ahora bien, en la "primavera" hay dos sentidos, por lo menos. Está la escena de gestación y nacimiento: todo florece.17 Está también la representación de un ciclo cerrado de cambios, que no va a durar y que anticipa su final: después de la primavera, en algún momento, viene el invierno; y en la Argentina (o en Praga) ya se sabe lo que eso significa. ¿Cuáles son los problemas en esa pequeña ficción? En principio, están en la significación global que sostiene los términos de la serie. No es que esté mal armada o que no corresponda a acontecimientos y consignas de la época (aunque la metáfora estacional no era enunciada por los actores sino que se construye a posteriori), sino que no es tan fácil armonizarlos. En efecto, se hablaba de liberación en todas esas fórmulas, pero no hay que hacer mucho trabajo de semiología para saber que no querían decir lo mismo. La diferencia, la oposición incluso, estaba ya en la conciencia de los sujetos. Liberación femenina podía tener un sentido bien diferente para una adolescente parisina y para una guerrillera latinoamericana; y ciertas manifestaciones de la liberación sexual solían ser impugnadas como un vicio "liberal" por parte de la configuración política revolucionaria. Aquí aparece un término omitido, que sin embargo no es ajeno a la serie: liberal o liberalismo. Allí están los testimonios y los documentos para mostrar las fracturas y los conflictos que conciernen a la raíz misma de la libertad a la que se alude con el término "liberación" y sus diferencias con "liberal" (que puede querer decir muchas cosas) o incluso con "liberalización", que tenía y tiene otros sentidos.

La serie globalizada tiene a Cuba como antecedente y ha merecido su prolongación latinoamericana: Carlos Fuentes propone continuarla con la rebelión de los estudiantes mexicanos en Tlatelolco. Recientemente, en el cuadragésimo aniversario del 68, se advierte hasta qué punto la fecha ha dejado de ser un acontecimiento francés, o europeo, para convertirse en un soporte extendido de una epifanía de la liberación en la que cada cual puede agregar su pequeño relato.18 Pero hay que recordar que en América Latina el régimen cubano y muchas de las organizaciones revolucionarias no sólo no simpatizaban con la rebelión social de los checos, sino que justificaron la entrada de los tanques soviéticos que vinieron a aplastarla. Si para algo sirvió el acontecimiento de Praga, en Cuba y en el discurso sobre la revolución social latinoamericana, fue para acentuar la vigilancia y el control de las rebeldías internas en la sociedad; o bien para reforzar el recelo frente a los intelectuales y justificar medidas coercitivas o punitivas contra la disidencia.19 Tomo esa serie sólo como un ejemplo de lo que puede quedar eludido en la metáfora primaveral: la dimensión de los conflictos y las fracturas en el interior mismo de esa configuración que apelaba a la utopía o a las promesas de diversas liberaciones.
Otro cuadro, menos conciliador, es el que ofrece César Tchach cuando se refi ere a un "caleidoscopio de los 70". La expresión me parece feliz porque expone un conjunto de visiones cambiantes sobre esa época, en las que incluye la música de Viglietti, un "cronopio imaginario", los libros del Che, La hora de los hornos, un dispositivo explosivo lanza panfletos y un revólver escondido detrás de un taparrollo.20

II El libro de Oscar Terán es notable por la investigación erudita y el rigor, incluso por la "distancia pudorosa" respecto de los acontecimientos y las pasiones que lo habían formado como intelectual. Más allá del resguardo historiográfico, me interesa destacar la escritura y el género de la narración. Terán decía que en ella sobrevolaba la "figura de la tragedia": lo planteaba primero como interrogación y hacia el final como un señalamiento que recibía de sus primeros lectores.21 La tragedia es un género que remarca los límites y las condiciones de lo que es posible esperar y pretender en la historia. Tomo esa idea simple, insatisfactoria sin duda, de los análisis de Hayden White sobre la poética de la historia.22 Es sabido que la recuperación, en la posdictadura, de ese ciclo se ha focalizado en el terrorismo de Estado; y es comprensible que todo el período haya quedado marcado por la escena de los crímenes masivos, de la muerte y la violencia extrema de la desaparición de los cuerpos. En ese sentido, en la obra de Terán, las preguntas acerca de las consecuencias del golpe militar de 1966 (sobre el campo intelectual, más que sobre el campo político) se recortaban sobre las escenas de la catástrofe sobrevenida en la década siguiente. Dejó allí una investigación lograda, y un programa para los años venideros, que permanece incumplido: sobre ideas, discursos, intervenciones y pasiones ideológicas; pero también sobre responsabilidades, en particular de los intelectuales. Volvió sobre esa época en trabajos posteriores, en "Ideas e intelectuales en la Argentina, 1880-1998" y en el curso de historia de las ideas publicado póstumamente en 2008.23 Queda pendiente una lectura más atenta de los cambios, deslizamientos y revisiones que allí pueden encontrarse.
Lo que quiero señalar en el libro de 1991 es que en esa mirada poco complaciente sobre los sesenta intervenía una penetración de diversos tiempos; no sólo estaba la sombra de la tragedia posterior sino también un tópico que venía de un tiempo anterior, un motivo recurrente desde los treinta, la "fractura" y las "dos Argentinas" irreconciliables. Y ese tópico puede ser tomado para juzgar los problemas y las preguntas en la producción historiográfica: interrogar las fracturas no es lo mismo que componer (y añorar) las armonías. No es lo mismo apegarse a esa imagen nostálgica de la primavera (desde un invierno frío), que encarar los sesenta como un período de reactivación y profundización, de dramatización si se quiere, de esa escena trágica en las representaciones de una comunidad. En ese caso, quiero insistir, la "figura de la tragedia" no es sólo lo que viene después, el terrorismo de Estado, sino lo que estaba antes en esa temporalidad más larga y enredada.
El consenso de 1983, plasmado en la experiencia alfonsinista, prometía un futuro que suturaba esas heridas. Llamaba a marchar juntos a los socialistas de Palacios, los radicales de Alem, los peronistas de Perón y Evita y hasta incluía una vertiente liberal conservadora, Pellegrini, en esa procesión. Es evidente que para armar esa escena de armonía y entendimiento no podía referirse al ciclo de las violencias recíprocas que había estallado a fines de los sesenta. El foco dirigido hacia la dictadura y la guerrilla dejaba en la penumbra las fracturas y el imaginario de la guerra civil que había hecho eclosión en aquellos años. Terán se separaba del consenso blando y autocomplaciente de una conciencia "progresista". Planteaba su crítica al mesianismo revolucionario, pero también se preguntaba por el "legado intelectual" de los sesenta. Es más, de aquel tiempo, decía, venía "nuestro mejor legado intelectual". Proporcionaba el repertorio de los valores que merecían pervivir: "la crítica hacia el poder", la "apuesta por un mundo más justo" y la solidaridad. Y terminaba con una invocación de la esperanza: "en definitiva -decía- quien en aquellos años conoció la esperanza ya no la olvida".24 ¿Salía así del sino trágico, en ese movimiento de la esperanza? En todo caso, si se admite, en esa escritura, lo que va hacia los lectores, incluidos o invitados a incluirse en el posesivo "nuestros", puede pensarse que hay algo lanzado al porvenir. La tragedia clásica, en su función de enseñanza, no clausuraba el horizonte de la esperanza; su función no era tanto señalar un destino ineluctable sino las relaciones siempre difíciles entre la esperanza y los límites o las condiciones, incluso los obstáculos, que se oponen a su realización.
Es claro que el molde narrativo de ese libro no forja una oposición simple entre reforma y revolución; tampoco propone la idea de un desbarranco inevitable hacia la violencia, un desemboque que supondría un curso más o menos determinado. Se enfrenta así a un relato algo lineal, repetido en las memorias de la izquierda y el peronismo, que hilvana una serie de escenas, desde los bombardeos a la Plaza de Mayo a la dictadura de Onganía y la de 1976. Terán no recurre a ese motivo evolutivo, sino a una particular elucidación en la cual el final, la catástrofe y la derrota, estaban allí, como un horizonte posible del pensamiento y la acción y al mismo tiempo no eran un desemboque necesario. Eligió trabajar sobre un archivo que terminaba en 1966. Como es sabido, fue objeto de alguna polémica, a partir de la cronología diferente del libro de Silvia Sigal: se le señalaba que ese corpus debía ser extendido hasta 1969.25Él mismo reconoció que había situado el corte en 1966 a partir de "un abuso de autobiografía"; y propuso, en 1994, que la división que cortaba esa época debía desplazarse hasta el Mayo francés y el Cordobazo.26 Prefiero dejar de lado esa discusión. Desde luego, los períodos históricos no se recortan en los acontecimientos sino en el proyecto del historiador. Me interesa más entender por qué Terán eligió poner ese término, 1966, en una obra que de hecho abarcaba esa década y arrastraba algo de la siguiente. Y creo encontrar una razón: hacia 1966 podía descubrir a la vez ese horizonte orientado a la tragedia y una escena todavía abierta. Hay que recordar que había elegido entrar en esa época por la filosofía, por las aventuras del pensamiento, puede decirse; lo que veía allí mostraba que el final, que él y los lectores obviamente ya conocían, no estaba escrito en esas ideas.

Lo cierto, para retomar ese doble núcleo del sintagma, sesenta y setenta, es que, en la posdictadura, el peso mayor de la producción (memorias, investigaciones periodísticas, historiografía) operó un desplazamiento del eje hacia los setenta. Cambiaron los consensos en la conciencia histórica, cambiaron los objetos (primero el foco era el terrorismo de Estado y las víctimas, luego la militancia, últimamente la violencia), pero lo cierto es que después de esos grandes libros, el de Sigal y el de Terán, creo no equivocarme si digo que no ha habido trabajos importantes sobre los sesenta argentinos.27
Ese desplazamiento a los setenta acuñó un término: "setentista" (en cambio, no cuajó un término como "sesentista" o "sesentismo"). No puedo precisar cuándo se empezó a usar, pero es claro que se ha implantado como un emblema.28 Como marca de identificación es un poco incierta, básicamente pragmática y jugada en el presente: hoy se puede ver qué alineamientos y qué operaciones impulsa en la escena inmediata. En su vaguedad, y en la distancia que establece con la posición de los protagonistas de aquellos años, puede ser rellenada con diversos contenidos. Entonces nadie se llamaba "setentista"; en todo caso había otras referencias identitarias: peronista, marxista, maoísta, guevarista, incluso combatiente, que aun cuando eran disputadas y no unívocas, se sostenían en ciertos núcleos menos vaporosos. Ha habido sobre todo un uso nostálgico o una recuperación narrativa en clave de novela de aventuras; o bien una operación política de la memoria en la que el término opera como un disfraz y que evoca esa fórmula marxiana de la repetición: la tragedia vuelve como farsa. Pero así sea como un vacío o como una impostura, esa marca no deja de señalar algo, una configuración en la sociedad que se refiere al período previo a la dictadura y se confronta con la experiencia del período ominoso iniciado en 1976. Se confirma así que las visiones de los sesenta y los setenta se ordenan hacia atrás, a partir de dos fechas emblemáticas: 1983 y 1976, la democracia y la dictadura, que imponen cortes históricos nítidos sobre la conciencia histórica.
El terrorismo de Estado y la reparación democrática implantan una clave retrospectiva del ciclo histórico anterior, a partir sobre todo de los sentidos forjados en la escena judicial: los crímenes de Estado. Pero la unificación normativa de la justicia no resuelve los problemas del saber histórico, que siempre es conjetural: la verdad de la justicia no es la verdad histórica, ni puede ser un modelo para el régimen de verdad que intenta la historia. No ha faltado una producción historiográfica sobre los sesenta y los setenta en estos años. Y sin embargo, no dejamos de sentir cierta insatisfacción: tenemos la idea de que la historiografía no está en línea con esos interrogantes a que aludía José L. Romero cuando proponía una ética del historiador. No digo que no hay saber: sabemos más sobre los partidos, las fuerzas armadas, la iglesia, las dirigencias, el periodismo, la izquierda y la militancia. No se puede decir que haya una historiografía "normalizada", en el sentido que Michel de Certeau daba a la escritura de la historia y a su necesidad de separar y el gesto de dividir: "cada tiempo 'nuevo' -decía- ha dado lugar a un discurso que trata como 'muerto' al que lo precede, a la que vez que recibe un 'pasado' ya marcado por rupturas anteriores". Dice algo más: lo que esta escritura deja como un resto o un desecho, lo que considera no pertinente, "retorna a pesar de todo en los bordes del discurso o en sus fallas".29

Frente al lugar común expuesto en las imágenes de un juvenilismo siempre solidario o en el vocabulario equívoco de la "liberación", en esa insatisfacción retorna lo impensado de las fracturas y de esa temporalidad quebrada que emergían en el relato de Terán. El "nuestros" aplicado a los sesenta queda como una indicación abierta y como un interrogante, veinte años después; ya no sólo del lado del objeto (una época) sino sobre todo de los sujetos, los relatos y los proyectos. Finalmente, se trata de una pregunta y de una discusión sobre la actualidad, "nuestra" actualidad problemática, que arrastra viejas y nuevas fracturas, en tiempos en que se hace difícil renovar las esperanzas.

Notas

1 Este artículo es una versión reelaborada de un trabajo leído en el panel "La historiografía de los años sesenta y setenta: rupturas y paradigmas vigentes", Jornadas Interescuelas Departamentos de Historia, San Carlos de Bariloche, 28 al 31 de octubre de 2009.         [ Links ]

2 James Strachey acuña la expresión deferred action; Jacques Lacan lo vuelca al francés como après-coup.

3 Sobre las diferencias y los desencuentros entre psicoanálisis e historiografía, véase Omar Acha, Freud y el problema de la historia, Buenos Aires, Prometeo, pp. 144-146.         [ Links ] Sobre el psicoanálisis como nuevo "arte de la memoria", Kurt Danziger, Marking the mind. A history of memory, Nueva York, Cambridge University Press, 2008, pp. 202-205.

4 Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo xxi, 2003, pp. 35-38.         [ Links ]

5 Beatriz Sarlo, que sitúa esos años dentro de una periodización más prolongada (1943-1973), propone una narración que, dice, "podría sintetizarse en el pasaje de las soluciones reformistas a las propuestas revolucionarias"; véase La batalla de las ideas (1943-1973), Buenos Aires, Ariel/Planeta, 2001, p. 14.

6 Luis Alberto Romero lo dice en el "Prefacio" a José Luis Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 9.

7 Esto ha sido planteado por Paul Ricoeur en términos de la relación entre "verdad" y "fi delidad". Véase "Lo que la memoria enseña a la historia", en Paul Ricoeur, La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, Madrid, Arrecife, 1999, pp. 48-52.

8 José Luis Romero, "El despertar de la conciencia histórica", en La vida histórica, op. cit., p. 64.

9 Es Benjamin quien destaca el despertar (Erwachen), que no ha sido un problema para la teoría psicoanalítica del sueño, como una categoría de análisis histórico y político. Véase Francisco Naishtat, "El psicoanálisis a prueba de fragmentos. La recepción de Freud en la historiografía del Libro de los Pasajes", en Omar Acha y Mauro Vallejo (comps.), Inconsciente e historia después de Freud, Buenos Aires, Prometeo, 2010, pp. 47-49.

10 José Luis Romero, "El despertar...", op. cit., pp. 66 y 67.

11 Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero, Buenos Aires, Timerman Editores, 1976, p. 131-132.         [ Links ]

12 Oscar Terán, Nuestros años sesentas, Buenos Aires, Puntosur, 1991.         [ Links ]

13 Para ser más preciso, es un deíctico personal, una expresión indicativa que sólo puede interpretarse en la pragmática del discurso y se abre una designación indeterminada.

14 Oscar Terán, Nuestros años..., op. cit., p. 14.

15 Luis Alberto Romero, Breve historia contemporánea de la Argentina, Buenos Aires, fce, 1994, pp. 240-253.         [ Links ]

16 Memoria Abierta, La primavera de los pueblos. De memoria: testimonios, textos y otras fuentes sobre el terrorismo de estado en Argentina, vol. 1, 2005. Textos: Vera Carnovale. Testimonios, fuentes, referencias: Vera Carnovale, Federico Lorenz y Pablo Palomino. La serie ha sido difundida por el periódico Página/12.

17 Si puede postularse algo del orden de un inconsciente del discurso histórico, en esas signifi caciones parece expresarse un imaginario político dominado por los poderes maternos primordiales.

18 Carlos Fuentes, Los 68. Paris, Praga, México, Barcelona, Debate, 2005. Sobre la serie global, véase, por ejemplo, el site "1968, the Gobal Revolt", en el que se puede recorrer en un planetario lo sucedido en esos años no sólo en Alemania, Italia, los Estados Unidos o la Argentina, sino también en lugares menos esperables como Hong Kong, India, Turquía, Japón o Sudáfrica. En: <http://www.goethe.de/ges/pok/prj/akt/wlt/enindex.htm>.

19 Véase Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil..., op. cit. El caso de Heberto Padilla, que estalla en 1971 pero nace antes, es mostrado en el libro como una consecuencia del endurecimiento de los controles sobre la sociedad y los intelectuales posteriores a las enseñanzas de Praga. Como es sabido, produce una gran crisis en el campo intelectual de la izquierda europea y latinoamericana.

20 César Tchach (comp.), La política en consignas. Memorias de los setenta, Rosario, Homo Sapiens, 2003, p. 11.         [ Links ]

21 La mención de la distancia, en p. 190; la "fi gura de la tragedia", en p. 13 y pp. 189-190.

22 White indaga el género de la tragedia en la trama narrativa de la historia en relación con la "ganancia" para los "espectadores de la contienda". Si hay una reconciliación posible al fi nal de la tragedia es de "la índole de resignaciones de los hombres a las condiciones en que deben trabajar en el mundo"; establecen "los límites de lo que se puede pretender y lo que se puede legítimamente proponer en la búsqueda de seguridad y salud en el mundo". Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX [1973], México, fce, 1992, p. 20. También en el ensayo de Tulio Halperin, publicado en 1994, se plasmaba una fi gura trágica: la "larga agonía"; pero abarcaba una periodización más extensa, desde 1955, y una interpenetración de los tiempos que volvía a los treinta y los cuarenta y volvía al presente, hacia el terrorismo de Estado y la hiperinfl ación que derrumbó a Alfonsín. En verdad eran dos agonías: una desemboca en la violencia y otra en la hiperinfl ación. Tulio Halperin Donghi, La larga agonía de la Argentina peronista, Buenos Aires, Ariel, pp. 55 y 140.

23 Oscar Terán, "Ideas e intelectuales en la Argentina, 1880-1998", en Ideas en el siglo. Intelectuales y cultura en el siglo XX latinoamericano, Buenos Aires, Siglo xxi, 2004. O. Terán, Historia de las ideas en la Argentina, Buenos Aires, Siglo xxi, 2008.

24 Oscar Terán, Nuestros años sesentas..., op. cit., p. 191.

25 Silvia Sigal, Intelectuales y poder en la década del sesenta, Buenos Aires, Puntosur, 1991.

26 Véase Oscar Terán, entrevista incluida en Roy Hora y Javier Trímboli, Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de historia y política, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1994, p. 59.         [ Links ]

27 En cambio sí los ha habido sobre el período en escala latinoamericana: el libro mencionado de Claudia Gilman.

28 Como referencia, la revista Los 70. Política, sociedad y cultura, que en verdad se ocupa de los sesenta y los setenta, comenzó a publicarse en junio de 1997 y sacó una docena de números en dos años.

29 Es el "retorno de lo reprimido", es decir, "de eso que en un momento dado se había vuelto impensable para que una identidad nueva se tornara pensable", Michel de Certeau, L´écriture de l´histoire, París, Gallimard, 1975, p. 10.

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