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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.15 no.1 Bernal ene./jun. 2011

 

RESEÑAS

Carlos Altamirano (dir.), Historia de los intelectuales en América Latina. II. Los avatares de la "ciudad letrada" en el siglo XX, Buenos Aires, Katz, 2010, 811 páginas

 

La unidad imposible: la historia de los intelectuales en América Latina1

Comentar un libro de esta magnitud es una tarea difícil. Se trata de una obra fundamental, renovadora y llena de cuestiones, que vienen muchas veces bajo la forma de fragmentos provocadores. En cierto sentido, se podría decir que el aspecto fragmentario del libro casi mimetiza su propio objeto: la historia del pensamiento, o historia de los intelectuales en América Latina, siempre será el diseño de una búsqueda marcada por divisiones y fracturas internas y externas. Se trata de una búsqueda en varios frentes, encantada, en diferentes grados y tonos, por la frágil y poderosa fantasía de la unidad continental, expresada acaso por el título de la obra del filósofo peruano de ascendencia vasca, Antenor Orrego: El pueblo-continente (p. 310).
En el plano de la recepción, es necesario recordar que el reseñador es uno de los pocos que hace una lectura corrida del texto, es decir, uno de los raros lectores para quien un libro como éste no es estrictamente una fuente de consulta. Es probable que un lector académico común lea esta "Historia" con un ritmo y en un orden dictados por sus propias urgencias y curiosidades, por lo que le resultaría difícil, en un primer momento, percibir en toda su amplitud la trama de cuestiones que anudan los distintos capítulos, cuyas recurrencias apuntan hacia temas insoslayables en la historia intelectual latinoamericana.
Agrupados en nueve núcleos, los más de treinta ensayos ocupan más de ochocientas páginas. Reducirlos a un único eje sería empobrecedor y equívoco. Aun así, no sería exagerado suponer que la tarea de los intelectuales latinoamericanos en el siglo xx (cuyo aspecto misionario es señalado por muchos de los análisis) haya girado casi invariablemente en torno de la diferenciación: en el plano externo, la formulación de la diferencia alude a la problemática de mirarse en el espejo, ya sea de Europa o de los Estados Unidos, que caracteriza a las discusiones americanistas aún prevalecientes en la primera mitad del siglo; en el plano interno, el trazo de la "heterogeneidad" aparece en aquello que será la percepción y la valorización de un Otro tradicionalmente no considerado por la ciudad letrada.
El hecho de que la expresión consagrada por Ángel Rama forme parte del título de este libro (así como del título del volumen anterior, La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, editado por Jorge Myers y publicado en 2008 por la misma editorial) es, desde ya, un signo de la importancia atribuida a la crisis que atraviesa la conciencia intelectual cuando ella comprueba la exclusividad de su situación, al percibir que su proximidad con los productos del "espíritu" la mantiene alejada de aquellos grupos a los que no pocas veces el intelectual pretende representar, cuando no subsumir, imaginándose como un ser compuesto que mantiene y contiene al otro en sí mismo. El problema es enorme y admite soluciones de lo más variadas: desde el voluntarismo político presente en los orígenes del apra, así como en el periplo de Haya de la Torre en su exilio, hasta el marxismo de Mariátegui, para quien el nacionalismo europeo era imperialista, mientras que el de los pueblos coloniales sería eminentemente revolucionario (p. 451). No sería casual, al fin de cuentas, que el americanismo esté marcado en ambos casos por una dimensión mitopoética que se encuentra tanto en Haya de la Torre (p. 318) como en la inspiración soreliana de Mariáteguiv (pp. 172-181).
La presencia del mito es constante pues traza un arco que va desde el "destino mesiánico" atribuido por Gabriel del Mazo (representante de la Reforma Universitaria) a "nuestra América" (p. 131) hasta, quizás, el potencial antiliberal de la inmersión de los científicos sociales en la "diversidad cultural" mexicana (p. 591), en un contexto a menudo pensado como exclusivo del período revolucionario y que sin embargo tiene raíces profundas ya en el porfiriato (pp. 422- 423). En suma, el interés por el Otro coincidía plenamente con el encanto que el primitivismo había provocado en las vanguardias europeas, de las que los artistas latinoamericanos tanto habían aprendido. El caso del "vanguardismo pictórico" mexicano es ejemplar (p. 474), y podría ser pensado en comparación con otros, como el brasileño, orientado, como bien se sabe, por la inversión antropofágica de Oswald de Andrade (tópico relativamente poco presente en este libro), que no es más que una respuesta ocurrente a la conciencia culposa de una Europa destrozada y obsesionada por el Otro, que el imperialismo había rechazado y que ahora ella comenzaba a admirar.
Tampoco es casual que el horizonte mítico sea uno de los telones de fondo del compromiso entre el intelectual y el pueblo, y ello hace pensar en la importancia que tendría- por ejemplo, para la "nueva izquierda" argentina- la pérdida de la "organicidad", que por su parte hace pensar en la eterna, nunca terminada, crisis del peronismo. Ahora bien, al menos para esa izquierda resignificada el peso del mito tal vez se desvanezca ante los dilemas de imaginarse libre de la tutela del partido al mismo tiempo en que se reinventa el canon y se da un salto crítico único en América Latina, como puede sugerir la experiencia de Contorno (pp. 400-401). Se trata, en fin, de una posibilidad abierta por los años sesenta, cuando la idea misma de "organicidad", que hace del intelectual y del pueblo uno solo, a veces encontraba sus límites (como en las inquietudes planteadas por el cine de Glauber Rocha en el Brasil), y a veces se veía reafirmada por la imagen- finalmente mítica- de Jean-Paul Sartre en su tour por la revolución en los trópicos.
La onda de liberación de la izquierda europea (aquella que haría el 68) podría ser considerada, en clave polémica, como una máquina que funciona en dos tiempos: los mitos son destruidos en casa para ser recreados en el patio ajeno. El boom tal vez sea, al menos en parte, un producto de ese fenómeno, cuyos engranajes editoriales vemos en el análisis detallado de las conexiones europeas, en especial las catalanas, de sus autores (pp. 714-715). Es en todo caso significativa y sarcástica la descripción que hace José Donoso de una soirée en la casa de Carmen Balcells: "reclinada sobre los pulposos cojines de un diván, se relamía revolviendo los ingredientes de este sabroso guiso literario [...] parecía tener en sus manos las cuerdas que nos hacían bailar a todos como marionetas y nos contemplaba quizá con admiración, quizá con hambre, quizá con una mezcla de ambas cosas, como contemplaba a los peces danzando en sus peceras" (p. 728). A pesar del gusto amargo que el retratista imprime a la escena, el hecho es que la producción literaria de la periferia puede ser un guiso exquisito para el paladar del centro. Pero el postulado de un centro y de una periferia separados y estancos tampoco resiste incólume si recordamos, de acuerdo con lo que este libro nos ofrece y enseña, que las ciencias sociales en el continente estuvieron marcadas por el esfuerzo de inversión de esas categorías, y que tal vez los científicos sociales, más que los escritores, tengan condiciones para resistir el canto de sirena del discurso telúrico, que suele embrujar a tantos escritores y que marca tan profundamente la percepción del espacio americano antes de la institucionalización de las ciencias sociales -desde el arielismo, en sus primeros frentes, hasta una ligera resignificación del legado de Rodó, como en el caso en que Próspero es llamado a abrazar la "democracia social", de acuerdo con lo que se lee en los números iniciales de la revista mexicana CuadernosAmericanos (p. 254).
Pero el mito, o antes el encuentro mítico con ese Otro del que el intelectual desesperadamente depende, nunca deja de asombrar. Algunas veces hay entrega total, otras hay una resistencia poderosa, más fuerte que todo. Para el segundo caso, piénsese en el silencio de Pedro Henríquez Ureña sobre aquello a lo que modernamente se llamaría la diáspora (p. 71); en cuanto al primer caso, de entrega absoluta, piénsese en la figura torturada de Arguedas, ese patético "indio de corbata" recordado y homenajeado por Luis Millones (p. 461).
Arguedas, cuya obra es aún tan conmovedora, y cuya mezcla lingüística es una especie de reacción del sujeto que se ve pronto a sucumbir, cercado por un océano de indios: "Toda la sierra sur y del centro, con excepción de algunas ciudades es de habla quechua total" (p. 459). Así, la agonía de Arguedas, que significativamente terminaría suicidándose, podría ser leída, dentro de un arco más largo (y tomando ciertas libertades contextuales y cronológicas), como una respuesta desesperada e impotente al violento simplismo cientificista de Justo Sierra, cuando, en el contexto prerrevolucionario mexicano, sugería que "el problema social para la raza indígena es un problema de nutrición y educación [...] que coman más carne y menos chile, que aprendan los resultados útiles y prácticos de la ciencia, y los indios se transformarán: he aquí toda la cuestión" (p. 422).
Tal vez, en efecto, resida allí toda la cuestión y todo el problema: la idea de que ese sujeto, que se antepone como un blanco a las políticas públicas, sea un objeto a veces impenetrable y opaco. Desde una perspectiva ilustrada, bastaba con educarlo y darle de comer. Desde la perspectiva de un Arguedas o de un Mariátegui, sin dejar de considerar las diferencias entre ellos, antes habría que escucharlo. Y el deseo de escucharlo desencadena fuertes fantasías de aproximación que, dependiendo de las inclinaciones políticas del intelectual, resultan en una poderosa erótica de la cercanía, cuyo punto más alto, en esta historia de los intelectuales en América Latina, tal vez sea la sintomática apelación de Nicolás Guillén en el primer Congreso de Escritores de Cuba: era necesario "tocar con nuestras manos la piel sudorosa de los trabajadores de las minas" (p. 288).
En 1961, mucho antes del caso Padilla, y cuando la revista uruguaya Marcha todavía era un puerto seguro para la conciencia crítica latinoamericana, el propio discurso de Rama contenía aún las simientes martinianas que sugerían el apostolado continental que, a su turno, reaparecería insistentemente en el discurso revolucionario: "La siesta subtropical parece haber terminado. Nuevas fuerzas la están agitando. Latinoamérica entra en escena. Las transformaciones sociales, políticas o económicas que acechan, inminentes a Nuestra América son simultáneas con las que corresponden al orden de la cultura" (p. 292). Hay ahí, en un grado de radicalismo casi virgen, todo un programa crítico latinoamericano, que tiene en el diálogo entre Rama y Antonio Candido uno de sus momentos tal vez más interesantes, siempre que recordemos sumar a aquella ilustre dupla, como bien hace Gonzalo Aguilar, la figura de un tercero: Antonio Cornejo Polar. Es significativo, en todo caso, que ahí aparezca la importancia de la academia norteamericana para los estudios latinoamericanos, que serán los responsables de poner en escena la crisis de la "literatura", rebajándola a un espacio muchas veces secundario (pp. 708-709), en el que todavía hoy ella existe, y resiste.
Es de destacar, finalmente, la reflexión de Mirta Varela sobre "intelectuales y medios de comunicación", que gira en torno del momento crítico en que los medios -en especial lo que aún se llama "cultura de masas"- se ponen bajo sospecha y se convierten en objeto de análisis, respondiendo a la insuperable provocación de Jesús Martín-Barbero, de que "lo popular nos interpela desde lo masivo" (p. 777). La cuestión está viva, y más presente que nunca: ¿qué hace el intelectual ante la confusión total de las esferas de lo público y de lo privado, ahora que el mundo online surge como el oráculo en el que su estimada función parece estar siendo redimensionada? O, tal vez, más que simplemente redimensionada, su función esté simplemente siendo dejada de lado, como se lee en la última- quizá profética- oración de este libro: "Su carácter libertario consiste en que en internet los movimientos políticos y sociales no necesitarían de los intelectuales para florecer" (p. 780).
Se trata de una crisis, en todo caso, ya configurada en la propia condición del intelectual. Es lo que encontrábamos, en la "Introducción general" de la obra, en las observaciones de su director, para quien "el uso de la noción de elite intelectual [...] no se emplea para juzgar una orientación ideológica aristocratizante -hay elites populistas y desde la tercera década del siglo xx el populismo es una de las tradiciones intelectuales fuertes en América Latina- sino para indicar un lugar en el diferenciado espacio de la cultura" (vol. i, p. 14). En qué medida esa "diferenciación" se rediseña a partir de la instantaneidad apremiante en la sociedad digitalizada es una cuestión abierta, que late en el horizonte de esta fundamental empresa intelectual que es la Historia de los intelectuales enAmérica Latina.
Por último, no se le escapará al lector que este libro se estructura en torno, especialmente, de México, Argentina y Brasil, aun cuando las discusiones indigenistas a propósito del Perú aparezcan reiteradamente, así como la cuestión fundamental del exilio de los intelectuales (sobre todo, la llegada de los republicanos españoles a Hispanoamérica y la formación de "redes" en, y desde, el exilio), y aunque se sienta también la presencia esporádica del Uruguay y de Chile. Con todo, supongo que cada lector "nacional" notará los silencios que, según cuáles sean sus propias preferencias y referencias, le parecerán más o menos serios. Pero, como sugerí al comienzo de esta reseña, la fragmentación es un trazo inevitable en una obra como ésta -trazo además señalado y asumido desde el volumen anterior, en la ya referida "Introducción general" (vol. i, pp. 9-27).
Ahora bien, tal vez haya, en efecto, una zona muy tímidamente representada en este volumen: el Caribe. Con excepción de Cuba, que aparece como un núcleo insoslayable gracias a la importancia de la Revolución para la imaginación de los intelectuales, y con la excepción también de un capítulo dedicado al dominicano Pedro Henríquez Ureña (él mismo un caribeño que vivió un largo período en el exilio, fuera de las islas), el Caribe es una zona subrepresentada, aunque lo mismo tal vez pueda decirse sobre el área no mexicana de América Central. Surge entonces una pregunta final, provocación con la cual me gustaría terminar el recorrido por este impresionante libro: ¿qué hacer con el concepto de América Latina cuando se avanza por una región como el Caribe?
Aun cuando nos atengamos exclusivamente a ese viejo concepto imperialista francés que, desde el siglo xix, permite postular la existencia de una América "latina", ¿no sería necesario, en una investigación de la historia de sus intelectuales, incluir el Caribe francés? (Para no hablar de aquello que, en el Caribe, escapa a la zona de influencia de las lenguas románicas.) ¿Qué ocurre con la unidad imaginaria del "continente" cuando se hace entrar una geografía cuya insularidad es capaz de lanzar un reto letal sobre nuestras más caras fantasías latinoamericanistas? Además, ¿cómo comprender el arielismo sin ese viraje fundamental de las lecturas calibánicas que vienen de la antipsiquiatría y desembocan en Fanon y en Césaire?
Ese "viraje" del arielismo al calibanismo, cuyo puerto de llegada en el siglo xx suele ser la obra de Richard Morse -uno de los intelectuales que quedaron fuera del libro y que haría una buena pareja con otro latinoamericanista que sí está incluido, Albert Hirschman-, es un momento fundamental en la crisis de la representación de la propia figura del intelectual. Se trata del grande y ya perenne cuestionamiento de la figura de Rodó, que Carlos Altamirano justamente considera tal vez como el único intelectual latinoamericano capaz de ejercer el papel de uno de aquellos "simbolizadores privilegiados" que fueron los grandes intelectuales franceses, sin los cuales nuestra propia concepción del "intelectual" no sería la misma (p. 10).
De hecho, Rodó tiene una función ejemplar, como la estatua de su Ariel. La diferencia es que parte importante de la labor intelectual, desde entonces, se ha orientado a minar las bases de su elitismo, aunque procure, al mismo tiempo, evitar que las vigas que sostienen al intelectual en su lugar destacado sean totalmente corroídas. En esa tarea inestable, en parte autodestructiva, en parte autocelebratoria, nos situamos los que aún nos llamamos, con un sentimiento que está entre la terquedad y el orgullo, intelectuales latinoamericanos.

Pedro Meira Monteiro

Universidad de Princeton

Nota

1 Traducción del portugués: Ada Solari

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