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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.16 no.1 Bernal jun. 2012

 

RESEÑAS

Pablo Ansolabehere, Literatura y anarquismo en Argentina (1879-1919), Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2011, 366 páginas

 

En Ambiente espiritual del 900, el ensayista uruguayo Carlos Real de Azúa proponía recomponer escenográficamente el panorama intelectual novecentista hispanoamericano. Sobre el telón de fondo de lo romántico, tradicional y burgués situaba en un plano intermedio, aunque con contornos difusos, al positivismo en todas sus formas. Finalmente, en primera línea, colocaba lo que denominaba las "influencias renovadoras", entre las cuales destacaba a los anarquistas Pietr Kropotkin y Max Stirner, junto a otros autores que formaron parte del universo de referencias libertario como Tolstoi, Guyau y Nietzsche. Esta presencia escénica anarquista en la conformación de la cultura de entresiglos, evidente para Real de Azúa, pasó inadvertida, o fue desestimada, durante mucho tiempo, por gran parte de los trabajos que recompusieron la importancia política y social del movimiento anarquista, ponderándolo fundamentalmente en su vinculación con el movimiento obrero o en su carácter de movimiento contracultural de oposición tajante a lo que esos trabajos consideraban "cultura dominante". Sin embargo, en los últimos años, algunos estudios, sin desmerecer la presencia que tuvieron la propaganda y las prácticas anarquistas en el mundo del trabajo, han abierto líneas de reflexión que pensaron la situación cultural del anarquismo en un universo más amplio y fluido de significaciones. Dentro de estos últimos, por su originalidad y exhaustividad, que hay que situar destacadamente el libro de Pablo Ansolabehere Literatura y anarquismo en Argentina (1879-1919).

Si bien, como su título lo indica, nos encontramos frente a un trabajo cuyo interés principal es la literatura, en realidad, por su amplitud de miras y por lo sutil de su análisis, el libro reconstruye, en un arco temporal extenso, la historia del anarquismo en la cultura argentina. A su vez, como rasgo original, no sólo sopesa la producción literaria de los anarquistas, sino también el modo en que atravesaron la literatura del período, poniendo especial énfasis en las marcas que dejó el anarquismo -y sus representaciones- en la sociedad de su época. Este punto de vista se sostiene en gran medida en la distinción, llevada a cabo por Ansolabehere, entre la literatura anarquista propiamente dicha y los efectos del anarquismo en la literatura. Atendiendo a ese carácter dual, se comprende la preferencia del autor por referirse al "fenómeno anarquista" en vez de estrictamente al "movimiento anarquista". La elasticidad semántica de la idea de "fenómeno anarquista" posibilita la inclusión en el corpus de fuentes, además de obras estrictamente literarias, de un sinnúmero de discursos que se contaminan mutuamente y que incluyen, entre otros, el informe policial, el ensayo criminalista, el discurso periodístico y las intervenciones parlamentarias.

En el primer capítulo del libro se establecen las delimitaciones que hacen identificable la práctica de la escritura dentro del vasto conjunto de prácticas culturales libertarias. De forma amplia y tensionada, Ansolabehere no constriñe su interpretación a un solo registro, como podría serlo la literatura de combate, a sus figuras más representativas, sino que ilumina las zonas de confluencia entre una literatura entendida como propaganda y otra que se legitimaría en su propia práctica. La pregunta rectora del capítulo sería, resumidamente ¿cuáles son los rasgos distintivos que permiten catalogar a tal o cual escrito como literatura anarquista? Más allá de las respuestas que la crítica ha dado a la misma (partiendo de lo temático, lo formal o lo autoral), la propuesta es situar la literatura anarquista en relación con la política y en conexión con un movimiento en el cual la literatura es una de sus encarnaciones más destacadas. Esta definición, en principio exterior a la literatura misma, permite pensar la escritura de los anarquistas, no sólo literatos, en relación con sus postulados políticos, con sus formas de circulación -dentro de la cual la prensa es un espacio privilegiado- y con la heterogeneidad de sus manifestaciones públicas. En palabras del autor: "es precisamente en ese cruce fluido, en esa suerte de zona intermedia donde hay que buscar los rasgos que, paradójicamente, definen a esta literatura: allí en su contigüidad con la arenga, con el panfleto, con la denuncia, con el manifiesto, y también con la crónica periodística, con el editorial, con el interview, y otras formas y tipos textuales de los que se diferencia buscando cierta especificidad, pero también de los que se nutre". Asimismo, el capítulo aborda cuestiones que fueron nodales para el anarquismo en relación a la literatura: la misión del artista, su vínculo con el destinatario, el lugar de la literatura dentro de la propaganda, la idea de pueblo como destinatario, las caracterizaciones del escritor, las relaciones entre arte y militancia, las formas "predilectas" asumidas por la literatura anarquista - especialmente la poética y la dramatúrgica-, los relatos que funcionan como matriz de la narrativa anarquista en un sentido amplio y la publicación de folletos.

Una vez definidos los contornos generales de la literatura anarquista, o aquellos que permitirían garantizar ese recorte, Ansolabehere analiza en los dos capítulos siguientes las formas en que esa práctica incursionó en un campo literario en formación, como lo era el argentino, y los entrecruzamientos polémicos que esa apertura entrañó. El capítulo 3, entonces, estudia la forma en que el anarquismo en la Argentina matizó en parte el componente internacionalista de su discurso en torno al novecientos. Si un rasgo típico de los escritos libertarios era su abstracción de las referencias localistas, y la acción y el horizonte de sentido del texto podían situarse en cualquier lugar del mundo en el que hubiera situaciones de opresión, al finalizar el siglo XIX esa tendencia se vio problematizada por algunos escritores anarquistas. La forma en la que operó la apertura hacia ciertos motivos considerados clave en la conformación de la nacionalidad argentina es la materia del capítulo. Esta presencia es rastreable, por ejemplo, en la forma en la que el anarquismo incorporó a su propia sensibilidad la lectura del rosismo constitutiva de la tradición liberal, como forma de interpretación de la historia y sus invariantes. Echando mano del reservorio histórico post-Caseros, los anarquistas sindicaron a los gobiernos posteriores al ochenta como continuadores del de Rosas y a la mazorca como antecedente inmediato de la represión policial y de las leyes de Residencia y Defensa Social. El anarquismo, movimiento de carácter acérrimamente internacionalista y de origen inmigratorio, así comprendido, anclaba parte de sus argumentaciones en la realidad nacional. Algo similar ocurrió, según Ansolabehere, en la forma en que el anarquismo incorporó los términos gaucho y criollo para condenar la xenofobia que se creía atributo de lo nacional, que, por contraste con el elemento extranjero, no era apto para vehiculizar ideas avanzadas. Esta línea de intervención sobre el debate de la nacionalidad, representada de manera enfática por El crepúsculo de los gauchos, de Felix Basterra, convivió a su vez, dentro del mundo libertario, con una tendencia opuesta de recuperación del elemento criollo como representante de los oprimidos. El emprendimiento que dio forma a esta última variante fue el representado por la revista literaria Martín Fierro, de obvia referencia, dirigida por el escritor y publicista ácrata Alberto Ghiraldo. En mi opinión, lo interesante de todo este capítulo reside en el modo en que Ansolabehere hace dialogar las intervenciones anarquistas, con sistemas de ideas y sensibilidades que se supusieron antagónicas, mostrando, entre otras cosas, cierta "flexibilidad" por parte de los anarquistas para radicar sus postulados emancipatorios en la Argentina de principios de siglo XX. El discurso anarquista y su comprensión, que siempre corren el riesgo de resultar mutuamente monotemáticos y redundantes, se enriquecen con toda una serie de referencias y polémicas que, a la vez que lo exceden, a su manera también lo contienen y le dan sentido.

Así como el anarquismo se sumó a la definición problemática sobre lo nacional y la tradición, los anarquistas a su vez participaron de instancias literarias que sobrepasaban los límites de una cultura política identificada con su prensa y sus espacios de sociabilidad específicos. El capítulo 3 aborda los cruces entre bohemia y anarquismo como forma de pensar, bajo otra óptica, las relaciones entre anarquismo y literatura. Luego de recorrer las definiciones de la bohemia, haciendo catastro de un abanico amplio de autores, el trabajo de Ansolabehere se centra en dos ficciones biográficas que la tematizan: Bohemia Revolucionaria, de Alejandro Sux, y El mal metafísico, de Manuel Gálvez. Una vez más el centro de la cuestión está puesto en las líneas de continuidad más que en las rupturas drásticas entre el anarquismo y su entorno cultural. Los nombres propios de los escritores anarquistas se entrecruzan con los de Rubén Darío, Baudelaire, Carlos de Soussens, del mismo modo que en el capítulo anterior las figuras de Sarmiento, José Hernández, Juan Bautista Alberdi y Echeverría eran convocados para dar inteligibilidad a la polisémica voz anarquista.

En el capítulo 4 la perspectiva cambia radicalmente. Ya no se trata de ver de qué forma el anarquismo operó en ligazón con el universo literario, sino cómo se construyó la imagen del anarquista en la literatura. Este asunto es en mi opinión el más estimulante y por eso el más polémico de todo el libro. Es sabido que el anarquismo fue asociado, desde fines del siglo XIX, a ciertas formas de patología política y que la literatura cumplió algún papel en esa figuración. Clásicos de la literatura como James, Conrad, Dostoievsky, Zola y Chesterton, con distintos énfasis y modalidades, han sostenido la imagen del anarquista como delincuente, disolvente o peligroso. A su vez, el discurso antropomórfico de Lombroso, en contigüidad con las marcas que daban sustento a su teorización "científica" del hombre delincuente, abordó al anarquismo en amalgama con el delito. Esta confluencia, con clara intención de excluir al anarquismo, se habría reflejado, a su vez, en el tratamiento de leyes especiales para limitar la acción anarquista, en las crónicas periodísticas, la literatura de folletín y en los informes de la policía. Todas estas salientes son estudiadas en sus encarnaciones argentinas, a través una gama variada de expresiones, que desbordan por mucho la mera denominación literaria: el policía Ramón Falcón, el médico Francisco de Veyga, el senador Miguel Cané, los escritores Sánchez Ruiz, Bunge y Sicardi. Estos autores, en virtud de sus distintas formas de escritura, habrían contribuido a conformar la representación del anarquistadelincuente en la Argentina asociado a lo extranjero, enfermizo, tumultuoso, peligroso, apátrida, conspirador e intrigante. El aporte del capítulo consiste en demostrar que el "fenómeno anarquista", como inquietud social, no fue resultado automático, ni reflejo necesario, de la lucha de clases, explicación en la que descansaban los estudios centrados en la historia del movimiento obrero. Por el contrario, se destaca que los componentes culturales y simbólicos jugaron un papel crucial para combatirlo a la vez que para configurarlo. Sin embargo, el problema, o lo que genera dudas, es que en un libro que se caracteriza por mostrar zonas grises y matices, se derramen en un mismo molde una miríada de posiciones, a las que parece concebirse con una misma intencionalidad y un mismo resultado. Si, parafraseando nuevamente a Real de Azúa, el clima cultural del novecientos es, en primer lugar, reconocible bajo el signo de lo controvertido y lo caótico, ¿cómo es posible que el médico Francisco de Veyga, autor de una de las interpretaciones más comprensivas e incluso delicadas del anarquismo, a partir de la figura de Salvador Planas, el regicida frustrado de Manuel Quintana, sintonice sin más con el discurso atemorizado o feroz, según el caso, de Miguel Cané o de Ramón Falcón? ¿Cómo sostener que los discursos criminológicos, más allá de su riqueza expresiva y su enorme pregnancia social, por ejemplo en la revista Caras y Caretas, sirvieron como fundamento, para aprobar leyes que explícitamente desaconsejaban como modo de limitar el accionar libertario? Por último, me consta que Lombroso no fue el único autor traído a colación para pensar la particular complexión anímica de los anarquistas. Ingenieros y De Veyga, apelaron a otras referencias, algunas provenientes del propio campo libertario como Hamon, para decodificar una psicología que se percibía peculiar, pero no necesariamente monstruosa o fuera de contexto. Incluso entre ambos colegas y amigos existieron diferencias al respecto. Por estas razones es que este capítulo, que es el corazón del libro, por sostener la idea de Piglia de la existencia de una ficción estatal, en la cual "el mismo Estado narra, elabora y manipula" una serie de relatos "que contribuyen a crear un consenso social necesario para su existencia y funcionamiento" pierde sutileza y riqueza explicativa, e impregna la lectura de una extraña sensación de monocromía.

Finalmente, el capítulo 5 aborda la problemática de la ciudad y del anarquismo, a partir de la doble lectura que sostiene casi todo el libro: la visión de los anarquistas de la ciudad y la forma en que fue tematizada la ciudad anarquizada como efecto de la presencia ácrata. Este capítulo tematiza a su modo la intuición de David Viñas de que los anarquistas de fines del siglo XIX fueron expertos en espacios urbanos. Por el lado del anarquismo, y su reflexión sobre el tema, Ansolabehere centra su análisis en la Ciudad Anarquista Americana de Pierre Quiroule. Este precioso escrito de imaginación prospectiva y utópica refuerza la idea de que si, por una parte, los anarquistas denunciaron a la ciudad moderna como sede mortuoria y contaminante de la existencia proletaria, por otra parte, al menos en este caso, imaginaron espacios urbanos racionalmente concebidos y socialmente libres. Distintas referencias sostienen el escrito de Quiroule. Entre ellas, la obra de Kropotkin, quien en Campos, fábricas y talleres y en La conquista del pan teorizó sobre la posibilidad de un armónico equilibro entre la ciudad y el campo a partir de la descentralización federativa y la disolución de la división del trabajo. A su vez, emana de Kropotkin un rasgo distintivo de la utopía de Quiroule, que la emparenta con Noticias de ninguna parte, de William Morris: el especial énfasis puesto en el relato de la revolución como motor del advenimiento de la anarquía. Deteniéndose en este punto particularmente, Ansolabehere, con la misma voluntad que predomina en la mayor parte de su ensayo, pone en situación de diálogo a Quiroule con otros tópicos de su época, como por ejemplo la imaginación técnica, el predominio del discurso científico e incluso la forma en que los anarquistas recuperaron la imagen del "anarquista delincuente" y conspirador en su propio discurso. La segunda parte del capítulo se centra en los efectos del anarquismo durante la Semana Trágica de 1919, fecha que además sirve de cierre al libro. Casi con exclusividad la puesta en escena del anarquismo es desarrollada a partir del cuento de Arturo Cancela "Una semana de holgorio", en el cual se narran, a partir del acontecimiento histórico puntual, las desventuras y peripecias de un joven patricio durante la Semana Trágica. La desorientación espacial, la ubicuidad del anarquismo, la presencia del complot maximalista, puesto en circulación por la prensa al calor de la recepción en la Argentina de la Revolución Rusa, el trastrocamiento de las referencias y las jerarquías sociales son leídas como la forma en que la ciudad de Buenos Aires, interrumpido su pulso habitual, funciona como escenario de la última asonada notable de la que el anarquismo fue protagonista en el país.

Para concluir, hay que decir que para los estudiosos del anarquismo Literatura y anarquismo en Argentina, de Pablo Ansolabehere, es en gran parte un alivio. En la medida en que representa un corte -con una serie de interpretaciones que encerradas en la dinámica del propio movimiento no concibieron la posibilidad de que el anarquismo fuera un partícipe activo, no siempre reactivo, de la cultura de su época- el libro acá reseñado resulta insoslayable. Como complemento de este aporte, para aquellos cuyo interés radica en la conformación de la vida cultural argentina (o en la literatura de entresiglos), puede ser un interesante estímulo para considerar el peso que tuvo la cultura de izquierdas en sus comienzos. El propio carácter polémico que despertó la lectura de Literatura y anarquismo en Argentina es resultado de sus aportes y sus iluminaciones.

Martín Albornoz
UBA / CONICET / UNSAM

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