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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.16 no.1 Bernal jun. 2012

 

RESEÑAS

Mirta Zaida Lobato (ed.), Buenos Aires. Manifestaciones, fiestas y rituales en el siglo XX, Buenos Aires, Biblos, 2011, 287 páginas

 

El trabajo de Hilda Sabato La política en las calles se instaló desde hace más de una década como una referencia ineludible para quién se interesa en la cultura y en las prácticas políticas de la segunda parte del siglo XIX. Como lo sostiene la autora, la participación política durante el período 1862-1880 no fue asociada estrictamente al ejercicio del voto, sino que otras instancias de la esfera pública fueron valoradas por los porteños como medios de intervención benéficos para el funcionamiento de las instituciones republicanas. En particular, las manifestaciones callejeras fueron una de las expresiones más visibles de esa "cultura de la movilización" que Sabato retrata como una predisposición de los porteños por intervenir en la esfera pública y expresar al gobierno sus intereses colectivos en nombre del "bien común".

A pesar de la importancia del libro en la historiografía argentina, ningún trabajo se había dedicado hasta ahora a explorar de qué manera los aspectos centrales de la cultura forjada en el período estudiado por Sabato pudieron perdurar posteriormente, a medida que se modificaron las reglas de juego político y el perfil de la sociedad porteña. Un análisis de los usos sociopolíticos de la calle durante el siglo XX se hacía necesario en tanto resultaba evidente que las manifestaciones callejeras no parecían haber perdido su importancia inclusive hasta hoy. La compilación presentada por Mirta Lobato constituye en este sentido un aporte novedoso y estimulante sobre el itinerario de la cultura de la movilización porteña en la época contemporánea.

El objetivo de Buenos Aires. Manifestaciones, fiestas y rituales en el siglo XX es explorar las formas de movilización a través de las cuales múltiples sujetos sociales y políticos procuraron exteriorizar públicamente sus demandas ciudadanas en el espacio de la ciudad. En continuidad con el siglo anterior, la ocupación de la calle sigue apareciendo como un mecanismo de intervención considerado legítimo por los diversos actores que allí reivindican el reconocimiento de determinados derechos. Los artículos que componen el libro apuntan sin embargo a dar cuenta de la mayor complejidad, de la diversificación y de la masificación de esos modos de apropiación colectiva del espacio urbano a lo largo del siglo XX.

El artículo de Inés Rojkind es el nexo que permite dar cuenta de la evolución de la matriz identificada por Sabato, en un contexto en que el modelo de competencia electoral se había modificado desde 1880. La autora estudia los sentidos y la dinámica de la movilización de repudio al plan de reestructuración de la deuda externa promovido por el presidente Julio A. Roca, en 1901. La campaña, que comenzó en los diarios, pasó luego a las aulas de la universidad y ganó finalmente el centro de la ciudad, hasta que la instauración del estado de sitio terminó con el movimiento de protesta. Como señala Rojkind, la calle y la prensa opositora conformaron en ese contexto un mismo espacio que permitió la expresión de los antagonismos políticos en el marco del régimen conservador. De este modo, más allá de la cuestión de la deuda, la acción callejera representaba un mecanismo de expresión de las "iras opositoras" al presidente; un mecanismo cuya legitimidad se fundaba en un derecho de protesta reivindicado por los manifestantes. Según esta lógica, mientras se consideraba que el gobierno violentaba la "voluntad popular" en las urnas por medio del fraude electoral, la calle constituía un escenario donde los "ciudadanos" podían expresar una cuota de soberanía popular no delegada en los gobernantes.

Los años 1880 marcaron también un momento en que la sociedad porteña se fue complejizando y surgieron tensiones nuevas. En particular, la modernización económica y la consolidación del capitalismo coincidieron con la aparición de un nuevo actor y de una mayor conflictividad social. Dos artículos se centran en ese proceso de emergencia sociopolítica de los trabajadores, así como en la ampliación y la diferenciación del marco de la cultura de la movilización a principios del siglo XX. Para Mirta Lobato y Silvina Palermo, las movilizaciones callejeras contribuyeron a dar visibilidad a las demandas públicas y a la capacidad organizativa de los trabajadores en el espacio urbano. A través de diversos estudios de caso, las autoras identifican cuatro tipos de acción colectiva que favorecieron la creciente integración de la clase trabajadora a la vida de la capital, de los barrios al centro. Así, la concentración multitudinaria en la Plaza Congreso organizada por el Partido Socialista en 1918, con motivo del fin de la guerra, es un ejemplo de gran movilización a través de la cual se procuraba afirmar tanto la identidad proletaria, como el compromiso por la democratización en un sentido reformista y conformista. Por su parte, el recurso a las huelgas sindicales acompañadas de manifestaciones permitió la expresión colectiva de los conflictos laborales de los trabajadores. Los rituales fúnebres solían representar otra forma más dramática de dar carácter público a los reclamos, poniendo el acento en la precariedad de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros. Finalmente, las conferencias públicas vinculadas a campañas de propaganda a favor del reconocimiento de un derecho social específico constituían una actividad más cotidiana, asociada al tejido de los barrios.

Por su lado, las movilizaciones anarquistas estudiadas por Juan Suriano y Luciana Anapios se caracterizaron por un tinte contestatario y confrontacionista que reflejaba el estado de las relaciones sociales en la primera década del siglo XX. Como lo sostienen los autores, la nueva cultura construida por los anarquistas contribuyó a afirmar en el espacio urbano una identidad proletaria de índole combativa. En particular, las manifestaciones del 1º de Mayo se constituyeron como un ritual de autorrepresentación de la clase obrera, así como de conquista de la ciudad y de escenificación de la resistencia popular a la opresión. Los símbolos, la retórica de los oradores y la gestualidad de los manifestantes escenificaban una versión de la jornada en términos de un enfrentamiento con el sistema. A partir de 1910, sin embargo, el incremento del control policial y la impronta de los festejos del Centenario impusieron en las calles la "simbólica del rito heroico nacional" por sobre "el rito heroico obrero". Progresivamente, el anarquismo perdió su capacidad organizativa y, después de 1919, la decadencia del movimiento acompañó la "decadencia de una cultura de la movilización confrontacionista" en la capital.

Así, la entreguerras aparece como el momento en que Buenos Aires entró en la era de las movilizaciones de masas. Para Miranda Lida, el catolicismo fue uno de los actores de ese contexto. Si bien la autora rastrea la presencia católica en las calles desde 1910, la dimensión masiva de las movilizaciones vinculadas a la Iglesia aparece verdaderamente notable a partir de los treinta. El Congreso Eucarístico Internacional de 1934 representó en este sentido la "apoteosis" de la capacidad de convocatoria del movimiento católico. Éste ya no sólo se mostró capaz de ocupar el centro sino toda la ciudad, instrumentalizando con destreza los elementos de la cultura de masas.

De la misma manera, el artículo de Mariela Rubinzal analiza cómo, a partir de 1930, los nacionalistas buscaron transformar una sociedad que diagnosticaban en descomposición, ensanchar sus bases y "construir una identidad obrera nacionalista opuesta al internacionalismo clasista". Para este fin, ensayaron diversas estrategias, desde el apoyo a huelgas, la creación de organizaciones obreras y la convocatoria a manifestaciones multitudinarias. Si la violencia ya era uno de los componentes esenciales del estilo político del nacionalismo, se sumaron rituales de movilización como la celebración del 6 de septiembre que permitían reforzar la identidad del grupo y crear un relato mítico sobre la actuación nacionalista. La celebración de las fechas patrias fue otro registro a través del cual los activistas compitieron por la apropiación de la ciudad y teatralizaron su propia lectura de la historia nacional. Finalmente, los actos del 1º de Mayo representaron una pieza clave de la estrategia nacionalista para captar a los sectores populares y disputar así a la izquierda la representación de los trabajadores.

El libro explora también la diversificación del marco de la manifestación desde otros sectores sociales cuya visibilidad en la ciudad parecía asimilarse a cierta transgresión. Así, Dora Barrancos da cuenta de algunos sucesos del siglo XX en los que resultó central la presencia de las mujeres movilizadas en las calles. Sin embargo, hasta 1947 y la gran concentración femenina a favor del sufragio, el rol de las mujeres permaneció relativamente ambiguo: si existieron las movilizaciones por la igualdad civil y política, buena parte de los movimientos de protesta protagonizados por mujeres tuvieron como eje la defensa del hogar o la cuestión de los derechos de familia.

La "marcha a Buenos Aires" realizada por los chacareros en 1921 para pedir la aprobación de la ley de arrendamientos también aparece teñida de contradicciones. Como lo señala Javier Balsa, los integrantes de la Federación Agraria Argentina que por primera vez se hicieron presentes en la capital procuraron combinar una estrategia dual de movilización. Así, el tono aparentemente conformista del desfile y de los discursos, el carácter limitado de los reclamos, convivieron con la evocación de un potencial vuelco hacia una postura más revolucionaria. Sobre todo, la irrupción de estos actores externos a la ciudad provocó reacciones contrapuestas entre los observadores porteños. La celebración del "trabajador del campo" convivió con la descripción de los "toscos labradores" con "corte de traje poco urbano". Los sentidos de estas valoraciones hubiesen merecido una profundización. Remiten en parte a un imaginario político porteño que tendía a asociar la identidad "moderna" y "civilizada" de la capital con un territorio urbano de excepción donde los comportamientos de los habitantes correspondían a un alto nivel de cultura cívica. Así, la insistencia de los chacareros en el carácter "serio y discreto" de su manifestación remitía a la necesidad de mostrarse digno del espacio de la capital; un espacio cuya fronteras espaciales, sociales y políticas tenían vocación a delimitar los contornos normativos de la "buena ciudadanía".

En este sentido, al centrarse en la dimensión social, el libro no contempla la relación que la cultura de la movilización porteña de entreguerras mantuvo también con los mecanismos de la política formal y con las concepciones sociales de lo político. Uno puede preguntarse si la reforma electoral de 1912 y la consolidación de los partidos políticos no habrán introducido un cambio en la relación entre voto y calle inicialmente planteada por Rojkind. De la misma manera, no parece casual que los sectores antiliberales hayan cobrado mayor visibilidad en la ciudad después de 1930, en un período de crisis de la democracia y de cuestionamiento de la validez de los mecanismos representativos institucionales. Otros aspectos no tratados que sería interesantes interrogar son el impacto del peronismo sobre la cultura, los actores y los espacios de la movilización, y los sentidos de una síntesis inédita que volvió a asociar de manera complementaria la legitimidad de la elección con la de la calle.

Así, el libro realiza un amplio salto en el tiempo que proyecta al lector a fines de los años 1970, cuando emergen nuevos actores políticos y repertorios de acción. La ciudad de los partidos y de los sindicatos deja lugar a una multiplicidad de colectivos menos relacionados con la política convencional. Los usos de la calle por asociaciones, colectivos culturales, organizaciones agrarias, etc., retoman o desbordan los marcos tradicionales y acompañan los cambios socioeconómicos de las ultimas décadas.

Federico Lorenz se centra en los organismos de Derechos Humanos que hicieron su aparición a partir del golpe de estado de 1976, en un espacio público reducido a su mínima expresión. Especialmente, son las Madres las que apuntaron a hacer visible su reclamo, transformaron la Plaza de Mayo en el emblema de la lucha por los Derechos Humanos e instalaron nuevos símbolos de lucha. A partir de 1982, los organismos se consolidaron como actores clave de la movilización callejera y luego como referentes de la transición democrática y del reclamo por la verdad y la justicia. Las leyes de Punto final (1986) y Obediencia debida (1987), así como los indultos (1989) provocaron, sin embargo, un cierre institucional a la cuestión de las violaciones de Derechos Humanos. En este contexto, el movimiento fue perdiendo protagonismo y capacidad de convocatoria.

La segunda mitad de los noventa marca un hito. Las revelaciones públicas de represores sobre el terrorismo de Estado, la creación de HIJOS y la conmemoración de los veinte años del golpe modificaron los discursos y las formas de protesta. Los escraches de hijos instalaron una nueva acción colectiva de denuncia activa protagonizada por una nueva generación de afectados. Las movilizaciones reflejaron una lectura del pasado que reivindicaba la continuidad de la lucha de los militantes de los setenta en el presente. Finalmente, el 2001 inició una fase de institucionalización de la memoria de los organismos: como concluye Lorenz, hoy, "el museo ha reemplazado en gran medida a la calle".

Maristella Svampa se interesa también en las reformulaciones de las formas de acción colectiva en la sociedad contemporánea. En el período neoliberal de los noventa, la fragmentación de las luchas y la descomposición de las identidades colectivas clásicas fueron creando nuevos lenguajes de movilización. No obstante, fue el 2001 el que marcó "el regreso de la política a las calles" y puso de manifiesto la impugnación de los mecanismos formales de representación. Según la autora, dos dimensiones, la cultural y la plebeya, caracterizaron las movilizaciones de ese entonces e involucraron a nuevos actores: las asambleas barriales y los colectivos culturales, por un lado, las organizaciones de desocupados, por el otro. Sin embargo, ambas dimensiones terminaron perdiendo visibilidad: la cultural priorizó la intervención puntual y espectacular en el espacio público y dificultó la posibilidad de una construcción política a largo plazo; la plebeya sufrió un proceso de criminalización orquestado por los medios y el gobierno.

Finalmente, el texto de Flavio Rapisardi explora otro tipo de apropiación del espacio de la ciudad a través de la evolución de las prácticas gays entre los setenta y los noventa. El "deambular marica" delinea así la geografía cambiante de una "contraciudad" producto de las prácticas de resistencia del colectivo gay, de la acción ambigua de la actuación policial y de las regulaciones del poder de turno.

En suma, el libro es una contribución valiosa sobre un tema poco tratado. Si bien no ofrece un análisis transversal del rol que las movilizaciones callejeras ocuparon en la definición y las redefiniciones del campo político, da cuenta con solidez de la evolución de las formas de ocupación del espacio público y del amplio abanico de sujetos que expresaron su voz en las calles. En la primera mitad del siglo XX, es posible identificar un sistema manifestante globalmente común a las organizaciones tradicionales, es decir, códigos, modos de acción, espacios, relaciones con el Estado y la historia compartidos. Después de los setenta y hasta la mitad de los años 2000, el marco conoció reformulaciones y se abrió a otros colectivos. Aparecieron nuevos lenguajes, nuevas relaciones con el espacio y el tiempo e inclusive nuevos términos para designar la acción callejera, signos de una búsqueda de alternativas a las expresiones más convencionales de lo político.

Marianne González Alemán

UNSAM / UNTREF

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