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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.16 no.2 Bernal dic. 2012

 

DOSSIER: Sociabilidades culturales en Buenos Aires, 1860-1930

 

Los Cursos de Cultura Católica en los años veinte: apuntes sobre la secularización

 

José Zanca

Universidad de San Andrés / CONICET

 

El universo de los intelectuales católicos tiende a ser pensado, más que con categorías específicas, como si se tratara de un archipiélago cultural. Sin embargo, la observación de sus ámbitos de sociabilidad revela cuánto participaban en los marcos problemáticos de su época. Los Cursos de Cultura Católica (CCC) fueron fundados en 1922 por un grupo de jóvenes laicos con el objeto de contar con un ámbito específico de formación. Anhelaban ser un vehículo de "reconquista intelectual" de la sociedad argentina. Mantuvieron una relativa independencia respecto de la jerarquía eclesiástica, hasta que a fines de los años treinta, con la llegada de la autorización por parte de Roma, la injerencia de las autoridades se plasmó en sus estatutos. Los primeros integrantes de los cursos pertenecían a una generación que había terminado recientemente sus estudios, había vivido los años de la Reforma Universitaria y también el fracaso de la primera universidad católica, vigente entre 1910 y 1920. Entre sus organizadores se destacaban las figuras de Atilio dell'Oro Maini, Juan Antonio Bourdieu, Jorge A. Mayol, Tomás Casares, Samuel W. Medrano y César Pico. No todos tuvieron la misma participación en los años veinte y treinta, y no necesariamente los nombres más identificados por la historiografía con los Cursos parecen haber formado parte del núcleo que resolvía aspectos importantes de su línea interna.
Los jóvenes de los Cursos pertenecían a una generación de "conversos". No porque provinieran de otra denominación religiosa, sino porque su vínculo con el catolicismo había cambiado de la nominal piedad privada a la exposición pública. Como señala Danièle Hervieu-Léger, la conversión desde el interior de una tradición no es sólo el fortalecimiento 0 la intensificación radical de una identidad religiosa hasta entonces medida: es un modo específico de identidad religiosa que implica el cuestionamiento de un régimen débil de pertenencia.1 Su participación en la vida intelectual de la ciudad se basaba en su compromiso religioso, y esa marca suponía una nueva forma de vivir la fe. La conversión implicaba una "desprivatización" de la condición religiosa, que pasaba de un perfil íntimo -y femenino- a uno masculino y público. La misma conversión de los jóvenes intelectuales implicaba un "testimonio de fe", y los transformaba en evangelizadores, propagadores de nuevas prácticas de sociabilidad y reproducción social, nuevos vínculos con los sacerdotes y la jerarquía. Muchas de las iniciativas de los integrantes de los Cursos revelaban su interés en competir por la hegemonía del campo intelectual argentino. A fines de los años veinte promovieron la salida de una publicación de alta calidad, la revista Criterio, que contaba con importantes firmas del exterior y una estética atractiva. Los altos estándares parecen haber obsesionado a los fundadores de los CCC, en especial a Atilio dell'Oro Maini, quien esperaba que los asistentes completaran sus cursos con monografías, de la misma manera que en cualquier otro instituto universitario. No debería olvidarse, sin embargo, la distancia que existía entre los CCC y una verdadera casa de altos estudios. La "mitología" que rodea a los Cursos es el reflejo de la autopercepción de sus integrantes, y en buena medida de la historiografía política que encontró en ese espacio un buen motivo para explicar fenómenos poco asignables a tan humilde iniciativa. Por supuesto, las limitaciones no se debían a la voluntad de sus impulsores, sino a las condiciones objetivables de su desarrollo en los años veinte. Pero lo cierto es que muchos de quienes luego serían figuras públicamente asociadas a los CCC eran difíciles de hallar a la hora de completar los trabajos de los cursos regulares, y se mantenían por meses alejados de las actividades curriculares.2

La conversión y su testimonio delinearon un modelo de intelectual católico, reforzado por el vínculo que estos jóvenes desarrollaron con las figuras más destacadas del renacimiento católico europeo. Avezados tejedores de redes interpersonales, tanto del exterior como del interior del país, los visitantes que los Cursos atrajeron a lo largo de dos décadas les permitieron acreditarse un capital que cotizaba más allá de las fronteras locales y de los mismos católicos. La centralidad que los Cursos generaron como modelo de nuevas prácticas entre los católicos se puso de manifiesto en su capacidad de promover grupos similares en las ciudades más importantes del interior del país. De la misma manera, el interés por contar con el apoyo de artistas volcó a los hombres de los Cursos a la iniciativa del Convivio, un espacio de intercambio -no exclusivo para católicos- que les permitía soñar con la conversión de los hombres de la nueva sensibilidad, convirtiéndose en intermediarios entre el campo intelectual y la Iglesia. El Convivio era una subestructura dentro de los CCC, y de sus reuniones participaron figuras tan disímiles como las de Bernárdez, Borges, Ballester Peña, Marechal, Dondo o Anzoátegui.
La relación entre los laicos que controlaban los Cursos -con la presencia de un censor eclesiástico- y los sacerdotes encargados del dictado de las materias mostró aristas conflictivas a lo largo de toda su existencia. En buena medida, esto se debe a que, en el momento del surgimiento de los CCC la jerarquía no tenía un "lugar" para los intelectuales católicos. Formados en un modelo en el que la distan­cia entre sacerdotes y laicos tendía a sobreactuarse, la figura del hombre de letras católico planteaba una dificultad clasificatoria al imaginario eclesiástico tridentino. Como laico se lo suponía parte de un rebaño cuyo rol era el de oír y obedecer; como intelectual -o proyecto de tal-contaba con un capital propio. Y a medida que los CCC se convirtieron en un exitoso experimento de intervención pública, ese capital extra fue bañando a sus integrantes y convirtiéndose en un atrayente lazo para sumar nuevas voluntades.
La sociabilidad de los jóvenes católicos de los años veinte no se distanciaba mucho del juvenilismo de los reformistas, que se había volcado en asociaciones, publicaciones y una sensibilidad compartida en Latinoamérica. Un tanto vacío de contenido, opuesto al positivismo y a la cultura materialista, los cató
licos podían identificarse con sus coetáneos a pesar de las fronteras ideológicas que los separaban. Sin duda, los participantes de los CCC adherían a una concepción integralista del fervor religioso: esto implicaba romper con el papel marginal que la religión ocupaba en la vida de sus mayores, para convertirse en el referente monopólico de sus existencias. Sin embargo, esa vida integralmente católica, que rechazaba la división liberal entre la esfera de lo público/laico y lo privado/conciencia religiosa, no implicaba una necesaria intransigencia en las relaciones interpersonales ni en los vínculos con la sociedad profana. Puede verificarse en esa primera década de existencia el interés de muchos de los participantes de los Cursos por invitar a conspicuos miembros del partido radical gobernante, así como los lazos que los unían con figuras poco adscriptas al catolicismo. El integralismo debería observarse en el marco limitado y utópico en el que se desplegaba, en tanto la iniciativa de intervención en la esfera pública obligó a laicos y a sacerdotes a traducir sus ideas religiosas en discursos que fueran plausibles de ser comunicables a una sociedad laica y liberal que puntualizaba los límites de lo decible.
La dinámica de los Cursos y la acumulación de un capital específico en manos de sus participantes les otorgaron un poder especial respecto del clero. La autonomía que defendieron con tesón hasta que en 1939 fueron sometidos definitivamente a la autoridad eclesiástica obedecía al deseo de controlar el sentido y la calidad de las iniciativas en las que se involucraban. Teniendo en cuenta la escasa sensibilidad de la jerarquía católica local con respecto a la tarea intelectual -y esta característica no reconocía diferencias ideológicas, como se desprende del poco aprecio que tenía monseñor De Andrea por los hommes de lettres-, las prevenciones frente a una intervención clerical no eran desatendibles. El capital acumulado, que no dependía sólo de la norma religiosa, sino de la capacidad
que los intelectuales católicos desplegaron para vincularse y estructurar un sistema potable de intervención pública, se incrementaba a medida que crecía la afluencia a los Cursos y su visibilidad, más allá de los sectores a los que habitualmente llegaba la prédica católica. En las reuniones de comisionados era usual que se cuestionara la figura de algún cura, como en el caso del padre Reverter, quien no fue convocado como profesor de lecciones sacras porque los datos recogidos sobre él "[...] no son lo suficientemente favorables";3 o que se realizaran intimaciones pedagógicas, como las que se le hicieron llegar al padre Blanco, una figura destacada del Seminario Metropolitano, para que conservara "[...] la forma más didáctica en sus clases".4
La acumulación de un capital propio coincidía con la horizontalización de las relaciones entre laicos y sacerdotes. La sociabilidad de los Cursos, tanto en las clases como en el trato epistolar que de ella se derivaba, permitió la aparición de conflictos en los que se contrapusieron las figuras de laicos que adquirían peso propio en la cultura católica porteña con sacerdotes amigos de los Cursos y figuras relevantes de la enseñanza religiosa local. Esas prácticas horizontales eran un fin perseguido por los dirigentes de los Cursos, que a fines de la década crearon un modelo de reunión, distinto al de las clases normales, al que denominaron "seminario". Este tipo de reunión tenía el objetivo de fomentar la activa participación de los estudiantes y, si bien estaba prevista la presencia de un docente, su tarea era marginal dentro de la lógica del curso. Estos "círculos de estudio" versarían sobre tres temas: historia de la Iglesia, sagradas escrituras y filosofía, y sería "el pensamiento crítico" el que daría la pauta de su dinámica. No deja de llamar la atención la distancia existente entre el discurso de un grupo que experimentaba la modernidad como una subversión de los valores jerárquicos, y una práctica que ponía la libre discusión, aun con los límites previstos del magisterio, como objetivo.
Los Cursos de Cultura Católica se propusieron crear una nueva identidad católica. Esta nueva generación de jóvenes "recristianizaría" a la sociedad. Pero la desprivatización de su pertenencia religiosa no fue, necesariamente, un síntoma de la reversión del proceso de secularización. Por el contrario, los conversos de esta generación de católicos hicieron un curioso aporte a la secularización interna del propio universo católico. La formación de los Cursos habilitó una serie de prácticas internas y de relaciones entre jóvenes y sacerdotes que implicó una transformación de sus vínculos. El contacto en las clases no hacía más que
poner en el centro de la discusión la palabra docente que, en general, ejercía un sacerdote. Esta paradójica relación entre los discursos y las prácticas, entre las iniciativas y sus efectos reclama repensar las relaciones y el sentido que han tenido las intervenciones del catolicismo a lo largo del siglo XX. En el fondo, era la autoridad de los pastores lo que cuestionaban implícitamente los jóvenes en los años veinte, una situación que se repetiría en las décadas sucesivas. O, como afirmaba Atilio dell'Oro Maini en 1926, "Hay que prepararse, pues, para ocupar, según los designios de la providencia sobre cada cual, los sitios que la apatía o incompetencia de los más viejos dejan vacantes".5

Notas

1 Daniéle Hervieu-Léger, El peregrino y el convertido. La religión en movimiento, México, Ediciones del Helénico, 2004.         [ Links ]

2 "Atilio dell'Oro Maini a Miguel A. Camino, 13 de enero de 1923", en Archivo dell'Oro Maini (ADM), libro copiador de correspondencia de 1923.         [ Links ]

3 "4ª Reunión de Comisionados", 18 de marzo de 1927, en ADM, I-1-248.         [ Links ]

4 "10ª Reunión de Comisionados", 20 de mayo de 1927, en ADM, I-1-217.         [ Links ]

5 "Atilio dell'Oro Maini a Salvador Dana Montaño, 18 de febrero de 1926", en ADM, I-2-512.         [ Links ]

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