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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.16 no.2 Bernal dic. 2012

 

LECTURAS

 

La historiografía militante "ponderada" y su método

 

Elías José Palti

Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de Quilmes / CONICET

 

Es una verdadera pena el tono que adquirió esta disputa.1 Nunca imaginé que lo que fue inicialmente un señalamiento -que consideraba, en realidad, casi obvio- a la nota de Tarcus en torno a la polémica suscitada por la carta de Del Barco -polémica en la que compartimos, además, un mismo bando, el de los defensores de la carta- hubiera provocado una respuesta de su parte tan virulenta que me obligó a contestar, a su vez, con una nota quizá mucho más dura de lo que habría deseado. En el último número de Políticas de la Memoria,2 Tarcus vuelve a la carga con una breve nota en la que despliega una serie de ataques y expresiones de desprecio hacia mis ideas (o más bien las que él me atribuye) para mí completamente incomprensibles.
Buscando una explicación, creo encontrarla no tanto en una animosidad personal (que sé que no existe), ni tampoco en su personalidad explosiva bien conocida entre sus allegados. Entiendo que el origen último de este tono que Tarcus adopta se encuentra en su modo de pensar la historia, que lleva a ideologizar sistemáticamente las disputas historiográficas. Como se preocupa de dejar en claro en la nota de marras, para él, tras las diferencias de interpretación acerca del pasado se juegan cuestiones mucho más fundamentales que las puramente históricas. Aquellas interpretaciones que se apartan de la suya tendrían invariablemente fundamentos ideológicos, y portarían consecuencias presentes negativas. Supondrían, en fin, una amenaza a aquella causa con la que él se identificaría y de la que se erigiría en su vocero. Así, desde su perspectiva militante, por fuera del círculo de sus
compañeros de ruta (entre los que, si alguna vez estuve, está claro que ya no me cuenta) se extendería el territorio de los reaccionarios y los renegados (el cual sería mi caso). Evidentemente, con éstos no cabe debatir, de lo que se trata es de destruirlos (la defensa de la Causa así lo exige), y con el método que sea más efectivo para ello. No hay lugar, así, para intentar comprometerse en un razonamiento común acerca de las problemáticas que nos ocupan. Como dice Tarcus, mis argumentos (o "silogismos", como los denomina con sarcasmo) lo "aburren soberanamente". Y es perfectamente comprensible. A Tarcus, como a todo historiador militante, lo que le importa es ir directo al grano: establecer si soy o no un buen marxista, o, por el contrario, si me convertí en un posmoderno. Algo, por otra parte, que él determinó de antemano que es así (que soy un posmoderno). De allí en más, lo único que resta es demostrar por qué ser posmoderno, como dice que soy, es una cosa horrible, que trae aparejadas consecuencias políticas perversas, convirtiéndome, por ende, en un personaje deleznable, cuyas posturas (a las que ya conocería de antemano) no merecerían ninguna consideración detenida.
A riesgo de seguir aburriéndolo soberanamente, trataré aquí de ofrecer algunos argumentos más (lamentablemente, no sé de otra forma de contraponer perspectivas) que justifiquen mi afirmación anterior de que, en última instancia, lo que subyace a nuestra disputa son divergencias de tipo historiográfico, maneras distintas de abordar el pasado. En estas páginas trataré, así, de analizar su escrito último y los que le siguen, de Ariel Petruccelli y Laura Sotelo,3 buscando reconstruir el método propio al tipo de
historiografía militante "ponderada" que ellos practican, señalando algunos de los problemas que plantea y que lo vuelven, según entiendo, poco productivo en términos historiográficos.4

Las ideologías de la historia

Ya al comienzo de la nota, Tarcus define lo que considera el punto central de disidencia entre nosotros: mi pretensión de "separar quirúrgicamente" la labor historiográfica de la política. Esta pretensión "ingenua", dice, está, en última instancia, determinada ideológicamente; esconde, en el fondo, una perspectiva liberal de la historia. Frente a ella, responde:

Conozco y respeto la preceptiva croceana: "la historia no es justiciera sino justificadora". Los historiadores, dice Croce en Storia come pensiero e como azione, no deben juzgar sino comprender. Yo no creo que esto, así formulado, sea posible: la perspectiva liberal intrínseca a los autores como Croce y como Romero es evidente para todos menos para ellos mismos.5

Para Tarcus, las alegaciones de objetividad histórica no son más que coartadas académicas, de matriz liberal, destinadas a velar los propios fundamentos ideológicos. No se puede evitar escuchar aquí los ecos de lo que en los últimos días sostuvo incansablemente Pacho O'Donnell con referencia a los críticos de la creación del Instituto "Manuel Dorrego". También para O'Donnell hay una historiografía marxista, una nacionalista y una liberal, sólo que esta última se oculta tras el manto de la objetividad científica. También, para él, en fin, lo que debe buscar la escritura histórica es "rescatar los aportes" de la tradición con la cual él se identifica (en su caso, la "nacional, popular y federal"). Sabemos ya a lo que esta visión de la historia conduce: a un completo subjetivismo. "Rescatar los aportes del pasado", en definitiva, no consistiría más que en determinar hasta qué punto las ideas de un autor coincidirían o no con las suyas propias.
"Reconozco la necesidad del historiador de comprender -asegura Tarcus-, pero creo que el historiador necesariamente juzga, que pondera desde el presente, con la perspectiva que le da el presente y desde un lugar que es, claro está, distinto del de su objeto."6 Está claro que "juzgar" las cosas del pasado indica aquí la necesidad de emitir juicios de valor acerca de hechos, hombres e ideas. Tarcus parece olvidar que fue Croce también el autor de la máxima de que toda historia es historia presente. No viene al caso en este espacio analizar el sentido que tenía para Croce esa afirmación, que es muy compleja, pero no hay duda de que nunca podría haberla entendido en el sentido banal con que Tarcus y O'Donnell la entienden (que toda historia es ideológica). Toda historia se encuentra determinada por nuestros marcos de interpretación presentes. El presente define inevitablemente los modos de abordar o interrogar el pasado. Pero esto nos remite, en todo caso, a un plano epistemológico, no ideológico. Si toda escritura histórica responde a algún interés o necesidad presente, existiría, sin embargo, variedad de intereses o preocupaciones presentes posibles, entre las cuales cabría situar, precisamente, el afán de comprensión del pasado, la necesidad de entender lo que ocurrió, sin necesidad de "juzgarlo". En fin, dada esta forma de pensar de Tarcus, no hay modo de que entienda que lo que yo busco en mi libro Verdades y saberes del marxismo sea comprender las ideas de los autores que analizo y no emitir juicios de valor sobre ellos.
Como veremos luego, lo mismo ocurre con Petruccelli y Sotelo, lo que los lleva a confundir sistemáticamente los niveles de habla y tomar una y otra vez mis citas y exposiciones de las ideas de los autores que discuto por afirmaciones mías. Indudablemente, esta confusión (que, como digo, es sistemática en ellos) revela no meramente falta de capacidad o una lectura apresurada, sino que es un método característico de esta forma de concebir la historia. Como sucede con O'Donnell, el proyecto de esta historiografía militante de rescatar los aportes de los pensadores del pasado para pensar el
presente conlleva necesariamente un cierto grado de identificación del historiador con sus objetos de estudio, haciendo que, con frecuencia, se mezclen sus voces, que uno no pueda saber bien si el que está hablando ya es Dorrego u O'Donnell, Milcíades Peña o Tarcus. Y ese mismo principio es el que aplican a la lectura de mis escritos. Como veremos, toda su crítica se funda en esta confusión sistemática: cuando digo que Moreno pensaba tal cosa, ellos entienden que soy yo el que está afirmando eso. Y así terminan atribuyéndome ideas que sería completamente absurdo pensar que yo pudiera llegar a sostener.
Según vi hace unos días, Tarcus, increíblemente, firma la carta contra el mencionado Instituto "Manuel Dorrego" que condena de manera explícita todo aquello que el mismo Tarcus afirma en la cita anterior (como no podía ser de otra forma, por otra parte, puesto que su texto fue redactado por los que él indica como epítomes de la "historiografía liberal"). Si lo hizo, pienso, es porque él esta convencido de que escapa a las trampas de la historiografía militante más burda, ofreciendo, en cambio, una visión ponderada de los autores y personajes históricos que analiza. Así lo afirma, de hecho, en la nota que discutimos:

Ahora resulta que Palti lee mis libros de historia de las izquierdas como historias justicieras, a la Bayer, donde establezco "héroes" y "villanos". Los que llevan "la línea correcta" y los que no. Los "héroes" a los que alude, Silvio Frondizi y Milcíades Peña, son tratados en El marxismo olvidado en todo caso como "héroes" trágicos. La lucidez que les atribuyo no se traduce nunca en "la línea correcta", pura y simplemente porque no tiene traducción política. No me privo, por otra parte, de señalar sus tensiones, sus contradicciones, sus impasses, sus repliegues, sus derrotas... Por otra parte, las corrientes políticas de las izquierdas son tratadas con ponderación. Reconstruyo sus debates con otras figuras de su tiempo -Puiggrós, Ramos, Moreno- sin minusvalorar sus libros ni sus ideas, sin hacer jamás mofa de ellos. Sin duda, no habré encumbrado a Nahuel Moreno como hubiera querido Palti, pero el tratamiento de su figura y de su corriente fue llevado a cabo con ponderación.7

Resumiendo, para Tarcus toda historia es ideológica. La diferencia es que algunos historiadores serían menos ponderados en sus juicios (como Bayer u O'Donnell) y otros, más ponderados (como él mismo). Sólo los primeros serían "historiadores militantes". Los segundos, en cambio, estarían libres del tipo de subjetivismo propio de aquéllos. No resulta casual, sin embargo, que sea ése también el argumento que ofrece estos días, con insistencia, O'Donnell en los medios. También él asegura ser ponderado en sus juicios, valorando debidamente los logros de los héroes de la historiografía liberal (el ejemplo de ello sería su reivindicación de Roca y la campaña del desierto), así como tampoco se priva, en aquellos que reivindica, de "señalar sus tensiones, sus contradicciones, sus impasses, sus repliegues, sus derrotas", como asegura Tarcus que hace con Frondizi y Peña creyendo así dar prueba fehaciente de objetividad y rigor histórico. En todo caso, dice Tarcus, lo que me molestaría de su visión es que no fuera lo suficientemente "ponderado" con los autores con los que yo me identificaría. ¿Cómo hacerle entender a Tarcus (o a O'Donnell) que no es esto de lo que se trata, que no es una cuestión de ser más o menos "ponderado" en los juicios? Que por mí puede decir lo que quiera de Moreno o de quien fuere. Que si me molestan sus juicios de valor no es porque ataquen o defiendan a alguien en particular, sino sencillamente porque no permiten entender nada, como tampoco permiten hacerlo los de O'Donnell respecto de los "héroes" de la independencia, y ello no por una cuestión meramente de falta de "ponderación", como cree Tarcus.
Antes de pasar a Petruccelli y Sotelo, quisiera señalar un aspecto más, e igualmente sintomático, que une a O'Donnell y a Tarcus. Algo que seguramente habrá sorprendido al lector de la última nota de Tarcus es la violencia con que se ensaña contra el editor de No matar II, Luis García (por lo que sé, un estrecho colaborador suyo, por lo menos hasta ahora...), por su decisión de incluir en ese libro una respuesta mía a su escrito anterior. Esta inusitada diatriba encuentra también, en última instancia, una explicación en su visión histórica. A su perspectiva ideologizante le es inherente una alta dosis de paranoia que, al igual que a O'Donnell, lo lleva a creer percibir, detrás de toda decisión editorial o institucional, alguna oscura conspiración en la que la corporación académica-liberal se encuentra siempre implicada, y que
hace de él una de sus víctimas favoritas. Nuevamente, es una pena que sea así, porque este clima de sospecha no da lugar a ningún trabajo de colaboración. No es de extrañar, así, que mi llamado anterior a pensar juntos la problemática acerca de la violencia revolucionaria le provocara risa, como dice que ocurrió.

Los dilemas del marxismo

Como señalé anteriormente, las notas de Petruccelli y de Sotelo ilustran bien los problemas que plantea la historiografía militante. Señalemos, en primer lugar, que los dos autores coinciden en los puntos fundamentales de sus críticas hacia mí. Ambos se centran, además, en el capítulo 2 de mi libro Verdades y saberes del marxismo dedicado al pensamiento de Nahuel Moreno, ignorando prácticamente todo el resto del volumen. Ambos coinciden también en lo que serían mis tesis nodales y en el tipo de problemas que plantearían. Su método, finalmente, sigue una línea análoga.
Un buen ejemplo que ilustra su metodología crítica característica es la cita de Petruccelli y de Sotelo de mi afirmación en ese libro de que una de las premisas del marxismo consiste en la idea de que los triunfos de la clase obrera constituyen avances revolucionarios (y viceversa), premisa que la caída de la URSS (una enorme derrota histórica de la clase obrera que resultó, precisamente, de las luchas populares) pondría en cuestión. Ante esta tesis, Petruccelli replica que "los revolucionarios rara vez vieron en las conquistas del proletariado socialdemócrata o peronista un avance del socialismo, más bien veían en ellos una estrategia de estabilización del capitalismo".8 Sotelo, por su parte, señala que "difícilmente encontraremos en Marx o en Trotsky afirmaciones que apoyen la idea de que los avances de la clase obrera representan de por sí avances socialistas".9
Hay que decir que no parece claro que estas afirmaciones refuten realmente aquella premisa. A la réplica de Petruccelli, Moreno o un morenista bien podría responder que es cierto que el capitalismo puede haber utilizado los triunfos de la clase obrera socialdemócrata o peronista para afirmarse, pero esto tendría que ver con el problema de la dirección, o más bien la falta de una conducción auténticamente revolucionaria. El hecho de que esos triunfos hubieran sido dirigidos por partidos reformistas o burgueses, diría, hizo que permanecieran truncos y terminaran incluso volviéndose en contra de la clase obrera. Pero esto no contradeciría la afirmación anterior. Se trataría de un desenlace paradójico resultante del desarrollo desigual entre los factores objetivos y los factores subjetivos. Frente a la afirmación de Sotelo, por su parte, un morenista seguramente no tendría demasiado problema para hallar infinidad de citas de Marx y de Trotsky que prueben lo contrario.
No digo que Petruccelli o Sotelo no tengan razón. Lo que digo, en realidad, es que no tiene sentido discutir esto; en este contexto, es una discusión absurda. Aun cuando Petruccelli y Sotelo tuvieran razón y Moreno se hubiera equivocado, esto no cambiaría absolutamente nada. Encontramos aquí el problema metodológico antes señalado. Ninguno de ellos puede entender que de lo que se trata en ese capítulo es de intentar descubrir qué pensaba Moreno, reconstruir su pensamiento, y no determinar en qué acertó y en qué falló. Pero lo más característico y problemático de este método histórico no radica allí, sino en el hecho de que crean que esa refutación de Moreno es, al mismo tiempo, una refutación de lo sostenido por mí en ese libro. Creo que es obvio que no soy yo quien afirma que los triunfos de la clase obrera son avances de la revolución socialista..., etc. Ciertamente, yo no puedo compartir esta idea, como tampoco la mayoría de los lectores presentes puede hacerlo, simplemente porque, como indico expresamente en el libro, ella se funda en una serie de supuestos que hoy ya difícilmente podamos compartir. La problemática planteada por Moreno sólo resulta inteligible en los marcos de un determinado contexto histórico y político muy distinto del presente.
Como dije, esta confusión resulta sistemática en estos autores. Sotelo, por ejemplo, afirma lo siguiente:

El proletariado, dice Palti siguiendo a Rancière, no indica ningún sujeto, no se confunde con ninguno de los actores sociales dados dentro de una determinada situación estructural, sino que designa aquella instancia que hace agujero en lo social.10

A ésta le sigue una serie de afirmaciones similares ("siguiendo a Lefort, Palti concibe la democracia como una atopología de los valores", y así sucesivamente). De todo ello, Sotelo concluye que estas referencias "acercan el planteamiento de Palti al terreno del idealismo". El pequeño detalle que Sotelo omite es que yo nunca dije nada de lo que dice que dije. La cita anterior, de hecho, está algo amputada. Si leemos la versión original completa se ve esto claramente. Esa versión dice así:

Según señala Rancière en El desacuerdo, el proletario, como el ciudadano, no indica ningún sujeto, no se confunde con ninguno de los actores sociales dados dentro de una determinada situación estructural. El proletario, para los marxistas postestructuralistas, simplemente alude a aquella instancia que hace agujero en el sistema reglado de las relaciones sociales. Marca la existencia en éste de un sector (espectral) que forma parte constitutiva de su ámbito, pero que no se cuenta en él, una parte que no es una parte. El proletario del que hablaba Marx, afirman, es al mismo tiempo inmanente y trascendente a ese orden.11

Como se observa, lo que estoy haciendo allí es exponer lo que estos autores (Rancière, Lefort y otros) afirman. Leyendo simplemente la cita completa se ve que es así, que no hay forma de entenderlo de otro modo. En ningún momento digo que coincida con ellos, ni puede tampoco inferirse eso de allí. En verdad, yo no podría asegurar que la definición de Rancière del proletariado sea la correcta o no. El punto es que tampoco me interesa determinarlo. Si éste fuera el caso, el lector de mi libro terminaría aprendiendo mucho de mis ideas pero muy poco de las de los autores que analizo (como ocurre con los escritos de la historiografía militante). Este tipo de confusiones, como dije, se repite a lo largo de ambos textos. Y eso a pesar de que en el panel en que Petruccelli y Sotelo presentaron sus textos les indiqué expresamente este problema: que no es cierto que yo piense lo que ellos dicen que pienso. Se ve que no hicieron demasiado caso a esta advertencia. Por supuesto, no es que no hayan entendido lo que les decía. La decisión de no tomarlo en cuenta obedece a otras razones. Tiene que ver con un método histórico, como ya indiqué. Pero también responde a un motivo más concreto: si hubieran hecho caso a esta advertencia y evitaran atribuirme las ideas de los autores que cito en mi texto, se les habría desmoronado todo su argumento. El núcleo de su crítica (me refiero aquí a los trabajos presentados en el congreso en homenaje a José Sazbón) era el siguiente: Moreno habría errado al enfatizar el papel de los factores subjetivos. Al menospreciar las determinaciones objetivas, termina cayendo en el idealismo y el voluntarismo revolucionario. Sotelo descubre aquí, sin embargo, un problema que excede al morenismo e incluso al trotskismo. Se trataría de un rasgo de época:

De Lukács a Frankfurt, desde Gramsci a Sartre y Althusser, la adición al corpus del marxismo de la efectividad superestructural consciente o inconsciente del sujeto constituyó la piedra de toque de una reactualización filosófica y política que buscó responder a la debilidad de estos aspectos de la obra de Marx.12

Un señalamiento interesante. De seguir esta línea de análisis, nos permitiría entender cómo se reconfiguró el discurso político en el siglo XX, qué nuevos temas y preocupaciones surgieron, cómo se desplazaron las coordenadas que ordenaban el debate político, qué tipos de problemáticas se pondrían entonces en juego. En fin, nos diría mucho de cómo se reestructuraron las prácticas políticas del período. Sin embargo, en vez de desplegar todas las posibles consecuencias historiográficas que se desprenden a partir de esta afirmación, Sotelo se limita a señalar el error que esto supuso, la desviación que marcó respecto de la auténtica tradición marxista (la cual, para ella, llega hasta Trotsky: "basta mirar Resultados y perspectivas o Mi vida -dice- para percibir que el revolucionario ruso tenía en alta estima el desarrollo de las fuerzas productivas").13 Hay que suponer que dicha autora conoce perfectamente cuál es esa auténtica tradición marxista, y que esto la autoriza a dictaminar quiénes entran en ella y quiénes no.
Encontramos aquí uno de los problemas fundamentales de esta historiografía militante, que tiene que ver con lo que en otro lado llamo "el síndrome de Alfonso el Sabio". Según afirma una anécdota, Alfonso el Sabio aseguró en una ocasión que si Dios lo hubiera consultado a él en el momento de crear el mundo, le habría salido mucho mejor. Algo parecido ocurre con Sotelo. Esta autora nos estaría sugiriendo que si ella, en vez de Moreno, hubiera liderado el mas, éste habría seguido una línea política mucho más acertada que la que siguió. Puede ser que fuera así, pero no es eso de lo que trata la historia, y, definitivamente, no es eso lo que intento discutir en mi libro. Lo suyo se parece más bien a un balance interno partidario que a un texto histórico. Lo lamentable en su escrito -y esto es típico de la historiografía militante- es que confunda ambas cosas. Sotelo tiene todo el derecho de escribir el tipo de texto que mejor le parezca, pero le pido que, si va a cuestionar el de otro, lo haga a partir de los objetivos que éste se propone, y no de otros que le son completamente extraños.
Un problema estrechamente ligado al anterior es el apriorismo inherente a esta perspectiva militante. Sotelo sabe, o cree saber de antemano, cuál es la proporción correcta entre determinismo objetivo y voluntarismo subjetivo. La investigación histórica no tiene nada que decirle al respecto. Ésta se reduce a descubrir quiénes se acercaron a esta solución, y en qué medida lo hicieron. También Petruccelli, en su ponencia en el mencionado congreso, se extendió largamente al respecto. Nos ilustró acerca de la fórmula precisa, la combinación exacta de idealismo y materialismo que habría permitido a los autores que discute evitar incurrir en la serie de lamentables errores políticos en que incurrieron. Este afán, sin embargo, lo deja de lado en el texto que publica en Políticas de la Memoria. Su centro, allí, rota hacia otra dirección más afín, si se quiere, a lo que se espera de un texto crítico: se propone refutar mis consideraciones acerca del papel que juega la hipótesis del posible triunfo final del capitalismo. Sin embargo, en este objetivo, perfectamente legítimo, no alcanza aún a evitar aquella confusión de voces anteriormente señalada.
Según afirmo en ese capítulo, la hipótesis mencionada anteriormente recorre el pensamiento marxista del siglo XX, y le confiere su carácter trágico. Sólo bajo este supuesto (de que pueda haber un triunfo final del capitalismo y que la alternativa socialista deje de encontrarse vigente) el accionar político, la militancia revolucionaria cobraría un sentido histórico sustantivo (es decir, no se reduciría a una mera cuestión de plazos); en fin, la política se vuelve tragedia. Es esto, entiendo, lo que expresa ese "giro subjetivo" que, como señala Sotelo, marcó a todo el pensamiento marxista del período. Es en este contexto histórico donde pudo surgir la subjetividad militante (y del que el paso del marxismo clásico al leninismo es la mejor expresión).
Petruccelli se dedica a mostrar por qué esto no es así, por qué mi afirmación es errónea. El motivo, dice, es sencillo: la expresión "triunfo final" no tiene sentido con referencia a la historia. Como señala:

¿Cómo se podría alcanzar una certeza tan grande? ¿Cómo estar seguros de que ya no queda nada sustantivo por inventar, que se ha alcanzado un orden social definitivo? Convengamos que un triunfo final debe ser final en serio. No puede haber nada más allá de él: ni en el corto, ni en el mediano, ni en el largo, ni en el larguísimo plazo. Cualquier cosa menos que esto nos remite al contexto de una "derrota histórica", que puede ser durísima y tener efectos a plazos muy largos, pero no es definitiva. Y recordemos que la idea de "derrota histórica" es para Palti otra de las tantas formas de evadir los problemas grandes del marxismo contemporáneo.14

Así, mi visión histórica, dice Petruccelli, lejos de abrir el terreno a la contingencia, la cierra. "Mientras haya historia -asegura- siempre existirá la posibilidad de que los vencedores de hoy sean los vencidos de mañana."15 Hay aquí implícita, en realidad, una falacia. Cuando los autores que analizo se enfrentaban a la posibilidad de un triunfo final del capitalismo (posibilidad que, como dije, es la que abre el campo a la política, le confiere a ésta un sentido histórico sustantivo, pero que nunca puede volverse una realidad, puesto que, en dicho caso, ya tampoco tendría sentido la militancia revolucionaria), ciertamente lo planteaban en términos de alternativas históricas concretas. La estrategia a la que apela Petruccelli es de validez más que dudosa: la traslada a un plano ontológico. Sin duda, para esos autores, la cuestión no se presentaba en términos de si en alguno de los infinitos mundos posibles, si en las inconmensurables dimensiones del espacio-tiempo universal, la alternativa socialista permanecería aún vigente, algo que, obviamente, nadie puede descartar, salvo Dios. Pero eso, desde ya, no cuenta aquí. No es de eso de lo que se está hablando, sino de los procesos materiales históricos efectivos.
La afirmación de Petruccelli acerca de que los vencedores de hoy pueden ser los vencidos de mañana deja traslucir aquello que se esconde tras esta suerte de ontologización de la problemática relativa a la posibilidad de un triunfo final del capitalismo. Para él, el triunfo en el año 2010 de los vencidos supondría también el triunfo de los derrotados en 1933 en Alemania, en 1939 en España, y de todos los vencidos de la historia. En este planteo, ya no hay clases ni sujetos históricos determinados, sino sólo vencedores y vencidos. Éstos serían sustancias transhistóricas en perpetuo antagonismo (como el Bien y el Mal en las antiguas cosmologías). Cambian los escenarios, las circunstancias, los nombres, pero los sujetos permanecen los mismos. Y éste es otro rasgo también característico de la historiografía militante (para un Felipe Pigna, por ejemplo, la asignación universal por hijo representaría la redención de los charrúas que resistieron la colonización española). De hecho, la deshistorización de los sujetos constituye una de las bases que hacen posible emitir juicios de valor acerca de la historia, es decir, representa una condición imprescindible para la escritura de este tipo de historiografía militante (como señala Koselleck respecto de la historia magistra vitae, el ideal pedagógico es indisociable del supuesto de la iterabilidad de la historia, es decir, revela la carencia de un concepto de la temporalidad histórica).16
Llegado a este punto, quisiera volver a la cuestión original, que era la de la violencia revolucionaria. Pero antes permítaseme señalar un problema adicional que observo en los textos de mis impugnadores. Hay dos conceptos que son centrales en el capítulo de mi libro en el que aquéllos se enfocan y cuyo sentido malinterpretan, y eso los lleva a extraer conclusiones erróneas no sólo acerca de mi análisis de las ideas de Moreno sino de mi visión histórica en general. El primero de ellos es el de "sentido trágico". Siguiendo una tendencia iniciada por Tarcus en El marxismo olvidado, Petruccelli y Sotelo asocian el sentido trágico a una forma de escepticismo (de allí que, para ellos, el optimismo revolucionario de Moreno prueba de por sí que en él no había lugar para la tragedia).17 Para Tarcus, el carácter trágico del pensamiento de Frondizi y de Peña deriva de su conciencia de situarse en una época de transición, en la que la burguesía ha dejado de ser revolucionaria pero el proletariado no está aún en condiciones de asumir la antorcha de la historia.
No es esto, sin embargo, lo que suele entenderse por tal cosa (y, ciertamente, no es lo que afirman Lukács y Goldmann, en quienes ambos nos basamos).18 En este caso, lo trágico sería una circunstancia por completo externa al héroe. Éste sabría perfectamente lo que habría que hacer, pero, desgraciadamente, el medio sobre el que opera no sería apropiado para sus proyectos. Si hay un desgarramiento, no le es inherente. Hay una enorme bibliografía al respecto, que estos autores parecen ignorar. Aunque existen variantes, la idea de sentido trágico está asociada siempre a la presencia de un dilema insoluble que deriva de la existencia de valores contradictorios entre sí, pero igualmente válidos. Si el héroe no puede decidir no es porque no sabe si la realidad se adecuará a sus ideas, sino porque se encuentra escindido interiormente entre horizontes axiológicos incompatibles. La articulación de este dilema resulta sumamente compleja, y su traducción en términos políticos requeriría un estudio pormenorizado. El punto aquí es que, según postulo en mi libro, entre tragedia y política existiría un vínculo no contingente. Ambos términos remiten a un plano de indecidibles. Y aquí encontramos el segundo de los conceptos cuyo sentido estos autores malinterpretan: el de Verdad.
Cuando hablo en el capítulo sobre Moreno acerca de su visión del trotskismo como la Verdad del marxismo, mis críticos interpretan que le estoy atribuyendo a Moreno alguna superioridad como pensador o como revolucionario respecto de los demás autores que analizo. Sin duda, es una interpretación prejuiciosa. Como explico allí, mi uso del concepto de Verdad en ese capítulo retoma la visión de los pensadores marxistas postestructuralistas, para quienes el término remite a aquello que constituye la premisa en que se funda un orden de discurso dado, siendo, al mismo tiempo, impensable e inarticulable en el interior de este discurso. En definitiva, si el pensamiento de Moreno me resulta significativo no es porque sea más elevado, sofisticado o coherente, sino todo lo contrario, porque nos abre una ventana a aquello que constituye el núcleo traumático del pensamiento marxista. No viene al caso explayarse aquí sobre el punto, que se encuentra desarrollado en mi libro. Lo que me interesa señalar es que lo dicho se vincula de manera estrecha con el tema que dio origen a este debate. La violencia se instala exactamente en el centro de ese núcleo traumático de la política toda, y no únicamente de la marxista. Sólo en este marco entiendo que se puede abordar la cuestión de modo productivo.

La violencia como problema político

En mi anterior respuesta a Tarcus intenté explicitar el carácter singular de la violencia, que la sitúa, como dije recién, en el centro mismo del núcleo traumático de la política (o, más precisamente, de lo político), y de la que deriva su indecidibilidad. Por eso es un concepto problemático, porque no es algo de lo que se pueda simplemente prescindir, como interpreta Tarcus que yo dije. Trataré de explicar de manera breve esta idea.
El núcleo traumático de lo político estaría ligado estrechamente al problema de cómo pasar de la violencia cruda a la violencia legítima.

Hobbes ofrece el mejor ejemplo de él. Para terminar con la violencia, para establecer un pacto de convivencia y, en definitiva, una comunidad, es necesario que haya uno que se coloque por fuera del pacto. Es decir, la premisa para terminar con la violencia es que haya uno que pueda ejercerla sin restricciones. Esto quiere decir que la condición de posibilidad del pacto es también el punto en que éste se quiebra. El que funciona como garante del pacto vive en un puro estado de naturaleza, y sólo así puede terminar con la violencia (y constituir de este modo la comunidad), de algún modo exacerbándola.
El problema político fundamental consiste en cómo pensar esta figura paradójica, singular, en el sentido de que está al mismo tiempo por dentro y por fuera de la comunidad, que actúa como su soporte y como el punto en que se destruye. En última instancia, es esto lo que hace manifiesto la idea -analizada por Kantorowicz- de los dos cuerpos del rey (idea que, como muestra dicho autor, encuentra su mejor expresión literaria en las tragedias de Shakespeare y que daría origen, en el siglo XVII, a una revolución regicida).19 El punto central, la paradoja que expresa este sujeto singular, a la vez particular y universal, que es el soberano, es que éste, para ser efectivo como tal y constituir la comunidad, necesita, como vimos, colocarse por fuera de ella sin poder lograrlo nunca sin destruirse ipso facto. Para que sea verdaderamente legítimo, es necesario que él mismo quede sujeto a alguna norma, de lo contrario se volvería indisociable de un vulgar tirano. No habría ya diferencia entre la violencia legítima y la pura violencia. Pero, desde el momento en que se le pone algún límite a su poder, se abren también las puertas a la vuelta a esta última (a la cruda violencia): cualquiera ya podría alegar la violación de la norma por parte del soberano para cuestionar su legitimidad, con lo que no salimos así del estado de naturaleza.20
De manera más general, lo que viabiliza el paso de la violencia cruda a la violencia legítima es la invocación siempre de algún principio (el
Pueblo, la Nación, la Revolución, la Historia, etc.) en nombre del cual alguien pueda ejercerla (y que, inversamente, ese mismo derecho pueda negárseles a otros). Lo que hoy se habría puesto en cuestión es la eficacia de estas invocaciones. Como señalo y analizo en mi nota anterior, el propio texto de Tarcus muestra esto claramente, aun cuando todavía él no pueda prescindir de las mismas invocaciones. Esa contradicción en que incurre Tarcus (que, según dice, no le importa discutir porque los argumentos le aburren soberanamente) no me importa en sí misma, sino sólo porque revela, por otra vía, aquello que vengo discutiendo en mi libro, es decir, nos sirve para comprender el tipo de problemas políticos que se encuentran hoy en cuestión. Nos revela, justamente, el hecho de que la quiebra de la eficacia de estos principios no resuelve la cuestión, sino que, por el contrario, la vuelve manifiesta. Porque sin tales principios no habría forma ya de distinguir la violencia cruda de la violencia legítima, que constituye el núcleo de lo político. Por las fronteras que separan los opuestos comunidad y violencia se vuelven así, ellos mismos, indecidibles, uno y otro se reenviarían permanentemente. En definitiva, en este contexto se tornaría imposible pensar el lugar de lo político, los modos de constitución de la comunidad; lo que no quiere decir, nuevamente, que podamos prescindir de ellos, si es que habrá de constituirse una comunidad.
La breve referencia de Petruccelli a la cuestión de la violencia resulta interesante al respecto. Según afirma:

Regresemos, por último, al origen de todo esto: la violencia revolucionaria. Palti sostiene que los límites de la violencia se han tornado indecidibles, y cree que Tarcus, apegado a "la perspectiva de los actores", es incapaz de comprender cómo se han visto socavadas las antiguas certezas. Ahora bien, cabe aquí preguntarse por el significado de "indecidible". Es cierto en un sentido que los límites de la violencia legítima son indecidibles: pero también lo son los límites entre la ciencia y la metafísica, las bondades relativas de dos teorías, la frontera entre lo observacional y lo teórico... Incluso si el tronco que tengo en mi jardín es una mesa puede ser indecidible.21

Esta cita resume bien mi propio planteo, siempre que introduzcamos en él una perspectiva histórica ausente allí. Se observa en la cita un deslizamiento sutil pero sumamente sugestivo. Cuando retoma mi referencia a la violencia política, afirma que los límites de la violencia legítima se han tornado indecidibles y que las antiguas certezas en este sentido se han visto socavadas. En cambio, cuando pasa a las otras formas de indecidibilidad a las que él alude, el matiz temporal se pierde. Los límites entre la ciencia y la metafísica, las bondades relativas de dos teorías, la frontera entre lo observacional y lo teórico son, para él, indecidibles, no se habrían vuelto tales. Sin embargo, esta afirmación no es un simple registro de la realidad. No siempre los límites entre ciencia y metafísica, entre lo observacional y lo teórico, etc., han sido indecidibles. O, al menos, si lo han sido, lo cierto es que sólo recientemente lo descubrimos. Y éste es el punto central. Esta afirmación nos está hablando, en última instancia, no de una condición ontológica sino de una situación epocal, que atraviesa de conjunto al pensamiento occidental y que es, precisamente, la que intento explorar en mi libro.
Esto nos devuelve al concepto de "sentido trágico". Encontramos aquí el punto esencial que distingue la historia intelectual de la vieja historia de ideas, que es la que practica Tarcus. En última instancia, lo que importa aquí no son las "ideas" de los autores en cuestión. No se trata de ponerse a discutir quién era más trágico, si Moreno o Peña. Simplemente porque el sentido trágico del que se habla no remite a una dimensión subjetiva, no atañe exclusivamente a la conciencia de los actores, sino que señala una condición objetiva, que tiene que ver con los modos en que se desenvolvería la práctica política a lo largo del "siglo XX corto". Desde el punto de vista de la historia intelectual, las ideas de los actores se vuelven significativas en la medida en que nos permiten comprender estos desplazamientos históricos objetivos operados en los regímenes de ejercicio del poder, los cuales exceden a los propios sujetos e hicieron, en palabras de Malraux, que la política se convirtiera en tragedia.
Petruccelli y Tarcus, sin embargo, no pueden extraer las conclusiones que de la afirmación antes citada se desprenden, aunque no sólo por limitaciones metodológicas sino, más sencillamente, porque hacerlo los conduciría además a posturas que a ellos se les ocurren perversas en términos ideológicos (es decir, los enfrentaría al fantasma de la "posthistoria"). Otra vez, la tendencia a ideologizar obstaculiza la comprensión histórica. En definitiva, el tipo de historia de ideas que practican encuentra aquí su límite último: cuando alcanzan el punto en que creen hallarse frente a una verdad, la dimensión histórica se borra inevitablemente. Es allí donde se nos descubren también aquellos supuestos, de base, suyos, que esta historiografía militante no puede ya pensar sin destruirse como tal, aquellos puntos ciegos que le son inherentes. La Historia (en el sentido estudiado por Koselleck, es decir, como un sustantivo colectivo singular que despliega una temporalidad de por sí),22 la subjetividad militante, etc., no aparecen ante ellos como categorías históricas contingentes, porque, desde su perspectiva, sin ellas simplemente no se puede pensar. En la medida en que actúan como condiciones de posibilidad del pensamiento, ellas mismas no pueden ser pensadas, no serían, para ellos, historizables.
Esto nos explica la tendencia a recaer, una y otra vez, en la cuestión de si tal o cual pensador fue o no un buen marxista, si comprendió correctamente los principios y los valores de la izquierda revolucionaria o si, por el contrario, se desvió de ellos; en suma, por qué los historiadores militantes no pueden hacer otra cosa que limitar sus estudios a trazar la saga de los pensadores de izquierda (esto es, construir retrospectivamente la genealogía de sus propias ideas),23 sin poder trascender nunca el plano de las ideas y tratar de entender cómo cambió el discurso político en las últimas dos décadas, cómo se desplazaron objetivamente las coordenadas que ordenan el debate y el accionar políticos, más allá de la ideas de los actores y de que estos cambios nos gusten o no, lo que no viene al caso aquí. La voluntad de Tarcus de ideologizar las cuestiones históricas, que es inherente a la historiografía militante, le impide separar ambas cuestiones y situar su perspectiva en un terreno propiamente histórico.

Para terminar, me gustaría reiterar mi llamado anterior, aunque a Tarcus le cause risa, pero esta vez, es cierto, ya sin ninguna confianza en que sea atendido. Ese llamado, según veo, choca de plano con su proyecto historiográfico. Recuerdo una vez que un allegado suyo me contaba, no sin cierta maledicencia de su parte, que la gran ambición de Tarcus sería llegar a encontrar en un archivo de Hungría una carta que probase que Lukács nunca fue estalinista. En su momento no lo tomé demasiado en serio. Si bien creía que había algo de eso, pensaba que se trataba de una forma jocosa y algo paródica de plantear los orígenes del encomiable afán archivista de Tarcus. Lamentablemente, no es así. Ese allegado suyo sabía bien de qué hablaba; en definitiva, conocía a qué conduce esta historiografía militante ponderada que él practica; mostraba, más allá de Tarcus, los límites propios de un determinado método histórico, de un modo de concebir la historia.

Notas

1 Los textos iniciales de la presente polémica se encuentran reunidos en Luis García (comp.), No matar. Sobre la responsabilidad. Segundo volumen, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 2010, pp. 109-188 y 269-301.         [ Links ]

2 Horacio Tarcus, "Otra breve vuelta de tuerca sobre una prolongada discusión", Políticas de la Memoria, Nº 10/11/12, verano de 2011/2012, pp. 283-286.         [ Links ]

3 Ariel Petruccelli, "El marxismo después del marxismo", Políticas de la Memoria, Nº 10/11/12, verano de 2011/2012, pp. 287-294,         [ Links ] y Laura Sotelo, "Sobre la actualidad del marxismo y de la teoría crítica. Una discusión con Elías Palti", en ibid., pp. 295-301.         [ Links ]

4 A diferencia de Tarcus, no creo, sin embargo, que en ello se juegue el futuro de la Revolución, o de la clase obrera, o lo que fuere. No creería por ello demasiado dramático aceptar que estoy errado. Sus perspectivas históricas no me dicen nada acerca de la moralidad de sus autores o la aceptabilidad ideológica de sus posturas. En fin, no creo que tenga por qué juzgarlos en ese plano.

5 Horacio Tarcus, "Otra breve vuelta de tuerca...", op.cit., p. 285.

6 Ibid.

7 Ibid., p. 286.

8 Ariel Petruccelli, "El marxismo después del marxismo", op. cit., p. 290.

9 Laura Sotelo, "Sobre la actualidad del marxismo...", op. cit., p. 296.

10  Ibid., p. 301.

11  Elías Palti, Verdadesysaberesdelmarxismo.Reaccionesde una tradición política ante su "crisis", Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 176.         [ Links ]

12 Laura Sotelo, "Sobre la actualidad del marxismo", op. cit., p. 296.

13 Ibid., p. 300.

14 Ariel Petruccelli, "El marxismo después del marxismo", op. cit., p. 292.

15 Ibid.

16 Véase Reinhart Koselleck, "Historia magistra vitae", en Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 41-66.         [ Links ]

17 Como señala Badiou, el carácter trágico que asume la política en el siglo xx se ligaría, justamente, al voluntarismo y al optimismo revolucionarios. Véase Alain Badiou, El siglo, Buenos Aires, Manantial, 2005.         [ Links ]

18 Véanse Georg Lukács, El alma y las formas. Teoría de la novela, México, Grijalbo, 1985,         [ Links ] y Lucien Goldmann, El Dios oculto. El hombre y lo absoluto, Barcelona, Península, 1968.         [ Links ]

19 Véase Ernst Kantorowicz, The King's Two Bodies. A Study in Mediaeval Political Theology, Princeton, Princeton University Press, 1981 [trad. esp.: Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Madrid, Alianza, 1985].         [ Links ]

20 Cabe recordar que para Hobbes el estado de naturaleza no es el estado de guerra efectiva de todos contra todos sino el de su posibilidad.

21 Ariel Petruccelli, "El marxismo después del marxismo", op. cit., p. 294.

22 Como muestra Koselleck, ésta no existe antes del siglo XVIII. Véase Reinhart Koselleck, Futuro pasado..., op. cit.

23 Al respecto, es sugestivo que, en la nota que acá discutimos, Tarcus no se preocupe por debatir ninguno de mis argumentos -los que, como dice, lo aburren soberanamente-, pero sí dedique sus energías a mostrar que Merleau-Ponty no era realmente estalinista, cuando en mi artículo digo de manera expresa que no es esto lo que importa. Si retomo su apelación al criterio de Merleau-Ponty para determinar cuándo la violencia es legítima, es para señalar algunas de las contradicciones en las que el propio Tarcus incurre en lo que llama su crítica de la razón instrumental.

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