SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.17 número1La piccola x: Dalla biografia alla storiaLas nuevas sociologías: Principales corrientes y debates, 1980-2010 índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.17 no.1 Bernal jun. 2013

 

RESEÑAS

Enzo Traverso,
La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012, 332 páginas

 

Para Enzo Traverso, el siglo xx comporta todas las características de un nuevo Sattelzeit. Fechada entre el final de la guerra de Vietnam en 1975 y los atentados de septiembre de 2001 en los Estados Unidos, esta ruptura fundamental se caracteriza por una transformación radical en el paisaje social, político y lingüístico. Entre esas dos fechas se encuentra el triunfo a escala global del neoliberalismo, la desaparición de los proyectos socialistas, el fin de la Guerra Fría, el desmembramiento del bloque soviético y, a manera de apoteosis, la caída del muro de Berlín. Con esta ruptura, el siglo xx se desplazaba finalmente a la dimensión de pasado, de experiencia terminada y, por lo tanto, al dominio de la historiografía.
Pero, ¿qué tipo de historiografía podría lidiar con las catástrofes que marcaron el siglo xx? ¿Bajo qué perspectiva se podría comprender la violencia desplegada durante dos guerras mundiales, revoluciones y contrarrevoluciones, guerras civiles y genocidios? Y, tal vez más importante, ¿es posible desplazar estas experiencias al pasado, simplemente porque se sitúan cronológicamente en el pretérito? Igual que en el Sattelzeit koselleckiano, el impacto de las experiencias de este último siglo exige una nueva discusión sobre la historiografía misma. Como historiador del siglo xx, Traverso reconoce tanto la distancia operada por el paso del tiempo entre estos hechos y la generación actual, como la proximidad provocada por su radicalidad. Acostumbrados a un mundo que podía ser explicado en buena medida recurriendo a la bipolaridad y a la heroica historia de las luchas por ideales utópicos, pero al menos claramente definidos, el siglo xxi nos encuentra no sólo escépticos, sino también temerosos del futuro. El pasado se nos aparece ya no habitado por estructuras que se desarrollan y se transforman, sino por víctimas de la tragedia con sus memorias y reivindicaciones.
Traverso identifica tres consecuencias esenciales de este nuevo Satellzeit para la historiografía. En primer lugar, la necesidad de aprehender este espacio de experiencia mutilado favoreció el nacimiento de la perspectiva de la historia global, que observa el pasado como un conjunto de redes de interacciones, descentralizando procesos que antes se organizaban a partir de la historia del continente europeo, devenido provincia del mundo multipolar. En ese mismo espíritu, el fin de la Guerra Fría terminó con el último proceso de larga duración capaz de organizar una terrible multiplicidad de eventos disruptivos, dando lugar a un retorno del acontecimiento, la "espuma de la historia", que pasó a ser nuevamente el foco de atención de los historiadores. Finalmente, así como los acontecimientos dejaron de caber en las estructuras en función de su terrible singularidad, las experiencias personales de las víctimas dejaron de pertenecer a una memoria colectivizable debido a su intraducibilidad. Los historiadores se volcaron, entonces, a recuperar la memoria de las víctimas como forma de comprender el horror y de paliar el pacto colectivo de silencio de que también habían sufrido hasta entonces, relegando a un segundo plano la noción explicativa de sociedad.
Este panorama sombrío acarreó una serie de nuevos (¿viejos?) cuestionamientos para la historiografía. Uno de ellos se refiere a la implicación subjetiva del historiador. Traverso intenta abordar este dilema a partir del análisis del conocido intercambio epistolar que tuvo lugar durante el Historikerstreit entre los historiadores Martin Broszat y Paul Friedländer. Así como se encontraron en lados opuestos durante el nazismo, estos dos historiadores también asumieron dos perspectivas diferentes sobre su historia. Mientras Broszat demandaba una mayor historización del nazismo, tradicionalmente pensado desde la perspectiva post-factum del Holocausto, Friedländer calificaba de "obsceno e inmoral" cualquier intento de tomar distancia de los acontecimientos en nombre del espíritu científico, pues "cualquier tentativa de historización de la era nazi choca con Auschwitz". Las posturas que emergieron de esta discusión son la que ve la solución final como un plan específico y la que la considera el resultado de una radicalización acumulativa. Sin embargo, ambas propuestas redundan en posturas igualmente insostenibles: una que organiza toda la historia en términos de "perpetrador y víctima", y otra que corre el peligro de exculpar a los autores, activos o pasivos, de la masacre.
Un problema similar se presentaba en el debate sobre el fascismo, renovado en las tres últimas décadas por los estudios de Mosse, Sternhell y Gentile. Trabajando respectivamente sobre la Alemania nazi, la Tercera República francesa y la Italia de Mussolini, los tres autores comparten un concepto cultural e ideológico del fascismo que viene a refutar la tradicional interpretación "negativa", que lo consideraba incapaz de producir una cultura original. En oposición a esta visión, estos historiadores destacan la coherencia del proyecto fascista como síntesis de elementos preexistentes y discordantes, denominada modernismoreaccionario. Para Traverso, el balance de los aportes y los reveses de este debate no sólo es contradictorio en el plano teórico. A pesar de haber abierto una nueva discusión, las querellas sobre el fascismo en Italia se abrieron en el marco del cuestionamiento de la legitimidad ética del antifascismo y contribuyeron a la despolitización del problema al centrarse en sus aspectos simbólico y cultural, en clave supuestamente científica, y con el objetivo de la reconciliación, lo que acabó provocando una cierta legitimación del fascismo en la vulgata mediática.
Estas discusiones iluminan el problema de las posibles consecuencias de la elección de determinadas perspectivas en la interpretación histórica.
Específicamente, apuntan a los problemas generados por una concepción de historia como ejercicio puramente teórico o científico, desprovisto de criterios morales o éticos, asumiendo una pretensa neutralidad que no sólo puede conducir al error, sino que es incluso peligrosa, en la medida en que acaba creando legitimidad real. En una mirada más profunda, lo que estas discusiones ponen en cuestión es el concepto mismo de "objetividad" y de "distancia" crítica, en la medida en que muestran de qué manera las circunstancias políticas y las experiencias históricas de los historiadores participan en la formulación de sus aproximaciones.
Y si la distancia temporal ya no puede invocarse como guardián de la objetividad (ni la objetividad como guardián de la buena historia), otro tanto sucede con la distancia espacial y con la "perspectiva de la víctima", que fueron frecuentemente consideradas como garantes de la justicia de las evaluaciones del pasado.
Los límites de una hermenéutica de la distancia se muestran particularmente en el caso de la contribución de los intelectuales exiliados después de la Segunda Guerra. Si bien es cierto que, como ha señalado Carlo Ginzburg, la distancia puede proporcionar al investigador una perspectiva más amplia de comparación, eso no significa que produzca necesariamente ideas nuevas. Traverso apunta que en muchos casos la "deuda moral" contraída con el país de acogida se transformó en una restricción que condicionó los análisis de estos intelectuales sobre expresiones subsecuentes del mismo totalitarismo que antes habían criticado. En otras palabras, el historiador siempre está en algún lugar desde el cual analiza la realidad.
Y esto también vale para el caso de los grandes historiadores. Al mostrarse desilusionado con el "eurocentrismo" de Eric Hobsbawm, Traverso parece olvidar la inscripción política y cultural de su trabajo. Sin duda tiene razón cuando critica la incorporación de todos los conflictos mundiales dentro de una misma narrativa, pero también es verdad que Hobsbawm forma parte de la generación que optó por el "partidarismo explícito" de la tradición marxista, que observaba el triunfo del capitalismo occidental y la derrota de su propio proyecto, lo que si bien tiene límites evidentes, no invalida su contribución. Cuando Traverso afirma que Hobsbawm se contradice en su compromiso con la historia de los vencidos, asume de antemano la existencia de dos Hobsbawms, el que se interesa por "los de abajo" y el autor de las grandes síntesis históricas. Como cada vez que se han multiplicado las personalidades de un intelectual, lo que se pierde de vista es la discusión que un mismo autor mantiene consigo mismo y con sus colegas en diferentes momentos –políticos, académicos o personales–, es decir, su carácter histórico.
En otro momento de la obra, Traverso sí reconoce la condición de "testigo" que caracteriza a los historiadores del siglo xx. Pero a pesar de notar el "carácter biográfico" de toda reconstrucción histórica, sostiene la tesis de que historia y memoria no deben confundirse, si bien esa separación parece cada vez menos sostenible. La discusión sobre la ley de memoria histórica en España y el debate sobre el memorial del Holocausto en Berlín son ejemplos de lo que se ha denominado el boom de la memoria. Sin embargo, según Traverso, para que la historia sea un discurso crítico sobre el pasado hace falta, primero, considerar la experiencia pasada e incluso la reciente como cerrada, y luego, que haya una petición social de conocimiento que sugiera los objetos de investigación. La memoria sólo debe intervenir en este segundo punto, como vía de alimentación de la historia. Este posicionamiento debería leerse en el contexto del debate sobre la "presencia del pasado" que ha ocupado a intelectuales como François Hartog, Pierre Nora, Eelco Runia y Chris Lorenz, entre otros. Para estos pensadores, al contrario de la tesis de Traverso, el Holocausto no pertenece aún al pasado, o, mejor dicho, el pasado ya no es una experiencia terminada.
Traverso advierte que a pesar de los debates que ha generado sobre el tema de la ética y la reparación histórica, el paradigma del "principio de responsabilidad", que identifica en el cambio de siglo, no ha significado el fin de las utilizaciones políticas de la historia. Más precisamente en la historiografía europea, la Shoah ha pasado a desempeñar un papel de relato federador, una especie de "Religión civil", con su propia liturgia laica del recuerdo, que por un lado ayuda a compensar las divisiones y a superar la ausencia de política internacional común, y por otro lado esconde el vacío democrático de una construcción europea fundada sobre la economía de mercado y el poder oligárquico. Traverso entiende que la reactivación del pasado de que somos testigos es una consecuencia del eclipse de las utopías, y que el surgimiento de la memoria colectiva como discurso es el resultado del dislocamiento del punto de fuga del futuro hacia el pasado. Por eso hoy la figura de la víctima ocupa el centro de la escena como base para la construcción de la memoria de Europa. Sin embargo, la historización del holocausto se acerca más a una redefinición de la memoria colectiva "como proceso catártico de victimización nacional" que obstaculiza la mirada crítica sobre el pasado e incluso puede ir acompañada de una rehabilitación del colonialismo, aliado a un "humanitarismo mesiánico". Para escribir la historia de Europa en el siglo xx, opina Traverso, es necesario superar tanto las restricciones políticas, culturales y psicológicas de las diferentes memorias cruzadas del pasado, como la oposición entre víctimas y victimarios.
Partiendo de estas consideraciones, se comprenden mejor las elecciones teóricas de Traverso. En primer lugar, la adopción de los conceptos centrales de la Begriffsgeschichte, el Sattelzeit como distanciamiento del espacio de experiencia y el horizonte de expectativas, que le permiten conceptualizar la existencia de un hiato que convierte el pasado reciente en poco menos que alienígena. Sin embargo, Traverso parece refutar esta alienación en el curso de sus propias consideraciones. En segundo lugar, la utilización de algunos presupuestos de la Escuela de Cambridge, que apunta a corregir la versión de la historia intelectual que desconsidera al autor, sus intenciones y sus interlocutores. Sobre la base de estas perspectivas y de la propuesta de Arno J. Mayer, Traverso construye sus propias reglas: la de la contextualización, la del historicismo crítico (un término más feliz tal vez hubiera sido el de historización), la del comparativismo, cuyo alcance resta evaluar, vistas sus observaciones sobre la comparatividad de la Shoah, y la de la conceptualización. Finalmente, de Walter Benjamin, aunque, por qué no, de Koselleck, Traverso ha aprendido la importancia de adoptar el punto de vista de los vencidos y el presupuesto de que "la exploración empática y entristecida del mundo que se ofrece ante nuestra mirada como un campo de ruinas es un acto productor de conocimiento" (p. 324).
La obra de Traverso constituye una interesante contribución al debate sobre los nuevos desafíos de la historiografía, que va abandonando por fuerza de la evidencia sus ambiciones de cientificidad y de objetividad, para reemplazarlas, en este caso, con el criterio de responsabilidad. Las conclusiones de Traverso recuerdan que la escritura de la historia participa de un uso político del pasado y excede el espacio de la academia. Sin embargo, esta constatación no alumbra el panorama, pues confirma que "el siglo xx ha sido la era de la violencia, las guerras totales, los fascismos, los totalitarismos y los genocidios, pero también la era de las revoluciones que naufragaron y de las utopías que se desmoronaron", y la mirada retrospectiva, plagada de víctimas y teñida por la sensación de la derrota, posee un rasgo melancólico. En la melancolía (de Traverso) se lee también la inconformidad con la muerte de la historia objetiva y del pasado pasado.

Eugenia Gay
UNQ

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons