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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.17 no.2 Bernal dic. 2013

 

DOSSIER

Culturas locales, culturas regionales, culturas nacionales

 

Cuestiones conceptuales y de método para una historiografía por venir

Ana Clarisa Agüero y Diego García

Universidad Nacional de Córdoba / CONICET

Invitados a problematizar figuras y territorios escasamente visitados por la historia cultural e intelectual, experimentamos cierta inquietud ante lo que nos parecía un sobrentendido que merecía desarmarse: la noción de que una ampliación de lente en términos geográficos equivalía en cierto modo a una ampliación de lente en términos sociales, y viceversa (dicho de otro modo, que la consideración de figuras intelectuales menores y escenarios provinciales eran parte de un único movimiento).
Dada la vocación del encuentro de avanzar en ambas direcciones, contribuyendo así a una mirada más equilibrada de la historia de la cultura argentina, decidimos concentrarnos en dos cuestiones. Primero, revisar ese sobrentendido y sugerir los problemas que introduce para la práctica historiadora y la comprensión histórica. Luego, atender dos aspectos que creemos centrales en todo intento de ampliar la perspectiva social y territorial de la historia cultural o intelectual: la determinación de los contextos que interesan y la consideración de las modalidades diferenciales de circulación de ideas, figuras y objetos culturales.

1. Si expansión del área territorial y del área social parecen parte de un único movimiento es, en gran medida, porque se supone, por un lado, que con ello se trae al centro de la escena una serie de objetos descuidados hasta hoy; por otro, que eso permitiría completar una imagen de la cultura nacional usualmente concentrada en los sectores letrados de la capital del país. Sin duda, hay en estos supuestos una cuota de verdad, cuya fuerza, sin embargo, no debería oscurecer los problemas ciertamente distintos que plantean los términos implicados.
En el primer caso, la cuestión fundamental pasa por la existencia de cuadros historiográficos desbalanceados que, ellos mismos resultado de un largo proceso de concentración, devuelven la imagen de una historiografía más cosmopolita, profesionalizada y sofisticada en la metrópolis que en la periferia. Desde luego, no se trata de una evolución sin discontinuidades interesantes (puede pensarse en el proceso de renovación historiográfica en los años sesenta y setenta, con su significativo centro cordobés), pero sí de una tendencia bastante incontrastable en lo que hace a las historias que aquí interesan. En la medida en que nuestro primer marco de referencia disciplinar sigue siendo nacional (y esto tanto en el orden de las instancias especializadas cuanto en el de las jerarquías intelectuales y el sistema editorial), el principal desafío parece ser entonces el de avanzar en la comprensión relacional de ese conjunto (incluso, y sobre todo, cuando no lo era) antes que en varias historias locales o del interior.
Bien visto, esto más que "completar" mapas debería reformularlos, y para hacerlo es precisa una extrema sensibilidad ante las cambiantes geografías históricas e historiográficas, ya que la geografía cultural opera no sólo como condicionamiento de los equilibrios pasados sino también como condicionamiento de las historias locales, regionales o nacionales presentes y como ideología en el modo contemporáneo de considerar el proceso (alimentando también ciertos supuestos fuertes sobre la historia nacional).1 En este punto, no huelga subrayar que tanto lo local como lo nacional son o pueden ser variantes ideológicas del mismo orden que universal-particular, y que si en otro sitio alertamos sobre un tipo de concepción local de lo local altamente insatisfactorio, uno que asuma el punto de vista de lo universal también lo es; máxime cuando se permita homologar lo local y lo regional, entidades respecto de cuya precisión la historiografía argentina ha avanzado sensiblemente (sólo por citar algunos ejemplos sobresalientes puede pensarse en Tulio Halperin Donghi, José Carlos Chiaramonte y Carlos Sempat Assadourian).2
El escaso control de este aspecto ideológico de las categorías conduce inevitablemente el problema al terreno de la práctica historiográfica, inclinando a desconocer la existencia de una vasta historiografía consagrada a la región en términos económicos, sociales o paisajísticos, a las élites urbanas o regionales en términos sociales, y a lo local, municipal y provincial en términos de historia urbana y política. La primera consecuencia de un desconocimiento tal es una forma de anacronismo especialmente dañosa: la que inhibe reconocer, en tiempos relativamente próximos como pueden ser doscientos cincuenta años, circuitos y comunidades, centros y periferias, radicalmente diferentes a los presentes. Por ejemplo, Concepción del Uruguay es hoy una ciudad secundaria dentro del concierto de ciudades argentinas, ¿pero lo era en 1851, cuando capital provincial, sede del pronunciamiento de Urquiza y de la reconocida escuela por la que pasarían Roca y Wilde? Así las cosas, la historiografía cultural e intelectual por venir debería poder hacer un camino diferente al recorrido por la vieja historia política, que pasó de la instauración de un relato nacional maestro que oscurecía capítulos enteros de la historia nacional a una corrección por adición de casos provinciales que, privilegiando la heterogeneidad de lo múltiple, decaía en sentido orgánico y relacional del proceso. Para eludir este riesgo, las historias económicas, sociales y políticas de los diversos centros y regiones -desiguales pero no inexistentes- deberían ser tomadas seriamente en cuenta.
Por otro lado, y complementariamente, vale la pena recordar que aquella historiografía atenta a los diversos modos de articulación entre lo local y lo regional no dejaba de considerar con atención la presencia de fuerzas que involucraban mapas más amplios. De nuevo Assadourian sirve como ejemplo: a la vez que intentaba dar cuenta de la vida económica del "espacio peruano", identificaba a Potosí como un "polo de desarrollo" que organizaba en torno a sí aquel espacio por su vínculo privilegiado con la metrópoli; de esa manera lo local, lo regional y lo metropolitano se consideraban conjuntamente en el circuito desigual que conformaba la economía colonial.3
El segundo aspecto es de otro orden, de validez mucho más general. Se trata de la efectiva expansión del área social atendida por la historia cultural e intelectual argentina; expansión que proyecta con cierta demora el camino emprendido por ciertas historiografías "centrales" (francesa e italiana especialmente, pero también estadounidense), en general respecto del mundo de las imprentas y las editoriales o de los lectores. De Menoccio a Neuchatel, de las traducciones a las diversas cir culaciones del Quijote, una historia que se reclamaba estrictamente cultural (a veces en pugna con su predecesora social), muy marcada por la antropología, construía objetos que dislocaban la cultura de la cultura "elevada" y atendía figuras que portaban oficios, producían interpretaciones peculiares, impulsaban iniciativas de mediano aliento y jugaban roles cruciales pero disparmente calificados en la circulación de los bienes simbólicos. El universo de los mediadores culturales, entre los que podrían apuntarse tanto periodistas como impresores, editores como maestros, traductores como militantes o jueces, cobra desde allí un nuevo interés.
Respecto de ese cuadro la historiografía argentina ha sido más pareja, en la medida en que la diversa dignidad reconocida a ciertas figuras intelectuales obturó por mucho tiempo la consideración de otro tipo de figuras; y si la cuestión de los hombres de derecho condujo a preguntarse muchas veces por el carácter propiamente intelectual de su "obra" y a distinguir jueces de juristas, el descarte de los primeros (ejemplares notables de mediación entre un mundo simbólico esotérico y altamente formalizado y un universo social más vasto) expresaba bien la orientación dominante en la historia intelectual argentina. En efecto, esta aparece aún muy marcada por el privilegio de ciertas figuras típicas, y esto a pesar del desplazamiento efectuado por Oscar Terán de la figura del filósofo a las del escritor y el científico-social (representantes de verdaderas culturas) y de la reorientación sociológica alentada por Carlos Altamirano.
La cuestión que interesa, en todo caso, no es normativa, del orden de la mayor adecuación de una historia no elitista, sino historiográfica: así como la apertura a una historia de los intelectuales en tanto figuras sociales ilumina mejor aquellas ideas que solían concentrar el interés de nuestra mejor historiografía, la expansión del área social aparece hoy como condición para una cabal comprensión de un conjunto muy ampliado de fenómenos de circulación y recepción cultural. Así como se entienden mejor las ideas de José Aricó atendiendo a su tipo intelectual, que implica tanto su faceta de editor como su red de amistades, se entiende mejor el funcionamiento del mercado de bienes simbólicos poniendo en primer plano la figura de ciertos periodistas o editores (por ejemplo, Orfila Reynal, Boris Spivacov o Juan Carlos Torrendell). Y si estas últimas son figuras privilegiadas para alcanzar una mayor comprensión de todo hecho de circulación simbólica, también parece claro que ellas imponen al historiador un diálogo muy estrecho con una historia social capaz de alumbrar adecuadamente sus condiciones de emergencia y desenvolvimiento (en general más opacas que aquellas relativas a élites culturales asentadas o más parejamente consagradas a la producción estética o intelectual). Y en este punto, casi todo está por hacerse.

2. Quisiéramos considerar ahora, tal como lo anunciamos, la cuestión de los contextos activos en todo fenómeno cultural y la cuestión de las diversas modalidades de circulación de ideas, figuras y objetos culturales.
El tipo de contextos que la historiografía intelectual-cultural debería aspirar a restituir está signado, en buena medida, por la expectativa de una historia total; así, es preciso eludir tanto un procedimiento de contextualización ceñido a ámbitos locales como otro que funciona por la exposición de telones sucesivos de política, economía y sociedad. Cada nuevo capítulo del cuadro historiográfico general (como el que en parte creemos expresa este encuentro) impone riesgos semejantes a los que antes enfrentaron las zonas más consolidadas de la disciplina. Ciertamente, los contextos en cuestión admiten una tipología como la ensayada por Altamirano en Intelectuales (generales, institucionales, sociológicos e intelectuales), pero la cuestión que la tipología deja abierta es la que hace precisamente a la práctica historiográfica, la cual, nos parece, debe evolucionar en el camino en parte señalado por la microhistoria italiana y enfatizado por Jacques Revel: avanzar estricta pero a la vez intensamente en la restitución de aquellos contextos a los que reenvíen los fenómenos en cuestión, intentando asir su densidad más o menos económica, social o intelectual, y admitiendo que ellos pueden movilizar temporalidades y territorialidades muy diversas, en las que en parte reposa el interés del ejercicio.
Es esa práctica contextualista la que hizo a la microhistoria representante legítima de un programa historiográfico holista, capaz de dialogar allí con antecedentes de orientación macrohistórica como Braudel o con propuestas que construían un objeto complejo dentro de una superficie acotada, como la Viena finde-siglo de Carl Schorske. En todo caso, las consecuencias de una u otra idea de contexto no son escasas.

Una noción de contexto como la que defendemos permite introducir el otro aspecto que queríamos subrayar: las diversas modalidades de circulación de ideas, atendiendo especialmente a lo que en efecto circula, si personas o bienes simbólicos. Recordemos que, en un ensayo programático, P. Bourdieu señalaba como uno de los problemas específicos del análisis de la circulación de ideas el malentendido generado por el hecho de que los textos viajen sin sus contextos; y esto a pesar de que la mayoría de las indicaciones analíticas del escrito se orientaban casi exclusivamente al espacio de recepción. La noción de contexto -o de "campo de producción", para hablar como lo hace Bourdieu- aparece en el ensayo, sin embargo, fuertemente marcada por el espacio nacional, lo que revela los límites históricos y geográficos que enmarcan la propuesta del sociólogo francés: una historia contemporánea de los intercambios intelectuales entre los centros europeos que extrae todos sus ejemplos del comercio de ideas entre Alemania y Francia.4
Atendiendo al modo en el que circulan los textos, Bourdieu llama la atención, por un lado, sobre el interés de quienes promueven el intercambio -editores, traductores, directores de colección... en definitiva, un universo social ampliado de la producción intelectual- pero también, por otro lado, sobre las diversas operaciones de "marcación" que le otorgan sentido al texto importado por contigüidad: cubierta, editorial y colección, prólogos, prefacios y posfacios. Elementos "paratextuales", como propuso denominarlos Genette, que suponen actos de "transferencia de capital simbólico" entre, por ejemplo, el prologuista, la editorial o el director de la colección y el autor publicado. Considerar todas estas instancias, a la vez que las figuras involucradas en esas decisiones, favorecería un abordaje "menos místico" de los fenómenos intelectuales y otorgaría indicaciones importantes para la reconstrucción de los diversos contextos activos -como, por ejemplo, las condiciones de lectura y recepción de los textos-. Ahora bien, los aspectos resaltados por Bourdieu sugieren que su mirada permanece, más allá de su voluntad desacralizadora, enfocada en la identificación entre escritura e ideas y, dentro del universo de la palabra escrita, en el objeto-libro. La insistencia de la historia y la sociología de la cultura escrita sobre las diversas materialidades que soportan la escritura (revistas, periódicos, panfletos, etc.) permitiría en este punto considerar otras figuras y funciones (y también otros circuitos) involucrados en el intercambio intelectual. Si, en cambio, vinculamos las ideas con otras dimensiones de la vida simbólica, como las imágenes, el universo social a considerar se redefine y obliga a incluir galeristas, coleccionistas, marchands, directores de museo y otros, además de los productores de imágenes. Y también a los críticos, no sólo me diadores entre artistas y público sino entre la cultura visual y la escrita. Considerar la circulación de imágenes permite, por otro lado, señalar directamente una dimensión que, aunque presente en la palabra escrita, queda generalmente -salvo para el discurso específico de la crítica literaria- al margen: la formal. Dimensión que introduce una cantidad de problemas poco atendidos -¿cuál es la escala adecuada o cuáles son los diversos planos para interrogarla?- pero cuya importancia no debería ser descuidada en fenómenos de este tipo. La solución metodológica propuesta por Auerbach en "Filología y Weltliteratur" -partir de un fenómeno acotado y preciso, una unidad discreta y con gran "fuerza de irradiación"-, retomada de diverso modo por Ginzburg o Moretti, es una alternativa posible.
La otra modalidad de circulación cultural remite a la movilidad de personas. Las formas que puede adoptar son variadas: desde las becas y los viajes de formación al exterior, pasando por las invitaciones a dictar conferencias o cursos, a los exilios, forzados o voluntarios. Son varios los aspectos a tener en cuenta: el tiempo de la estancia en el exterior, el grado de interacción con el medio extranjero, la presencia de redes intelectuales más o menos estables, las relaciones de homología o desigualdad entre el espacio de partida y el de destino, el carácter grupal o individual del viaje. La mera presencia no implica necesariamente intercambio, pero el contacto efectivo es el punto de partida para avanzar sobre posibles fenómenos de circulación o trasferencia de un modo empíricamente controlado.
No pretendemos que las diversas formas que asume el tráfico de ideas corran por carriles paralelos. Todo lo contrario. Pero sí intentamos sugerir ciertas complejidades específicas implicadas en su análisis, por lo demás decisivas en el establecimiento de los contextos fundamentales. Y aunque este sea un texto en proceso, entendemos que la historiografía intelectual y cultural por venir tendrá que tratar siempre con los problemas planteados a una práctica tanto por los objetos que construye cuanto por los supuestos que la condicionan.

Notas

1 En este, como en otros puntos del texto, dialogamos con las "Palabras Preliminares" y el "Prólogo" (a cargo de Ricardo Pasolini) del libro editado por Paula Laguarda y Flavia Fiorucci: Intelectuales, cultura y política en espacios regionales de Argentina (siglo XX), Rosario, Prohistoria, 2012.

2 Ana Clarisa Agüero y Diego García, "Introducción" a Culturas interiores. Córdoba en la geografía nacional e internacional de la cultura, La Plata, Al Margen, 2010.

3 Carlos Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio económico, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1982.

4 Pierre Bourdieu, "Las condiciones sociales de la circulación de las ideas", en Intelectuales, política y poder, Buenos Aires, Eudeba, 2000, pp. 159-170.

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