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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.18 no.1 Bernal jun. 2014

 

ARTÍCULOS

La historia como oficio
Un testimonio sobre l'École des Hautes Études en Sciences Sociales
*

 

Tulio Halperin Donghi

University of California at Berkeley

 


Resumen

Resultado de una conferencia dictada en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS, París) en el marco de las conmemoraciones de los bicentenarios de las revoluciones en Hispanoamérica, este artículo indaga los derroteros que atravesó la disciplina histórica desde mediados del siglo XIX y el lugar que la EHESS ocupó en ese proceso.

Palabras clave: Historiografía del siglo XIX y XX; Intelectuales franceses; Teoría de la Historia

Abstract

History as a Craft. A testimony about the École des Hautes Études en Sciences Sociales

Based on a lecture at the École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS, Paris) which took place during the Bicentenary commemorations of Hispanic American revolutions, this article examines the paths that History has followed as a discipline since mid-nineteenth century, and the place that the EHESS kept in that process.

Keywords: 19th and 20th century Historiography; French Intellectuals; Historical Theory


 

Quiero en primer lugar expresar todo mi agradecimiento por el honor que se me ha conferido al invitarme a cerrar las jornadas en las que esta institución, que me resulta difícil no seguir llamando, como lo hacía hace ya más de medio siglo, la Sexta Sección de la École Pratique, ha buscado aportar los elementos para un balance de los más recientes aportes historiográficos sobre las vicisitudes atravesadas por el mundo iberoamericano a lo largo de las diez décadas que separan a 1763 de ese año de 1865, en que a juicio de los organizadores del presente Encuentro vino a consumarse el lento y progresivo derrumbe de los dos imperios bajo cuya égida esa región del planeta había sido incorporada, por sus conquistadores castellanos y portugueses, a la órbita de la Europa romano-germánica.
Imagino que al conferirme ese honor algo abrumador los organizadores contaban sin duda con que mi contribución al diálogo se apoyaría en experiencias acumuladas desde que hace casi sesenta años crucé por primera vez el umbral del número 54 de la rue de Varenne, en cuyo tercer piso tenía entonces su sede -mucho más modesta de lo que de lejos la había imaginado- esa Sexta Sección en que me disponía a comenzar en serio mi aprendizaje del oficio de historiador. Hay una razón obvia que puede asegurar un cierto interés para esa contribución, y es que esta proviene de quien ha sido, aunque fugazmente, testigo de una etapa decisiva en la trayectoria de la institución que me ha invitado a ofrecerla, que los participantes en estas jornadas solo conocen de oídas. Es sin embargo otra la razón que va a gravitar con mayor peso sobre lo que aquí tengo que decir, y es que mi experiencia es la de quien no buscó ocupar en esa institución sino un lugar marginal que le permitiría aprender, en el que se le antojaba el centro del mundo, los secretos del oficio que aspiraba a practicar en su remota tierra de origen.
Eso hace que la mirada que dirijo a la trayectoria de la historiografía acerca del tema de estas jornadas sea a la vez más cercana y más distante que la reflejada en las consideraciones que acompañan la invitación a participar en ellas. Más cercana, como se ha indicado ya, porque es la de un testigo directo; pero más distante, porque para ese testigo el legado de tradiciones acumulado desde la fundación de la École -que ha atravesado incólume los quiebres epistemológicos que se sucedieron desde entonces a lo largo de más de un siglo y fundan hoy los supuestos de un específico art de faire que no necesita fundamentar (ni aun explicitar) sus reglas para marcar con su huella los productos de quienes ejercen el oficio de historiador al abrigo de su ya venerable entramado institucional-, está lejos de ocupar el lugar central que tiene en el mundo de referencia de quienes desde aquí practican este oficio.
A esa distancia se debe sin duda que al presenciar esos debates no pudiera evitar proyectar la etapa historiográfica aquí explorada sobre un más amplio arco temporal, ubicándola en la historia más extensa de la institucionalización y profesionalización de la comunidad historiadora que a partir de las décadas centrales del siglo XIX iba a reivindicar para sí la tarea hasta entonces compartida por teólogos, juristas, filósofos políticos, hombres de Estado y caudillos guerreros, y que vino a introducir en la práctica historiográfica una radical innovación cuyo eco solo medio siglo más tarde alcanzó a hacerse oír en la remota América española.
Lo que me ha llevado a concentrar la atención en una dimensión del proceso aquí examinado es que para quienes buscábamos introducir esa misma innovación en una tierra entonces marginal que aspiraba ya a dejar de serlo, la narrativa del nacimiento y avance de la historiografía como actividad profesional tiene su punto de partida en 1910. Fue en ese año que los gobernantes de los estados sucesores del imperio español, desde la ciudad de México hasta Buenos Aires, utilizaron las celebraciones del primer centenario de las revoluciones que les dieron origen para desplegar, tanto ante la opinión de las naciones más adelantadas del planeta como ante las masas a cuya elevación aspiraban, los frutos de sus esfuerzos por implantar en el ingrato suelo de Hispanoamérica un puñado de naciones situadas, también ellas -como las que habían tomado por modelo-, en la vanguardia de la civilización. Los diminutos núcleos que aspiraban a arraigar en ese mismo ingrato suelo comunidades historiadoras modeladas sobre las que ya habían alcanzado la madurez en la Europa romano-germánica buscaron establecer con estas una relación inevitablemente sesgada, propia de discípulos que a medida que intentaban aplicar las lecciones que les llegaban de sus remotos maestros, advertían cada vez más nítidamente todo lo que separaba el contexto en que intentaban replicar su hazaña del que la había hecho posible en el Viejo Mundo. Y advertirlo se hacía particularmente fácil cuando se trataba de una temática como la encarada en las presentes jornadas, en que se extrema la distancia entre quienes desde el Viejo Mundo ven en ella un tópico más en la historia de la expansión europea abierta en el ocaso de la Edad Media, y que en 1910 apenas comenzaba a encontrar barreras a su avance, y los que en esas repúblicas en que no habían terminado de cuajar estados-naciones, acababan de ser invitados a organizar su narrativa como la de la génesis de nacionalidades que no se habían aún perfilado del todo.

Y esa distancia, que no se ha acortado desde entonces, me hizo fijar la atención en un rasgo que sugiere que no solo en cuanto al tema aquí tratado nuestra disciplina afronta hoy un desafío del todo comparable al que superó mediante la creación de una profesionalizada comunidad historiadora que aspiró a reemplazar en la tarea de narrar la historia a quienes por más de dos milenios habían comenzado por hacerla. Tal rasgo era que esa propuesta proclamó insuficiente el enfoque de quienes elaboraron la versión canónica del tránsito de los imperios a las naciones que subtendió las celebraciones de 1910; enfoque al que achacaban haberse apoyado en un paradigma interpretativo muy cercano al que caracterizó y a la vez descalificó en 1931 Herbert Butterfield en su agrio ajuste de cuentas con la que llamó visión whig de la historia de la nación inglesa (Butterfield reprochaba a esa visión haber construido su narrativa a partir de un futuro que desde el momento inicial de ese proceso habría gravitado ya como causa final de ese avance casi milenario).1 Lejos de promover como Butterfield una visión alternativa, no menos ambiciosa, lejos de ofrecer una clave universal para esa historia, nuestros invitantes han preferido objetarle la presencia en esa Hispanomérica en difícil transición, de vastas zonas de realidad que la visión que había inspirado las celebraciones de 1910 había mantenido en la sombra, y cuya exploración es abordada en un conjunto de investigaciones agrupadas en torno a un haz algo disperso de temas; en suma, tras derribar un paradigma no buscaron sustituirlo con otro paradigma sino con una infinitamente ampliable agenda de investigaciones.
Si señalo este hecho evidente no es por cierto para acusar a mis colegas de estar hurtando el cuerpo a una tarea que sería su deber encarar de frente, sino para preguntarme por qué, en efecto, no han querido afrontarla y si no se debe acaso a que en este mundo en que nos toca vivir les resultaría imposible llevarla adelante con éxito. Si este es el caso, no sería esta la primera oportunidad en que la comunidad historiadora encontró una manera de adaptarse a esa imposibilidad: en el siglo XIX el fruto de sus esfuerzos en ese sentido fue la elaboración del que iba a ser reconocido como el método histórico por antonomasia, canonizado al fin de esa centuria por Bernheim en Alemania y por Langlois y Seignobos en Francia. En sus orígenes alemanes el contexto en que ese método iba a forjarse estaba dominado por el vacío dejado por la abolición del marco imperial que había encuadrado por más de mil años la historia de las tierras alemanas, anticipando para ellas un futuro erizado de conflictos de desenlace imprevisible. Los dilemas que ello planteaba dieron su fruto en la articulación de dos escuelas históricas que -del mismo modo que la whig vilipendiada por Butterfield- construían su narrativa a partir del futuro, pero en este caso, a partir de dos futuros entre sí incompatibles; mientras la escuela de la Gran Alemania asignaba al Imperio Austríaco, sucesor y heredero del Sacro Imperio Romano, el papel de núcleo dominante en la futura ordenación política de las tierras alemanas, la de la Pequeña Alemania, que dejaba fuera de sus confines el patrimonio territorial de la casa de Habsburgo, asignaba ese mismo papel al reino de Prusia, precisamente cuando el dilema frente al cual esos historiadores habían apasionadamente tomado partido se preparaba a ser zanjado por la fuerza de las armas. Puestos a explorar el pasado a partir de esas opuestas premisas, los seguidores de ambas corrientes historiográficas, movilizados por las pasiones que en ellos despertaron los conflictos del presente y les inspiraron sus opuestos proyectos de futuro, no podían sino buscar en él las huellas de dos pasados también ellos divergentes, seleccionando en el curso de diez siglos de historia romano-germánica dos repertorios también distintos de temas relevantes al de cada una de esas dos futuras Alemanias.
Parecía imposible reunir a esos enconados rivales en una cofradía capaz de fijar para sus integrantes criterios de validación profesional universalmente aceptados porque se apoyaban en criterios de verdad tenidos por válidos por todos ellos. Fue esa sin embargo la hazaña de Ranke, y lo que la hizo posible fue que quien iba a ser en el futuro recusado más de una vez como incapaz, cuando dirigía su mirada al pasado, de elevarse más allá de la constatación empírica de que ciertos hechos habían en efecto ocurrido, había comprendido instintivamente las razones por las cuales quienes se descubrían viviendo en un mundo que había perdido toda certeza acerca del futuro solo podían hacer historia de esa manera. El desgarramiento que dividía a la cofradía historiadora alemana en el momento mismo en que se constituía en un grupo profesional era solo un síntoma de un problema más general, reflejado en el impasse en que había encerrado a la filosofía de la historia la postulación por parte de Hegel de que con la integración superadora del legado de la Revolución Francesa la entera experiencia histórica de la humanidad, que él mismo había transmutado en clave filosófica en su propia obra, había alcanzado su punto de llegada, y tropezado con ello contra un límite insuperable. Pero los veinte años de historia que siguieron a la muerte de Hegel en 1831 hicieron cada vez más insostenible la noción de que lo que hacía imposible pero también innecesario recurrir a la guía de una filosofía de la historia era que bajo la égida del orden instaurado por el Congreso de Viena la humanidad hubiera alcanzado la plenitud de los tiempos; para entonces era ya evidente que la historia no se había cerrado en el punto postulado por Hegel, pero también que aunque quienes habían tomado a su cargo narrarla seguían haciéndolo guiados por variadas visiones del futuro hacia el cual aspiraban verla encaminarse, era ya imposible seguir vaciando esas visiones en el molde de una filosofía de la historia. Entre los discípulos que se disputaban el manto del maestro nadie lo advirtió más claramente que Marx, y a la lucidez con que supo advertirlo, debió mucho sin duda la gravitación que su pensamiento iba a retener por más de un siglo.
El curso tomado por las tormentas de 1848 que comenzaron por quebrar las barreras erigidas por el Congreso de Viena contra cualquier retorno ofensivo del espíritu revolucionario, que resurgía remozado bajo las banderas del liberalismo, la democracia y el principio de nacionalidad, abrió camino a un desenlace en que el fracaso de las revoluciones de ese año no les impidió hacer radicalmente imposible cualquier restauración lisa y llana de la situación previa a su estallido, dejando el campo abierto a soluciones antes impensables, en que lo antiguo y lo nuevo se combinaban sobre las pautas más diversas, previsiblemente destinadas, por otra parte, a sufrir en el futuro nuevas e igualmente impredecibles recombinaciones. Estando así las cosas, frente a ese futuro solamente cabía una sincera confesión de ignorancia, y Ranke supo sacar las conclusiones que de ello se imponían en cuanto a la tarea del historiador. Lo hizo en 1854, en el curso de las conferencias que pronunció ante Maximiliano de Baviera, en términos sabiamente escogidos para no alarmar a ese público de elite. La tarea del historiador -proclamó allí- era narrar cómo propiamente habían ocurrido las cosas y ello los obligaba a considerar cada época en sí misma, "como ante Dios".
Esa fórmula velaba pero no ocultaba la extrema radicalidad de su propuesta: ella no solo auspiciaba la ruptura con las filosofías de la historia en boga en la primera mitad del siglo, sino con la madre de todas ellas: la tan antigua como el cristianismo que había organizado la entera historia de la humanidad sobre la tierra en un grand récit de caída y redención que había tenido su punto de partida en el jardín del Edén y su punto culminante en el Gólgota, y cuyo futuro desenlace debía tener por teatro el valle de Josafat.
De este modo, Ranke renunciaba a caracterizar tanto descriptiva como normativamente la tarea de la comunidad historiadora a partir de los rasgos del sector de realidad que le tocaba explorar; en cuanto a esto último sus integrantes eran libres de sostener las opiniones más variadas, mientras coincidieran en aplicar a la investigación de los hechos de los hombres un método que les debía permitir alcanzar conclusiones válidas también para quienes no las compartían. En una época en que las nuevas ciencias humanas aspiraban a ser también ellas ciencias de leyes, esa modestia de aspiraciones podía parecer escandalosa, y el escándalo se agravaba cuando se descubría que las descripciones de ese específico modus operandi del historiador estaban más cerca de las instrucciones que pueden esperarse de un maestro artesano que de las que en otras disciplinas de más reciente invención daban lugar a intrincados debates epistemológicos. Pero el hecho es que con estos instrumentos y estos criterios en la segunda mitad del siglo XIX ese modo de hacer historia se transformó en norma para la entera Europa, y la expansión que nuestra milenaria disciplina conoció bajo su signo hizo que, al cerrarse, ese siglo fuese celebrado como el de la historia.
Ese vertiginoso avance incorporó al territorio del historiador la entera experiencia de la humanidad desde el origen de los tiempos, y logró hacer de ese método que imponía tan toscos criterios de validez la piedra de toque tanto para las conclusiones alcanzadas por las disciplinas teológicas que invocaban a su favor una fuente de autoridad más que humana cuanto para las propuestas por las nacientes ciencias sociales.
Es en el primero de esos campos donde se percibe mejor el alcance preciso del desafío que el recurso al método histórico significaba para la entera enciclopedia del saber. Hacía siglos ya que la apologética católica había enfrentado los ataques de quienes sencillamente negaban el origen más que humano de los textos sagrados; ahora afrontaba otro muy distinto de parte de los seguidores de un método que, sin entrar a discutir si esos textos eran o no fruto de una inspiración de lo alto, los examinaba con los mismos criterios que aplicaba a los que no aspiraban a un origen tan exaltado. Su primera respuesta fue un rechazo tan cerrado como el que había opuesto a quienes derechamente les negaban ese origen, pero pronto iba a descubrir que para fundamentar de modo convincente ese rechazo necesitaba aplicar también ella esos mismos criterios. Quienes primero avanzaron por ese camino fueron recibidos con escándalo, y los más audaces sufrieron duros castigos, pero unas décadas más tarde se asistiría a la creación por el Vaticano de institutos de investigación histórica acerca del origen de textos cuyo carácter inspirado seguía por otra parte reivindicando. Pero si esa nueva táctica defensiva permitía a la Iglesia seguir reivindicando una autoridad de origen divino para sus textos canónicos, la aplicación de esos mismos métodos al examen de la entera trayectoria de la institución eclesiástica, difícilmente objetable por quienes la habían aceptado ya para lo que su patrimonio ideal tiene de más sagrado, vino a crear crecientes zonas de incertidumbre en cuanto al papel de la Iglesia en el mundo terrenal, reflejadas en discrepancias que la autoridad de los ocupantes del trono pontificio (cuyos alcances habían sido desde la antigüedad tema de vivas disputas, agudizadas desde que las nociones heredadas acerca del pasado de la Iglesia se vieron sometidas a un examen crítico cada vez más sistemático), no lograría eliminar con la antigua eficacia.
En el campo de las nuevas ciencias sociales y humanas, la extrema complejidad de los procesos por ellas estudiados, que la indagación histórica apoyada en ese método había venido a revelar, dio lugar a discrepancias en cuanto a si era posible volcarlas en el molde de las exactas y naturales, o si requerían enfoques totalmente distintos, capaces de captar esos procesos en lo que tienen de más peculiar; de nuevo la consecuencia fue la creación de zonas de incertidumbre en las cuales la discrepancia se revelaba también ineliminable, pero era aquí aceptada sin escándalo. De este modo la aceptación por parte de esas nuevas ciencias del compromiso de partir de datos rigurosamente pasados por la criba del método histórico puso las bases de una concordia discors que hizo posible una constante ampliación de la agenda de temas y problemas que el historiador ahora compartía con los cultores de disciplinas que aspiraban a ir más allá de establecer cómo propiamente habían sucedido las cosas.
Pero pronto se hizo evidente que tampoco para el historiador la adopción de ese método se acompañaba de una rígida adhesión a la consigna de Ranke, que imponía considerar cada época en sí misma, y en este punto el mismo Ranke dio el ejemplo, cuando proclamó tema central de un milenio de historia romano-germánica la relación conflictiva entre poder temporal y poder espiritual, con lo que venía a proponer una clave capaz de dar cuenta no solo de las peculiaridades de cada una de las épocas que se sucedieron a lo largo de ese milenio sino de las modalidades de su articulación en un proceso temporal que las abarcaba a todas. Y si ese avance de la mirada del historiador hacia las múltiples dimensiones de la actividad humana que hasta entonces había ignorado lo enfrentaba a un objeto de estudio cuya extrema complejidad le imponía abordarlo con un espíritu distinto del de las nuevas ciencias que estaban compartimentando ese vasto territorio, a su vez los cultores de esas ciencias resistían mal la tentación de exceder los límites que estas se habían fijado, con lo que en los hechos se tejió entre unos y otros una red de diálogos en que un temario cada vez más abigarrado era abordado en orden disperso.
En esos diálogos, la seguridad acerca del futuro que había inspirado a las filosofías de la historia abrió gradualmente paso a una cada vez más intensa preocupación sobre el futuro. Y se entiende por qué: mientras las tensiones que habían aflorado en 1848 entre las corrientes que impulsaban las hondas transformaciones en curso se exasperaban peligrosamente cada día, los cambios que ellas habían inducido seguían avanzando y profundizándose con ritmo vertiginoso; cuando finalmente ese ciego impulso hacia adelante desembocó en la gran guerra de 1914-1919, hacía ya un cuarto de siglo que los mismos que colaboraban con entusiasmo en una exploración de la experiencia humana en el planeta, dispuesta a avanzar en todas las direcciones posibles, eran cada vez más invadidos por los sombríos presagios que esa guerra sin medida común con ninguna del pasado vendría a confirmar con creces.
Y fue precisamente en ese momento, y bajo esos ambiguos auspicios, cuando en las naciones que buscaban emerger en los estados sucesores de la monarquía católica se dieron los primeros pasos en la formación de cofradías historiadoras. Desde esta orilla del Atlántico, la cada vez más alarmada perplejidad que caracterizaba al temple colectivo reinante en el Viejo Mundo no alcanzó a corroer la fe puesta en un programa de construcción de nuevas naciones sobre el modelo de las que no era seguro que no se encaminaran a la catástrofe, pero restó al perfil de ese modelo mucho de su nitidez originaria; y en cuanto a esto, puesto que Francia seguía ocupando el lugar central en la visión hispanoamericana de la Europa sobre la que esas naciones aspiraban a modelarse, fueron las modalidades que esas transformaciones en el clima colectivo habían desplegado en el ámbito francés las que marcaron con su signo las que habían avanzado en paralelo en Hispanoamérica.
Un par de libros publicados en 1912 y 1913 por el peruano Francisco García Calderón reflejan acabadamente el fruto de esas paulatinas modificaciones del clima de ideas en ambas
orillas del Atlántico. Mientras el programa de construcción de nacionalidades sigue siendo el madurado a mediados del siglo anterior, casi nada sobrevive de la visión de la historia y de la sociedad en que se habían apoyado quienes primero lo habían adoptado. En Les démocraties latines d'Amérique2 los caudillos y las oligarquías que guían a sus pueblos en su avance hacia la civilización moderna son los herederos y continuadores de los conquistadores cuyas sangrientas hazañas -que habían incorporado la que hasta entonces había sido terra incognita a la órbita de la Europa cristiana- el mismo García Calderón evocaría un año más tarde en La creación de un continente.3 Lejos de atribuirles el algo inverosímil papel de héroes culturales abnegadamente consagrados a una empresa civilizadora, los presenta como superhombres nietzscheanos a los que solo son capaces de hacer justicia quienes se ubican, como ellos mismos instintivamente lo han hecho, más allá del bien y del mal.
Esa transformación en el perfil de los héroes fundadores se corresponde con la que se ha producido también en la imagen del orden mundial en el que desde hacía ya tres cuartos de siglo Hispanoamérica aspiraba a integrarse; había quedado atrás la ilusión de que el avance de la civilización industrial relegaría definitivamente al pasado los tiempos en que la guerra había sido el medio por excelencia de modificar las pautas de distribución de prestigio, poder y riqueza entre las naciones. En 1912 aparece ya como inminente el conflicto que ha de decidir en los campos de batalla cuál de las tres razas que se disputan la primacía en Europa ha de prevalecer sobre sus rivales, y en ese marco las perspectivas de futuro de la latina, cuyo pasado predominio ha sufrido ya golpes muy serios como consecuencia del avance científico y tecnológico de la germánica y del demográfico de la eslava, son muy poco tranquilizadoras, pero -tal como arguye Raymond Poincaré, el futuro Presidente de la Victoria, en el prólogo con que presentó La démocratie al público francés-, el ingreso en la escena mundial de las naciones latinas del Nuevo Mundo podría modificar radicalmente ese equilibrio de fuerzas cada vez más desfavorable a las naciones herederas de Roma.
Tal era el clima colectivo en cuyo marco iban a darse las primeras tentativas anunciadoras de que Hispanoamérica estaba por alcanzar la profesionalización del oficio de historiador, en el que había sido un aspecto esencial la metamorfosis comenzada en el Viejo Mundo a mediados de la centuria anterior. La iniciativa partió de esas elites políticas, celebradas por García Calderón en el espíritu de los nuevos tiempos, en la Argentina y en el Uruguay, países que en medio de un proceso de modernización más avanzado que en el resto del subcontinente habían decidido hacer de la difusión de la enseñanza elemental el medio por excelencia que habría de acelerar la maduración de una alerta conciencia nacional en el seno de las masas populares, con la creación de un mercado inesperadamente amplio para quienes se revelaran capaces de ofrecer una convincente narrativa de la génesis de la nacionalidad a un público infantil y adolescente (en la Argentina los manuales de historia patria del profesor normal Alfredo B. Grosso alcanzaron en cuarenta años más de un millón de lectores). Pero en todas esas iniciativas se reclutaron expertos capaces de desenterrar de los archivos los documentos que necesitaban esgrimir en los conflictos de límites que iban a multiplicarse desde que los estados sucesores se acercaron a completar la ocupación efectiva de su territorio, cuyo auxilio se hacía imprescindible para esas elites cuando -como ocurría cada vez con mayor frecuencia- los litigantes
acudían, en busca de esquivar un conflicto armado, al arbitraje del soberano inglés o español, o del presidente de los Estados Unidos.
Como ya había ocurrido en Hispanoamérica bajo la égida de la monarquía ilustrada, el Estado venía de este modo a llenar el vacío dejado por una sociedad civil demasiado pasiva, y así volvería a ocurrir muy pronto, cuando la incorporación de la historia nacional y americana al currículum de las nuevas facultades de humanidades abriera el camino a una nueva etapa en la profesionalización de la tarea de los historiadores; y de nuevo en los años de entreguerras, cuando ese mismo Estado creó sobre el modelo español academias que conferían a sus miembros una suerte de certificado de competencia en el campo historiográfico; y todavía al abrirse la segunda posguerra, cuando incluyó las ciencias sociales y humanas entre aquellas cuyo fomento tomarían a su cargo los organismos creados sobre el modelo de los que por entonces centralizaron en Francia, España e Italia la antes dispersa acción del Estado en ese terreno.
Para entonces, en todo el subcontinente la pasividad de la sociedad civil era ya cosa del pasado, y desde que las fracturas dentro de ella se tradujeron en conflictos políticos que unos estados mal preparados para afrontarlos intentaban zanjar por acto de imperio, las tensiones que esa situación introducía dentro de la naciente comunidad historiadora, y entre esta y los dueños del poder político, recordaban las que en el Viejo Mundo habían afrontado en el siglo XIX. Tales episodios, que remiten al que culminó en la destitución de los siete profesores de Göttingen por el soberano de Hannover y en la de Jules Michelet por las autoridades del Segundo Imperio, han venido sucediéndose en Hispanoamérica hasta el presente, acompañados desde que se ha abierto el nuevo milenio por otros derivados de la imposición, por parte de los regímenes neopopulistas en la región, de una ideología de Estado de líneas mucho menos precisas que la marxista-leninista adoptada en la Cuba socialista desde la década de 1960, pero no menos ambiciosa que esta en determinar -también aquí por acto de imperio- las líneas de avance de la investigación histórica.
Mientras hasta la segunda posguerra Europa occidental conoció episodios semejantes y aun más graves, a partir de ella la institucionalización de la comunidad historiadora le permitió atravesar con mínimo daño los más fuertes cimbronazos de una etapa que no estuvo libre de fuertes tormentas. En cuanto a esto el ejemplo lo tenemos a la vista: es el del apenas perceptible impacto que alcanzó sobre la École des Hautes Études en Sciences Sociales la transición entre la Cuarta y la Quinta República, pese a que esta trajo consigo una más profunda transformación de las instituciones del Estado francés que la que había acompañado la metamorfosis de la Segunda República en Segundo Imperio, avanzando en medio de conflictos que en un par de ocasiones rozaron peligrosamente la guerra civil (como la rebelión de los generales, que por un momento prometió ofrecer a André Malraux la oportunidad de reverdecer los laureles que había conquistado en la guerra que había devastado a España).
La levedad de ese impacto externo contrasta con la intensidad que iba a alcanzar el de las tormentas del '68, y no tanto porque mientras estas arreciaron esa institución jerárquica y autoritaria vivió en estado de asamblea (las huellas de esa inesperada innovación iban a desvanecerse rápidamente), sino porque en esas tormentas comenzaron a hacerse sentir las consecuencias no previstas de la transformación de las universidades en instituciones de masas: desde entonces estas iban a afectar cada vez más profundamente al entero aparato de enseñanza e investigación que se había organizado en la segunda posguerra para encuadrar a esas crecientes muchedumbres.

Así considerada, la deriva proféticamente anunciada para ese aparato por las tormentas del '68 refleja las modalidades que alcanzó en el sector el hecho de que ese aparato encuadrara la brusca transición entre la etapa abierta por el fin de la Segunda Gran Guerra -la de las Trente Glorieuses en que economías y sociedades conocieron avances capaces de inspirar la euforia colectiva reflejada en la consigna "soyez réalistes, demandez l'impossible", que conquistó una efímera popularidad en 1968-, y la de crecientes perplejidades que vino a sucederla. Ese viraje de la historia universal, que para quien lo contempla desde el punto de mira del año 2010 marca el ingreso en los tiempos actuales, tiene como consecuencia quizá inevitable que lo logrado cuando ese avasallador impulso ascendente alcanzó su punto culminante, ofrece el término de referencia para medir todo lo que ha cambiado a partir del momento en que aquel comenzó a perder fuerza.
Es del todo normal que así ocurra, y no sería una objeción válida la demasiado obvia de que la noción misma de Trente Glorieuses no es (y no puede ser) sino una construcción retrospectiva, que no toma en cuenta por ejemplo que esa etapa privilegiada incluye un día que hubiera podido ser el último de la historia de la humanidad sobre la Tierra. Pero en cuanto al tema que aquí específicamente nos interesa corre el riesgo de dramatizar en exceso la renuncia a construir una narrativa histórica a partir del futuro que -como ocurrió luego de que las tormentas de 1848 alcanzaran un desenlace sin desenlace- expresa en el lenguaje propio de los historiadores la convicción de estar viviendo en un mundo que ha perdido el rumbo. Porque mientras 1848 puso fin a un largo período en que aun cuando el ciclo revolucionario abierto en 1789 había dejado como herencia una dura frontera en la sociedad, los ubicados a ambos lados de ella podían coincidir en cuanto a la dirección y el sentido de la corriente histórica que arrastraba a unos y otros (François Furet rastreó admirablemente el compartido pronóstico que subtendía las imágenes, en otros aspectos divergentes, que Guizot y Tocqueville trazaron del momento histórico en que les tocó vivir; lo que estaba quedando atrás en la década de 1970 era solo un breve momento en que esa subterránea coincidencia había venido a separar una etapa en que continuaba teniendo plena vigencia el desconcierto frente al futuro que desde 1848 no había podido ser superado, y otra signada por el todavía más profundo desconcierto reflejado en el desvanecerse de la imagen del porvenir que había proyectado, hasta donde alcanzaba la mirada vuelta hacia él, el esplendor del presente).
Fue en el breve espacio que separa el descubrimiento de que se estaba viviendo una etapa excepcionalmente venturosa (y que -como se ha recordado más arriba- solo maduró cuando la marea ascendente había llegado a su punto más alto) y aquel en que se descubrió que la fuerza impulsora de esa marea se estaba agotando rápidamente, cuando una rama recientemente desgajada de la economía política -la economía del desarrollo- vino en los hechos a ocupar el lugar de una filosofía de la historia. Fue en verdad un momento brevísimo: Albert Hirschman, autor en 1945 del texto precursor que puso las bases de la problemática de esa fugaz subdisciplina,4 en 1980 pudo levantar un balance póstumo de su entera trayectoria en "The Rise and Decline of Development Economics",5 pero fue preciso esperar hasta 1960 para que W. W. Rostow forjara con los materiales aportados por ella una clave tan ambiciosa de develar
los últimos secretos de la historia universal como la que Marx y Engels habían propuesto en 1848 en el manifiesto evocado en el subtítulo del folleto que le ganó súbita celebridad.6
Esa celebridad recompensaba la fidelidad con que Rostow se hacía eco de la euforia que en ese momento parecía reinar en el entero planeta; se la aseguraba en efecto la presencia de un público que veía confirmadas sus propias seguridades en la audaz reconfiguración de la experiencia atravesada por la humanidad desde sus más remotos orígenes, que no encontraba ya su punto culminante en el sacrificio del Gólgota sino en el tránsito, fechable con notable precisión hacia 1760, entre una etapa varias veces milenaria en que el género humano, gobernado por las férreas leyes descubiertas por Hobbes, Ricardo y Malthus, había sufrido el destino de un Sísifo colectivo, cuyas fútiles tentativas por escapar de él eran inexorablemente castigadas por un final en catástrofe, y esa otra abierta en el momento en que la revolución industrial había comenzado a forjar los instrumentos que le permitirían por fin evadirse de una servidumbre tan antigua como el mundo, en que sus hazañas iban a ser las propias de un Prometeo que hubiera logrado finalmente librarse de sus cadenas.7
Fue esa la hazaña de la nueva civilización industrial, que en su cuna en el corazón de Inglaterra necesitó apenas un siglo desde que comenzó a dejar atrás esa interminable prehistoria para entrar en una etapa de desarrollo autosostenido que aparecía a la vez como el comienzo y el fin de la historia. En la imaginación de Rostow, a partir de ese momento el futuro no sería sino una versión cada vez más grandiosa de un eterno presente. Puede medirse mejor la fuerza con que el Zeitgeist entonces vigente había logrado dominar la imaginación colectiva si se recuerda que lo que cuando Rostow escribía era aún el futuro para el Tercer Mundo no lo era para Europa Occidental, de cuya historia económica el autor de The Stages of Economic Growth era un eminente estudioso. Aunque estaba dispuesto a pasar por alto que, por ejemplo (y es un ejemplo del bulto), la historia de Alemania desde 1880, cuando ese país alcanzó la etapa de desarrollo autosostenido, había estado muy lejos de seguir un curso tan plácido.
Para entonces la alocada esperanza que hizo de ese erudito profesor de historia económica el inspirado profeta de un deslumbrante futuro ya al alcance de la mano había arrebatado también la imaginación de las elites gobernantes del entero planeta. Cuando los manifestantes del barrio latino invitaban a ser realistas y pedir lo imposible, hacía ya años que esas elites se habían anticipado a prometer lo que hasta la víspera se había tenido por imposible; mientras en los Estados Unidos el presidente Johnson se proclamaba dispuesto a hacer lo necesario para desmentir que, como se leía en el Evangelio, los pobres siempre estarían entre nosotros, en la urss el secretario del Partido que era a la vez el Estado, anunciaba el comienzo de la transición al comunismo, porque según creía saber estaba ya cercano el día en que la expansión de las fuerzas productivas haría posible satisfacer plenamente las necesidades de todos sus habitantes. Por su parte, la apuesta de la Cuba socialista, menos ambiciosa que las de Johnson y Jrúschov -quienes no se contentaban con menos que presidir un cambio más radical que todos los antes atravesados por la humanidad en su historia milenaria-, lo era aun más cuando tras fijarse un objetivo sin duda más limitado pero no por eso menos desaforado, no solo lo cuantificaba con una precisión ausente en las simétricas utopías que guiaban a los jefes de las dos potencias rivales, sino que también establecía -de modo igualmente preciso- la fecha en que se comprometía a cumplirlo. Como es sabido, el objetivo era producir una zafra de diez millones de toneladas de azúcar y 1970 iba a ser "el año del esfuerzo decisivo" en que se sabría con total certeza si ese objetivo había sido alcanzado o no.
Cuando se descubrió que no se lo había alcanzado, Cuba pasó en un instante del clima de exaltación colectiva que sus gobernantes habían logrado mantener en vida por más de una década a una suerte de eterno presente muy distinto del imaginado hasta la víspera; uno de lucha incesante en que cada día iban a poder celebrar una nueva victoria, porque esa victoria consistía en haber sobrevivido por ese día a la derrota sufrida en el cada vez más remoto año del esfuerzo decisivo. Para el resto del mundo, por el contrario, el disiparse de las ilusiones marcó el ingreso en una febril etapa en que la humanidad entera avanza a velocidad creciente hacia una meta desconocida, mientras no cesa de ampliarse el escenario en que vemos desplegarse ante nuestros ojos el cuadro final de un drama comenzado hace un milenio en el marco de la Europa romano-germánica. Se entiende que después de medio siglo de descubrir en cada nueva década que el paisaje del mundo se había tornado irreconocible, ya había ocurrido eso para la de 1960, que no solo para Cuba había sido la del esfuerzo decisivo; volvió a ocurrir en la de 1970, en que el súbito descubrimiento de que lo imposible había vuelto a ser imposible reorientó ese esfuerzo hacia el objetivo harto más modesto de salvar lo que todavía podía salvarse del formidable avance económico y social de los Trente Glorieuses; una vez más en la de 1980, en que se hizo súbitamente claro que la "cuestión social" que había ofrecido el tema central para la historia de las sociedades afectadas por la revolución industrial se había resuelto con la victoria total del capital, tanto sobre el mundo del trabajo cuanto sobre el Estado que se había creído capaz de ejercer por acto de imperio su arbitraje en ese conflicto; y de nuevo en la de 1990, en que mientras en el bloque en cuyo nombre Jrúschov había lanzado su pacífico desafío al primer mundo capitalista, la autoridad del Estado-Partido no sobrevivió al ya inocultable fracaso de su audaz apuesta, y en el mundo anglosajón el Estado puso deliberadamente esa autoridad al servicio de los vencedores, en Europa continental ese mismo Estado siguió usando sus cada vez más limitados recursos para salvar las últimas reliquias sobrevivientes de los ya remotos tiempos en que Konrad Adenauer había gobernado a la Alemania del milagro bajo el lema de prosperidad para todos. Y al concluirse la primera década del nuevo milenio, marcada en su final como en su comienzo por severas crisis económicas, vino a hacerse evidente no solo que el ciclo de cada vez más audaces revoluciones abierto en el alto Medioevo en la Europa romano-germánica, luego de ofrecer a lo largo de cinco siglos el argumento central para una historia que de local había terminado por hacerse universal, se había cerrado para siempre con el irrevocable fracaso de la más audaz de todas ellas, sino también que el protagonismo que en esa historia había correspondido a ese núcleo originario y su prolongación ultramarina surgida de la colonización anglosajona de la América del Norte se estaba él mismo transformando vertiginosamente en cosa del pasado.
Esa incesante transformación que acompaña la no menos incesante ampliación del escenario de una historia universal que solo ahora comienza a merecer plenamente ese nombre explica sin duda que la pérdida de cualquier seguridad acerca del rumbo hacia el que en el presente se encamina la historia, inspirara en los participantes de este simposio una reacción más angustiada que la que una pérdida análoga inspiró a los historiadores activos en la etapa abierta en 1848; mientras entonces la perplejidad había surgido de la dificultad de rastrear una nítida línea de avance en el nuevo acto de un drama en que seguían desempeñando los papeles centrales los mismos actores cuyos conflictos en la etapa cerrada en esa fecha habían parecido seguir un rumbo fácilmente previsible, quienes hoy se esfuerzan por encontrar sentido a la historia que transcurre ante sus ojos descubren a cada paso que el escenario en que ese drama venía representándose se desvanece progresivamente en el aire, sin que alcancen a adivinarse las líneas maestras del mucho más vasto que sin duda está destinado a reemplazarlo.
Pero creo que más aun influye en su angustia la conciencia de que en esa vasta transformación es la supervivencia misma de la comunidad historiadora tal como comenzó a configurarse hace un siglo y medio la que está, esta vez, en juego. La metamorfosis de la universidad, ya encaminada en 1968, ha avanzado lo suficiente para que sea ya penosamente claro que ella ha dejado de ser el lugar en que por más de un siglo esa comunidad se había contado entre las cada vez más escasas que retenían el privilegio de gobernarse de acuerdo con las normas de una corporación medieval en medio del alud modernizador. Mientras pudo creerse que la onda expansiva de la segunda posguerra estaba destinada a prolongarse indefinidamente en el futuro, tanto el proceso que estaba transformando radicalmente la universidad como otros que avanzaban en la misma dirección contaron con la colaboración entusiasta de los integrantes de la cofradía historiadora, persuadidos de que todos esos avances, que estaban poniendo a su disposición instrumentos desconocidos en el pasado y recursos sin medida común con los que habían estado a su alcance hasta entonces, no encerraban amenaza alguna para la venerable trama institucional a la que tenían tantas razones para permanecer apegados. Pese al primer alerta que significaron las tormentas de 1968, iban a seguir colaborando en esos mismos avances con la esperanza de que les ofrecieran nuevas bases de sustentación capaces de atenuar las consecuencias que para ella estaban alcanzando los cambios irreversibles que la masificación había introducido en la universidad. Por dos décadas, mientras esa esperanza se hacía cada vez más tenue, la reemplazaba la convicción de que no les quedaba ya alternativa a seguir adelante por ese camino, hasta que en la primera del nuevo milenio se hizo cruelmente claro que el revés sufrido en la universidad era consecuencia de transformaciones de mucho más vasto alcance que, con modalidades en cada caso distintas, estaban alcanzando consecuencias igualmente alarmantes en los ámbitos en que habían esperado encontrar compensación por el terreno perdido en la institución que les había dado su principal albergue por más de un siglo.
De nuevo la École ofrece un terreno particularmente adecuado para rastrear el rumbo de las transformaciones que afectan a nuestro campo de estudios, ya que desde su fundación tuvo por objetivo albergar el que era entonces un novísimo modo de encarar el trabajo histórico, que si en Inglaterra pudo ser introducido por iniciativa del esposo de la reina Victoria en universidades que eran poco más que arcaicos centros de formación de las nuevas promociones de clérigos anglicanos, difícilmente lo hubiera logrado en Francia, donde la comunidad universitaria estaba convencida de que ya había hecho espontáneamente todo lo necesario para colocarse a la altura de los tiempos.
Fue Lucien Febvre quien en Face au vent, el ensayo programático que anunciaba el co­mienzo de una nueva etapa de Annales en la Francia que acababa de dejar atrás la ocupación alemana, propuso una segunda y aun más radical transformación del estilo de trabajo de la comunidad historiadora, impuesta a su juicio por el legado de una guerra de todos contra todos, que, al unir con un lazo inextricable las experiencias históricas que a partir de ella habría de afrontar la humanidad en los cinco continentes del planeta, enfrentaba a los historiadores con el desafío de desentrañar en sus exploraciones del pasado claves válidas para la comprensión de la etapa histórica radicalmente nueva inaugurada por ese gigantesco cataclismo. Ese desafío les imponía reemplazar los proyectos en que métodos y objetivos eran definidos por un estudioso individual por otros planeados y ejecutados por equipos de investigadores que, sumando sus específicas destrezas, serían capaces de abordar las múltiples facetas de los complejos procesos que se trataba de desentrañar, y también de dar mayor precisión a sus conclusiones recurriendo, cuando el carácter de los materiales así lo aconsejaba, a los métodos cuantitativos y estadísticos en uso en las ciencias sociales.
En la intención de Febvre los integrantes de esos equipos pondrían sus esfuerzos al servicio de proyectos orientados a desentrañar un específico problema ("en ciencias del hombre -sentenció alguna vez- no hay disciplinas, hay problemas") y con ese criterio encaró ya en la entreguerra el gran proyecto de la Encyclopédie Française.Pero esa visión de una libre y armoniosa colaboración entre estudiosos en que la misma concordia discors que había logrado hacer tan productiva la etapa abierta en 1848, cuando la disciplina histórica había avanzado a la deriva, lograría reiterar esa hazaña, no preveía que la ola de fondo que en esas décadas de prosperidad en impetuoso avance iba a transformar a las universidades en instituciones de masas alcanzaría consecuencias análogas en los nuevos ámbitos creados para albergar proyectos como los que Febvre tenía en mente, haciendo cada vez más difícil que reinara en ellos ese espíritu de genial improvisación que debía asegurarles la creatividad que él esperaba de ese nuevo modo de abordar el trabajo histórico.
Mal hubiera podido reinar ese espíritu en el CNRS,** creado para canalizar los recursos cada vez más amplios que el Estado podía ahora volcar en ese campo y distribuirlos con criterios objetivos y mensurables que debían permitirle justificar sus decisiones ante los mecanismos de control de ese mismo Estado (y, como iba a descubrirse bien pronto, en más de una ocasión ante el tribunal de la opinión pública). Sin duda la consecuencia fue que una parte de la energía que en la utópica visión de Lucien Febvre debía volcarse en esos libres y productivos debates era derivada hacia la elaboración de minuciosos comprobantes de que esa productividad estaba rindiendo sus frutos en los plazos previstos en el proyecto originario, pero esta carga pesaba muy poco para estudiosos que en ese nuevo marco podían avanzar en sus exploraciones del pasado hacia los cada vez más anchos horizontes impulsados por su imaginación histórica. Tan poco pesaba, en efecto, que no iban a vacilar en expandir aun más esos horizontes acudiendo a otros apoyos externos que harían aun más rápida esa adecuación de la práctica historiadora a esa etapa histórica radicalmente nueva que aun no era conocida como la de globalización y, al hacerlo, iban a aceptar nuevamente las consecuencias que el establecimiento de ese nuevo lazo iba a alcanzar para su estilo de trabajo.
Como es sabido, la gestión de Fernand Braudel al frente de la École utilizaría al máximo las oportunidades abiertas gracias a esos apoyos. Denunciado como el prototipo del historien marshallisé por los antiguos internacionalistas ahora firmemente envueltos en los colores nacionales ante el desconcierto de sus atacantes, en ese momento en que la Guerra Fría estaba globalizando el eco de los debates que por más de un siglo habían desgarrado a la historiografía francesa, el inesperado giro tomado por esa misma guerra iba a permitirle gestionar un ambicioso proyecto en que cruzando mares y continentes conjugarían sus esfuerzos la Ford Foundation y el Partido Comunista Polaco. Pero la trayectoria de ese proyecto iba a revelar hasta qué punto ese múltiple patrocinio lo tornaba vulnerable a los nuevos giros que sobrevendrían en la trayectoria de las instituciones cuyo auxilio había obtenido; en cuanto al Partido Comunista, bastará mencionar que lo había representado en el proyecto originario Bronislaw Geremek, el eminente medievalista que iba a ganar vasta celebridad fuera de la cofradía historiadora como uno de los protagonistas del movimiento que puso fin al dominio de ese partido en Polonia; en cuanto a la Ford Foundation, primero la decisión de concentrar sus subsidios a las ciencias sociales en proyectos relacionados con los problemas que en esa etapa afrontaba la sociedad norteamericana, y luego el descubrimiento de que sus fondos no le permitían seguir expandiéndolos como hasta la víspera, vino a revelar que también su contribución a la esperada expansión de horizontes estaba encontrando sus límites antes de lo previsto.
No era solo esa modificación en el contexto externo la que estaba haciendo cada vez más difícil a la cofradía historiadora volcar su producción en el molde anticipado por Lucien Febvre. Ocurría a la vez que a medida que sus integrantes avanzaban en sus exploraciones, veían abrirse ante ellos rutas de avance alternativas que excitaban también su curiosidad; ciñéndonos de nuevo al ámbito de la École, Emmanuel Le Roy Ladurie nos cuenta en Paris-Montpellier, PC-PSU (1945-1963),8 cómo buscando en los archivos materiales para su gran tesis sobre los campesinos del Languedoc encontró dos expedientes que apartó para su futuro uso, uno sobre el proceso inquisitorial del foco albigense de Montaillou referido a los treinta años allí transcurridos entre 1294 y 1324, y otro sobre los disturbios que entre la Candelaria de 1679 y el Miércoles de Ceniza de 1680 desencadenó en Romans, en Provenza, un tumultuoso festejo de carnaval. Le Roy Ladurie era entonces un militante del comunismo que en su tesis se proponía hacer luz sobre un proceso de larga duración apoyándose en supuestos comparables a los que subtendían, por ejemplo, el esfuerzo que el equipo de Huguette y Pierre Chaunu había consagrado a reconstruir los altibajos del tráfico en el Atlántico español en Seville et l'Atlantique, 1504-1650, pero sabía ya que estaba maduro para una metamorfosis total de su modo de encarar el trabajo histórico. E iba a tocar a otro historiador, también él militante del comunismo y también él consagrado a un proyecto de ese corte, deducir la conclusión teórica que debía justificar la deriva que Le Roy Ladurie había anticipado en su futuro de historiador. Fue en efecto François Furet quien buscó establecer el grado de convergencia entre los cambios de coyuntura en el terreno de la economía y la sociedad, y en el del imaginario a través del cual estos eran percibidos por quienes los sufrían para hacer de él el experimentum crucis que determinaría de una vez por todas la validez de la premisa -compartida por la visión histórica del marxismo y la de la economía del desarrollo- que postulaba que unos y otros avanzaban de modo solidario. La respuesta que obtuvo fue inequívocamente negativa, y el corolario que implícitamente dedujo de ella vino a reemplazar la filosofía de la historia que había subtendido los avances de la historiografía en la etapa que estaba siendo dejada atrás, por otra que como la versión marxista de aquella se apoyaba en una filosofía de la naturaleza, así fuera esta infinitamente más desoladora
que la que venía a reemplazar. Era ella la que en el siglo anterior había formulado A. A. Cournot, para quien el tema central de la historia lo ofrecían los entrelazamientos entre procesos históricos que avanzaban en paralelo; en la visión de Cournot esos entrelazamientos estaban gobernados por el azar, pero no lo estarían indefinidamente, porque lo que hacía posible ese margen de azarosa libertad era la distribución desigual de la energía en el mundo natural, que estaba destinada a decrecer lenta pero inexorablemente hasta que todo ese mundo se sumiera a la vez en eterna tiniebla y eterna quietud.
El experimento de Furet había así venido a ofrecer la caución para el que iba a ser conocido como giro narrativo, que a la vez que satisfacía una demanda espontáneamente inspirada por la experiencia de trabajo de los historiadores se adaptaba admirablemente a la situación creada por el progresivo agotamiento de los recursos que habían hecho posibles los ambiciosos proyectos de la etapa de auge económico que estaba quedando atrás. De este modo, volvía a ocupar el primer plano el vínculo de la cofradía historiadora con el mundo de la edición, que había ya gravitado decisivamente en la etapa abierta en 1848, cuando tanto la obra mayor de Michelet en Francia como, en la otra orilla del Rhin, aquella en que los historiadores de la Pequeña Alemania desplegaron sus interpretaciones rivales del proceso histórico que había culminado en la fundación del Segundo Reich, dependieron de la colaboración y en más de un caso se debieron a la iniciativa de un empresario de la industria editorial. De inmediato iba a descubrirse que había un vasto público disponible para la renacida historia narrativa; así, el libro en que Le Roy Ladurie ofreció el relato de los treinta años de tensa convivencia entre católicos y cátaros en Montaillou9 alcanzó más allá de la cofradía historiadora un eco sin medida común con el que hasta entonces habían logrado suscitar ni aun los que por su tema se supondría más accesibles a un público no especializado. Pero es que aun estos habían sido escritos por los historiadores para sus pares. Así por ejemplo basta recorrer el índice del libro apasionado y aun hoy apasionante que Lucien Febvre dedicó a reconstruir la trayectoria de vida de Lutero, abierto con un capítulo enigmáticamente intitulado "De Köstlin a Denifle" destinado a trazar un balance del estado de la cuestión que se proponía examinar en los nueve siguientes, que sin duda no contribuyó a incitar al lector común a avanzar en su lectura, para entender por qué ese breve volumen, publicado en 1928 y rápidamente agotado, debió esperar a la segunda posguerra para conocer dos reediciones, separadas por siete años, del texto revisado por su autor durante la ocupación.10
Lo que en este aspecto ha logrado el giro narrativo es retornar a la situación de la etapa abierta en 1848, en que los integrantes de la cofradía historiadora podían escribir a la vez para sus pares y para todos, y era esta una conquista que no había demandado el sacrificio de nada esencial en su estilo de trabajo, pues las innovaciones que la hicieron posible las habían introducido ya en él para adecuarlo más plenamente a un objeto de estudio a cuya complejidad habían descubierto que no habían hecho hasta entonces plena justicia. Pero, como ya había ocurrido con los vastos proyectos de la etapa de loca prosperidad dejada atrás, la resurrecta alianza de la empresa historiográfica con la empresa editorial enlaza su destino con el de un agente externo cuya lógica le impone obedecer en primer lugar al imperativo de sobrevivir (y
en lo posible prosperar) en un marco económico cada vez más hostil, mientras las vertiginosas transformaciones en curso en la tecnología de las comunicaciones hace cada vez más problemático el futuro del libro; no debe sorprender entonces que el sostén que de esa alianza recibe la empresa historiográfica sea ya hoy mucho más limitado de lo que pareció posible esperar hace solo dos décadas.
Me pregunto qué puedo agregar al llegar a este punto a lo que para quienes no la han vivido desde dentro es la historia de una burbuja, de una pompa de jabón que se desvanece en el aire junto con tantas otras en este gigantesco fin de época, pero que es a la vez la de una empresa en la que quienes aquí estamos hemos gastado nuestras vidas. Solo quizá el testimonio de alguien a quien tras su paso fugaz por la École le ha tocado el destino de la pierre qui roule, y puede por lo tanto atestiguar hasta qué punto lo que hoy se vive en ella lo está viviendo nuestra cofradía desde la bahía de San Francisco hasta el Río de la Plata; en todas partes la enorme expansión de la que tanto nos habíamos prometido (y que no conviene olvidar estuvo lejos de decepcionar todas nuestras esperanzas) trajo consigo una quizá inevitable managerial revolution que puso nuestro destino en manos de quienes tienen ahora la oportunidad de utilizar la actual penuria para imponer una reestructuración radical de la cofradía historiadora que, al precio de hacerla irreconocible, concentraría el poder y los recursos en sus manos y en las de sus más inmediatos allegados, y están implacablemente decididos a no dejarla pasar en vano; tal la modalidad con que invade nuestra esfera la ingente transformación social hoy en curso en que las herencias de capitalismo y el socialismo convergen para empujar en una dirección muy distinta de la imaginada hace medio siglo.
Y se comprende que todo eso que nos circunda haga para mí aun más melancólico este reencuentro otoñal con la institución que conocí tan cerca de sus orígenes. Pero no deja de ser reconfortante verla discutir con los bríos de siempre los temas de siempre, que muestran que en quienes los abordan no ha desaparecido la confianza en que, en medio de tanta adversidad, el futuro de la empresa en la que todos ellos participan no está irrevocablemente bloqueado.

Notas

* Este trabajo surge de la presentación que realizó Tulio Halperin en el coloquio Los imperios del mundo atlántico en revolución. Una perspectiva transnacional (1763-1865), organizado entre el 28 y el 30 de junio de 2010 en l'École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS, París). El coloquio tuvo, entre otros objetivos, el análisis de la pertinencia de la categoría de "mundo atlántico" para el espacio hispánico en un período de caída de los imperios y de formación de nuevas repúblicas en Hispanoamérica, y es de notar que la mayoría de los autores inscribieron sus trabajos en la cronología propuesta por Halperin Donghi en Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850, obra publicada hace tres décadas en la que ya se analizaban las independencias en Hispanoamérica y en Brasil bajo una dinámica política atlántica. Halperin Donghi clausuró con una conferencia magistral el coloquio en l'École des Hautes Études en Sciences Sociales con el texto presentado aquí que, a partir de una reflexión sobre la profesionalización del oficio del historiador, retoma debates y disputas historiográficos comentados en el encuentro de 2010. Seis décadas antes, el historiador había arribado a París para estudiar en la misma institución, llamada entonces la VIe section de l'École Pratique des Hautes Études, y trabajar junto a Fernand Braudel: en los viajes en tren de Adrogué a la capital, Halperin había leído el libro de Braudel que José Luis Romero le había prestado, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (París, 1949). Aquella lectura y aquella "reorientación de la política española hacia el Atlántico" le provocarían, según sus palabras, un influjo abrumador (Tulio Halperin Donghi, Son Memorias, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p. 237). Una versión de este texto está incluida en el libro compilado por Clément Thibaud, Gabriel Entin, Federica Morelli y Alejandro Gómez, L'Atlantique révolutionnaire. Une perspective ibéro-américaine, Rennes, Les Pérseides, 2013, pp. 503-525. [Nota de la redacción.]

** Creado en 1939, el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) es, con más de 11.000 investigadores, el principal organismo público de investigación del Estado francés [n/eds.].

1 Herbert Butterfield, The Whig Interpretation of History, Londres, G. Bell and sons, 1931.

2 Francisco García Calderón, Les démocraties latines d'Amérique, París, Flammarion, 1912.

3 Francisco García Calderón, La creación de un continente, París, Ollendorf, 1913.

4 Albert Hirschman, National Power and the Structure of Foreign Trade, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1945.

5 Publicado en Albert Hirschman, Essays in Trespassing. Economics to politics and beyond, Cambridge, Cambridge University Press, 1980.

6 W. W. Rostow, The Stages of Economic Growth. Anon-Communist Manifesto, Cambridge, Cambridge University Press, 1960.

7 Así la representaba David Landes en The Unbound Prometheus.Technological Change and Industrial Development in Western Europe from 1750 to the Present, Cambridge, Cambridge University Press, 1970, pero en un clima colectivo que tenía muy poco en común con el de diez años antes: tras constatar que hasta el presente "the march of science and technology continues", admitía que "no one can be sure that mankind will survive this painful course", para cerrar con la conclusión de que a pesar de ello "we can be sure that man will take this road and not forsake it; for although he has his fears, he also has eternal hope.This, it will be remembered, was the last item in Pandora's box" (p. 555). Sabiamente se abstenía de anticipar de qué modo estaba destinada a culminar esa cada vez más desabrida carrera hacia adelante.

8 París, Gallimard, 1982.

9 Emmanuel Le Roy Ladurie, Montaillou,village occitan de 1294 à 1324, París, Gallimard, 1975.

10 Lucien Febvre, Un destin: Martin Luther, París, Rieder, 1928, reediciones a cargo de las Presses Universitaires de France, París, 1945 y 1952, del texto que su autor había concluido de revisar el 31 de enero de 1944 (Un destin..., op. cit., ed. de 1945, p. 6).

Bibliografía

1. Butterfield, Herbert, The Whig Interpretation of History, Londres, G. Bell and sons, 1931.         [ Links ]

2. Febvre, Lucien, Un destin: Martin Luther, París, Presses Universitaires de France, 1945.         [ Links ]

3. García Calderón, Francisco, Les démocraties latines d'Amérique, París, Flammarion, 1912.         [ Links ]

4. García Calderón, Francisco, La creación de un continente, París, Ollendorf, 1913.         [ Links ]

5. Hirschman, Albert, National Power and the Structure of Foreign Trade, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1945.         [ Links ]

6. Hirschman, Albert, Essays in Trespassing. Economics to politics and beyond, Cambridge, Cambridge University Press, 1980.         [ Links ]

7. Landes, David The Unbound Prometheus. Technological Change and Industrial Development in Western Europe from 1750 to the Present, Cambridge, Cambridge University Press, 1970.         [ Links ]

8. Le Roy Ladurie, Emmanuel, Montaillou, village occitan de 1294 à 1324, París, Gallimard, 1975.         [ Links ]

9. Le Roy Ladurie, Emmanuel, Paris-Montpellier, PC-PSU (1945-1963), París, Gallimard, 1982.         [ Links ]

10. Rostow, W. W., The Stages of Economic Growth. A non-Communist Manifesto, Cambridge, Cambridge University Press, 1960.         [ Links ]

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