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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.18 no.1 Bernal June 2014

 

ARTÍCULOS

Radiografía del laberinto

 

Christopher Domínguez Michael

El Colegio de México

 


Resumen

Este trabajo estudia la "estación argentina" de Octavio Paz. En él se lee en paralelo El laberinto de la soledad con la tradición ensayística nacional argentina, en la trayectoria que arranca con Facundo, de Sarmiento, y culmina con Radiografía de la pampa, de Martínez Estrada, rastreando en ella la serie de motivos de la que la obra de Paz se nutrió. En dicho recorrido, el texto destaca la centralidad del problema de la violencia y las profundas afinidades de los tratamientos de la misma en los autores en cuestión.

Palabras clave: Octavio Paz; Poesía; Ensayo; Identidad latinoamericana

Abstract

X-Ray of the Labyrinth

This work analyses the "argentine station" of Octavio Paz. It reads The Labyrinth of Solitude in parallel with the argentine tradition of national essay, in the line which begins with Sarmiento's Facundo and ends with Martínez Estrada's X-Ray of the Pampa, searching on this tradition the series of motifs in which the work of Paz has been nourished. In this itinerary, the text underlines the importance of the problem of violence and the deep similarities in the way the different authors deal with it.

Keywords: Octavio Paz; Poetry; Essay; Latin American identity


 

La interrogación nacional da la impresión, para quien se ejercita en ella, de ser menos un "peregrino en su patria" que un turista en su propio solar. Así veía Heine en madame de Staël a la mujer apasionada y un tanto ridícula cuyo ímpetu se agotaba recorriendo la pacífica Alemania. La señora buscaba endulzar sus caprichos probando Kant como si fuese helado de vainilla o Fichte helado de pistache, decía Heine, el judío intruso.1
Ese enervamiento del gusto, esa afectación por lo propio hace que los relatos de fundación y su comentario parezcan castillos en el aire. A fuerza de habitar en las nubes se escribieron libros como En torno al casticismo, Radiografía de la pampa o El laberinto de la soledad, palacios de la memoria histórica por los que logró transitarse con más certeza que en la mediocre vida misma, quimeras intelectuales derivadas de una "psicología de los pueblos" justamente tenida por sospechosa, que se transformaron, al fin, en De Alemania, es decir, en historia universal.
Pero la explicación del carácter nacional, como lo vio bien Gaos, invitaba a la acción, lo cual, vista la historia de los intelectuales durante el siglo XX, no era necesariamente una buena idea ni una filantropía digna de aplauso. El caso es que tras escribir El laberinto de la soledad y en el curso de los años sesenta y setenta, Paz fue de los que tuvieron que decidirse. A esa decisión se la ha llamado de diversas maneras: responsabilidad socrática del educador, compromiso, negativa a darle el brazo a torcer a la traición de los clérigos. Hubo de decidir Paz si se quedaba en el hospital unamunesco descrito por Ortega, donde convalecían el español africanizándose o el propio Martínez Estrada que se enfermó de la piel mientras gobernó Perón o el acomplejado o relajiento mexicano, atacado de complejos graves de inferioridad neurótica. Se quiso quedar Paz, en el hospital, a curar a los enfermos, sin saber bien si se quedaba de guardia, de enfermero, de médico en jefe, de radiólogo. Pero se quedó y decidió hacerlo porque confiaba en los poderes curativos manifiestos en El laberinto de la soledad. Había, además, que continuar con la narrativa del héroe y el mito, transformadas, en el tiempo de Freud, en una terapéutica.
Entrados los años sesenta, la Revolución Cubana sustituyó a la Revolución Mexicana como acontecimiento de redención. Con la fiebre generacional que tendría su clímax en 1968, la filosofía de lo mexicano y El laberinto de la soledad, como su conclusión o réplica, entraron en un estado de latencia. Pero sería justamente la generación del 68 -incluyendo en ella a un Paz que se releía y se ponía al día con Postdata- la que colocaría El laberinto de la soledad como el libro de cabecera. Parafraseando lo que se decía del psicoanálisis, la interrogación nacional, como género literario y filosófico, es ella misma la enfermedad que se propone curar.
No fue necesario que Paz se propusiese "mexicanizar" el mundo ni "mexicanizar" Europa porque apareció en un momento más o menos dichoso en que una parte del pensamiento europeo, desde Lawrence y su Serpiente emplumada, ansiaban esa mexicanización. Y la escuela internacional a la que Paz perteneció -grosso modo, el surrealismo- se mexicanizó en su madurez, antes de la Segunda Guerra, cuando llegaron a México Artaud y Breton y quienes los siguieron, una estela de pintores y artistas de todo tipo: Leonora Carrington, Péret... Ello mientras Paz, joven poeta, publicaba sus primeras averiguaciones sobre lo mexicano en El Nacional. No es que México fuese entonces "un país surrealista", como se dijo y se sostuvo hasta el cansancio, a partir de un dicho bretoniano, sino que el surrealismo acabó por ser mexicanista. Ese doble movimiento -el surrealismo mexicanizándose y Paz volviéndose surrealista como consecuencia natural de esa mexicanización- colocó al poeta mexicano en una situación de privilegio que ya no abandonaría durante el resto de su vida. A la vez interlocutor y traductor, mitólogo y mito él mismo, mucho de ello se lo debía Octavio Paz a El laberinto de la soledad.

Viaje a la pampa

En los años treinta del siglo XX aparecen, ocupados en la patología de una nación que empezó a desfallecer de improviso cuando había alcanzado una precoz madurez decimonónica, los médicos y los curanderos argentinos, a quienes también he querido leer en paralelo con El laberinto de la soledad. Estos taumaturgos recuperan su historia clínica comenzada por Domingo Faustino Sarmiento y convierten un poema ingenuo, el Martín Fierro (1872), no solo en una epopeya nacional sino en un surtidero de problemas ontológicos. Cuando Ortega y Gasset visita por primera vez la Argentina, en 1916, lo hace con la conciencia emocionada de ir al país que, en el sur, es el contrapeso de los Estados Unidos. Su obra, dirá al regresar de Buenos Aires, será desde ese momento tanto argentina como española. Los argentinos también siguen de cerca (aunque algunos no lo confiesen) las Meditaciones sudamericanas (1930) de un conde báltico, Joseph Keyserling, a las que seguirá la aparición de un clásico, la Radiografía de la pampa (1933), de Ezequiel Martínez Estrada.
Paz, ocupado en el globo supra-ecuatorial (los Estados Unidos, Europa, la Unión Soviética, la India) nunca miró con demasiado detenimiento a América del Sur. Fue a Buenos Aires, la ciudad que competía con la de México por la capitanía cultural latinoamericana, solo una vez, hacia el final de su vida, en 1985. Iba, debe decirse, con la mejor de las intenciones, la de fundar una edición sudamericana de Vuelta que retribuyese lo que Sur había sido para él en su juventud: la revista que difundió sus poemas desde 1938 en el continente, en la que colaboró con frecuencia hasta los años sesenta, donde Cortázar reseñó Libertad bajo palabra en 1949, la tribuna desde la cual dio a conocer, en 1951, el artículo donde divulgaba el caso Rousset, que no quiso proponerle ni a México en la cultura, de Fernando Benítez, o a Cuadernos americanos, de Jesús Silva Herzog, publicaciones temerosas del "qué dirán" los estalinistas.
"Llegas tarde, Octavio", le dijo en 1985 su queridísimo Bianco, secretario de redacción de Sur durante años y el único verdadero amigo común que tuvieron, en el medio siglo, Paz y Garro. Bianco murió meses después y Vuelta Sudamericana, tras un puñado de números dirigidos por Danubio Torres Fierro y Enrique Pezzoni, desapareció, sin pena ni gloria.
Pero volvamos a los libros argentinos. En mi opinión, para lo que yo necesito decir de Paz, el Facundo es ejemplar. No solo es el libro más importante que se escribió en América Latina durante el siglo XIX sino el primero de nuestros modernos relatos de origen que deviene, al natural, en un ensayo de interrogación nacional: registra un momento histórico y lo transforma en mito.
Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga (1845), de Sarmiento, es un tratado sobre la tiranía digno de un historiador de la antigüedad. No hago sino repetir un tópico que resalta el refinamiento, la sensualidad y el primitivismo de una "biografía novelada" que, como lo notó Borges, acierta desde el principio, al elegir Sarmiento no al tirano Rosas como protagonista, sino a un caudillo menor. La vida de Facundo, ese "gaucho malo", se convertirá, desde entonces, en un modelo de todos los caudillos hispano-americanos, a quienes Sarmiento les da un aire árabe, él que creía que en la pampa resistía, aberrante y anacrónico, el espíritu de los antiguos musulmanes, invasores de la península en 711. Para Sarmiento, que visitó Argel (capital de la nueva nación elegida como propia más de un siglo después por Fanon) en 1846, España es africana (por árabe) y a la vez América viene a ser la Arabia de España. Y cuando se descubrió internacionalmente célebre, Sarmiento supo también que la pampa de Facundo era una experiencia romántica (y aquí léase romántico como sinónimo de moderno) equiparable a la suscitada por Walter Scott.
Épica nueva que exalta por contraste negativo el nacimiento de una nación que fracasó al querer ser tan inmaculadamente moderna como los Estados Unidos, el Facundo supera la disyuntiva didáctica de la que se sirvió Sarmiento, aquello de la civilización de las ciudades resistiendo a la barbarie de los campos. Se colige en Sarmiento (y después que en él, en Ricardo Rojas con la Eurindia de 1926) que civilización y barbarie son una esencia bipolar surgida de la independencia de América.
De mis notas rescato tres puntos que me permitirán regresar, mejor armado, a El laberinto de la soledad. Tan pronto como empieza el Facundo, al presentar la soledad del argentino en la pampa, Sarmiento precisa que

esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta resignación estoica ante la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida, una manera de morir como cualquier otra, y puede, quizá, explicar en parte, la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven, impresiones profundas y duraderas. 2

Paz dice casi lo mismo en El laberinto de la soledad sobre la indiferencia de los mexicanos (y, sobre todo, la de los forjados por la Revolución) ante la muerte, que "es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor".3 Pero mientras que Sarmiento atribuye ese estoicismo al fatalismo geográfico, en Paz impera otro fatalismo que a la vez es histórico y sistémico: se remonta al azteca, a quien no le pertenecían ni su vida ni su muerte. Desamparado, el azteca se convertirá en un melancólico al impactar con el cristianismo; el mismo desamparo hará del argentino, según dice el Facundo, un arrogante atrevido. Al mexicano lo forja un exceso de civilización (un barroquismo, quizá) y al argentino, un exceso de barbarie. Pero el resultado es el mismo: una teoría de la violencia explicando la eterna historia de nuestra inseguridad.
Entre el Facundo y El laberinto de la soledad hay cien años de distancia en que se impone la lección probatoria de que el mundo histórico es una amalgama indisociable de civilización y de barbarie. Ante esa conclusión Paz, un optimista en 1950, nunca se resignó ante el relativismo: el péndulo debía mover inexorablemente a un país como México a compartir la evolución occidental a través de la Reforma, la Ilustración, la modernidad, y no a renegar de ella. Pero antes había sido Ezequiel Martínez Estrada quien subrayó, en las líneas finales de Radiografía de la pampa, que a Sarmiento le faltaba el siglo XX para saber que "civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio".4
Lo que le está negado al gaucho, en el grado en que lo observa Sarmiento, es lo que define al mexicano forjado durante la Revolución Mexicana: el autoconocimiento civilizatorio derivado de la catarsis que permite hacer verdaderamente propias y transformarlas a esas "ideas europeas" estáticas y contaminantes, del todo externas, que, según Sarmiento, habían fecundado a América hacia 1800.
Un segundo punto tiene que ver con la sociología de Sarmiento, la de un lector de la Revolución Francesa que ya no la ve como una escuela de la virtud republicana, del extravío terrorista o de la tentación cesárea, sino en tanto transformación brutal de la sociedad que no siempre es progresiva, como se lo enseñaron Guizot y Tocqueville al argentino. En la pampa que asuela Facundo, como en las llanuras del Norte de México azotadas por Pancho Villa, imperan otras leyes que no son "accidentes vulgares". A través de la mazorca y de la montonera, de la conspiración para asesinar y de la tropa insurrecta de jinetes, Sarmiento descubre a la masa como dueña momentánea del mundo merced a esa pavorosa democracia que impera durante aquello calificado como "una guerra social".
A la guerra social como estado de naturaleza (deducida por Sarmiento de Victor Cousin), estado en que los caudillos si pudieran (dice el Facundo) la harían de Mahomas fundando nuevas religiones, se adhiere un tercer elemento que proviene del estatuto literario del Facundo. Para Sarmiento, su libro es un "libro sin asunto", una novela histórica "fruto de la inspiración del momento", "estado y revelación por sí mismo de sus propias ideas", y "un mito a la manera del héroe". Panfletario en su origen y artístico en su resultado, el Facundo solo tiene una relación oblicua, propiamente ensayística con la verdad histórica. Como El laberinto de la soledad, se nutre de ella, pero la abandona pues quiere para sí el estatuto mítico del relato de origen.
Los mexicanos no solemos leer a Sarmiento. Paz le reservó un lugar discreto pero escogido: en su libro sobre Lévi-Strauss lo destaca como un despoblador, exterminador de indios, y en Los hijos del limo lo aplaude por haber reconocido, al visitar España en 1846, que los españoles como los hispanoamericanos, políticamente "ejecutores testamentarios" de Felipe II, solo traducíamos a los europeos.5
El Facundo lo leyeron Reyes y Vasconcelos, hombres ligados al norte de México y a sus desiertos, a sus pequeñas y asediadas ciudades fronterizas y menos ajenos al mito y a la geografía de la pampa que Paz o que cualquier otro escritor del Altiplano. Vasconcelos, tan argentino a veces, admiró el caudal civilizatorio del Río de la Plata y encontró en Sarmiento a un ejemplo de educador y político. Más aun: puede decirse que Vasconcelos es un Sarmiento fallido y La raza cósmica un Facundo donde ningún antihéroe está a la altura del arte. Si Sarmiento aparece poco en la obra de Paz, tampoco le da importancia al conde Joseph de Keyserling, a quien Martínez Estrada, pese a conocer la traducción francesa (1931) de las Meditaciones sudamericanas, le costaba reconocer como a su estricto contemporáneo.6
Me he llevado algunas sorpresas al leer Meditaciones sudamericanas, el libro maldito entre los ensayos de interroga ción nacional, un eslabón perdido en la historia intelectual latinoamericana cuyas intuiciones, insensateces y groserías no son menores en el fondo que las firmadas por algunos de nuestros clásicos en español. Creyente en el mito de la Atlántida, fábula en aquellos años candidateada un día y otro también a ser evidencia histórica gracias a la entonces bollante arqueología de las civilizaciones perdidas, Keyserling tomó mucho de Freud (quien naturalmente no lo citaba) y al combinar el culto a lo irracional con el vitalismo bergsoniano y el evolucionismo de Ernst Haeckel, fue un maître à penser que puso al continente americano en el centro de atención mundial como el laboratorio donde la historia y la naturaleza (sobre todo esta) habían realizado sus interesantes experimentos, mismos cuyas evidencias saltaban a la vista del vagólatra conde.
Keyserling considera a Sudamérica (en la que expresamente incluye a México, país que no visitó) como "la levadura de la Creación" y describe emocionado las visiones asociadas a "los estratos más bajos" de la vida, a la pesadilla primordial de la serpiente y al resto de los reptiles, que sufrió al visitar la Pampa: "Hay concretada allí en la naturaleza más fantasía genital que en ningún otro lugar del mundo". 7
Me ha sido imposible, tan pronto como he leído las Meditaciones sudamericanas, no encontrar antecedentes inconfesados de estilos, obsesiones e ideas que aparecerán en muchos escritores latinoamericanos formados entre las dos guerras mundiales. Ese "mundo reptilíneo" que describe el conde, por ejemplo, debió alimentar las fantasías prehistóricas de José Revueltas en Los muros de agua (1940), esa primera novela en que las Islas Marías, colonia penitenciaria donde van a dar, acompañados de delincuentes, los presos políticos comunistas, se parece mucho a la pampa keyserlingniana. O que la definición del sudamericano -según Keyserling, "el hombre absoluta y totalmente telúrico"- haya sido percibida por el Neruda que trabajaba desde 1925 en la Residencia en la tierra.
Influido, sin duda, por la lectura del Facundo, que casi no cita tampoco, Keyserling sube el tono de su reportaje prehistórico de la pampa cuando ve brotar en ella "rojas fuentes de cálida sangre", debido a que para los gauchos que la habitan degollar es un oficio dulcísimo. No encuentra (como tampoco lo ve Sarmiento) mayor conciencia moral, ni arbitrio entre el bien y el mal en el gaucho, ser para quien el homicidio cotidiano es una tarea más cercana a los oficios elementales del pastoreo y la ganadería.
Pues "en el mundo abisal", dice Keyserling, "falta todo límite preciso entre el hecho de matar y morir. Tal frontera sólo se concreta y precisa cada vez que de la noche de la Creación surge el Día de la creación...". 8 El primitivo, asume el conde, no mata, se inmola. Esta idea está detrás de las teorías de la guerra civil y de la revolución que escribirán, en la Argentina Martínez Estrada, y en México, Paz.
Como Lawrence, cuya Serpiente emplumada (1925) también leyó con provecho el mexicano Paz, el matadero atestiguado por Keyserling es una proyección fácilmente identificable del horror que esa generación vio salir de la Gran Guerra. No atreviéndose el conde a asociar ese holocausto con la civilización europea, lo desplazaba a los confines del orbe. En un pensamiento apocalíptico que también aparecerá en Revueltas y otros escritores escatológicos, Keyserling confiesa que "en la Argentina volví a soñar varias veces un viejo sueño mío en el que había llegado a ser el último habitante de la tierra, de nuevo convertida en un astro lívido y reía de gozo por verme al fin solo". 9
En ese punto el conde se separa del racismo más desagradable y exhibe su mestizofilia pues al carácter destructivo de toda guerra y conquista solo lo redime la mezcla de razas, la asimilación que convierte al conquistador y al conquistado en paisanos de un mismo terruño, como ocurrió, leemos en las Meditaciones sudamericanas, con el primer hijo de Cortés y la princesa india con la que se ayuntó. Elogia Keyserling a Vasconcelos por haber profetizado a la Raza Cósmica, teoría cuya "posibilidad" de realización le parece viable. La "tristeza del sudamericano -agregará- entraña más valor que todo el optimismo de los norteamericanos y que todo el idealismo de la Europa moderna".10
En otros ensayos he detallado las locuras y las virtudes de Keyserling. Aquí quisiera subrayar que sus opiniones sobre México lo convierten en uno de los primeros comentaristas internacionales del zapatismo, en los mismos años en que el zapatista Paz Solórzano escribía aquellos artículos mecanografiados por su hijo Octavio. Decía el conde: "Cuando el principio de la tierra a quien la trabaja no es ya aceptado, no sólo se despueblan los campos, sino que degenera la sangre. Una vez degenerada la sangre, el espíritu no encuentra cuerpo alguno conforme a la tierra. Entonces el desarraigado llega a ser el prototipo de lo espiritual. Pero el desarraigado ha de querer destruir para que la tierra le sea patria".11
Se ocupa Keyserling del culto de los indígenas mexicanos por la muerte, en términos empáticos con los de Lawrence y, antibolchevique, adelanta una visión negra que a su vez pintará Orozco en el palacio de gobierno de Guadalajara en 1937: los sacrificios humanos realizados por los antiguos mexicanos prefiguran la esclavitud del totalitarismo, asociación a la que recurrió Paz en algunas ocasiones.12
Finalmente, el conde escribe un párrafo del cual podría haberse desprendido toda la filosofía de lo mexicano y su crítica, incluido El laberinto de la soledad: "Es posible que mis ojos hayan visto en Sudamérica más tristeza y dolor de los que en realidad existen. Pero ¿qué son todos los hechos del mundo frente a la imagen simbólica que despierta a la vida a nuestro más íntimo fondo personal?" En América Latina, concluye Keyserling, rotundo, "sólo en un lugar se ha llegado a la codeterminación por una conciencia verdaderamente metafísica: en México. Por consiguiente, la tristeza mexicana es la única que tiene como componente el sentimiento trágico de la vida".13
Acto seguido, el conde dice que lo contrario del "sudamericano" es el hindú, lo que nos podría llevar a Vislumbres de la India (1995),el último libro en prosa publicado en vida por Paz... Pero el párrafo de Keyserling es de 1930, no se olvide, y no es del todo peyorativo. Especulaba el conde con "una futura mexicanización de América del Norte" que le daría a la amenazante civilización mecánica esa espiritualidad filosófica que el conde, predeciblemente, extrañaba en los Estados Unidos. Reyes, que recibía las visitas de Keyserling cuando se hospedaba en el Hotel Plaza de Buenos Aires, le preguntó al conde por qué no había llegado hasta México cuando visitaba los Estados Unidos: "—Me fue imposible... -repuso-. Pero me acerqué hasta la frontera y, como soy zahorí, adiviné a México al respirar el aura que llegaba del otro lado". En San Antonio, Texas, harto el conde de la exaltación febril de los estadounidenses, descansó la vista en los mexicanos, hombres que consumían "todo el día en los bancos, bajo los árboles, charlando y discutiendo" y que a Keyserling le parecían los herederos de los filósofos atenienses, "de los paseantes del Iliso y de la Academia, de los peripatéticos del Liceo".14
Encontró Keyserling en los mexicanos, según interpretaba Reyes, predisposición filosófica al reposo, la serenidad y el esparcimiento. La violencia y el desarraigo, según el conde, le daban contenido metafísico a la tristeza mexicana. No es necesario tomarse demasiado en serio a Keyserling para advertir su influencia, directa o indirecta, en Paz. Pero lo que importa es que estaba en el espíritu del tiempo esa tipología sagrada del carácter nacional, de su singularidad prehistórica, la averiguación genética -como síntoma de todo un malestar de la civilización- en el temperamento del español, del gaucho o del mexicano: nuestra inhumanidad -entendida como un déficit de civilización- ofrecía un diagnóstico de toda la humanidad.
Pero si Sarmiento y Keyserling no aparecen entre los antecedentes más comentados de El laberinto de la soledad, en el caso de Martínez Estrada, en "Vuelta a El laberinto de la soledad" (1975), es el poeta quien le confiesa a Fell que cuando escribió El laberinto de la soledad no conocía Radiografía de la pampa, el siguiente y último avatar de la mitología argentina que me interesa comentar.15
El contraste entre El laberinto de la soledad y Radiografía de la pampa es el más exigente y el más fertil de los que pueden establecerse, porque Martínez Estrada fue autor de una prosa ensayística cuya belleza y eficacia solo son comparables con las de Ortega y las de Paz. Además, el ideal terapeútico de Radiografía de la pampa, libro de historia e indagación "psicoanalítica", es similar al que Paz se confió: revelar el misterio de una nación y prepararla para su curación mediante el análisis y la crítica.
La Conquista de la Argentina narrada por Martínez Estrada no puede ser más distinta, en su determinismo geográfico tan fiel a Taine, de la que leemos en El laberinto de la soledad. En Radiografía de la pampa los conquistadores aparecen como unos desencantados que "venían solos y de paso".16 Y la España de la que se desprenden esos conquistadores carece de las virtudes renacentistas que Paz le concede de muy buen grado. Tan decadente es la península que Martínez Estrada considera imposible compararla con "los pueblos germanos, galos, itálicos, sajones". Calamidad entre las calamidades: España es un pueblo tan "esclerosado, pétreo; rupestre" que anticipa, desde el siglo XV, el aspecto de ¡"un pueblo americano"¡17
Ese "fatidismo" no proviene de Keyserling, como lo creyeron algunos de los críticos de Martínez Estrada, sino que se hunde, lo mismo en Unamuno que en Sarmiento, en la atmósfera de hospital que cubrió a toda la especulación filosófica en español. Pero lo que en Paz (o en los muralistas mexicanos) adquiere una dimensión cosmogónica, como es el caso de la violación de la india por el conquistador, en Martínez Estrada es "casual" y el mestizo que resulta de esa casualidad aventurera es poco menos que un extraterrestre y un angustiado, más parecido a los antihéroes existencialistas o a los africanos colonizados descritos por Fanon en Los condenados de la tierra, unos y otros, antiguos o modernos, verdaderos zombies. Sin embargo, esta idea de la conquista española de la Argentina no es histórica ni se desprende de una apreciación de la barbarie pampera en contraste con las civilizaciones indígenas de México o del Perú. Para Martínez Estrada, como para el viejo Vasconcelos, el indio, tras la Conquista, es una ruina étnica y biológica: "las ruinas del imperio azteca e inca, como las de Guatemala o Colombia, nos dicen menos que el más modesto cementerio de campaña y mucho menos que el tejido manual de la lana".18
Las diferencias entre Radiografía de la pampa y El laberinto de la soledad son muy pronunciadas porque se basan en la negación y en el elogio, sucesivamente, de la calidad civilizatoria del mundo del emperador Carlos frente al de Moctezuma II. Pero ello no obsta para no encontrar coincidencias significativas entre Martínez Estrada y Paz. Viniendo del Facundo, lo hemos visto, la idea que el argentino tiene de las guerras civiles, desde la Independencia hasta la época de Rosas, no es distinta a la de Paz. "Ley universal" (la llamará Martínez Estrada) o "gasto ritual" (dirá Paz aludiendo a Georges Bataille y a Roger Caillois), la revolución deviene en fiesta. Más lírica en El laberinto de la soledad y casi nihilista en Radiografía de la pampa, esa fiesta es tan parecida en ambos libros que se impone ratificar el hallazgo de un arquetipo que hace del carnaval la única expansión para el hispanoamericano, condenado por sus teóricos al "destierro de los hospitales", del que hablará, refiriéndose estrictamente a sí mismo como enfermo de neurodermatitis, Martínez Estrada.
Leemos en Radiografía de la pampa:

La alegría que se desata en ocasiones tan diversas es cruel, desesperada, hostil. No tiene el carnaval cortesía ni canciones; requiere la calle, la multitud, la ebriedad de las vendimias urbanas; porque el resto del año es triste y servil. Concentrada la orgánica necesidad de reír y gozar una existencia enclaustrada en problemas demasiado serios para nuestro verdadero estado social, entristecida por un peso de fórmulas que no podemos llevar sobre los hombros, se inflama en una represalia bulliciosa contra la seriedad contranatural de la vida cotidiana. La tristeza argentina, que desde los filósofos hasta los botarates han descrito, rodea al hombre. La alegría argentina, ésa es la que hay que estudiar, porque guarda la clave del humor sombrío, con sus corsos, sus festivales patrióticos, políticos y deportivos, sus picnis, y su teatro de agresión despiadada y sin ternura. El carnaval, como fiesta de la impersonalidad y del anonimato, de oprimidos y descontentos, es el estado alotrópico de la tristeza, su contracara, su antifaz. 19

Y se dice en un fragmento, ya clásico, de El laberinto de la soledad sobre los días de fiesta:

Durante esos días, el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola al aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan, sube hasta el cielo, estalla en una explosión verde, roja, azul y blanca y cae vertiginoso dejando una cauda de chispas doradas. Esa noche los amigos, que durante meses no proporcionaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y, a veces, para probarse, se matan entre sí.20

"En ocasiones, es cierto, la alegría acaba mal: hay riñas, injurias, balazos, cuchilladas", acota, quizá pensando, como lo supone Krauze en Redentores, en el destino de su padre. Pero "también" -concede Paz-

eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los sentimientos. ¿Se olvidan de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. Lo importante es salir, abrirse paso, embriagarse de ruido, de gente, de color. México está de fiesta. Y esa Fiesta, cruzada de relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reserva y hosquedad.21

A esa gana carnavalesca se suma una similar desconfianza ante los héroes republicanos que son "inauténticos" y no están a la altura del original temperamento popular. A Martínez Estrada le choca la imitación servil que hicieron los liberales argentinos, esos "creadores de ficciones", de la Constitución de los Estados Unidos, en 1853, tal como Paz lamenta la "imitación extralógica" emprendida, partiendo del mismo modelo, con las Leyes de Reforma en México. El nieto Ireneo Paz no hubiera llamado "seres diabólicos" a Juárez y a Lerdo, como lo hizo Martínez Estrada con Sarmiento y Rivadavia; no sé si hubiera aprobado la agria observación del ensayista argentino de que los héroes de su patria, muy lejos de la Santa Elena de Napoleón, terminan por redactar sus memorias en un asilo.22
El nombre de Ezequiel, me figuro, es judío y el de Octavio es pagano, lo cual tiene sentido si comparamos sus inmediatas posteridades. Como mexicano no alcanzo a leer en Radiografía de la pampa una frase de esperanza y restitución como aquella de Paz al reconocer a los mexicanos como contemporáneos de todos los hombres. Al legado entero de Martínez Estrada lo ensombreció la naturaleza pesimista de Radiografía de la pampa, su carácter freudiano y negativo de psicoanálisis interminable de una nación falsa, hechiza, la argentina; a Paz, pasados los sofocos y las calumnias, se lo acabó por reconocer públicamente como un sanador, el poeta taumaturgo de la democracia mexicana. En su poesía , acaso sea "El cántaro roto" (1955) el poema donde el verso obedece a la prosa de El laberinto de la soledad y el poeta le propone a los mexicanos:

hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el
canto eche raíces, tronco, ramas, pájaros, astros
cantar hasta que el sueño engendre y brote del costado
del dormido la espiga roja de la resurrección.23

"La soledad -concluye Martínez Estrada- es la falta de historia."24 Y si en la Argentina no hubo historia, es ilusorio esperar una sociedad, concluye Radiografía de la pampa. Nada más contrario a la profusión de historia que alimenta El laberinto de la soledad pues la Revolución Mexicana y el surrealismo le dan a Paz una confianza hipnótica en el pasado de la cual el apocalíptico Ezequiel, aferrado al mito regenerador del guevarismo, carecía, y terminó su vida ligado a esa Revolución Cubana que Paz recibió con tibieza y acabó por rechazar. A mayor pasado, menos confianza en el futuro: cuando se lee en paralelo a Martínez Estrada y a Paz, la Argentina aparece como un pueblo sin historia y México como la nación más vieja del mundo.

Notas

1 Heinrich Heine, De l'Alemagne, ed. de Pierre Grapin, París, Gallimard, 1998, p. 428. Este artículo anticipa algunos de los temas desarrollados en Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, México, Aguilar, actualmente en prensa.

2 Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 40.

3 Octavio Paz, Obras completas, vol. V: El peregrino en su patria.Historia y política de México, México, Galaxia Gutenberg, 2000, p. 96.

4 Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, edición crítica de Leo Pollmann, México, Colección Archivos UNESCO/CNCA, 1993, p. 256.

5 Octavio Paz, Obras completas, vol. VI: Ideas y costumbres. La letra y el cetro. Usos y símbolos, México, Galaxia Gutenberg, 2003, p. 1314 n; véase también vol. I: La casa de la presencia, México, Galaxia Gutenberg, 1999, pp. 488 y 496.

6 Para la relación entre Vasconcelos, "un mexicano", y Sarmiento, véase Enrique Krauze, Redentores. Ideas y poder en América Latina, México, Debate, 2011, pp. 90-91.

7 Joseph, conde de Keyserling, Meditaciones sudamericanas, traducción de Luis López de Ballesteros y de Torres, Madrid, Espasa-Calpe, 1933, p. 31.

8 Joseph Keyserling, Meditaciones sudamericanas, op.cit., pp. 66-67.

9 Ibid., p. 89.

10 Ibid., p. 302.

11 Ibid., p. 118.

12 Octavio Paz, Obras completas, vol. IV: Los privilegios de la vista, México, Galaxia Gutenberg, 2002, p. 795.

13 Joseph Keyserling, Meditaciones sudamericanas, op.cit., pp. 320-321.

14  Alfonso Reyes, "Keyserling y México", en Marginalia.Tercera serie [1940-1959], Obras completas, México, FCE, 1989, pp. 570-571.

15  Octavio Paz, Obras completas, vol. VIII: Miscelánea.Primeros escritos y entrevistas, México, Galaxia Gutenberg, 2005, p. 702.

16  Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, op.cit., p. 53.

17  Ibid.

18  Ibid.,p. 85.

19  Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, op.cit., p. 165.

20  Octavio Paz, Obras completas, vol. V, op.cit., pp. 87-88.

21  Ibid.

22  Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa,op.cit., p. 64.

23  Octavio Paz, Obras completas, vol. VII: Obra poética (1935-1998), México, Galaxia Gutenberg, 2004, p. 263.

24  Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de La Pampa, op.cit., p. 86.

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