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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.18 no.1 Bernal jun. 2014

 

RESEÑAS

David Sheinin,
Consent of the Damned. Ordinary Argentinians in the Dirty War
, Gainesville, University Press of Florida, 2012, 217 páginas

 

¿Cuán impopular fue la última dictadura militar (1976-1983) en la Argentina? Consent of the Damned. Ordinary Argentinians in the Dirty War, de David Sheinin, plantea esta pregunta y explora un sendero infrecuentemente transitado para responderla. El camino elegido es el de la emergencia, el desarrollo y la reconfiguración de un discurso sobre los derechos humanos en la Argentina. En el trayecto se analizan temas originales en función del objetivo propuesto, que van desde el rol de los media y de algunas celebrities en la cultura masiva, a la "hermenéutica" del marco legal vigente que realizó el Proceso, desde el papel de la cuestión indígena en el diseño de un discurso militar en torno a los derechos humanos, hasta la relación del régimen con el mundo judío, desde los cambios más obvios que introdujo la recuperación democrática, hasta las menos evidentes continuidades que, fundamentalmente en el plano de las relaciones exteriores, existieron entre el Proceso y en el gobierno de Alfonsín (1983-1989).
Sheinin distingue tres etapas. Una primera, al comenzar el gobierno militar, en la que jugó un rol protagónico la campaña liderada por Amnesty International contra la dictadura que, sin embargo, no alcanzó a moldear la visión de la
sociedad argentina sobre la violación a los derechos humanos -concepto, este último, sin importancia y casi ausente hasta entonces en la opinión pública-. Un sector de la sociedad, de hecho, vio en el golpe militar de 1976 un mal necesario, cuando no, afirma el autor, una salvación. La segunda etapa hace foco en la construcción de la narrativa sobre los derechos humanos que fue delineando el propio gobierno militar, apelando directa e indirectamente a un público que coincidía con muchos de sus objetivos. La versión militar de los derechos humanos, sostiene Sheinin, encontró eco no solo en la propia sociedad sino en muchos países que mejoraron sus relaciones exteriores con la Argentina durante la última dictadura. La tercera etapa, hacia el final de 1983 y el comienzo de 1984, está vinculada con la transición a la democracia y las políticas que el gobierno de Alfonsín llevó a cabo tanto en el plano doméstico como en el internacional. Sheinin afirma que, debilitado por su mala economía, el nuevo gobierno a menudo confirmó e incluso defendió internacionalmente posiciones similares a las que habían mantenido los militares.
Aunque la narrativa de Sheinin no profundiza en los años anteriores al golpe de Estado de 1976, cruciales para mejor responder la pregunta del
comienzo, su libro identifica con precisión las promesas militares de modernización, creación de riqueza y supresión de la izquierda violenta a las que una parte significativa de la población prestó adhesión. En particular la clase media, sostiene Sheinin, comulgó con la imagen de esta "nueva Argentina" en la que la inestabilidad política y el atraso económico pronto serían cosas del pasado. Aunque probablemente cierta, algunas de las evidencias presentadas para sostener esa tesis resultan poco convincentes. En particular, la identificación demasiado lineal que se establece entre los distintos íconos del deporte argentino, las clases sociales y las culturas políticas. Y esto no solo porque los deportistas locales que brillaban internacionalmente despertaron pareja admiración en todas las clases sociales sino también porque la política, en democracia y en dictadura, los utilizó sin importar su origen social ni los valores clasistas que supuestamente expresaran. Carlos Reutemann, que en el libro de Sheinin aparece interpelando exclusivamente a la clase media y en comunión con las autoridades militares y sus propósitos propagandísticos, fue celebrado y promocionado por el gobierno peronista que antecedió a la dictadura. En enero de 1974, por ejemplo, cuando al corredor se le escapó el triunfo por falta de combustible en el Grand Prix de Buenos Aires, el presidente Perón, que había ido a presenciar la carrera, luego de felicitarlo y consolarlo prometió toda la ayuda estatal necesaria para su campaña. Carlos Monzón, que en este libro aparece asociado a la cultura peronista y, por su origen social, al menosprecio militar, no fue precisamente una celebrity anti-militar ni mucho menos fue marginado de la escena pública que la dictadura construyó. Su visita junto al general Antonio Bussi a fines de 1976 a Famaillá -localidad tucumana donde funcionaba uno de los primeros centros clandestinos de detención del poder militar- con el objeto de realizar exhibiciones boxísticas para los soldados "en el frente" contra la "subversión apátrida" es un claro indicador de lo contario. La cerrada asociación de militares con clases medias y del populismo con clases trabajadoras impide a Sheinin explorar los rasgos populistas que también tuvo la dictadura.
Más importante para el propósito del libro resulta el análisis de los discursos en torno a la jurisprudencia y a los derechos humanos que el gobierno militar promovió. La Constitución de 1853 y el cuerpo legal que a lo largo del siglo XX la Argentina forjó en torno al respeto y las garantías civiles no constituyeron un obstáculo sino una plataforma a partir de la cual la dictadura, no sin cinismo, justificó su origen. Frente a gobiernos civiles que se habían demostrado incapaces de hacer respetar los derechos allí consagrados, los militares clamaron para sí mismos, afirma Sheinin, el legado
práctico de ese cuerpo de leyes. La sola existencia de jurisprudencia en materia de derechos y libertades civiles fue utilizada por las autoridades argentinas para presentar ante el mundo la idea de una obligada herencia en materia del respeto por los mismos. A juicio de los militares, los viajes al exterior de las clases medias argentinas (2 millones de personas en 1979), los numerosos congresos, reuniones y seminarios internacionales llevados a cabo en el país (como el XII Congreso Internacional del Cáncer en 1978) o la realización de la Copa Mundial de Fútbol en 1978, probaban el respeto del régimen por esa tradición.
El discurso de la dictadura sobre derechos humanos fue todavía más allá. Afirmaba no solo que la Argentina los respetaba sino que el país había alcanzado nuevos estándares en su protección. Sheinin repasa prolijamente el discurso militar en torno a la promoción de los derechos de indígenas argentinos. Así, al tiempo que buscaba distinguirse de los gobiernos anteriores, el Proceso presentaba su política indígena como una "modernización" beneficiosa tanto en términos económicos como culturales. En el corto plazo, esta política, sumada a la decisión de recibir refugiados vietnamitas hacia fines de la década del setenta, otorgó sustento al discurso oficial que negaba a la Argentina la condición de Estado paria que Amnesty International y otros organismos decían que revestía. Aun reñido con las denuncias sobre violaciones de derechos humanos, ese sustento alcanzó
para que la dictadura triunfara en Naciones Unidas y en otros foros internacionales evitando la marginación.
Su triunfo fue todavía más contundente en el ámbito de las relaciones comerciales internacionales. Con pocas excepciones, sostiene Sheinin, el gobierno militar logró mejorar el vínculo comercial con el resto del mundo que ignoró o subestimó las denuncias contra el régimen. El caso más paradigmático es el de la Unión Soviética, con la que siempre primaron los intereses comerciales por sobre los principios o las ideologías, a pesar de la fijación de los militares argentinos con la amenaza del marxismo internacional. Irónicamente, señala justamente Sheinin, la Junta militar experimentó más presión por el tema de derechos humanos de sus aliados ideológicos (como los Estados Unidos) que de sus enemigos (como los estados comunistas).
El discurso militar sostenía que esos cuestionamientos internacionales eran el costo de haber triunfado en la guerra sucia contra la subversión. Sin embargo, para justificar su permanencia y la de su accionar, debió continuar agitando el fantasma de una guerrilla todavía no del todo derrotada. Entre las denuncias que caían sobre el accionar represivo constaba la de una especial inquina contra los judíos. El análisis del caso Timerman que provee Sheinin ilustra, de un lado, el modo en que la comunidad internacional asoció dictadura, violación de derechos humanos y antisemitismo, y del otro, las contradicciones que
caracterizaron muchas de las respuestas oficiales a los reclamos internacionales. Se sabe que tanto las denuncias por antisemitismo como las más amplias por violaciones a los derechos humanos declinaron con el cambio de administración en la Casa Blanca después de 1980. Lo que Sheinin suma es un sólido análisis de las coincidencias estratégicas y de los argumentos oficiales norteamericanos para justificar ese viraje.
El libro de Sheinin persigue también el propósito de relativizar el antagonismo que habitualmente se atribuye al binomio dictadura-democracia, inclusive en el terreno de los derechos humanos. Para llevarlo a cabo, sin embargo, menciona coincidencias que no siempre se explican por una continuidad ni en los principios ni en los objetivos. No es equiparable, por ejemplo, que militares y civiles hayan presentado internacionalmente sus políticas de derechos humanos invocando la Constitución de 1853 y su mandato de proteger los derechos y las libertades individuales, sencillamente porque, a diferencia del gobierno de Alfonsín, la dictadura recurría a esa tradición con el propósito de encubrir una masacre. En otras posiciones, en cambio, sí eran
similares, como por ejemplo en la de atribuir responsabilidad a los matones del peronismo y a los grupos terroristas en la violación de derechos humanos en la primera mitad de la década del setenta. Pero ello, más que una continuidad entre ambos regímenes, indicaba que Alfonsín no había modificado la convicción que una parte importante de su partido mantenía desde bastante antes del golpe del 24 de marzo de 1976. La falta de respuesta del gobierno democrático ante los pedidos de información sobre ciudadanos desaparecidos, tanto en el plano doméstico como en el internacional, difícilmente constituya una continuidad. El gobierno militar tenía esas respuestas, el de Alfonsín mayormente carecía de ellas. Esto no implica negar que durante el gobierno radical (y también después) se violaron derechos humanos, como lo prueban la tortura y los asesinatos policiales particularmente en la provincia de Buenos Aires, bien señalados por Sheinin. Pero luego de un régimen que utilizó esos y otros procedimientos represivos a escala industrial como parte de una política estatal destinada a desaparecer miles de "enemigos", resulta difícil que no sobresalgan más las rupturas que las continuidades. En otros planos, en cambio, como en las relaciones bilaterales comerciales o estratégicas con países como la Unión Soviética y Canadá, los argumentos que ofrece Sheinin a favor de la tesis de la continuidad resultan más convincentes.
En síntesis, más allá de las discusiones puntuales que puedan desencadenar algunos de sus argumentos, Consent of the Damned colabora a una mejor comprensión de la actitud de una buena parte de la sociedad civil y de la comunidad internacional durante los años más sangrientos de la historia argentina. La exploración de una zona gris en que dictadura y democracia dejan de constituir polos de una antinomia es otro valioso intento de este libro. Sheinin concluye que, en el plano doméstico, una parte significativa de la población local siguió con sus vidas en paralelo a los reclamos de los familiares de los desaparecidos. Y en cuanto al plano internacional, que las gravísimas denuncias por violaciones a los derechos humanos, aunque dañaban la imagen del gobierno militar, no alcanzaron a complicar seriamente su continuidad.

Sebastián Carassai
UNQ / CONICET

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