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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.18 no.2 Bernal dez. 2014

 

LECTURAS

El poder de la anomalía*

 

Perry Anderson

Carlo Ginzburg ganó fama como historiador debido a sus extraordinarios descubrimientos sobre las creencias populares y sobre lo que los cazadores de brujas llamaron "brujería" en la modernidad temprana. A Los Benandanti y El queso y los gusanos, dos estudios de caso localizados en el rincón noreste de Italia, le siguió Historia nocturna, con su síntesis de extensión euroasiática. Aunque sus trabajos más recientes no sean menos desafiantes, es correcto decir que se ha producido una alteración significativa en sus formas y en muchos de sus temas. A los libros que escribió en los primeros veinte años de su carrera les han seguido una serie de ensayos, que a esta altura suman más de cincuenta, y que cubren una asombrosa variedad de figuras y tópicos: Tucídides, Aristóteles, Luciano, Quintiliano, Orígenes, San Agustín, Dante, Boccaccio, Moro, Maquiavelo, Montaigne, Hobbes, Bayle, Voltaire, Sterne, Diderot, David, Stendhal, Flaubert, Tolstoi, Warburg, Proust, Kracauer y Picasso, entre muchos otros. Todos ellos despliegan su formidable variedad de saberes. Como ilustra cada página de El hilo y las huellas, su trabajo más recientemente traducido al inglés, ningún otro historiador se aproxima a la extensión de su erudición.
Ginzburg, que opone una resistencia nominalista a las etiquetas temporales de cualquier tipo, desearía ignorar el dictum de Frederic Jameson, según el cual "no podemos no periodizar". Sin embargo, resulta imposible comprender su éxito sin recordar que el eje de su trabajo se encuentra en lo que, aunque bajo protesta, seguimos llamando "Renacimiento". Ese anclaje torna posible la facilidad y la naturalidad con las que su escritura va y viene desde la Antigüedad clásica y los padres de la iglesia hasta la Ilustración y el largo siglo XIX, y caracteriza a El hilo y las huellas y a las compilaciones que lo precedieron: Mitos, emblemas e indicios; Ojazos de madera; Historia, retórica y demostración, y Ninguna isla es una isla.
Es claro que los estudios del Renacimiento requieren, por definición, la trashumancia entre fuentes antiguas y modernas y el paso por lo que se encuentra en medio de ellas. El tipo de dominio filológico que estos estudios requieren también se puede apreciar en el trabajo del historiador Anthony Grafton, otro sorprendente cometa de erudición, con el cual se puede comparar a Ginzburg. Estos dos historiadores, ambos provenientes de familias judías con trasfondos políticos, uno en Turín y el otro en Manhattan, comparten el punto de partida común de las temporadas pasadas en el Instituto Warburg de Londres, y la influencia próxima de Arnaldo Momigliano. También existe entre ellos una ocasional superposición de intereses -Panofsky, los jesuitas, Bayle, los estudios judaicos- y tal vez una sensibilidad cívica similar. La más obvia diferencia se encuentra en el molde antropológico que informa los trabajos más conocidos de Ginzburg, quien prefiere explorar la cultura popular antes que la cultura de elite. En las últimas dos décadas, sin embargo, se ha producido una convergencia territorial, en la medida en que Ginzburg ha reenfocado su escritura hacia la historia intelectual, sobre la cual siempre ha trabajado Grafton.
Sin embargo, tales coincidencias también resaltan los contrastes. Los ensayos de Ginzburg, que se han tornado su instrumento preferido, son únicos. Son todos bastante cortos: muy pocos de ellos cuentan con más de treinta páginas, y la mayoría posee menos de veinte. En general se ordenan en forma de cascada, presentando una referencia intelectual detrás de la otra -autor o cita- que ruedan en procesión veloz y contundente (en staccato), para terminar en un final súbito. En un caso nos movemos de Paolo Sarpi a través de Agustín, Cicerón, Vasari, Winckelmann, Flaxman, Hegel, Heine, Baudelaire, Semper, Scott, Riegl, Feyerabend, Simone Weil y Adorno, y terminamos con Roberto Longhi.1 En otro, de Viktor Shklovsky pasando por Tolstoi, Marco Aurelio y los acertijos populares de tiempos romanos, Antonio de Guevara y la transmisión de cuentos medievales, a la época de Carlos V, Montaigne, La Bruyère, Madame de Sévigné, Voltaire, para terminar en Proust -todo en veinticinco páginas-.2 En este procedimiento, que también podríamos llamar "montaje histórico", el énfasis está siempre -para utilizar el contraste que le da título a la primera entrada de El hilo y las huellas- en la cita, más que en la descripción.3 La prosa frugal de Ginzburg encarna la máxima de Claudel según la cual "La crainte de l'adjectif -y en este caso también de los adverbios -est le commencement du style".*
Al laconismo ático del lenguaje se une, hacia el final de sus ensayos, el dispositivo autoral de un viraje brusco de dirección -"la marca Ginzburg"-. La conclusión convencional de un artículo o ensayo puede tomar una de las siguientes formas. O -en la versión más extrema y lamentable de la ciencia social del Atlántico Norte- recapitula todo lo que se ha explicado antes, o -con más respeto por la inteligencia del lector- comporta la culminación lógica de un argumento. Cualquier escritor decente evitará la primera opción como a la peste. Lo que distingue los finales de Ginzburg es que rompen bruscamente también con esto último, ofreciendo no la conclusión de una idea o de un argumento, sino la insinuación subrepticia de otro nuevo, por arte de una tangente de lo que se ha dicho antes, que apunta en una nueva dirección con la cual se finaliza abruptamente.4 El gesto puede ser tomado como símbolo de la inagotable fertilidad de su mente, su impaciencia incluso con lo que acaba de dar a conocer y su invitación a pensar oblicuamente lo que acaba de mostrar.
Pero si Ginzburg se distingue de otros historiadores por la forma de su escritura, también lo hace por sus temas. El abigarrado corpus de Grafton forma, en efecto, un único proyecto general, a saber, la demostración de que el humanismo renacentista, que durante mucho tiempo fuera menospreciado como un callejón sin salida -un laberinto de manías textuales y especulaciones cronológicas, para no mencionar sus obsesiones astrológicas- en la progresión intelectual hacia la ciencia moderna representó, por el contrario, su -altamente productiva- condición de posibilidad.5 La unidad del trabajo de Ginzburg, igualmente evidente, descansa en un nivel más reflexivo. Su producción ha tenido desde un principio una carga altamente teórica, en una profesión muchas veces poco curiosa o torpe sobre tales asuntos. En su trabajo, las controversias epistemológicas y las cuestiones de método son más que simples preámbulos o "arrière-pensées". Son lo que da forma a su recorrido. En el subtítulo de El hilo y las huellas se leen las palabras "verdadero", "falso" y "ficticio", y tal es el trío que ha comandado en buena parte la agenda de los escritos más recientes de Ginzburg. A través de sus sucesivos ensayos aparece una conspicua preocupación por la verdad histórica, que es abordada desde diferentes ángulos: la relación entre lo verídico y lo ficcional, entre el documento y la falsificación, entre mitos y narrativas, perspectivas y pruebas, y entre las sentencias de los tribunales y los juicios de la cátedra. En su mayoría, estas intervenciones se oponen a lo que Ginzburg define como una forma moderna de escepticismo, que tiende a erosionar cualquier diferencia significativa entre el hecho y la invención, entre las pretensiones de la historia y las artimañas de la retórica. Un segundo tema principal en los ensayos de Ginzburg es el de la importancia de las anomalías para la investigación histórica, y el papel que juegan los indicios en su identificación. Estos, a su vez, apuntalan la argumentación de Ginzburg en favor de la microhistoria, que ahora aparece presentada de manera más sistemática que en las obras que hoy en día hemos llegado a considerar como sus más famosos ejemplos. Por último, abriendo nuevos caminos, en las dos últimas décadas, el trabajo de Ginzburg se ha referido a cuestiones de política contemporánea. Esta preocupación por el presente no está separada de su indagación del pasado, aun del pasado remoto. Corren, preocupación e indagación, en paralelo. Entre otras conexiones, ha habido un evidente giro hacia temas y problemas judíos, desde la época de Isaías hasta la de Wojtyla.
Cada una de estas hebras en la escritura de Ginzburg es una invitación a la reflexión. La primera pregunta que viene a la mente es la siguiente: ¿por qué motivo la epistemología aparece de manera tan destacada en la obra de un historiador que a menudo ha expresado su aversión a los sistemas intelectuales? Una posible respuesta podría ser: para rechazar el peligro de caer en un escepticismo que podría abrir el paso a la negación del judeocidio. Y esta afirmación debe tener algo de verdad. En El hilo y las huellas, Ginzburg resalta que demoró algún tiempo en realizar la conexión biográfica entre su trabajo sobre la brujería y la persecución de los judíos.6 Desde entonces, las preocupaciones judías se han repetido en muchos de sus ensayos. Pero el negacionismo de este genocidio en particular -los demás, como con razón saben bien los armenios, han tenido otra suerte- es un fenómeno tan insignificante en Occidente que no justificaría por sí mismo semejante inversión de energía intelectual. Otra respuesta podría apuntar a la propagación del estructuralismo y del postestructuralismo como fuentes de un relativismo filosófico tardío que socava, cada uno a su manera, cualquier concepción estable de la verdad. Ciertamente, Ginzburg no ha ocultado su aversión por el legado de Derrida. Pero esto tampoco es del todo convincente, ya que nunca ha criticado los manejos de la verdad, apenas menos descuidados, de Claude Lévi-Strauss, y tampoco se ha involucrado de manera confrontativa él mismo con cualquiera de estas doctrinas. Por otra parte -y esto es lo que realmente importa- a diferencia de lo que sucede entre los antropólogos o entre los teóricos de la literatura, hay poca evidencia de que las doctrinas epistemológicas de estos pensadores, o incluso un escepticismo moderno más vagamente definido, hayan tenido alguna influencia real en la práctica de los historiadores. La inmensa mayoría de los practicantes de esta disciplina han permanecido ajenos a cualquiera de estas doctrinas. En vista de ello, parece haber una desproporción desconcertante entre la magnitud del fenómeno y la extensión y la pasión del ataque que ha recibido.
¿Cómo se podría explicar esto? Una respuesta algo más convincente se encuentra en las fuentes que alimentan la sensibilidad histórica de Ginzburg. Sus primeras ambiciones, nos ha dicho, eran literarias. También ha dicho que una vez que decidió dedicarse a la historia, su inspiración permanente pasó a ser el libro Mimesis, en el que Erich Auerbach -un estudioso de la literatura- reconstruye el camino hacia el realismo moderno, desde la Odisea hasta Virginia Woolf, a través de un recorrido que incluye a Ammiano, Gregorio de Tours, el duque de Saint- Simon, y a historiadores y memorialistas junto a poetas y novelistas.7 De esta manera, en el cursus honorum de Ginzburg la literatura precedió a la historia, y posteriormente permaneció pegada a su lado. Por supuesto que existe una larga tradición de la práctica histórica como rama de la literatura, pero esta asociación en general ha consistido en una estudiada elegancia (o extravagancia desenfrenada) de estilo -Gibbon o Michelet- más cercana a la imaginación que al registro, o en la cuasi-reproducción de géneros literarios para la construcción de narrativas. Por razones obvias, se ha recurrido con más frecuencia a la épica y a la tragedia -Motley o Deutscher- que a la comedia o al romance.
Para Ginzburg, sin embargo, el interés que la literatura ofrece para la historia es de otro orden, y esta es una de sus marcas originales. En su obra, la literatura no se toma como una norma estilística ni como un repertorio de géneros, sino como una herramienta de conocimiento. Ensayo tras ensayo, Ginzburg ha insistido en que lo que los novelistas o los poetas pueden aportar a un estudio objetivo del pasado son instrumentos cognitivos: las técnicas de distanciamiento como crítica social en Tolstoi, el estilo libre directo como pasaje a una nueva interioridad en Stendhal, la elipsis como suspensor y acelerador del tiempo en Flaubert, y la visualización sin mediación como medio de acceso a una nueva perspectiva en Proust.8 Pero, de cualquier forma, estos son instrumentos que se encuentran en el interior de textos que no dejan de ser ficciones. Es, desde este punto de vista, muy específicamente de Ginzburg que aquel escepticismo moderno que pretende borrar completamente la frontera entre historia y ficción -aquí el blanco es Hayden White, quien ya había sido criticado por Momigliano-9 se convierte en semejante fuente de irritación. No tanto porque ocupe un lugar preponderante en la disciplina, sino porque pone en peligro la integridad de una cierta conjugación entre la literatura y la historia, al aproximarla, falsamente, a otra conjugación, de características mucho más funestas.
Aquí encontramos una motivación individual que fomenta una actitud de combate más que de indiferencia. No cabe ninguna duda acerca de la productividad intelectual a la que esta motivación ha dado lugar: a ella le debemos muchos de los ensayos más notables de Ginzburg. Pero se podría plantear una pregunta más sobre la pasión epistemológica que los habita. La fuerza de estas intervenciones reside en la defensa de la historia como una indagación capaz de alcanzar verdades, antes que de contar cuentos - y mucho menos de difundir falsedades- sobre el pasado. Sin embargo, ¿es esta defensa, a fin de cuentas, lo suficientemente robusta?
Otra de las colecciones de ensayos de Ginzburg se titula Historia, Retórica, Prueba. En ella, Ginzburg sostiene que para Aristóteles la retórica, lejos de ser una apelación a emociones que sustituyan las pruebas -como suele ser entendida aún hoy, a partir de los argumentos de Cicerón-, se basaba, al menos en su utilización en los tribunales de justicia, en la idea misma de prueba. Luego, pasa a mostrar que uno de los logros más emblemáticos del humanismo renacentista, a saber, la demostración realizada por Lorenzo Valla de que la llamada Donación de Constantino había sido una falsificación clerical, fue concebida por Valla como una declamación retórica.10 El ejemplo sirve para emblematizar, pues, la correcta relación entre retórica y prueba.
Sin embargo, tal vez el caso en sí mismo nos diga menos de lo que podemos inferir a partir de la forma en que Ginzburg lo utiliza. En las lenguas latinas se utiliza una sola palabra -prova, preuve, prueba- para designar lo que en lengua inglesa se distingue entre prueba y evidencia -proof, evidence-. La evidencia por sí sola no es necesariamente decisiva, de manera que se puede hablar tanto de "evidencia endeble", como de "evidencia sólida". La prueba, por otra parte, es algo bastante diferente: es una evidencia concluyente. La demostración de Valla de que la donación de Constantino era una falsificación se basó, de hecho, en una prueba en sentido estricto, a saber, en la presencia de anacronismos en el texto que no podrían haber sido escritos por ningún romano de la época de Constantino. Sin embargo, esta prueba era negativa, en la medida en que solo descartaba la autenticidad del documento. Faltaban pruebas positivas que acreditasen la identidad del falsificador o la fecha de la falsificación, aunque la lógica del cui bono indicase sin duda algún tipo de hombre de la iglesia y un período bastante posterior al quinto siglo. Cuando más tarde los historiadores comenzaron a discutir -aún lo hacen- sobre la datación y la procedencia del documento, solo contaban con la evidencia, no tenían ninguna prueba. En este sentido, se trataba de una situación habitual para cualquier historiador. La evidencia, que debe ser contrastada, constituye la materia convencional de la historia. Las pruebas -sobre todo a medida que retrocedemos en el tiempo y los trazos se hacen más delgados- por lo general son mucho menos frecuentes, y a menudo negativas. Es mucho más fácil refutar una conjetura acerca de un proceso controvertido o de un objeto -digamos, la caída de Roma o el tapiz de Bayeux- que probarla. Los problemas relacionados a estos procesos nunca han desaparecido, pues se basan en evidencias, no en pruebas.
Ginzburg tiende a elidir estas dos nociones. En parte, sin duda, por las razones de lenguaje que se han sugerido. Pero también por otro gradiente característico de su obra, pues si Ginzburg se desliza por una ladera hacia la literatura, por la otra se inclina hacia el derecho. La única vez que abandonó la forma del ensayo en las dos últimas décadas fue en ocasión de la escritura de El juez y el historiador, una apasionada defensa de su amigo Adriano Sofri, acusado de ordenar, en 1972, cuando era líder del grupo revolucionario Lotta Continua, el asesinato de Luigi Calabresi, un policía italiano bajo cuya guardia se había producido la sospechosa muerte del anarquista Pino Pinelli (muchos supusieron que había sido asesinado). El libro de Ginzburg desmantelaba el caso del fiscal, pero en vano. Sofri fue condenado a 22 años de prisión, de los que acaba de emerger. A través de diversos comentarios sobre la relación entre el juez y el historiador, Ginzburg señala que se diferencian principalmente en dos aspectos. Los jueces imponen condenas, y esas condenas se aplican individualmente, mientras que, por su parte, los historiadores se ocupan también de grupos o instituciones, pero no tienen autoridad penal sobre ellos.11 En sintonía con el espíritu de Annales, Marc Bloch había rechazado la intrusión de modelos judiciales en la historia, argumentando que estos no solo fomentaban la preocupación por personajes célebres desviando la atención de las estructuras colectivas, sino que también promovían tratamientos moralizantes. Ginzburg entiende que estas son objeciones contundentes. Sin embargo, insiste en que tales objeciones no deben oscurecer el imperativo fundamental que une al juez y al historiador, a saber, el compromiso de ambos con la idea de prueba.12
La argumentación de Ginzburg es extraordinariamente persuasiva, pero pasa por alto una diferencia crítica, puesta crudamente al descubierto por su propio estudio sobre el juicio de Sofri. Su destrucción de la causa contra Sofri y sus secuaces fue una refutación -es decir, una demostración negativa- de que la evidencia contra ellos no era suficiente. Esa evidencia esencialmente se reducía al testimonio de otro ex miembro de Lotta Continua, Leonardo Marino, quien había actuado como conductor del coche utilizado en el asesinato de Calabrese quince años antes, bajo las órdenes del grupo, y que se había arrepentido de su participación. Para entonces -1990- Marino tenía antecedentes de delitos menores, y su testimonio estaba, como supo demostrar Ginzburg, plagado de contradicciones. Esto era suficiente para que se diera un veredicto en el juicio. Legalmente, los jueces están obligados a absolver a un acusado si la evidencia en su contra es defectuosa o insuficiente. Pero para los historiadores el asunto se presenta de otra manera. Para ellos, las preguntas obvias en un caso como este serían: ¿qué fue lo que llevó a Marino a cometer falso testimonio contra sus antiguos camaradas quince años después del asesinato? Y si estos no fueron los autores del hecho, ¿entonces quiénes fueron? En otras palabras, la tarea histórica apropiada sería la de reconstruir de la manera más plausible, sobre la base de la evidencia que hubiere sobrevivido, lo que realmente ocurrió en 1972, a diferencia de la tarea judicial, que en este caso consiste en establecer lo que no pudo haber sucedido. Ginzburg rechaza expresamente cualquier tentativa en ese sentido.13 Para el propósito que lo ocupaba, el de salvar a un amigo de una sentencia injusta, hizo todo lo que había que hacer. Pero hizo todo lo que debía hacer un abogado, no un historiador. Por lo tanto, la diferencia entre un veredicto judicial y la investigación histórica no es solo cuestión de la necesaria individualidad del objeto y el carácter penal del primero, ausentes en la segunda. Tiene que ver con la naturaleza misma de la evidencia. De manera que si es pertinente preguntar hasta qué punto la conjugación que Ginzburg establece entre historia y literatura no corre el riesgo de debilitar involuntariamente la noción de verdad al sugerir una relación demasiado estrecha entre ficciones y hechos, lo mismo podría preguntarse respecto de su conjugación entre la historia y el derecho. ¿No podría, al apelar con tanta insistencia a la noción de prueba, que en realidad posee protocolos bastante estrechos y rígidos, estar debilitando involuntariamente el sentido de complejidad de la evidencia histórica, que raramente se presta a los simples veredictos de sí o no de un tribunal de justicia?
De cualquier manera, tal paradoja podría ser meramente una cuestión de principios sin ningún efecto práctico. Para evaluar hasta qué punto esto es verdad, podemos observar la forma distintiva que la obra de Ginzburg ha asumido en los últimos años: la forma de cascadas -esas genealogías rodantes de conceptos y tropos, dispositivos que destacan su obra como ensayista-. Cualquier lector familiarizado con su obra anterior, Historia nocturna -incomprensiblemente traducida [al inglés] como Éxtasis-, percibirá el parentesco entre el tratamiento de los mitos y los rituales en la primera obra, con el tratamiento de las ideas y las figuraciones en la segunda, en la medida en que la antropología va siendo sustituida por la historia intelectual. En ambos se invoca la misma autoridad para los procedimientos que se encuentran en funcionamiento: Wittgenstein, y su imagen de una cuerda que podría consistir en múltiples hilos superpuestos, ninguno de los cuales se extiende a través de toda su longitud, pero que aun así forman una sola cuerda.14 Más técnicamente, se trata de la idea de una clasificación politética, en la que no existe ninguna necesidad de que todos los miembros de una determinada categoría posean las mismas características y que pueden estar, en cambio, unidos mediante una secuencia -abc/ bcd/ def- en la que la última unidad de la serie puede no compartir ningún rasgo en común con la primera.
La fragilidad de esta manera de analizar las formas sociales o culturales debería resultar evidente. Las relaciones que establece son esencialmente incontrolables: en el límite, son tan indeterminables que, por medio de los "eslabones intermedios", como los describió Wittgenstein, en última instancia cualquier cosa puede ser conectada con cualquier cosa. El ejemplo que Wittgenstein -muy cándido en estos y otros asuntos, inexperto ya sea con respecto al interés histórico o al conocimiento de las ciencias sociales- ofreció para apoyar su pensamiento fue La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Historia nocturna, más allá del atractivo del libro en su conjunto, deja bastante claro que se trata de una base peligrosa para el análisis de los mitos.15
Este mismo procedimiento resulta más seguro cuando es transferido de los mitos en las sociedades sin escritura a los argumentos y las ideas -la mayoría de ellos altamente sofisticados- de las sociedades clásica, medieval y moderna. Los mitos son notoriamente maleables y, para comodidad de los intérpretes posteriores, ofrecen varias versiones. Como confesó una vez Lévi-Strauss, el intérprete de mitos por excelencia, cuya sombra se cierne sobre Historia nocturna, los mitos son encantadoramente manipulables. Esto es mucho menos cierto en el caso de los textos escritos, para los cuales tenemos a nuestra disposición toda clase de controles filológicos bien establecidos, destinados a identificar cualquier habilidosa maniobra. Por lo tanto, las cascadas de Ojos de madera o de Hilos y huellas no solo forman un bello espectáculo coronado con múltiples arco iris intelectuales, sino que tienen cimientos sólidos. Es difícil leerlos sin una especie de entusiasmo intelectual. Estos escritos se componen generalmente de una cadena de conexiones radicalmente inesperadas entre textos a menudo separados por siglos, o incluso milenios, que contienen, una y otra vez, descubrimientos asombrosos, fruto de la combinación entre una erudición extraordinaria y una intuición portentosa que ha sido un sello distintivo de la obra de Ginzburg desde el principio. Para mostrar el rango de estos hallazgos basta con mencionar solamente tres sorpresas recientes de ese tipo en la época moderna: la probable mediación de Édouard Drumont, autor de La France Juive, en la gestación de la falsificación rusa Los Protocolos de los Sabios de Sion; los vínculos ocultos entre el Tristram Shandy, de Sterne, y el Dictionnaire Historique et Critique, de Bayle; y la presencia de Georges Bataille en la composición y el carácter del Guernica, de Picasso.16
Dicho esto, todavía podemos preguntarnos de qué manera las cascadas de Ginzburg se relacionan con las aguas más profundas de la historia intelectual que se viene produciendo desde los años sesenta. Aquí nos encontramos nuevamente con el problema de la clasificación politética. Aplicada a las ciencias humanas, esta estrategia nunca fue capaz de trazar una delimitación objetiva -es decir, no arbitraria- de las unidades que pretendía interconectar. Se trata de un problema insalvable en el estudio de los mitos, que por lo general carecen de fronteras claras, lo que permite su disección en segmentos de innúmeras formas según la voluntad del antropólogo. Los textos ofrecen más resistencia. También se los puede cortar y rebanar, pero las distorsiones resultantes son más fácilmente discernibles. La historiografía de las ideas -sobre todo aquella de la Escuela de Cambridge- se desarrolló en buena medida a partir de una reacción en contra de estas distorsiones. En este sentido, cabe preguntar hasta qué punto el tipo de crítica levantada por la Escuela de Cambridge resulta relevante para las cascadas de Ginzburg.
Se podría decir que la crítica yerra el blanco ya que es inconmensurable con su objeto. Ginzburg nunca se ha dedicado a reconstruir la obra de un escritor o pensador como tal, ni siquiera en el género de epítomes en los que Momigliano era experto. Su tratamiento de los textos no proviene de ninguna especie de Ideengeschichte, en cualquiera de sus modos, sino sobre todo de la Stilistik -heredada principalmente de Auerbach y Spitzer, para quienes la recuperación del detalle revelador correspondía a la llave para abrir cualquier totalidad literaria-. Ni el Ansatzpunkt de Auerbach, a menudo invocado por Ginzburg, ni el "click" de la intuición interpretativa de Spitzer, requieren la inspección exhaustiva de un escritor. Una segunda influencia en la escritura de Ginzburg proviene no del estudio de la literatura sino de las artes visuales, que forman un riquísimo escenario paralelo de su investigación. Allí se encuentra la noción warburgiana de Pathosformeln -aquellas expresiones figurativas de la emoción humana realizadas en piedra o pintura, que pueden ser transpuestas a través de los siglos en estilos y en obras de arte completamente inconmensurables- que desde el comienzo le llamó la atención. Aquí también, como en los grandes romanistas austro-alemanes, la operación es extractiva: se pregunta por lo que se puede tomar -positivamente- de un texto o una imagen, y no por lo que lo compone efectivamente.
El uso que Ginzburg hace de estos legados no es menos productivo. Pero su aplicación en forma condensada a la historia de las ideas puede conducir a resultados arbitrarios. Entre los ejemplos se podría citar su manejo de la tradición del "distanciamiento" como un dispositivo, y el ejemplo de un par de los autores literarios que más valora. En la larga cadena de autores identificados como practicantes del distanciamiento se siente la ausencia de aquel que fuera entre ellos el más importante históricamente. En el listado de Ginzburg no figuran las Cartas persas de Montesquieu, probablemente más radicales que cualquier cosa que Voltaire o Tolstoi pudieran haber ofrecido, y sin duda más influyentes. Pero también sufre la obra de los novelistas. Tolstoi y Flaubert se ofrecen como fuentes de inspiración para el historiador a partir de fragmentos de La guerra y la paz (la batalla de Borodino) y La educación sentimental (la revolución de 1848).17 Pero las estructuras y las ideologías de estas novelas quedan sin discutir, a pesar de no ser nada irrelevantes para comprender los fragmentos ofrecidos como modelos para el historiador. Las escenas de batalla de Tolstoi -panoramas de lo accidental, la futilidad, la confusión- son ilustraciones calculadas de su larga diatriba final sobre la inutilidad de la historia en general: una advertencia que, sin embargo, no ha conmovido a muchos historiadores. Las escenas de la revolución presentadas por Flaubert presentan el caso contrario -en ninguna parte más sorprendentemente que en el episodio señalado por Ginzburg, en el que el inocente y leonino Dussardier es sacrificado por el tránsfuga siniestro de Sénécal-. La previsibilidad de la narrativa de Flaubert, aquí como en todas partes (el futuro de villanía del profesor de matemáticas es tan claro desde su primera presentación fisionómica, como el resultado de la operación del pie zopo realizada por Charles Bovary una vez que el químico produce su nostrum), sigue permaneciendo tan distante de la construcción de cualquier historia seria como la insistencia de Tolstoi acerca de su ininteligibilidad. En el uso que Ginzburg hace de las novelas como ejemplos paradigmáticos, son extirpadas las características que no sirven al propósito de su argumento. Que el corte no puede ser limpio se torna evidente en los juicios subsiguientes, que acaban yendo por mal camino: ningún paternalismo social en Tolstoi; previsión de la KGB en Flaubert.18 Como después de todo se trata de novelas, en estos dos casos bien se podría argumentar que se aplica la etiqueta de gustibus, otorgándoles así menor peso relativo. Eso podría ser legítimo. Pero el principio de que los textos, sean discursivos o imaginativos, deben ser tratados como totalidades en lugar de ser desmembrados a voluntad sigue siendo fundamental para la historia intelectual como disciplina, y también quizá para sus adláteres. En el polo opuesto a las cataratas resplandecientes -que a veces encandilan- de Ginzburg, podríamos pensar en el majestuoso océano del estudio en curso de Pocock sobre Gibbon, Barbarism and religion, que está cerca de completar su quinto volumen.
Las cataratas caen verticalmente a través del tiempo. ¿Qué podemos decir, entonces, respecto a los movimientos horizontales en el trabajo de Ginzburg? Aquí el término clave es el de anomalía, y un intercambio anecdótico puede servirnos como ilustración. Un día, Franco Moretti y Carlo Ginzburg fueron juntos al Museo Metropolitano de Nueva York. Al encontrarse con la pintura Una doncella dormida, de Vermeer, que representa a una criada dormitando en una mesa llena de frutas, un vaso de vino tumbado de lado, una pintura de Cupido en la pared sobre ella y una silla vacía medio girada hacia una puerta entreabierta, sugiriendo la reciente salida de un compañero masculino, Moretti -leyendo la imagen como una representación, en palabras de Hegel, de la "prosa de la vida cotidiana"- exclamó: "Este es el comienzo de la novela". En otras palabras, a diferencia de la épica o la tragedia, se trataba de una narrativa de la gente común en un entorno familiar. En ese momento, Ginzburg se volvió hacia un retrato de Rembrandt en la pared opuesta, que representaba al pintor desfigurado Gérard de Lairesse, con su nariz deformada por la sífilis, y replicó: "No, ese es el comienzo de la novela". En otras palabras, la anomalía, y no la regla. Aquí Ginzburg sin duda sostuvo el argumento más fuerte, como en efecto ya ha concedido Moretti, definiendo la aventura, antes que la existencia corriente, como el principio originario de la novela.
Pero la ficción es una cosa, la historia es otra, y las conexiones entre ellas son más delicadas de lo que Ginzburg tiende a sugerir. A menudo ha afirmado que en la investigación histórica la anomalía nos dice más que la regla, porque habla también de la norma, mientras que la regla solo habla de sí misma y, por lo tanto, la excepción es siempre epistemológicamente más rica que la norma.19 Sin embargo, esto no es así. Por definición, una anomalía solo es tal en relación a una regla, que la determina ontológicamente: de no existir una regla, no podría haber ninguna excepción. Pero lo contrario no se sostiene. Una regla no depende, para su existencia, de una excepción. Pues hay reglas que no admiten ninguna excepción, como las matemáticas en primer lugar, pero no solo ellas. ¿Importa esto? Después de todo, más de un programa fructífero de investigación se ha fundado sobre una interpretación errónea del método y ¿quién podría negar la productividad de la investigación de Ginzburg? Una estrategia posible para intentar evaluar esta productividad es la de observar el tipo de historia generado por la fascinación con las anomalías -es decir, la microhistoria, de la cual Ginzburg es el exponente mundialmente más famoso-. ¿Qué tipo de conocimiento inesperado nos da la microhistoria que parte de la anomalía?; ¿hay otros tipos de orientación más estadística que la diferencie de otras ramas de la disciplina?
Ginzburg definió tempranamente la microhistoria como "la ciencia de la vida real" -la scienza del vissuto- que investigaría "las estructuras invisibles en las que se articula la experiencia vivida", para las cuales "los análisis en una escala macrohistórica" serían de "poca y a veces inexistente relevancia".20 A su debido tiempo, Ginzburg modificó la oposición más o menos absoluta entre las escalas macro y micro que se encuentra implícita en esta frase, y en formulaciones posteriores sostuvo que la microhistoria administraría un correctivo a las tentaciones de la teleología y del etnocentrismo, como un chequeo negativo.21 El valor positivo que Ginzburg le adjudica a la microhistoria se basa, sin embargo, en el poder de la anomalía, pues lo que la microhistoria es capaz de revelar, como se ilustra dramáticamente en Los Benandanti y en El queso y los gusanos, es la existencia de mundos impensables para las versiones convencionales del pasado, y que vienen a desafiar su aceptación irreflexiva. Aun así, la pregunta lógica persiste: la anomalía ¿altera la regla? Y el descubrimiento microhistórico ¿derrumba el lugar común macrohistórico? Eso ya está menos claro. La fe en la fuerza iconoclasta de la anomalía podría fortalecerse sobre la base del punto de vista de la Estructura de las revoluciones científicas de Kuhn, y su argumento según el cual esas revoluciones se producen cuando un paradigma científico dado se encuentra con una anomalía de observación que no puede explicar, y que eventualmente genera un nuevo paradigma capaz de dar cuenta de ella.
Pero la analogía es engañosa. La historiografía no posee leyes generalizables como las de las ciencias naturales, ni codifica esas leyes en paradigmas. Es un tejido mucho más flojo, en el que es menos probable que el descubrimiento de un parche anómalo aquí o allí deshaga todo el paño, obligando a retejerlo con un punto diferente. La macrohistoria es el estudio de los cambios más abarcadores que experimentan las sociedades. Para que la microhistoria llegara a alterarlos -para que la anomalía produzca una nueva regla- sus objetos de estudio tendrían que ser, real o potencialmente, microcosmos de un mundo por venir. Pero eso es algo que la microhistoria, con toda modestia, en general no ha sostenido. Con una excepción. Aunque dando una vuelta de tuerca, esto sí se sostiene en la Historia nocturna de Ginzburg, en la medida en que el trabajo postula que las microprácticas de un chamanismo que era apenas visible revelan una macroestructura que nos abarca a todos. De todas maneras, dicha estructura es invariable, esto es, no implica ningún cambio.
La generación de Ginzburg fue la protagonista de una fuerte reacción en contra de lo que Lyotard bautizara y denunciara como grandes narrativas, y la microhistoria fue una de las primeras expresiones de esa reacción. Sin embargo, como lo demuestra la trayectoria del propio Lyotard, no resulta tan fácil escapar a las grandes narrativas.22 En Historia nocturna no encontramos una gran narrativa formulada como historia del cambio macroscópico en el tiempo, sino que, sencillamente, el viaje del chamán al mundo de los muertos se convierte en la narrativa maestra de cualquier otra historia que los seres humanos alguna vez se hubieran contado.23 Micro y macro están ligados, pero no como niveles interconectados de una historia en movimiento, sino mucho más como expresiones comunes de una naturaleza humana inmutable. Con esto, salimos de una Historia rerum gestarum para entrar en otro tipo de indagación,perfectamente legítima pero algo diferente, quealguna vez habría sido denominada antropología filosófica.
Para una reflexión más profunda sobre este conjunto de cuestiones, no hay nada mejor que recurrir a una hermosa conferencia reciente de Ginzburg, "Nuestras palabras y las de ellos", que toma como su Ansatzpunkt -traducido por él como "punto de conexión"- las reflexiones de Marc Bloch en su Apologie pour l'histoire sobre las brechas que pueden ocurrir entre palabras y significados en el vocabulario utilizado por la gente en el pasado, y entre este vocabulario y el que utilizan los historiadores al escribir sobre ellos. Adoptando términos acuñados por Kenneth Pike, Ginzburg recodifica esta problemática como una tensión entre las perspectivas emic y etic, y subraya que es posible que existan conflictos no solo entre ambas perspectivas, sino también hacia el interior de cada una de ellas.* Correctamente planteadas, argumenta Ginzburg, las preguntas de perspectiva etic generan respuestas de perspectiva emic, que sin embargo nunca absorben completamente las preguntas sin dejar residuos, sino que las modifican. Pero entonces, ¿qué tipo de pregunta será capaz de producir las respuestas más fructíferas? Ginzburg recomienda enfocarse en aquellos casos capaces de conducir a nuevas generalizaciones. Los más prometedores serán los casos anómalos: casos que no ejemplifican, sino que se desvían de las normas previstas o establecidas. La microhistoria, sostiene Ginzburg -entendida no como el escrutinio de eventos muy reducidos, sino más bien como el análisis exhaustivo de cualquier evento-, ha sido el dominio por excelencia del descubrimiento y el estudio de este tipo de anomalías, cuyo efecto característico es el de subvertir jerarquías preexistentes, tanto historiográficas como políticas.
El Ansatzpunkt de este programa para la microhistoria no fue elegido al azar. Junto a Auerbach, Warburg y Momigliano, Bloch es la otra piedra de toque para Ginzburg. Él mismo ha explicado que este historiador Annaliste fue el responsable de su transformación en historiador, cuando a la edad de 20 años leyó Los reyes taumaturgos -el estudio de Bloch sobre la creencia medieval, que en Inglaterra se mantuvo hasta la época de Jaime II, según la cual el rey tenía la capacidad de curar la escrófula por imposición de manos sobre la víctima-, un hecho curioso desde cualquier retrospectiva moderna.24 Hoy en día, pocos cuestionarían que Bloch haya sido el mayor historiador de su época, o que Apologie pour l'histoire sigue siendo insuperable como una reflexión sobre los desafíos y las tareas de la disciplina. Pero faltamos al respeto que le debemos a este manifiesto y a su autor cuando los recibimos de manera acrítica. La frase clave de la Apologie dice: "Un mot, pour tout dire, domine et illumine nos études: 'comprendre".25 A lo que podemos añadir estas otras dos: "Porque en última instancia, el objeto de la historia es la conciencia humana", y "Los hechos históricos son, en esencia, hechos psicológicos".26 Estos pronunciamientos no son conclusiones tardías del pensamiento de Bloch, sino que fueron sus principios rectores desde el comienzo. En las primeras páginas de Los reyes taumaturgos, Bloch declara que su estudio pretende ser una contribución a "la connaissance de l'esprit humain".27
En la Apologie, la comprensión -de realidades que son de naturaleza fundamentalmente psicológica- se pone en contraste con el juicio, para ejemplificar, respectivamente, enfoques históricos o ahistóricos sobre el pasado. No hay duda sobre la fuerza de la convicción de Bloch acerca de este punto. Pero al destacar este contraste se oculta otro mucho más significativo, que plantea si comprensión significa lo mismo que explicación. Una gran cantidad de literatura metodológica nos dice que no. Reconstruir la conciencia de un agente -esperanzas, recuerdos, intenciones, emociones- no es lo mismo que identificar las causas de una acción o de un evento. ¿Cuánto se le dedica a la causalidad en la descripción del oficio del historiador que realiza Bloch? La respuesta es: casi nada. Las últimas páginas de su texto comienzan a abordarla, pero luego el impulso se desvanece. Las causas en la Apologie son un poco como las clases en El capital de Marx, una palabra seguida de "....".Esto podría deberse a que, escrito en condicionesmuy difíciles durante la guerra, el texto quedó sinterminar. Pero hay razones para pensar queincluso si hubiese conseguido terminarlo, Blochno habría alterado demasiado el énfasis de su trabajo.
Para saber por qué, podemos observar el texto que Bloch compuso un año antes, L' Étrange defaite, un apasionado relato sobre la derrota de Francia en 1940. Escrito al calor de la ira y la desesperación, Bloch planteaba la siguiente pregunta histórica: ¿por qué su país había sido derrotado? Lo sorprendente es que sus respuestas permanecen enteramente dentro de la óptica psicológica de su Apologie. El análisis consiste esencialmente en una enumeración de los estados mentales -capacidades, perspectivas y actitudes- de los actores de la tragedia, según él los veía. ¿Por qué el Tercer Reich había ganado la guerra? "El triunfo alemán fue -escribe-, esencialmente, un triunfo del intelecto."28 Es decir, el alto mando alemán había entendido, y los franceses no, que la velocidad -la Blitzkrieg de tanques y aviones- había pasado a ser la clave para la victoria en el campo de batalla. Pero no solo eso. Bloch suponía bastante creíble la idea de que "Hitler, antes de elaborar sus planes para la campaña, convocó a un grupo de psicólogos y les pidió su consejo", con la consecuencia de que los subsiguientes bombardeos "en picada" de los alemanes apuntaban más a los nervios que a los órganos corporales.29 En el lado francés, los culpables de la derrota se encontraban en todos los sectores: generales cobardes e incompetentes, sindicatos de mente estrecha y egoísta, una burguesía amarga y temerosa, una izquierda pacifista y dogmática, una derecha inestable y cínica, una prensa demasiado provinciana, un parlamento caprichoso, y por último, pero no menos importante, un cuerpo de profesores universitarios en falta, entre el que se contaba a sí mismo, que con su cansancio y pereza había fracasado en educar a la juventud de la nación sobre sus deberes y desafíos. Tomado todo en su conjunto, y en simetría con las razones de la victoria del enemigo, "no fue solo en el campo de batalla que las causas intelectuales estuvieron en la raíz de nuestra derrota".30
Desde el punto de vista moral y estético, L' Étrange defaite es un documento impresionante, una acusación en pleno fervor, escrita por un patriota que no se eximió ni siquiera a sí mismo en el esfuerzo por entender en qué punto su país se había equivocado, y que actuó con consecuencia cuando se produjo el llamamiento final a los patriotas a arriesgar sus vidas en la lucha por deshacer el error, como lo hizo eminentemente Bloch dos años después, torturado y ejecutado por los nazis debido a su papel como organizador de la Resistencia. Pero como explicación histórica de la caída de Francia, el documento es claramente deficiente. Las razones para esta deficiencia son de dos clases. En parte se debe a la tendencia psicologista que tuvo la obra de Bloch desde el principio, y que en 1940 lo llevó a tratar como explicaciones lo que en realidad eran solo descripciones de las -a sus ojos- diversamente deplorables mentalidades de sus compatriotas, sin detenerse a preguntar acerca de qué podría haber dado lugar, en términos históricos, a una república tan uniformemente podrida como él entonces la percibía.31
Pero además de esta debilidad epistemológica, había también un punto ciego político. A la edad de 28 años, Bloch se había hundido con ardor en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Ascendido al rango de capitán, y atesorando cuatro condecoraciones, Bloch se regocijaba en la derrota final de los boches, como él mismo llamaba a los alemanes. Veintidós años más tarde, en su Apologie, todavía escribía líricamente: "Durante el verano y el otoño de 1918, antes de haber respirado la alegría de la victoria […] ¿sabía yo realmente lo que encierra esa hermosa palabra?".32 La masacre de siete millones de personas en la carnicería de la guerra entre las potencias imperialistas no parece haberle ocasionado ninguna reflexión crítica, ni en ese momento ni después. Aunque parezca increíble, en una fecha tan tardía como 1940, Bloch podía todavía describir ese descenso de la civilización liberal a la barbarie como una lucha por "la justicia y la civilización". Tan poco habían incidido en él las realidades del conflicto que nunca le dedicó una mirada retrospectiva a su período de servicio en Argelia durante el apogeo de la guerra, cuando su regimiento fue enviado a ejecutar la represión colonial para ayudar a sofocar la resistencia al reclutamiento forzoso de campesinos en el Magreb para los mataderos de Flandes. ¿Qué patriota cuestionaría el derecho de Francia a poseer un imperio que se extendiera desde el Caribe y a través de África y hasta los mares del sur?
Bloch era un hombre humanitario, libre de la histeria chauvinista de un Durkheim o un Seignobos, y sus actitudes eran, por supuesto, ampliamente compartidas entre sus contemporáneos. El antropólogo Marcel Mauss, a quien Ginzburg ha dedicado otro ensayo laudatorio, fue un socialista internacionalista hasta que se convirtió, en el año de 1914 y de un día para el otro, en entusiasta nacionalista. Recién salido de las masacres de la guerra, Mauss pudo deplorar la violencia de los bolcheviques, y declarar tranquilamente en Rabat que "Marruecos no es y nunca ha sido un país árabe".33 Así que, ¿no se podría decir de Bloch, como atenuante, lo que él mismo decía de Montaigne: que "en aquel entonces, las inteligencias más sólidas no escapaban al prejuicio común, ni podían hacerlo"?34 Eso sería demasiado fácil. Remontándonos a la observación de Ginzburg de que siempre hay conflictos dentro de los giros idiomáticos emic y etic, constatamos que hubo otros -al principio, pocos, más tarde muchos- que vieron con perfecta claridad aquello frente a lo que Bloch cerró los ojos, en ese momento y después. Basta con pensar en Luxemburgo o en Lenin, o para el caso en Bertrand Russell o en Romain Rolland. Existía una palabra contemporánea que estaba inmediatamente disponible para entender la verdadera naturaleza del conflicto, pero Bloch nunca se atrevió a usarla. En lugar del término imperialismo, prefirió quedarse con los tropos del socialpatriotismo, llegando incluso, en la frase más desafortunada que jamás escribió, a descartar la idea según la cual "la guerra es un asunto de los ricos y de los poderosos, y los pobres no deberían tener nada que ver con ella", con el siguiente comentario: "como si en una sociedad antigua, cimentada por siglos de cultura compartida, los humildes no estuvieran siempre, para bien o para mal, obligados a hacer causa común con los poderosos".35 ¿Siempre? Que lo digan las revoluciones de Febrero y Octubre.
Más sorprendente aun que la ceguera política de Bloch, sin embargo, es el vacío epistemológico en el que cayó. Sucede que, independientemente del centro existencial que significó para él, la Primera Guerra Mundial continuó representando un vacío explicativo. Bloch no parece haberse preguntado por las causas del conflicto en ningún momento de su vida. Su única reflexión histórica sobre la guerra fue un ensayo sobre la psicología colectiva de las noticias falsas -los rumores- en condiciones de guerra, una trivialidad dentro de la enormidad de la catástrofe que lo circundaba. Así que cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, como secuela largamente pronosticada de la Primera, Bloch ni siquiera era capaz de ver que la derrota de Francia que tanto lo entristeció fue un efecto de la victoria acerca de la cual él antes se había regocijado, y que había dejado a su país con pérdidas proporcionalmente mayores a las de cualquiera de las grandes potencias, e incapaz de combatir por segunda vez de la misma manera, sin ningún aliado en el Oriente.
Nada de esto, por supuesto, afecta la estatura de Bloch como medievalista, que sigue siendo insuperable. Ningún historiador es omnicompetente. Lo que Bloch logró con su profundo compromiso con la comprensión es suficientemente extraordinario. En su ejercicio, una vez situado bien atrás en el pasado, a menudo podía proporcionar, junto con la interpretación, explicaciones mucho mejores que lo que su principio sociopsicologista podría sugerir. Los Reyes taumaturgos ilustra la forma en la que interpretación y explicación podían coexistir en su obra. Lo que interesaba principalmente a Bloch, y ocupó la mayor parte de su trabajo, era esencialmente la mística de la realeza sagrada y la perspectiva del enfermo suplicante. Comparativamente, su análisis de lo que desde otra perspectiva debe considerarse como el verdadero remate de su historia, a saber, el carácter esporádico de la escrófula como enfermedad cuya cura natural libraba a la imposición de manos del descrédito sistemático, es sorprendentemente breve. Más que el -a priori previsible- deseo de los gobernantes de aumentar su poder y de los enfermos de encontrar una cura, esta explicación materialista de lo milagroso constituye el golpe maestro -aparentemente no buscado- de Bloch.
La comprensión se preocupa por intenciones, y la explicación se pregunta por causas. Estas instancias serían indistinguibles si los eventos fueran siempre el resultado de las intenciones humanas, pero no lo son. Bloch estaba comprometido programáticamente con la prioridad de la comprensión, aunque, por supuesto, en sus grandes obras, Los caracteres originales de la historia rural francesa y La sociedad feudal, se ofrecen muchas explicaciones poderosas. La paradoja de L' Étrange defaite es que el objeto de su análisis requería, más obviamente que cualquier otro tema anterior que hubiera tratado, antes que nada una explicación objetiva. Sin embargo, a diferencia de cualquier estudio extenso realizado con anterioridad, su aproximación a este tema se basó exclusivamente en la comprensión subjetiva. El desajuste que se produce entre el objeto y el método es tan marcado que probablemente solo su actitud frente a la Primera Guerra Mundial sea capaz de explicarlo.
Los reyes taumaturgos, que también era un favorito de Momigliano, es otro asunto. No es nada sorprendente que haya inspirado al joven Ginzburg para convertirse en historiador. Lo que Ginzburg desarrolló a partir del ejemplo de Bloch fue aquello que llamó el "caso". En este contexto, la palabra no significa un "estudio de caso", como utilizamos normalmente el término, sino algo más cercano a su opuesto -en alemán, de donde proviene este uso, no Fall, sino Kasus-. La referencia de Ginzburg es a una obra notable, Einfache Formen (Formas simples). de André Jolles, el distinguido filólogo holandés que se convirtió al nazismo. Su argumento era el de que la literatura surge de ciertas formas elementales de la lengua, que aun no son en sí literarias. Para Jolles, estas formas eran la leyenda, la saga, el mito, el enigma, el dicho, la broma -y el caso-. Lo que quería decir con "caso" es lo que alguna vez fue explorado por la iglesia romana bajo la rúbrica de "casuística", a saber, un acontecimiento, real o hipotético, que desafía la aplicación directa de una regla moral o lógica, y que requiere de un juicio delicado o un ingenio intelectual especial para su clasificación o resolución. Los ejemplos que Jolles aporta para este tipo de forma sencilla venían, sucesivamente, de los faits divers de la prensa del siglo XX, de los juglares medievales, de cuentos recurrentes narrados en Cachemira en el siglo XI y de la teología de fines del siglo XVI.36 Todos ellos implican algún tipo de antinomia que perturba las normas establecidas.
Por lo tanto, los casos en el sentido propuesto por Ginzburg son anómalos antes que típicos, casi por definición. Como se sabe, se trata, en su obra, de los Nicodemistas de dos lenguas, los nocturnos Benandanti, el molinero friulano y los hombres lobo del Báltico. En sus estudios sobre ellos, siempre hay una reconstrucción del universo subjetivo del sujeto anómalo, que Bloch habría saludado como una hazaña de la comprensión considerada como el faro del historiador. Como dice Ginzburg, en cada caso la identificación de una anomalía subvierte una regla anterior, o la jerarquía historiográfica reinante, en la medida en que provoca una nueva generalización -la persistencia de las tradiciones milenarias del chamanismo, o la existencia de corrientes subterráneas del materialismo en las culturas populares de comienzos de la Europa moderna-. Estas conclusiones se basan en los descubrimientos del historiador. Sin embargo, cabe preguntarse si su generalización supone también una causalidad. Debido a la falta de pruebas, en casos de esta naturaleza eso ya es menos claro. ¿Por qué motivo persistió el chamanismo y qué fue lo que hizo que finalmente desapareciera? O, ¿de dónde provino el materialismo popular y a qué se debe su irregularidad? Las respuestas no están disponibles, o tal vez no existan. La revelación y la interpretación son las espadas y los corazones de este tipo de investigación; y la explicación, sus diamantes o tréboles.
¿Qué implica esto para la microhistoria practicada por Ginzburg? Recordando que la acuñación del término proviene del microscopio, Ginzburg observa que el prefijo hace referencia a la intensidad del escrutinio, y no a la magnitud de lo que se está analizando. Pero un microscopio, para ser de utilidad, debe estar enfocado en lo muy pequeño, pues de nada sirve utilizarlo para mirar al cielo. Para eso se necesitan otros instrumentos. La subversión de las jerarquías historiográficas, se podría añadir, tampoco es una capacidad específica del microscopio. A su manera, un derrocamiento no menos sorprendente se produjo durante el mismo período en el má macroscópico de los niveles, a través de la obra de Paul Schroeder, tal vez el mejor historiador estadounidense vivo, cuyo Transformation of European Politics 1763-1848, y otros ensayos relacionados, revolucionaron la historia diplomática, uno de los más desgraciados entre todos los campos de la disciplina, que por mucho tiempo estuvo muy cerca del fondo del escalafón del que habla Ginzburg, y contra el cual los Annales reaccionaron más radicalmente.
Schroeder reescribió la lógica del arte de gobernar de los siglos XVIII y XIX a través de una nueva forma de historia internacional, que ahora se encuentra, conceptual y empíricamente, cerca de las alturas más desafiantes de la disciplina.37 No es casual que sea este historiador conservador, que observa el período previo a 1914 desde la perspectiva de Viena, en lugar de Berlín, París, Londres o San Petersburgo, quien haya ofrecido, por mucho, la mejor explicación de la Primera Guerra Mundial, elaborada a través de un conjunto sorprendente de argumentos contrafactuales.38 Aquí rigen las causas, no los casos. Sin embargo, no es necesario elegir entre estas dos aproximaciones. El oficio de historiador permite tantos tipos de investigación como la pintura admite estilos pictóricos. El tremendo crítico italiano de arte Roberto Longhi, otra referencia clave para Ginzburg, detestaba a Tiépolo, pues lo acusaba de haber abandonado el blanco y negro por un tecnicolor digno de Cecil B. de Mille, lo que mató a la pintura italiana durante un siglo. Pero incluso él, componiendo un diálogo entre Tiépolo y Caravaggio, uno de sus ídolos, le permitió a Tiépolo una réplica final.39 Las tabernas de uno y los triunfos del otro no son incompatibles.
Finalmente, ¿cuál es la política de la obra de Ginzburg? A primera vista, la pregunta puede parecer fuera de lugar. La microhistoria se inspiró en buena medida en los Annales de los años de entreguerras, que polemizaban contra la historia política o militar, persiguiendo la excavación de estructuras más profundas de la sociedad. Entre estas, la más importante para la microhistoria fue la de las mentalidades populares, que serían estudiadas mediante la nueva operación de proximidad intensiva. También se podría pensar que el énfasis de la microhistoria de Ginzburg en lo que perdura durante mucho tiempo y es a menudo inconsciente -los componentes inmutables de la naturaleza humana según Warburg o Lévi- Strauss- debe acabar disminuyendo en gran medida la importancia de la política como ámbito del cambio consciente y activo por excelencia. Una mirada a los recientes ensayos de Ginzburg, sin embargo, es suficiente para disipar la impresión de estar frente a un historiador apolítico. Sería extraño que no fuera así, en una sociedad tan politizada como la Italia de posguerra. Pero entonces, ¿cómo se debe definir esa política? La política de Ginzburg se mueve mediante insinuaciones y alusiones oblicuas, no mediante afirmaciones contundentes. Pero cada vez que se sugiere una posición, lo que a menudo sucede en los virajes autorales que se encuentran hacia el final de los textos, las implicaciones son claras. Las cuestiones a las que suele aludir Ginzburg incluyen: la Shoah, el ataque contra el World Trade Center y el Pentágono, la guerra contra Irak, el régimen de Berlusconi, la posibilidad de la aniquilación nuclear, la clonación y la destrucción del medio ambiente.40 En algún sentido, la lista habla por sí misma. Es selectiva, al igual que cualquier política. No se incluyen temas relacionados con la Nakba, la guerra contra Yugoslavia, la ley en Italia, la oligarquía nuclear, el dominio de los mercados financieros o la civilización del capital. Lo que está claro, sin embargo, es que el impulso primario de la reacción de este historiador frente a eventos públicos en el mundo contemporáneo es un impulso ético.
Esa afirmación requiere una especificación inmediata. Ninguna postura es más ajena a Ginzburg que la del moralismo de cualquier clase. La expresión más extensa de su punto de vista político se puede encontrar en un diálogo con Vittorio Foa -un amigo de su padre, y el líder histórico de la izquierda italiana- publicado en 2003. En él, Ginzburg comenta que se siente atraído por la casuística porque no predica (preacherly).41 De hecho, la casuística fue perfeccionada por los jesuitas, y el gusto de Ginzburg por ella nos lleva a uno de los nodos de su posición política. Sin ser creyente él mismo, Ginzburg respeta las religiones y celebra su convivencia multicultural y su reinterpretación flexible -su "ajuste", como él lo llama- a la luz de acontecimientos contemporáneos. Los jesuitas fueron grandes maestros de este arte, dignos de ser admirados como tales, más allá de la exactitud bíblica o no de sus tratamientos de la escritura cristiana o de cualquier otra escritura sagrada. Pero la religión (en estado de ánimo nominalista, Ginzburg a veces duda de que el término posea significado constructivo alguno) es una cosa, y la Iglesia es otra. Ginzburg nunca ha ocultado su hostilidad hacia la institución responsable por la Inquisición, y hacia un Vaticano que continúa poseyendo un poder extensivo en Italia. La importancia de la Ilustración como referencia central para sus escritos más recientes proviene en buena parte de este hecho. Las campañas, hayan sido directas o indirectas, de Bayle, Voltaire, Diderot o Hume contra la persecución y la intolerancia aparecen a sus ojos como la herencia que aquellos que llegan a Europa desde otras orillas y confesiones tienen derecho a esperar de ella en nuestra propia época, y frente a la cual la Iglesia desde Montini a Ratzinger aún debe medirse: la Ilustración continúa siendo ejemplar para nosotros hasta hoy, por su valentía moral y por su imaginación. El reconocimiento por parte de Ginzburg de la deuda que tenemos con las mentes de aquella época conforma una profunda corriente subterránea que atraviesa gran parte de su obra más reciente. Pero puede resultar significativo que -al menos hasta ahora- le haya dado poco lugar a dos pensadores, Montesquieu y Rousseau,42 que fueran los grandes teóricos políticos de la época. ¿Podría su relativa ausencia de la nómina ilustrada de Ginzburg sugerir cierta incomodidad ante ellos? La ausencia de las Cartas persas en la genealogía del extrañamiento es lo suficientemente evidente. ¿Y El espíritu de las leyes? ¿Será una obra demasiado sistemática, a los ojos de alguien que se resiste a los sistemas de pensamiento, como para ganarse la atención de Ginzburg?, ¿o simplemente demasiado centrada en las estructuras políticas de las que se apartaban los Annalistas? Rousseau, confinado a un pasaje ominoso de Émile, es quizá la omisión más significativa. ¿Demasiado sacerdotal? ¿Demasiado revolucionario? Habrá que esperar para ver. 
Entonces, ¿cómo se debe describir el lado político de este historiador? En una reseña, el eminente poeta y crítico italiano Franco Fortini, que conocía a Ginzburg, describió Historia nocturna como el trabajo de un conservador liberal. No usaba esos términos en su sentido americano, sino en su sentido europeo, que no implica ningún oxímoron. En aquella ocasión, la descripción pareció fuera de lugar.43 Pero hay un sentido honorable de cada uno de esos términos que puede aceptarse como una indicación del lugar que Ginzburg ocupa hoy: liberal en lo que se refiere a la tolerancia y las libertades fundamentales, conservador en relación a la naturaleza y al medio ambiente. ¿Qué sucede entonces con el término "populista", que hace veinte años parecía preferible a cualquiera de estos? Se trata de un término al que recurre el propio Ginzburg para describir el trasfondo de sus primeros escritos, y que Franco Venturi utiliza para su padre, a quien veía como el equivalente italiano de un narodnik.44 Al igual que "liberal" y "conservador", tiene alguna aplicación, en el sentido de que una fuerte simpatía y solidaridad con la vida popular informa toda la obra de Ginzburg, quien una vez describió la microhistoria como una "prosopografía desde abajo".45 Pero el populismo es también un término ambiguo, que tiene muchas otras connotaciones, demasiadas -la Liga del Norte es populista, pero para el establishment europeo también lo es cualquier revuelta contra su poder- como para que pueda servir como más que una descripción muy tentativa, aproximativa e inexacta, de su actitud.
Teniendo en cuenta que a Ginzburg no le gustan las etiquetas de ningún tipo, y que evade ser capturado por cualquiera de ellas, ¿podría intentarse una definición más exacta de su política? Quizás esta. Si nos fijamos en lo que lo ha movilizado a hacer comentarios, directa o indirectamente, sobre las cuestiones del día, vemos que casi siempre se ha tratado de algún caso de amenaza para la vida o para la libertad. Es una política defensiva. En su diálogo con Foa, Ginzburg presionó a su amigo para que arrojara, como él dice, "las hojas muertas del radicalismo".46 El radicalismo -Rousseau fue una de sus personificaciones- tiene, sin embargo, la capacidad de hacer brotar hojas nuevas, por lo general un poco más brillantes que las hojas perennes de la moderación: sobre todo en Italia, desde que un árbol jacobino fuera plantado en Roma en el año vi de la Revolución. El radicalismo es un espíritu de ataque, no de defensa, y ambos tienen su lugar en una política más amplia. La defensa que Ginzburg hace de su amigo Sofri puede servir como muestra de su práctica política como un todo: evitar una injusticia, y no denunciar esta justicia -basada en la recompensa legal para la delación y la protección de los testigos comprados- como sistema que debería ser abolido. No se debe tener demasiadas esperanzas ni objetivos tan altos. En el final del que tal vez sea el más poderoso de todos sus ensayos, "Matar a un mandarín chino", que habla sobre el embotamiento de nuestros sentimientos producido por la distancia, se lee: "Extender nuestra compasión a los seres humanos harto distantes de nosotros sería, me temo, un acto de mera retórica. Nuestra habilidad para contaminar y destruir el presente, el pasado y el futuro es incomparablemente mayor que nuestra débil imaginación moral".47

Notas

* Versión especialmente preparada para Prismas del trabajo que Anderson había publicado en London Review of Books (vol. 34, nº 8, 26 de abril de 2012) como reseña a la traducción inglesa de El hilo y las huellas, de Carlo Ginzburg. Traducción de Eugenia Gay.

* La distinción emic / etic proviene de los términos en inglés que utilizó el lingüista Kenneth Pike (phonemics y phonetics), para señalar que la distinción entre el tipo de interpretación que los sujetos hacen de la lengua (como la que supone el fonema) y la realidad acústica del sonido (como la que analiza la fonética) era una distinción productiva para extender a la descripción de la conducta social: emic es lo que expresa el punto de vista del nativo, y etic el del extranjero. [n/eds.]

* "El temor al adjetivo es el comienzo del estilo" [n/eds.].

1 Carlo Ginzburg,"Stile. Inclusione ed exclusion", en Occhiacci di legno, Milán, Feltrinelli, 1998 [trad. esp.: "Estilo. Inclusión y exclusión", en Ojazos de madera: nueve reflexiones sobre la distancia, Madrid, Península, 2000].

2 Carlo Ginzburg, "Straniamento. Preistoria di un procedimento letterario", en Occhiacci di legno, op. cit. [trad. esp.: "Extrañamiento. Prehistoria de un procedimiento literario", en Ojazos de madera, op. cit.]

3 Carlo Ginzburg,"Descrizione e citazione", en Il Filo e le tracce, Milán, Feltrinelli, 2006 [trad. esp.: "Descripción y cita", en El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, México, Fondo de Cultura Económica, 2010].

4 Ejemplos: Occhiacci di legno, op. cit., p. 129; No Island is an Island, Nueva York, Columbia University Press, 2000,p. 88 [trad. esp.: Ninguna isla es una isla: cuatro visiones de la literatura inglesa desde una perspectiva mundial, México,Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2002]; Il Filo e le tracce, op. cit., pp. 136-137; "The Letter Kills", en History and Theory, febrero de 2010, pp. 88-89.

5 Véase Anthony Grafton, Defenders of the Text. The Traditions of Scholarship in an Age of Science, 1450-1800,Cambridge, MA, 1991, pp. 2-5; y What Was History? The Art of History in Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, especialmente cap. 2.

6 Carlo Ginzburg,"Streghe e sciamani", en Il Filo e le tracce, op. cit., p. 285 ["Brujas y chamanes", en El hilo y las huellas, op. cit.]. Para los temas judíos véase "Ecce", "Stile" "Distanzae prospettiva" y "Un Lapsus di Papa Woytila", en Occhiacci di legno, op. cit.; "La conversione dei ebrei di Minorca","Tolleranza e commmercio", "Sulle orme de Israel Bertuccio","Rappresentare il nemico, "Unus testis", "Streghe esciamani", en Il Filo e le tracce, op. cit.; la "Introduction" a History, Rhetoric and Proof, Hanover, NH, University Press of New England, 1999; y más recientemente "The Letter Kills" y "Provincializing the World". Compárese el reciente trabajo de Grafton en coautoría con Joanna Weinberg sobre el significado de los estudios hebreos en la filología clásica de Casaubon: "I have always loved the Holy Tongue", Isaac Casaubon, The Jews and a Forgotten Chapter in Renaissance Scholarship, Cambridge, Harvard University Press, 2011.

7 Carlo Ginzburg, "Latitude, Slaves and the Bible: An Experiment in Micro-History", en A. Creager, E. Lunbeck, N. Wise (eds.), Science Without Laws. Model Systems, Cases, Exemplary Narratives, Durham y Londres, Duke University Press, 2007, p. 243.

8 Carlo Ginzburg, Occhiacci di legno, op. cit., pp. 16-17, 28-29, 30-34; Il Filo e le tracce, op. cit., pp. 174-175, 184; History, Rhetoric and Proof, op. cit., pp. 94-95, 102-103.

9 Originalmente "Just One Witness", en S. Friedlander (ed.), Probing the Limits of Representation, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1992, pp. 87-94 [trad. esp.: Saul Friedlander, En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final, Buenos Aires, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 2007], ahora en Il Filo e le tracce, op. cit., pp. 211-221, 308-309; History, Rhetoric and Proof, op. cit., pp. 49-50. La crítica de Momigliano a White se remonta a 1981: "The Rhetoric of History and the History of Rhetoric: on Hayden White's Tropes", recopilado en Arnaldo Momigliano, Settimo contributo alla storia degli studi classici e del mondo antico, Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 1984, pp. 49-59.

10 Carlo Ginzburg, History, Rhetoric and Proof, op. cit., pp. 56-57, 60-64. De hecho el argumento es una corrección de Momigliano, quien tratará a la retórica de manera más restricta.

11 Carlo Ginzburg, History, Rhetoric and Proof, op. cit., p. 50.

12 Carlo Ginzburg, Il Giudice e lo Storico, Turín, Einaudi, 1991, pp. 10-12 [trad. esp.: El juez y el historiador. Consideraciones al margen del proceso Sofri, Madrid, Anaya y Muchnik, 1993].

13 Carlo Ginzburg, Il Giudice e lo Storico, op. cit., pp. 15 y 89.

14 Compárese Storia Notturna, Turín, Einaudi, 1989, p. XIX [trad. esp.: Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre, Barcelona, Muchnik, 1991] y Il Filo e le tracce, op. cit., p. 166.

15 Véase Perry Anderson, A Zone of Engagement, Londres, Verso, 1992, pp. 211-216.

16 Carlo Ginzburg, Il Filo e le tracce, op. cit., pp. 199-202; No Island is an Island, op. cit., pp. 50-61; Das Schwert und die Glühbirne, Frankfurt, Suhrkamp, 1999, pp. 54-70 [trad. Alinglés: "The Sword and the Lightbulb: A Reading of Guernica", en M. Roth y C. Salas, Disturbing Remains, Los Ángeles, Getty Research Institute, 2001, pp. 159-165].

17 Carlo Ginzburg, Il Filo e le tracce, op. cit., p. 257; History, Rhetoric and Proof, op. cit., pp. 95-97.

18 Carlo Ginzburg, Occhiacci di legno, op. cit., p. 29; History, Rhetoric and Proof, op. cit., p. 97.

19 Carlo Ginzburg et al., Vivre le sens, París, Seuil, 2008, p. 35.

20 Carlo Ginzburg y Carlo Poni, "The Name and the Game: Unequal Exchange and the Historiographic Marketplace", en E. Muir y G. Ruggiero (eds.), Microhistory and the Lost Peoples of Europe, Baltimore, Johns Hopkins University Press,1991, pp, 8-9.

21 Carlo Ginzburg, Il Filo e le tracce, op. cit., p. 253.

22 Véase Perry Anderson, The Origins of Postmodernity, Londres, Verso, 1998 [trad. esp.: Los orígenes de la posmodernidad, Barcelona, Anagrama, 2000].

23 Carlo Ginzburg, Storia Notturna, op. cit., pp 288-289.

24 Uno de los primeros ensayos que Ginzburg escribió fue sobre Bloch y, más tarde, un prefacio a la traducción italiana de Los reyes taumaturgos: "A proposito Della raccolta dei saggi storici di Marc Bloch", Studi medievali, 1965, pp. 335- 353. Su prefacio a la edición italiana apareció en 1973.

25 Marc Bloch, Apologie pour l' Histoire, ou Métier d' Historien, París, 1949, p. 72 [trad. esp.: "Para decirlo todo, una palabra es la que domina e ilumina nuestros estudios: 'comprender'", Apología para la historia o el oficio de historiador, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 142].

26 "Mais les difficultés de l' histoire sont encore d' une autre essence. Car pour matière, elle a précisément, en dernier ressort, des consciences humaines"; "Les faits historiques sont, par essence, des faits psychologiques": Marc Bloch, Apologie..., op. cit., pp. 76 y 101 [trad. esp.: "Pero las dificultades de la historia son de otra naturaleza, porque su materia precisamente es, en última instancia, las conciencias humanas"; "Los hechos históricos son, en esencia, hechos psicológicos", Apología…, op. cit., pp. 148 y 177, respectivamente].

27 ["El conocimiento de la mente humana", n/eds.], Marc Bloch, Les rois thaumaturges, París, Armand Colin, 1960, p. 22 [trad. esp.: Los reyes taumaturgos. Estudio sobre el carácter sobrenatural atribuido al poder real, especialmente en Francia e Inglaterra, México, Fondo de Cultura Económica, 2004].

28 "En d'autres termes, le triomphe des Allemands fut, essentiellement, une victoire intellectuelle et c'est peut-être là ce qu'il y a eu en lui de plus grave", Marc Bloch, L' Étrange défaite, París, Ed. Franc-Tireur, 1946, pp. 55-56.

29 "On a raconté que Hitler, avant d'établir ses plans de combat, s'était entouré d'experts en psychologie", ibid., p. 73.

30 "Ce n'est pas seulement sur le terrain militaire que notre défaite a eu ses causes intellectuelles", ibid., p. 162.

31 Hay una gran ironía en el hecho de que Bloch, quien dedicara tan vívidas páginas de su Apologie al problema de la falsificación, acabara siendo él mismo su víctima: en su relato de la derrota de Francia por lo menos tres veces cita como fuente las falsas conversaciones de Hermann Rauschning con Hitler, sin ponerlas en duda, véase L' Étrange défaite, op. cit., pp. 163, 171, 191 (párrafo final del libro).

32 "Avant d'avoir moi-même, durant l'été et l'automne 1918, respiré l'allégresse de la victoire […] savais-je vraiment ce qu'enferme ce beau mot ?", Apologie…, op. cit., p. 14 [Apología…, op. cit., p. 71].

33 "Le Maroc n'est pas, n'a jamais été un pays árabe", Marcel Mauss, Oeuvres, París, PUF, 1969, vol. II, p. 563. Palabras pronunciadas en 1930.

34 "Les plus fermes intelligences n'échappaient pas alors, elles ne pouvaient pas échapper au préjugé commun", Apologie…, op. cit., p. 65 [Apología…, op. cit., p. 137].

35 "Ils proclamaient que la guerre est affaire de riches ou de puissants à laquelle le pauvre n'a pas à se mêler. Comme si, Dans une vieille collectivité, cimentée par des siècles de civilisation commune, le plus humble n'était pas toujours, bon gré mal gré, solidaire du plus fort", L'Étrange défaite, op. cit., p. 160.

36 André Jolles, Einfache Formen, Halle, Niemeyer, 1930, pp. 171-193.

37 Véase Paul Schroeder, The Transformation of European Politics 1763-1848, Oxford, Clarendon Press, 1994, y el volumen de debates dedicado a él: Peter Krüger y Paul Schroeder (eds.), "The Transformation of European Politics 1763-1848": Episode or Model in Modern History?, Münstery Nueva York, Lit Verlag/Palgrave Macmillan, 2002.

38 "Embedded Counterfactuals and World War I as an Unavoidable War", en Paul Schroeder, Systems, Stability and Statecraft. Essays on the International History of Modern Europe, Nueva York, Palgrave, 2004, pp. 157-191.

39 Roberto Longhi, Da Cimabue a Morandi, Turín, Einaudi, 1974, pp. 1026-1034.

40 Carlo Ginzburg, Il Filo e le tracce, op. cit., pp. 220-224, 136-137; "Public Secrets", en Occhiacci di legno, op. cit., pp. 69, 207.

41 Vittorio Foa y Carlo Ginzburg, Un dialogo, Milán, Feltrinelli, 2003, p. 81.

42 Montesquieu realiza una breve aparición en "Provincializing the World: Europeans, Indians, Jews" [1704], Postcolonial Studies, nº 2, 2011, pp. 141 y 146; Rousseau una un poco más extensa en "Lectures de Mauss", Annales. Histoire, Sciences Sociales, vol. 65-66, 2010, pp. 1308 y ss., donde aparece como una fuente para las ideas sobre el don de Mauss, elogiado por su sabia condena de la violencia bolchevique en 1923.

43 Perry Anderson, A Zone of Engagement, op. cit., pp. 227-228.

44 Carlo Ginzburg, Il Filo e le tracce, op. cit., p. 283.

45 E. Muir y G. Ruggiero (eds.), Microhistory and the Lost Peoples of Europe, op. cit., p. 7.

46 Vittorio Foa y Carlo Ginzburg, Un Dialogo, op. cit., pp. 37 y ss., 93 y ss.

47 Carlo Ginzburg, Occhiacci di legno, op. cit., p. 20.

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