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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.19 no.1 Bernal jun. 2015

 

RESEÑAS

Ana Longoni,
Vanguardia y revolución. Arte e izquierdas en la Argentina de los sesenta-setenta, Buenos Aires, Ariel, 2014, 314 páginas

 

Vanguardias: mito, historia y actualidad

El nuevo libro de Ana Longoni es, antes que nada, una entrada múltiple y polifónica al corazón de una época en disputa, nuestros "sesenta-setenta". Una época vertiginosa y compleja que, sin embargo, ha sido muchas veces aplanada y simplificada en discursos que buscaron o bien denigrar su desmesura mesiánica y violenta (como contra-mito sobre el que fundar el mito "democrático"), o bien exaltar el heroísmo sacrificial de esa edad de oro de la política revolucionaria (como mito con el que legitimar inercias "de izquierda"). Los "sesenta-setenta", agobiados bajo el peso del mito o del anti­mito, aún restan como enigma por interrogar, tanto más inquietante cuanto que en ellos se fraguaron las pasiones y las incertezas que aún hoy nos habitan. Este libro propone una mirada de aquellos años sin resentimientos. Su ecuanimidad, sin embargo, lejos está de la actitud neutra y neutralizadora del historicismo. Al sustraerse de la hagiografía y de la demonización, no busca un mero atenerse a los "hechos", "tal cual ellos fueron", sino que más bien ensaya una multiplicación proliferante de los relatos que permita devolver esos años a los vaivenes de proyectos y opciones que no pueden ser reducidos o pacificados tras eslóganes unilaterales o juicios sumarios. Este libro confía en que la única manera de emancipar esta época de su neutralización es devolviéndola a la complejidad irreductible de su multívoca historicidad. Y esta es, justamente, la secreta política del libro: la disolución del mito en el espacio de la historia como ejercicio preparatorio para la reactivación de la verdad (aún no dicha) de aquellos años.
El contexto específico de su intervención es el de las tensiones entre "arte e izquierdas", en esa época. La historiografía ya disponible sobre "cultura y poder", sobre "intelectuales y política" en los años 60-70 ha insistido (en voces insoslayables como las de Oscar Terán, Silvia Sigal o Beatriz Sarlo, entre otras) en asentar la tesis según la cual la cultura atraviesa en esos años un acelerado proceso de "modernización" que luego, sobre todo como reacción al golpe de Onganía en 1966, se transforma en proceso de tumultuosa "radicalización" en el que la diversidad y "autonomía" del "campo cultural" se ve fagocitada por la lógica unilateral de la política. La cultura, en gesto autosacrificial cómplice con la época, participa del "espiral de violencia" que preparó la catástrofe, al negarse como esfera específica de mediación de las tensiones sociales, ahora crudamente expresadas en la violencia de las armas. El libro de Longoni permite discutir ese relato unilineal. No pretende negar el proceso de radicalización, sino que más bien muestra que esa "radicalización" involucra una complejidad de matices que aquellas historiografías fundantes no habían dejado ver (tan determinadas por las mutaciones ideológico-políticas de los '80 "democráticos", y por su necesidad de refundación de la "autonomía" intelectual perdida). El libro muestra que en medio del vértigo de esa "radicalización" convivieron opciones múltiples, irreductibles al simple "pasaje a la política" o al "abandono del arte". Los '70 no son aquí meramente los años del antiintelectualismo y de la negación (auto)sacrificial de la cultura, sino, al mismo tiempo, un laboratorio experimental con formas alternativas de la cultura y de la política, irreductibles a la mera separación (moderna) entre ambas, experiencias invisibles para la gramática dual autonomía / heteronomía. Ni mera autonomía, ni mera absorción en la política: esta doble negación trabaja implícitamente a lo largo del libro, abriendo un terreno de experiencias poco frecuentadas en la historiografía sobre aquellos años, políticas del arte que se resisten a ser pensadas desde la normalizadora diferenciación de las distintas "esferas de validez" modernas. Múltiples nombres, acciones y opciones van delimitando este territorio irregular, los años 60-70, que ya no podremos recorrer con la cómoda secuencia modernización-radicalización-colapso (autonomía-heteronomía-catástrofe). En este sentido, este libro es una pieza fundamental para diseñar nuevas memorias (ya no "ochentistas") de los 60-70.
El desarrollo se organiza en tres grandes partes con cuatro capítulos y un epílogo cada una de ellas. La primera parte encara de manera frontal el problema de las relaciones de nuestra actualidad con ese pasado, ya desde el título: "De cómo nos interpela hoy esta historia". De allí la centralidad del capítulo 3, titulado "El mito de Tucumán Arde". Reaparece así un episodio fundamental del cruce entre arte e izquierdas, un episodio que Longoni contribuyó decisivamente a rescatar hace ya casi quince años en Del Di Tella a "Tucumán Arde".1 Sin embargo, si el contexto de aquel trabajo seminal era el del olvido y la invisibilidad de aquella experiencia, el libro que reseñamos, por el contrario, se publica cuando Tucumán Arde ha ingresado en el canon de la historia del arte y del activismo artístico, y cuando el "arte político" se vende bien en el mercado de la cultura. Si en el 2000 se rescataba esa experiencia del olvido y la desidia, hoy se la intenta redimir de esa forma más insidiosa y sutil de olvido que es la canonización. Y aquí se activa la estrategia general del trabajo: necesitamos (nosotros y ese pasado) más historia(s). De manera que a lo largo del recorrido se habla poco de Tucumán Arde, y mucho de la tupida trama de experiencias, estrategias y apuestas de la que Tucumán Arde es una expresión entre otras.
La segunda parte lleva el elocuente título "Ganar la calle, copar el museo", que delimita con precisión el movimiento de sus cuatro capítulos, condensado en el contrapunto entre los capítulos 6 y 7, titulados respectivamente "El museo en la calle" y "La calle en el museo". Si el primero reconstruye una experiencia ("Arte e ideología en CAYC al aire libre", septiembre de 1972) que replicaba el movimiento antiinstitucional generalmente atribuido a las vanguardias, llevando el arte a una plaza pública, el segundo reconstruye una presentación colectiva ("Proceso a nuestra realidad", agosto de 1973) que traza el movimiento inverso, trasladando un muro de la calle (con pintadas y pegatinas referidas a Trelew y a Ezeiza) a una sala del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Lo que esta parte tira por tierra es toda "teoría de la vanguardia" definida esquemáticamente como el mero "ataque a la institución arte" (según la influyente teorización de P. Bürger), y más bien muestra que ese ataque convivió siempre con una serie de estrategias de "copamiento" u "ocupación táctica" que buscaron más bien instrumentalizar las instituciones de la cultura, desde sus bordes y límites, como "caja de resonancia" de sus propias iniciativas. Hubo formas de "retorno a la institución" en los años '70, después de que esa vía parecía clausurada tras haber tocado el extremo contra-institucional de "Tucumán Arde". Puesto que, en efecto, una vez disuelto el mito, reaparecen estas historias de militancia artística en las que la institución no es un tabú, sino un espacio a aprovechar, sea por su visibilidad estratégica, sea por representar un resguardo ante la violencia instalada en la calle.
La tercera parte, titulada "Políticas artísticas", desplaza la mirada desde los artistas politizados hacia las posiciones sostenidas por los partidos y las organizaciones políticas de izquierda en relación con el arte. Se estudian aquí las "iniciativas internacionalistas" suscitadas en el eje Cuba-Santiago de Chile, legatarias del viejo internacionalismo de izquierdas; los oscilantes debates sobre "realismo y vanguardia" en el PCA y las mutaciones del uso de concepto "vanguardia"; las políticas artísticas del trotskista "Frente Antiimperialista de Trabajadores de la Cultura" (FATRAC) y la lógica apropiacionista del PRT; la reivindicación del pueblo como sujeto creador en el maoísmo y el peronismo, y el consecuente borramiento tendencial de la noción misma de "vanguardia". Nuevamente, no se busca establecer fronteras fijas sino más bien mostrar la variada gama de oscilaciones y matices, en este caso en el roce entre las decisiones de una vanguardia artística que se politiza y las lógicas de una vanguardia política que propone políticas culturales. En esa oscilación, nada está decidido de antemano. Ni siquiera en los "radicalizados" años setenta.
En una palabra: "Tucumán Arde" es rescatado del mito, la "vanguardia" es liberada de su corset antiinstitucionalista, las organizaciones "revolucionarias" se muestran como impulsoras -y no solo negadoras- de políticas culturales, las estrategias de politización del arte son emancipadas de la gramática polar "auto/hetero-nomía", todo ello en el marco de una reinscripción de los 60-70 artístico-políticos en su compleja trama de historias, oscilaciones y contradicciones. Una agenda de trabajo fundamental para preparar una nueva politización, ya no mitológica, de los años de la revolución en el arte y del arte en la revolución.
Ahora bien, quizá lo más singular de este trabajo sea la manera en que en su implícita polémica con las versiones más establecidas sobre aquellos años, se pliega sobre su propio "objeto" buscando modelos de historicidad ajenos a los protocolos académicos habituales, y fraguados más bien en la singular experiencia de las "vanguardias" que se trama a lo largo del libro. Tal parece ser el sentido del énfasis de la autora en la idea de "rescate", "reactivación" o "actualización" de aquellas experiencias. "Actualizar" un pasado implica abrirse a una relación no objetivante con él, a una relación que, relativizando las jerarquías epistémicas, se deja afectar por ese pasado, es decir, se interroga por una temporalidad no meramente historicista en la que no solo cuente la crónica de sus "hechos", sino también la lógica de sus formas de experiencia. Longoni parece sugerir que este nombre, "vanguardia", es indicio cierto de un modelo radical de transmisión histórica y cultural, en el que el libro ejercita su propia escritura. Un modelo que plantea la siguiente paradoja (inscripta en la trama de nuestra historia cultural precisamente por la irrupción vanguardista): no se trata de transmitir algo, sino de suspender la distancia entre la transmisión y lo transmitido, entre el acto de transmitir y sus "contenidos". Como en un ritual antiguo, como en el juego de los niños, como en toda historiografía política, la distancia entre el contenido cultural y el acto de transmisión colapsa. Toda actualización es un poner en acto ese pasado, que en vez de aquietarlo como valor de cambio lo moviliza como valor de uso, haciendo de sus "contenidos" no objetos de contemplación sino estructuras complejas de la experiencia. Es en este sentido que el libro que comentamos ha de pensarse como parte de una serie compleja de prácticas (no solo "historiográficas") que tienen a Ana Longoni como una de sus principales animadoras. No nos referimos, insistimos en esto, a contenidos ni a obras sino a prácticas, a lógicas de la experiencia, a estructuras de la sensibilidad común y a formas de socialización, que son la puesta en acto de ese legado, esto es, la performativa puesta en crisis de la distancia entre la transmisión y lo transmitido (acaso el legado más radical de las vanguardias). No podría "transmitirse" la experiencia del arte radical del siglo XX como si fuera un contenido más (de veneración política, de investigación académica, de comercialización mercantil), sino solo como acto radical de transmisión. Esto es, la crítica del estatuto del arte y la cultura, como puesta en colapso de la "obra", del artista "creador" y de la recepción "contemplativa", solo se puede transmitir como un perpetuo fin de la obra, como una interminable crisis del sujeto y como insistente apertura a un más allá de la contemplación. Y esa es la permanente inquietud de Longoni y otros artistas-activistas-investigadores que se tomaron en serio el juego de las vanguardias. No se trata de repetir sus "obras" que no eran obras, ni sus "gestos" que eran estrictamente contextuales, sino de adentrarse en lo que podríamos llamar el régimen vanguardista de transmisión: de la obra al proceso, del sujeto al colectivo, de la contemplación al uso. De la separación entre arte y política a su continuo desborde. Estos elementos no son ningún "objeto" sino la estructura misma de prácticas colectivas concretas como la "red conceptualismos del sur"2 o el proyecto "archivos en uso".3 Así, "Ana Longoni" no es un "sujeto creador", sino el nombre de uno de los nodos post-subjetivos de una red que se propone como proceso
abierto de puesta en circulación de formas y estrategias de un pasado que, en acto, deja de serlo. Así, la "obra" no es obra, no es configuración cerrada de sentido, sino archivo, ready-made histórico, reservorio de recursos socializables irreductibles a la lógica de acumulación académica. Así, el objetivo no es la contemplación de estos archivos, su consideración desinteresada, sino su puesta en uso, su multiplicación como práctica y no como cosa, su deriva sin fin como exceso inapropiable de sentido, valor de uso irreductible a su valor de cambio.
De este modo, "actualización" es el nombre de un enlace político de presente y pasado, donde el pasado puede ser reactivado en su potencia crítica solo por un presente que se sepa interpelado y prefigurado en ese pasado. Y esto no es ninguna "proyección" del presente sobre el pasado (como supondría una concepción lineal): es la acción retroactiva de experiencias sedimentadas en las memorias políticas sobre su propia historia. Se trata de la puesta en juego de un rigor de nuevo tipo, ajeno a los controles epistémicos historicistas. Se trata del diseño de complejas constelaciones entre pasado y presente que no dejan intocado ni aquel ni este y que ponen en juego formas no lineales de temporalidad que nos obligan a repensar permanentemente nuestra relación con el saber y con la historia. Red, archivo, uso, son algunos de los dispositivos que interrumpen las formas usuales de escribir historia y de hacer política en ella.
No estamos, entonces, ante un nuevo "relato" de los 60-70, sino más bien ante un archivo discontinuo y móvil de aquellas experiencias. Y eso es lo que no se deja apropiar, ni por el mercado ni por la academia, incluso cuando sus "contenidos" puedan ser una y otra vez puestos a la venta: se trata de la lógica de un juego, no de sus fichas. Se piensa aquí a las vanguardias como reservorio móvil de recursos para las luchas político-culturales contra el capital, ni más ni menos. Ayer y hoy, en una actualidad que excede la cronología y nos adentra en el corazón incandescente, ya no mítico, del mito. Tucumán Arde siempre aquí y ahora, solo aquí y ahora. En cada aquí y ahora que sepa interrumpir la lógica del fetiche, al saberse interpelado por un pasado de luchas que no es mero pasado. Después de todo, si la vanguardia es algo que pueda y merezca ser "reactivado", nada puede tener que ver con el gesto procaz o con la épica fundacional sino más bien con un silencioso desplazamiento de lógicas, con un sutil trabajo de anacronización, con las subterráneas fatigas del viejo topo de la cultura. Este libro es una cartografía mutante de las aventuras del caprichoso animalito.

Luis Ignacio García
UNC / CONICET

NOTA

1 Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a "Tucumán Arde". Vanguardia artística y política en el '68 argentino, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2000.         [ Links ]

2 Puede visitarse su página: < http://redcsur.net/>         [ Links ].

3 Proyecto colectivo de digitalización y puesta a disposición en una plataforma virtual de archivos fundamentales de las vanguardias y prácticas culturales radicales en la región, en <http:// archivosenuso.org/>         [ Links ]

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