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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.19 no.2 Bernal dic. 2015

 

DOSSIER: 20 años de historia intelectual. La historia intelectual hoy: itinerarios latinoamericanos y diálogos transatlánticos

Discurso por el contexto: hacia una arqueología de la historia intelectual en Argentina

 

Jorge Myers

Universidad Nacional de Quilmes / CONICET

 

Como ocurre en todas las disciplinas humanísticas, la idea que podamos tener de la historia intelectual como campo, subcampo o simple zona de intersección de miradas evoca una cuestión de fronteras al mismo tiempo que las pone en cuestión. El término historia intelectual, que ha servido para designar las actividades realizadas por quienes pertenecen al Centro cuyo aniversario estamos ahora conmemorando, es tan solo uno entre muchos que pudieron haber servido para dar nombre a las mismas: historia de los conceptos, historia de los discursos, historia del pensamiento, historia de los intelectuales y su producción, historia de las mentalidades, historia de las ideas, historia cultural, historia de la civilización, o -aun- filología histórica, son tan solo algunos de los términos posibles que hubiera sido legítimo emplear como designación del objeto de estudio de esta institución. "What's in a name? A rose by any other would smell as sweet!" Más allá de la elocuencia con que el gran bardo inglés supo expresar su nominalismo radical, solo se puede responder en este caso: sí, es cierto, pero no. Cada uno de esos nombres -por más que ellos enfoquen, por más que recubran semánticamente, en mayor o en menor medida, un mismo territorio de actividades humanas, por más que puedan parecer, al menos en ciertos contextos, solaparse y hasta volverse (potencialmente) sinonímicos- encierra en sí mismo un conjunto de preconceptos metodológicos, epistemológicos y hasta ontológicos, un conjunto de expectativas apriorísticas acerca de los contornos de su objeto de estudio, sus límites y su importancia, que varían entre sí profundamente, tanto hasta tornarlos, en ciertos otros contextos, absolutamente inconmensurables entre sí. Postulan, si se quiere, epistemes alternativas en cuyo interior la propia naturaleza del objeto analizado muda radicalmente de identidad. La consolidación, en las últimas décadas, del espacio propio de indagación de la historia intelectual, tanto en el mundo como en la Argentina, no ha podido ser ajena a esa condición específica de incomensurabilidad o de incongruencia entre los distintos campos que de algún modo le han servido de antecedentes. En las páginas que siguen proponemos esbozar el desarrollo de aquellos antecedentes de la "historia intelectual" que juzgamos más importantes, para luego reflexionar sobre los prolegómenos de este espacio disciplinar en la Argentina.
Un primer esfuerzo sostenido por establecer un dominio de investigación constituido autónomamente frente tanto a la filosofía como a las demás ramas de la historia fue la Kulturgeschichte alemana, producto tardío de la universidad de los mandarines, corriente cuya consolidación fue impulsada por figuras como Eberhard Gothein, Wilhelm Dilthey, Karl Lamprecht, Karl Burdach, entre otros. Utilizado ese término en 1852 por primera vez, el espacio de una historia cultural que se pretendía disciplinarmente autónoma se consolidó a partir de la importante obra de los historiadores de Basel, Jacob Burckhardt (Die Kultur der Renaissance in Italien [La cultura del Renacimiento en Italia], 1860, y Griechische Kulturgeschichte [Historia de la cultura griega], 1902) y Johan Jakob Bachofen (hoy considerado más bien un antropólogo histórico, Das Mutterrecht [El derecho materno], 1860, Versuch über die Gräbersymbolik der Alten [Investigación acerca de la simbólica funeraria de los antiguos], 1859), prolongándose como zona de gran productividad intelectual hasta mediados de la década de 1930. Erich Auerbach describió la Kulturgeschichte del siguiente modo:

La Kulturgeschichte de Burckhardt se distingue de la Geistesgeschichte en tanto sus ideas generales muy elásticas no implican ningún sistema de filosofía de la historia ni mística histórica alguna; y se distingue de los métodos positivistas porque Burckhardt no tuvo necesidad de procedimientos tomados de la psicología o de la sociología -un conocimiento vasto y exacto de los hechos, dominado por el juicio instintivo de un espíritu sin prevenciones apriorísticas, le ha bastado-. Ha encontrado un sucesor que se le puede parangonar por el método y por el espíritu en el holandés Johan Huizinga, autor de un célebre libro sobre el ocaso de la edad media (1ª edición holandesa de 1919).1

El propio Auerbach pudo haberse incluido a sí mismo dentro del elenco de sucesores de Burckhardt, así como algunos estudios recientes lo incluirían al Walter Benjamin de los ensayos sobre Goethe y sobre los Trauerspiele del barroco alemán. Como modo de practicar la historia, la Kulturgeschichte permitió organizar dentro de un campo unificado de estudios un conjunto de fenómenos y objetos que hasta ese momento habían sido, o ignorados por completo, o recluidos en un espacio muy marginal de la práctica hegemónica de los historiadores: todos aquellos referidos a los procesos de simbolización en el interior de una sociedad, tanto en sus aspectos discursivo-ideológicos cuanto en sus aspectos materiales. Si la existencia de clásicos representativos de gran proyección intelectual, que podían servir para ofrecer un paradigma de investigación, si la multiplicación de líneas de investigación conducidas dentro de ese paradigma, la creación de revistas, de espacios institucionales en las universidades, etc., confirman la existencia de un campo consolidado, entonces de la Kulturgeschichte se puede decir -y ello con independencia de la creciente crisis que afectó en su país de origen a ese territorio historiográfico luego de la Primera Guerra Mundial- que en 1920 o 1930 lo era ya, y de una forma muy clara. De modo que para el momento en que comenzó a perfilarse como una práctica profesional el estudio de la historia en la Argentina, la "historia cultural", tal como esta se practicaba en Alemania y en los países, como Italia o Inglaterra, hacia los cuales se proyectaba la inteligencia alemana, estaba ya disponible como espacio consolidado en cuyo interior legitimar el estatuto de la propia obra.2
En paralelo a la Kulturgeschichte se iría consolidando en los años intermedios del siglo XX otro gran espacio paradigmático-disciplinar para la realización de estudios históricos acerca de los objetos y los discursos del pasado cuyo interés radicaba principal o únicamente en su capacidad de vehiculizar significados, es decir, en su poder para expresar los aspectos simbólicos de una sociedad: la history of ideas de prosapia anglo-norteamericana. Es ya parte de la historia canónica de la "historia de las ideas", no solo entre quienes siguen identificándose principalmente con este término, sino también entre muchos de los que practican la historia conceptual o la historia intelectual, el señalamiento de que esa orientación disciplinar tuvo su momento de cristalización en 1933, con la presentación de las conferencias que luego derivaron en la publicación (1936) del libro clásico del germano-norteamericano Arthur Lovejoy, The Great Chain of Being [La gran cadena del Ser]. Cuatro años más tarde, el propio Lovejoy impulsaría la fundación de una revista académica dedicada exclusivamente a publicar trabajos realizados dentro de este campo: el Journal of the History of Ideas, en existencia continua desde 1940. Lovejoy enfatizó en la introducción a su libro sobre la gran cadena del ser la relación que había existido entre la interrogación histórica acerca del pensamiento pretérito y la filosofía: en su opinión, la historia del pensamiento había sido hasta el siglo XX, siempre, una parte de la práctica de la filosofía, asumiendo fundamentalmente la forma de una historia de la filosofía. Su propio proyecto consistía en establecer un campo autónomo en cuyo interior fuera posible estudiar las ideas separadas de las escuelas -de los ismos- en que se dividía la tradición filosófica occidental, historizando de ese modo la acción de pensar. Las ideas, por fuera de cualquier concepción filosófica o religiosa, tenían una historia propia, específica, y esta podía ser reconstruida por el historiador. Puede ser, quizá, que la innovación más importante -en términos teórico-metodológicos- lanzada por Lovejoy en ese libro haya sido la noción de las unit-ideas: las ideas como unidades simples, básicas, aprehensibles por parte del historiador y factibles, por ende, de ser el objeto primordial de cualquier investigación acerca de la historia del pensamiento. Las unit-ideas constituyen el objeto específico que define los propósitos y las fronteras del campo de la historia de las ideas. Desligadas de cualquier vínculo apriorístico con los "ismos" religiosos, filosóficos, político-ideológicos existentes, el hecho de que el historiador colocara el foco de su análisis sobre las unit-ideas constituía una garantía de la cientificidad de su empresa y reduciría -al menos ello era lo que se esperaba- la posible contaminación por parte de creencias dogmáticas externas al objeto de estudio. Cuarenta años antes de que Bourdieu insistiera -con razón- en la importancia de practicar una historia de los intelectuales desideologizada, en cuyo seno el señalamiento de identidades de "derecha", "centro" o "izquierda", con sus concomitantes juicios de valor, quedara desterrado a favor de un análisis anclado en el estudio de las reglas concretas que regían la vida intelectual como actividad social, la propuesta de Lovejoy, asociada, es cierto, a una concepción de las "ideas" que tendía a minimizar sus vínculos con un contexto específico y a inyectar -de un modo hasta cierto punto contrario a la intención original del propio Lovejoy- cierto esencialismo ahistórico a la propia noción de unit-ideas, buscó generar el mismo efecto de laicidad en un campo que cargaba -sobre todo en el mundo anglosajón, donde la polémica religiosa seguía estando muy viva- con el lastre de una demasiada proximidad a sus raíces filosóficas y teológicas. Más allá de la especificidad teórica o conceptual concreta del modelo promovido por Lovejoy, el hecho es que a partir de fines de la década de 1930 se consolidó también ese campo -con obras representativas de historia de las ideas referidas al Renacimiento en Italia y en Europa, a la Reforma, a la revolución científica y aun al nacimiento de disciplinas como la sociología (el caso de la obra de Robert A. Nisbet, The Sociological Tradition [La formación del pensamiento sociológico], 1966)-, llegando a ofrecer a los historiadores que se interesaran en la historia de los fenómenos culturales o de los modos de pensamiento del pasado una alternativa a la más antigua "historia cultural" de prosapia alemana.3
Desde una perspectiva latinoamericana, entonces, se hallaban en existencia, hacia mediados del siglo XX, dos grandes campos de investigación, cada uno con su tradición y sus reglas, en cuyo interior era posible imaginar una exploración sistemática de la producción cultural, intelectual, discursiva del pasado, sin que esta estuviera necesariamente subordinada al espacio disciplinar de la filosofía. Si para ese momento la tradicional Kulturgeschichte parecía estar mostrando claros signos de agotamiento -las obras que se reclamaran de su legado comenzaban a estar, hacia 1955 o 1965, impregnadas de cierto tufillo de avejentamiento-, no por ello dejaba de contar en Hispanoamérica con investigadores que colocaban su obra bajo esa égida. La más reciente "history of ideas", a su vez, si comenzaba a ser cuestionada en los años sesenta por su origen norteamericano, en medio de la creciente polémica entre la espada/fusil y la pluma y en un clima erizado de antiimperialismo, tampoco dejaba de hallar autores en nuestra región que se sentían interpelados por una parte al menos del programa que había venido a proponer. En 1953-1955 -el momento de Imago Mundi- y todavía en 1962-1965 -decanato de José Luis Romero en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA - cada uno de esos campos disciplinares con sus respectivos paradigmas tenía todavía cierta presencia en la Argentina y podía seguir siendo un surtidero de perspectivas de investigación para quien se interesara en los aspectos de la historia más vinculados a la dilucidación de las tramas de significación pretéritas que a sus aspectos exclusivamente materiales y/o político-fácticos.
En la construcción del pasado de la historia intelectual, si las grandes corrientes paradigmáticas y las obras monográficas contenidas dentro de los límites estrechos de una estricta dependencia disciplinar definieron el espacio para el estudio histórico de los fenómenos de producción intelectual y cultural -y fue a partir del contexto configurado por ellas que debió necesariamente surgir la historia intelectual que hoy se practica-, hubo otro elemento que a nuestro juicio ha sido tan importante como los ya mencionados: la existencia de ciertas obras devenidas puntos de condensación canónica de la historiografía -clásicos si se quiere-, que han podido y quizás exigido ser aprehendidas desde los parámetros actuales del campo como antecedentes directos o tangenciales del mismo. Entre estos libros modélicos se encontraban algunos estudios generales, que habían pretendido abrazar sintéticamente zonas ampliamente panorámicas del pasado cultural o intelectual de la Argentina o de Hispanoamérica, y también otros cuya perspectiva era en apariencia más limitada, pero que bajo esa apariencia engañosa escondían ambiciones interpretativas tan amplias como las de los primeros. Algunos de los hitos de condensación canónica más importantes fueron, sin agotar la lista, los siguientes: José Ingenieros, Evolución de las ideas argentinas (1917/1918), Alejandro Korn, Influencias filosóficas en la evolución nacional (1936); José Luis Romero, Las ideas políticas en la Argentina (1946); Pedro Henríquez Ureña, Historia cultural de la América Hispánica (1947). Quisiera detenerme, aquí, en solo dos de estas obras.
En 1917, José Ingenieros, conocido hasta ese momento más como sociólogo positivista que como historiador -en aquella época la distinción entre estas dos identidades era mucho más tenue que hoy- había dado inicio a un proyecto intelectual muy ambicioso, consistente en una reinterpretación del conjunto del pasado argentino a partir del estudio de la historia de las ideas que habían animado el accionar de generaciones sucesivas, y que debía ser a la vez un estudio objetivo de los hechos verdaderos del pasado argentino y una guía para el comportamiento ético destinado a las juventudes de este país. Obra ambiciosa e inconclusa por la muerte temprana de su autor, y escrita con la urgencia que le imprimía el hecho de la gran guerra en curso, fue la primera quizás en defender -a partir de un marco teórico que todavía manifestaba muchas huellas del positivismo cientificista en el cual se había formado- la centralidad de la historia del pensamiento, de las ideas, para la comprensión del pasado argentino. Explicaba su proyecto del siguiente modo:

Después de mucho leer y meditar sobre las corrientes ideológicas que han inspirado a las minorías cultas, durante la formación de la sociedad argentina, el autor ha creído llegar a una arquitectónica de su asunto, solo modificable por retoques de albañilería. [.] Deseando ser exacta antes que parecer original, esta obra se divide en tres partes: La Revolución, La Restauración, y La Organización, precedidas por una sinopsis de La Mentalidad Colonial. En cada una -sirviéndole de cañamazo la historia- el autor expone lo que sabe acerca de las ideas en lucha: políticas, sociales, religiosas, filosóficas, educacionales, de su genealogía, de sus hombres representativos, de su función militante, de sus correlaciones invisibles. Algunos juicios no son los corrientes ni podrían serlo; lo que ocurre sobre el tablado no es igual para quien admira los títeres que para quien observa los hilos.4

En las más de 1200 páginas de texto que siguieron, Ingenieros buscó cumplir con el propósito enunciado: interpretar la historia argentina en términos de una lucha de ideas, en cuyo interior las ideas particulares estaban puestas al servicio de dos grandes principios organizativos -la conservación de la Feudalidad y la propulsión de la Democracia-, y organizadas en función de ellas. Si bien la crítica más directa que se le puede dirigir hoy a ese temprano esfuerzo, desde el mirador de una historia intelectual en vías de consolidar su identidad, es que la especificidad de las ideas parecía por momentos diluirse en un relato dominado por el análisis político-social, el proyecto paralelo que acompañó la escritura de ese libro desmiente parcialmente tal conclusión, y constituye también un importante antecedente de la práctica actual de la historia intelectual en este país: la edición de clásicos del pensamiento argentino en la colección que llevaba el título de La cultura argentina entre 1915 y su fallecimiento en 1925. Cada uno de los tomos incluía una breve semblanza biográfica del autor más un estudio introductorio sobre la obra en cuestión escrito por un especialista.5
En 1946 un entonces muy joven escritor, José Luis Romero, publicaba en la colección Tierra Firme del Fondo de Cultura Económica de México su primer libro clásico, Las ideas políticas en Argentina. Allí enunciaba su visión de lo que debía ser una moderna e intelectualmente productiva historia de las ideas en los siguientes términos:

El autor considera imprescindible hacer algunas aclaraciones sobre el punto de vista que ha adoptado. Si se concibiera la historia de las ideas políticas exclusivamente como exposición del pensamiento doctrinario, acaso no hubiera valido la pena escribir este libro. Ni en la Argentina ni en el resto de los países hispanoamericanos ha florecido un pensamiento teórico original y vigoroso en materia política, ni era verosímil que floreciera. Pero el punto de vista adoptado al concebir este libro ha sido otro. Aparte que sea o no original en el plano doctrinario, el pensamiento político de una colectividad posee siempre un altísimo interés histórico; pero no solamente en cuanto es idea pura, sino también -y acaso más- en cuanto es conciencia de una actitud y motor de una conducta.

Y explicaba más adelante:

Las ideas políticas que el autor ha tratado de precisar y seguir en el hilo del tiempo no son sólo aquellas puras y originales en que ha florecido el genio especulativo; son también los remedos de ideas, cuyas deformaciones constituyen ya un hecho de cultura de profunda significación; y son ciertos impulsos que entrañan y presuponen una determinada predisposición, con los que se nutrirán luego las ideas claras y distintas, apenas entrevistas en el momento primero de su irrupción, pero latentes en su indecisa forma y en su orientación aproximativa. Acaso se pueda objetar que el autor se exceda en el uso de la palabra idea; pero está convencido de que en el campo de la historia de la cultura no es posible aislar en ese concepto las formas pulcras y perfectas de las formas elementales y bastardas. La vida social es el resultado de la convivencia de quienes poseen muy variados patrimonios intelectuales, y sería un peligroso criterio histórico no apreciar la significación de ciertos aportes de opinión, porque nunca fueron expuestos con claridad y con plena conciencia. Firme en este propósito, el autor ha procurado siempre descender desde el plano de las ideas claras y distintas hasta el fondo oscuro de los impulsos elementales y las ideas bastardas, seguro de llegar, de este modo, a la fuente viva de donde surge la savia nutricia que presta a las convicciones esa fiereza tan particular de nuestra historia política.6

Romero -cuya obra temprana había estado dedicada a dilucidar la historia política y cultural romana empleando las herramientas que le otorgaba la Kulturgeschichte alemana, la sociología de la tradición de Simmel, Weber y Sombart y la filosofía de Max Scheler- dejaba traslucir en esta declaración de principios metodológicos su profunda compenetración con la tradición de la historia cultural, pero también permitía intuir ya lo que sería su segunda época como historiador de las ideas, cuando la historia cultural terminara de transmutarse para él en "historia social". Para llegar allí debió pasar por la importante experiencia de dos revistas culturales: Realidad (1947-1949) e Imago Mundi (1953-1956). En ellas, al mismo tiempo que se renovaba el universo de referencias teóricas y metodológicas disponibles en la Argentina para encarar trabajos dedicados a la historia del pensamiento, aparecieron también ecos de la crisis que desde antes de la Segunda Guerra venía agrietando el edificio otrora tan aparentemente sólido de la Kulturgeschichte, y ello en el preciso momento en que, si hemos de aceptar la periodización y el argumento de Francis Mulhern, también se derrumbaban las certezas que habían permitido la emergencia de ese tan particular oficio intelectual -el de la Kulturkritik- que hacía de la "alta cultura" un tribunal independiente desde el cual someter a juicio los problemas sociales y políticos de la propia época.7
A lo largo de los años de 1960, 1970 y 1980 esa crisis terminó de liquidar la legitimidad de la empresa tradicional de la Kulturgeschichte y socavó también las certezas del modelo "lovejoyano" de historia de las ideas: en un clima intelectual marcado por una catarata de novedades desde fines de la década de 1950, cuando el existencialismo sartreano cedió rápidamente el lugar de preeminencia a una competencia entre corrientes "estructuralistas" de variada procedencia -aunque la variante antropológica y la semiótica hayan sido las más difundidas-, y que a su vez debieron competir con renovaciones del debate marxista que tanto desde el neogramscismo cuanto desde el marxismo cultural inglés tendían a poner en cuestión el presupuesto elitista de la teoría de la vanguardia -valorización de lo popular que también se fortaleció a partir de la legitimación de la cultura popular como objeto de interés científico para la antropología cultural y la sociología de la cultura-, la historia de las ideas o del pensamiento como se había practicado durante el siglo XX -aun en sus versiones teóricamente más pedestres- pareció condenada a una necesaria extinción. Por un lado la noción de la "crisis del sujeto" ponía en tela de juicio la propia existencia del tipo de agencia que hasta entonces se les venía asignando a las minorías cultas, a las elites doctas, a los productores de conocimiento, a ideólogos e intelectuales definidos de múltiples maneras; y, por otro lado, la creciente puesta en valor de la "cultura popular" -definiérase esta del modo que se quisiera- implicaba que aun en el caso de que existiera una agencia humana por detrás de los sistemas de signos que "nos hablaban", aquella tradicionalmente reconocida como portadora de las ideas que habían sido el objeto por excelencia de la historia del pensamiento y de la cultura -las minorías o las elites cultas- merecía ser dejada de lado por el estudioso ya que no era en ella donde se podría encontrar un saber suficiente para develar los enigmas de las sociedades modernas.
Una excepción podría aducirse que, sin embargo, no lo fue tanto: el sartrismo vernáculo. A semejanza de su fuente francesa, sí reconocía la importancia de las ideas doctas y de los intelectuales en los procesos sociales e históricos, pero entendía la misión del escritor -incluyendo bajo esta categoría también a los que escribían sobre historia de las ideas y de la cultura- en términos de compromiso y denuncia. A partir de Contorno y su grupo se plasmó una corriente muy nutrida de historias culturales e intelectuales de la Argentina cuyo signo preponderante consistió en cierto "denuncialismo": David Viñas y Juan José Sebreli. Más allá de la calidad intrínseca de su obra, difícilmente pudo convertirse en antecedente o fuente para una historia intelectual que asumiera el desafío de la reconstrucción contextual del pasado.
En los orígenes de la historia intelectual que hoy es posible practicar en la Argentina se sitúan dos historiadores de proporciones mayores, el ya mencionado José Luis Romero y Tulio Halperin Donghi. De Romero, cuya obra ya ha sido invocada, añadiré simplemente que el impacto de su libro tardío, América Latina: las ciudades y las ideas, sigue inspirando importantes vetas de investigación en este país y en América Latina. Sería demasiado arriesgado decir que la obra de Tulio Halperin Donghi estuvo dominada por cuestiones relativas a la historia de las ideas, de la cultura y de los intelectuales: concedió, sin embargo, a estas tres cuestiones un lugar de privilegio en libros y ensayos publicados desde los años 1950. Ya sus primeros trabajos habían abordado el pensamiento de algunos de los principales autores/políticos del siglo XIX, entre los cuales destaca su coupde-grâce de 1951 a la reputación póstuma de Esteban Echeverría, que fue también su primer libro. Esos tempranos libros y ensayos -que se fueron escalonando a lo largo de los años 1949 a 1961- hicieron del análisis del pensamiento, y sobre todo del pensamiento de los escritores de la primera generación romántica argentina, su centro. Obras menores en el contexto de un largo oficio de historiador que lo llevó a conquistar para su interpretación un dominio magistral simultáneo de la historia económica, social, política, cultural e intelectual de la Argentina -cuyas coordenadas utilizaría además para intentar ordenar el abigarrado espectro de la historia contemporánea de América Latina-, indicaban ya en su capacidad para colocar el movimiento de las ideas en sus contextos específicos de origen y de circulación -tanto sociopolíticos cuanto específicamente ideológico-discursivos-, en el escepticismo historiográfico que aplicaba su mirada escudriñadora a las ideas recibidas y en la rara habilidad para detectar las aporías profundas que habitan todo esfuerzo por dar cuenta, mediante las herramientas del lenguaje y del intelecto humano, de una experiencia histórica que siempre se mostraba reacia a ser sometida a esquemas intelectuales, algunos de los caminos que habría de transitar la historia intelectual contemporánea, en casi todas sus diversas zonas de especialización. Sin espacio para explorar más detalladamente su legado para la naciente historia intelectual, menciono simplemente dos clásicos de historia intelectual avant la lettre nacidos de su pluma: Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo (1961) y Una nación para el desierto argentino (1982).
En un lapso de tiempo cuyas fronteras exactas son difusas, emergió en la Argentina a mediados de los años 1980 una nueva historia de las ideas renovada por el impacto de la obra de Michel Foucault, por la recepción de la obra del marxismo cultural inglés -sobre todo de E. P. Thompson (a Williams lo ubico en otro registro)-, y por la incorporación de la sociología de los intelectuales y de la cultura de Pierre Bourdieu y su escuela a la agenda de debate histórico local. Casi al mismo tiempo comenzaban a circular, de un modo sistemático, entre los historiadores interesados en la historia del pensamiento, los textos básicos de dos corrientes historiográficas que tendrían un importante desarrollo en la Argentina y en toda América Latina. Por un lado, aquellos asociados a la llamada "escuela de Cambridge" de historia de las ideas políticas -centrada en la obra de J. G. A. Pocock y Quentin Skinner-, cuyo énfasis estuvo colocado sobre la importancia de una lectura contextualizada de las obras y las ideas del pasado. Pocock, de un modo más sistemático que Skinner, ha insistido en que el propósito específico de la historia del pensamiento debía ser la identificación y la reconstrucción histórica de lenguajes o discursos formados por un cuerpo heterogéneo de ideologemas, y en cuyo interior los clásicos debían disolverse, perdiendo su estatuto de objetos dotados de una especificidad especial, "aurática", ya que todo enunciado de una época determinada, sin importar el tipo de vehículo que lo movilizó -libros, periódicos, discursos parlamentarios, etc.- contribuye a la elaboración de un lenguaje específico de la política. Ambos han coincidido en postular que las palabras son acciones, que las expresiones verbales emitidas en el plano de la discursividad tienen efectos tan concretos como cualquier otro tipo de acción humana, y que, por ende, el estudio de los discursos no ocupa un lugar marginal y aislado dentro de la compleja geografía que ha ido asumiendo la ciencia histórica en las últimas décadas, sino que repercute de un modo directo e intenso sobre todos los demás espacios de la misma.
La segunda corriente que ha tenido un gran impacto visible en la historia latinoamericana durante los últimos veinte años ha sido la Begriffsgeschichte -sucesora hasta cierto punto de las ambiciones heurísticas de la antigua Kulturgeschichte aunque con una conciencia mayor de los límites modestos a los que puede aspirar cualquier empresa de reconstrucción y/o interpretación historiográfica-. No me detendré a describir los rasgos básicos de una corriente cuya amplísima repercusión la ha hecho moneda corriente entre nosotros: me limitaré a sugerir que la relación entre esta y el campo de la historia intelectual, si bien ha sido productiva desde el punto de vista de la tematización de los núcleos de significación lingüísticos como constituyentes centrales de cualquier empresa historiográfica moderna, subrayando al igual que la escuela de Cambridge la posibilidad y la productividad de un análisis histórico centrado en el análisis semiótico de la sociedad -como lo ha hecho también en sede antropológica Clifford Geertz-, registra ciertas zonas de mutua inconmensurabilidad.
Un tercer modo de enfocar el estudio histórico de las ideas y de sus productores ha sido la sociología de los intelectuales desarrollada en las obras de Pierre Bourdieu y su escuela, que en su recepción por parte de los historiadores locales dedicados a la historia del pensamiento se solapó con aquella de la obra más sociológica del padre fundador de los cultural studies del Reino Unido, Richard Hoggart, y con aquella otra del principal teórico del materialismo cultural, Raymond Williams. Mientras que la progresiva transformación de la sociología de la cultura desenvuelta por Bourdieu a partir de su inicial marca estructuralista en una sociología posestructuralista de los intelectuales ofrecía al historiador todo un arsenal de sugerencias teóricas y metodológicas, con sus propios vocabularios especializados, la obra de Hoggart tanto como la de Williams ha enfatizado la necesaria segmentación social de todo fenómeno, de toda práctica u objeto cultural, y el rol que en la construcción de los significados socialmente legítimos que "marcan" esas prácticas y esos objetos ejercen las minorías cultas, los estratos poseedores de autoridad en materia cultural. De este modo, la intersección entre ambas miradas ha permitido delinear un espacio de indagación cuyo sentido podría ser expresado metafóricamente a través de la siguiente figura conceptista: el proyecto willamsiano de análisis histórico de la cultura y de la sociedad parecería haber dado lugar a otro en el cual el lugar de la conjuntiva ha sido ocupado ahora por un referente específico: los intelectuales. El título tan preciso de Cultura y sociedad exigiría ahora transformarse en: Cultura, Intelectuales, Sociedad.
¿Por qué historia intelectual? ¿Por qué, entre tantas designaciones posibles, esta para designar la actividad que realiza el Centro cuyo aniversario ha incitado esta reflexión? Este término, en sintonía con lo ocurrido en otras partes del mundo, desde Francia hasta los Estados Unidos, ha venido a identificar explícitamente la ruptura entre el modo contemporáneo de abordar el pensamiento de épocas pasadas y aquel de las dos grandes corrientes que mencioné al principio, la historia cultural y la historia de las ideas. Sin estar afiliada a ninguna posición teórica exclusiva -y esta es una diferencia básica entre la "historia intelectual" que se desarrolla, no solo en este Centro, sino en muchas universidades del mundo, y la "historia de los conceptos" que cubre en gran medida el mismo terreno- la historia intelectual analiza los procesos de producción de significados en el interior de una sociedad, centrando su análisis tanto en el producto final de esos procesos, con sus contenidos -que por su propia naturaleza están abiertos a una pluralidad de interpretaciones-, cuanto en los productores y en los contextos de producción de los mismos. Si hay algo que define la diferencia entre la historia intelectual del momento actual y la historia de las ideas de tipo más tradicional, es la atención que presta la actual al contexto en cuyo interior están ínsitos los discursos (vale la pena recordar que los discursos objeto de la historia intelectual no necesariamente son exclusivamente verbales; la producción de imágenes también elabora series discursivas, una evidencia de la cual Benjamin parece haberse hecho cargo en los años 1930, al sostener que la arqueología de la modernidad es consustancial a una "historische Index der Bilder" [el registro histórico de las imágenes] y que la tarea del historiador consiste básicamente en una Bildforschung).8 Los discursos y las ideas (o ideologemas) que vehiculizan no pueden ser tratados de un modo adecuado por una historia que no acepte que una parte central de su tarea consistirá en una reconstrucción e interpretación de la dimensión contextual de los mismos: al menos este parecería ser el desafío principal del que debería hacerse cargo una historia del pensamiento o de la cultura llevada a cabo en clave de historia intelectual. En un espacio que por definición ha estado abierto a una multiplicidad de perspectivas de análisis, y en cuyo interior han confluido distintas prácticas disciplinares y distintos paradigmas filosóficos -incluyendo, en gran medida, aquellos en los cuales se ha basado la historia de los conceptos-, la principal prescripción metodológica parecería ser, pues, esta: que solo será historiográficamente legítima aquella exploración que acepte la necesidad de acceder -en términos historiográficos- al discurso por el contexto.

Notas

1 Erich Auerbach, Introduzione alla filologia romanza, Turín, Einaudi, 2001, p. 40.         [ Links ]

2 De la vasta bibliografía sobre la Kulturgeschichte y la Geistesgeschichte germanas, además de las mencionadas en el texto, me han resultado especialmente útiles: Pietro Rossi, Lo storicismo tedesco contemporaneo, Milán, Edizioni di Comunitá, 1994;         [ Links ] Antonello Giugliano, La storia della cultura fra Gothein e Lamprecht, Cattanzaro, Rubettino Editore, 1998; Karl Löwith, Meaning in History: the Theological Implications of the Philosophy of History, Chicago, University of Chicago Press, 1949; Karl Löwith, Jakob Burckhardt, Bari, Editori Laterza, 2004; Raymond Aron, La philosophie critique de l'histoire, París, Seuil/Vrin, 1969. Estas referencias no agotan, evidentemente, el campo de lecturas que he buscado sintetizar en estas breves líneas.

3 Sobre Arthur Lovejoy véase Daniel J. Wilson, Arthur O. Lovejoy and the Quest for Intelligibility, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1980.         [ Links ] Sobre otros dos historiadores norteamericanos afines, especializados en historia del pensamiento, véase H. Lark Hall, V. L. Parrington, Through the Avenue of Art, New Brunswick/ Londres, Transaction Publishers, 1994; William E. Cain, F. O. Matthiessen and the Politics of Criticism, Madison, University of Wisconsin Press, 1988.

4 José Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas [1918], Buenos Aires, El Ateneo, 1951, pp. 8-9.         [ Links ]

5 Sobre Ingenieros véanse de Oscar Terán, José Ingenieros: Pensar la Nación, Buenos Aires, Alianza, 1986;         [ Links ] En busca de la ideología argentina, Buenos Aires, Catálogos, 1986; Positivismo y nación en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987; Vida intelectual en el Buenos Aires "Fin-de-siglo", Derivas de la Cultura Científica, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.

6 José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina [1946], México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pp. 10-11.         [ Links ]

7 Véase Francis Mulhern, Culture/Metaculture, Londres, Routledge, 2000.         [ Links ]

8 Christian J. Emden, Walter Benjamins Archäologie der Moderne: Kulturwissenschaft um 1930, Munich, Wilhelm Fink Verlag, 2006, p. 12.         [ Links ]

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