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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.20 no.1 Bernal June 2016

 

RESEÑAS

Paula Bruno (dir.), Sociabilidades y vida cultural. Buenos Aires, 1860-1930, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2014, 317 páginas

 

Las investigaciones que se anuncian como referidas a la sociabilidad no se identifican con el estudio de asociaciones sin más, como si tomar ese tipo de agrupamientos como unidades de análisis produjera ipso facto estudios de sociabilidad. Desde los trabajos de Maurice Agulhon el tema ha ido ganando espacio, planteándose como alternativa a estudios demasiado fijados en la relación de los sujetos o las obras con sus contextos, definidos en términos de grandes regularidades o de problemáticas históricas específicas cuyo horizonte es una "sociedad" en el sentido implícitamente nacional o en escala menor, pero finalmente de una organización del tipo estatal, como es el caso en los estudios de campo intelectual o literario y en general de la reconstrucción de condiciones de producción. Tomar una asociación por objeto de indagación, en cambio, es ubicarse en un plano social cercano, que permite recuperar una porción social realmente experimentada por los agentes, habilitando la observación de experiencias individuales y colectivas de la vida cotidiana, de dimensiones simbólicas e imaginarias dotadas de una inminencia cercana, donde los afectos tienen referentes inmediatos y las relaciones son cara a cara. Sin embargo, esta decisión metodológica de reducción de escala puede dejarnos en el empirismo de la acumulación de unidades fragmentarias, aportar cierta información útil pero no necesariamente abordar la sociabilidad, es decir los modos en que se entrelazan las relaciones en el interior de microcosmos específicos, definidos por intereses y lugares sociales, pero al mismo tiempo con una necesidad de neutralización para la convivencia cercana que genera cierto poder sociopoiético. El aporte de los estudios de sociabilidad parece estar en la concentración de la mirada sobre las modalidades de las interacciones, de la producción simbólica que se genera entre los marcos interpretativos implícitos que se ponen en juego en la conversación, con sus palabras, gestos y temas privilegiados, pero también en las afinidades electivas entre personas, los tipos de intercambios reglados entre los sexos, los modos de autopresentarse y el análisis de lo esperable o lo disruptivo en estos espacios. Supone "espíritu etnográfico" al seleccionar y aproximarse a las fuentes, con todos los límites que estas suelen presentar para tal empresa. Pero al mismo tiempo, más que oponerse a otros modos de análisis, los estudios de sociabilidad necesitan dialogar con ellos para poder calibrar el sentido de las asociaciones mismas, que solo son comprensibles en los marcos más amplios que les dan inteligibilidad. Los estudios de sociabilidad, según Agulhon, surgen precisamente de haber roto compartimentos estancos entre historia política, social o económica y descubrir, desde una historia totalizante, "la pequeña historia" social que ya había visto cafés, círculos y clubes, como una vía para "conseguir mañana una historia verdadera de ese gran hecho social que es la asociación". Treinta años después, luego de mucha sociología, antropología e historia, podemos decir también que analizar una asociación particular deviene realmente productivo cuando se la pone en relación con otras asociaciones y con las continuidades de modos de socialidad en el tiempo, ya que ese carácter sociopoiético supone una específica socialización, aprendizajes que se incorporan y se transfieren a las prácticas en otros grupos y en nuevas situaciones. Lo que los estudios de asociaciones suponen a este respecto es la performatividad de las prácticas. Si constituyen modos de socialización en micro-espacios sociales más o menos regulados, con rituales de interacción, prácticas habituales, modos aceptados y aceptables de autopresentarse, deberíamos suponer que estos aprendizajes no se pierden, sino que se negocian, se transfieren, se reinventan al modo pre-reflexivo de las disposiciones.

Esto supone registrar espacios sociales y no solo lugares; reglas efectivamente organizadoras de los vínculos y no solo grupos; prácticas, afectos y disposiciones y no solo ideas. Si algo tienen para dar los estudios de sociabilidad es este enriquecimiento de las condiciones de producción y circulación de los discursos, de las personas y de las cosas a través de la intensificación del análisis de esos contextos particulares que son las asociaciones, en tanto espacios de interacción. Al mismo tiempo, en la línea de Agulhon y de Elias, inscribir estos análisis en una historia específica de las modalidades de la interacción en procesos de mediano y largo plazo, como eje de una historia social que sería a la vez cultural, política y económica.

El libro que ha dirigido Paula Bruno, con el objetivo explícito de estudiar las "sociabilidades de la cultura" -que advierte menos trabajadas en la Argentina que las de la historia política y la historia social- despliega varias de estas virtudes a lo largo de sus capítulos. Las asociaciones son aquí indicios, puntos de partida para entrar al análisis complejo de procesos sociales que las exceden pero a su vez les dan sentido. Y es precisamente el interjuego de las diversas asociaciones que se van solapando en el espacio y en el tiempo lo que permite ver desde un lado nuevo los procesos de diferenciación social, de diversificación de espacios, no de manera mecánica, sino dotados de una mayor densidad cualitativa. La periodización que la autora expone en la introducción es ya una indicación en esta dirección, en la medida en que nos provee de un hilo con que ir cosiendo los capítulos que, sin referir unos a otros explícitamente, sin embargo van construyendo el borrador de un mosaico que en esas primeras páginas ella trata de organizar. El lapso que va de 1860 a 1930, atendiendo a las dinámicas sociales del mundo cultural visibles a través de las asociaciones, es ordenado en tres períodos: el post-rosismo, el fin de siglo y los inicios del XX y el momento que va del Centenario a la década de 1930.

En el primero, la necesidad de superar las rencillas políticas parece empujar al desarrollo de sociabilidades en el sentido de Simmel, especie de "parques nacionales" de la vida social, en que los apuros y las necesidades de la vida son puestos en suspenso para desarrollar el "arte por el arte" del encuentro y la conversación. En un punto todavía de implícita coincidencia con la noción indígena de sociabilidad del siglo XIX -relacionada con la idea de civilización- la literatura y las artes en general se presentan como tema propicio para construir ese clima, que la reaparición de la guerra perturbará con el conflicto del Paraguay, reintroduciendo la política en toda su crudeza polémica. Como el mismo Simmel advierte, estos espacios protegidos pierden su función social si no tienen puertas y ventanas por donde entrar y salir al cotidiano de las tensiones y las disputas, que también son modos de sociabilidad. El Círculo literario, el Círculo científico y literario, la Academia Argentina de ciencias y letras, las sociedades espiritistas pueden para Paula Bruno inscribirse en general en esta perspectiva. Sin embargo, tal vez el más ajustado al modelo sea precisamente el Círculo Literario que analiza la misma autora, donde todavía los notables letrados de la sociedad porteña tienen en la literatura y las artes más una excusa para la sociabilidad que un campo de desarrollo y disputas en torno a cuestiones específicas. Las que se juegan están más bien relacionadas con experiencias generacionales a hacer valer en términos de reconocimiento social para quienes habían sufrido persecución y exilio, frente a jóvenes que paulatinamente podían dedicar sus energías a las letras y las ciencias. El apenas unos años posterior Círculo Científico y Literario, estudiado por Sandra Gasparini, nos pone ya de cara a la modernización, que en el viejo lenguaje civilizatorio, ligado a la instrucción y el progreso material y opuesto a la "anarquía" del tiempo de las armas y la ignorancia, alumbra la conciencia de un tiempo nuevo para estos jóvenes, que en el capítulo siguiente del libro serán calificados de "muchachos turbulentos y entusiastas" al contraponerlos, en las palabras de actor de García Merou, a la Academia Argentina de Ciencias y Letras, compuesta por otros jóvenes "de más edad y reposo intelectual". Nacido el primero en el Colegio Nacional, desarrolla discusiones estéticas entre pares, que los diferencian a partir de disposiciones que reaparecerán en los capítulos siguientes, perfilando progresivamente espacios nuevos de búsqueda donde se opondrán materialistas y espiritualistas -en principio católicos-. Circulando entre el lugar tradicional donde contactar con mujeres de la burguesía, como las quintas de familias respetables, y espacios como los cafés, fondas y tabernas, es este el grupo que protagonizará la primera producción de una imagen de bohemia porteña, analizada por Pablo Ansolabehere en el quinto capítulo. La agrupación La Bohemia es allí una "prolongación festiva" de aquel círculo, reuniéndose mensualmente en restaurantes para hablar sobre arte y vida del espíritu. Concomitante a la aparición de la figura de escritor y de artista, los relatos sobre vida bohemia, que se prolongarán hasta la década de 1920, en un circuito reducido de cafés, restaurantes y cervecerías del centro de Buenos Aires, cerca de las redacciones de periódicos y teatros, de los que vivían estos bohemios, que habrían estado con más frecuencia sometidos a la regularidad de la vida familiar y el empleo que las figuras parisinas. Será recién en la década de 1910 que existirá una bohemia revolucionaria, protagonizada por escritores, actores y anarquistas, más ligada a una vida de condiciones precarias, que se reunía en el café Los Inmortales y cuya intervención política tenía que ver con disposiciones procedentes de la condición de artista, a partir de modos análogos de relacionarse.

La Academia Argentina de Ciencias y Letras, abordada por Daniela Lauria, en cambio, reunía a abogados y médicos, los sábados por la noche en el escritorio de Rafael Obligado, con una cita precisa, un estatuto interno, dinámicas de admisión y membresía. Instituido con la forma de una academia ilustrada, funcionaba sin embargo como un círculo literario. Preocupados por una misión nacionalizadora de la cultura que correspondía desarrollar a la elite, tienen como proyecto colectivo la realización de un Diccionario de Argentinismos, que no excluye la posición hispanista, en la medida en que se trata de esclarecer las "voces patrias" y las "acepciones nacionales" dentro de la lengua general española (cuya norma ortográfica, por ejemplo, ya no pretenden tocar).

Las inquietudes espiritualistas de la época frente a las promesas civilizatorias de la ciencia positiva tienen simultáneamente otras modalidades más inquietantes, en un movimiento que se encabalga ya con el segundo período de Paula Bruno, y que es estudiado por Soledad Quereilhac: las sociedades espiritistas y teosóficas, que, lejos de oponerse, disputan legtimidades en el campo de las ciencias, cuya retórica asumían, acusando a la vez a sus oponentes de falta de apertura científica. Con una religiosidad no dogmática, una moral filantrópica y solidaria acorde con los ideales liberales y socialistas, su interés estaba puesto en una nueva ciencia que permitiera explicar fenómenos que parecían inexplicables. Si la sociedad Constancia aparece como un espacio de sociabilidad abierto, con importantes componentes de inmigrantes y un grueso de sus miembros pertenecientes a las burocracias estatales, la sociedad Teosófica en cambio cultivó un perfil más selectivo, tanto en términos de clase como de instrucción. Es por eso que fue la primera la que desplegó una presencia pública mayor, de fuerte componente propagandístico, desarrollando debates espectacularizados que buscaban reclutar a figuras connotadas, quienes en general tenían una adhesión vergonzante y preferían asomarse a estas cuestiones de manera privada.

En este segundo momento, sostiene Bruno, los espacios universitarios se hallaban consolidados, y se produce un nuevo modo de especialización: centrada la discusión científica en el mundo académico, ahora las asociaciones "libres" se diferencian entre círculos culturales y asociaciones políticas "con intereses intelectuales", como los de anarquistas y socialistas enfrentados en controversias públicas. La distinción de ámbitos no significa diferenciación tajante de actores, sino que estos circulan entre unos y otros, ya que sigue tratándose de un espacio social reducido, con figuras de disposiciones polivalentes, como la de José Ingenieros. Pero además, muchas de las asociaciones del período anterior perviven y se van adaptando en este proceso más general.

Con los encuentros de controversia entre anarquistas y socialistas el trabajo de Martín Albornoz nos asoma a espacios de vínculos identitarios alimentados en la polémica, con sus dosis de agresividad e incluso de violencia explícita, extendida sobre un suelo común de acuerdos e incluso un enemigo común, que queda a veces desdibujado. Este modo particular de poner en escena las diferencias a través de la prensa, folletos, manifestaciones, conmemoraciones y conferencias parece perder la compostura en el espacio cara a cara de la controversia, que va a ir demandando reglas explícitas de debate y de puesta en escena, a medida que crece también el tamaño de los grupos que se confrontan. La ley de residencia de 1902, la llegada del socialismo al Parlamento y el vuelco de los anarquistas al sindicalismo disuelven ese espacio de socialidad polémica que había permitido construir las identidades políticas en la confrontación cara a cara.

El Ateneo es analizado por Federico Bibbo como un espacio donde es posible ver la transición hacia el tercer período. Los sábados de Obligado se trasladan de su escritorio a una zona pública de su misma casa, con una pluralidad de nuevas actividades artísticas y una ampliación de participantes, donde se confrontan ahora los que esperaban una misión redentora de la cultura para la nacionalización del país y los que reivindican el trabajo literario como una tarea específica, que debe ser pagada y constituye una práctica autónoma, con su vida bohemia, sus periódicos específicos y su comunidad de escritores. El Ateneo practica la sociabilidad pura al estilo de Simmel, pero irá desarrollándose en su interior esta transición donde "entre la mesa de la asociación y la del cenáculo, inventaron la vida literaria".

El tercer momento señalado por Paula Bruno, entre el centenario y 1930, marca la especialización mayor de los agentes, sus disposiciones, saberes y lugares de circulación, concomitante a la emergencia del mercado cultural y al desarrollo de las universidades en términos de facultades, institutos y publicaciones especializadas que las hacían visibles y demandaban las energías de los especialistas, que ya no podrán invertirse de manera tan amplia y tan libre como antes. Es el momento, a su vez, de las revistas culturales, una especie de contrapartida de diversidad y amplitud vinculadas a los espacios de sociabilidad cultural aglutinados esa vez en torno a ciertas sensibilidades diferenciadoras en términos más bien político-social-ideológicos, impactados además por lo que ocurría en los centros europeos. La riqueza de este momento, tantas veces constatada, se relaciona con el agrietamiento de un suelo de creencias y las búsquedas diversificadas y a veces contrapuestas que se abrieron a partir de allí en la década de 1920 (donde la Reforma de 1918 no es un acontecimiento menor, puesto que vincula nuevamente los espacios de sociabilidad cultural, las opciones políticas y los mundos académicos). El artículo de Maximiliano Fuentes Codera sobre el Colegio Novecentista es un observatorio, desde este espacio marginal, de la diversidad de posiciones y disposiciones que conviven en el universo liberal, primero puesto en cuestión y luego conmocionado por las luchas sociales concretas de 1919. Creado para terminar con el positivismo en la UBA y en la UNLP, sus tensiones internas, alimentadas en la ambigüedad de su referente Eugenio D'Ors, son las que darán paso a la definición de proyectos y experimentos sociales disímiles en los años siguientes, desde los intentos de restauración del orden liberal a los diversos modos de corporativismo, catolicismos sociales e izquierdas revolucionarias. Una de estas líneas es la que trabaja José Zanca en el último capítulo. Con particular lucidez teórica, nos muestra que los Cursos de Cultura Católica constituyeron un espacio en el que lógicas de sociabilidad modernas chocaron con las reglas propias de un espacio verticalista como el de la jerarquía católica, pero antes alcanzaron a desarrollar un espacio autónomo durante quince años desde el que contribuyeron por un lado a la secularización del mundo católico y por otro a la cristalización de un ideal de intelectual católico que tendría fuerte influencia a lo largo de todo el siglo XX.

La década de 1930, señalaba Bruno en la introducción, se constituye en un período de formalización de instituciones tendientes a "normalizar", que pretenden apoyo e influencia sobre el Estado y que compiten con otras instituciones y grupos. Lo que en todo caso parece consolidarse es "una actitud de intervención más directa en la vida pública de espesor político". El campo de la cultura relativamente autónomo consolidado, lejos de aislarse, tiende a buscar su lugar específico para intervenir en el conjunto de la vida social, económica y política. En esta periodización el estudio intensivo de asociaciones puestas en relación ha dado pie a una nueva mirada sobre procesos amplios y enriquecidos del campo cultural porteño, con su carga "nacional" -aunque esta poco trabajada- y su condición de caja de resonancia de los centros europeos. Pone así un nuevo punto de partida para un trabajo que deberá continuarse, tanto en su dimensión intensiva, como en la puesta en valor de relaciones y la multiplicación de los enfoques.

Ana Teresa Martinez
UNSE / CONICET

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