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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.20 no.2 Bernal Dec. 2016

 

LECTURAS

El Foucault de Deleuze y sus visiones divergentes de la historia de la filosofía

 

Elías J. Palti
UNQ / UBA / CONICET

 

En 2015 la editorial Cactus completó la publicación, iniciada en 2013, de la desgrabación del curso sobre la obra de Foucault que Giles Deleuze dictó en la Universidad de Vincennes entre 1985 y 1986.1 La obra comprende tres volúmenes, cada uno de ellos dedicado a uno de los planos en que, para Foucault, se despliega el pensamiento: el saber, el poder y la subjetivación. Es, sin duda, un esfuerzo editorial notable, especialmente si consideramos que se trata de una editorial independiente, que nos permite disponer de la única versión impresa existente de este curso. Y si bien Deleuze retoma muchas de las ideas planteadas en su libro Foucault, no solo las desarrolla de manera mucho más extensa, sino que a partir de ellas traza un recorrido jalonado por reflexiones, e incluso digresiones, propias de la oralidad del curso, las cuales, tratándose de un pensador de la talla de Deleuze, resultan siempre sumamente iluminadoras.

Como veremos, la reconstrucción de la historia de la filosofía que realiza Deleuze a partir de la obra de Foucault resulta particularmente sugestiva, aunque hace surgir serias dudas respecto de la plausibilidad de las hipótesis que le atribuye, algo de lo que el propio Deleuze es perfectamente consciente. El punto es que las tensiones que aparecen en el curso de dicha empresa apuntan más allá de Deleuze mismo y de su visión de la obra de Foucault, y resultan reveladoras de los problemas que enfrenta hoy el pensamiento todo para articular una perspectiva consistente de la historia de la filosofía sin pecar de alguna suerte de ingenuidad historiográfica. En última instancia, como veremos, lo que se pone allí en cuestión es el sentido mismo de la reflexión filosófica en el presente. No es otro, de hecho, el objeto de la idea de Foucault de una arqueología del saber, y del que el proyecto de Deleuze de sistematizar la totalidad de su producción filosófica hará, sin embargo, que se termine desdibujando.

Deleuze y la topología foucaultiana del pensamiento

Si bien pretende abarcar toda la obra de Foucault, el análisis de Deleuze se concentra, en realidad, en La historia de la sexualidad, y su exposición sigue un ordenamiento tripartito análogo al de aquella obra. En su caso, cada parte, como vimos, está dedicada a cada una de las dimensiones en que se desdobla el concepto foucaultiano de pensamiento - el saber, el poder y la subjetivación-, a las que Deleuze viene a poner en relación.

En cuanto a la dimensión del saber, Deleuze distingue dentro de ella, a su vez, dos planos: el campo de visibilidad y el régimen de los enunciados. Ambos constituyen conjuntamente un archivo, que es, por definición, audiovisual. Toda formación histórica es un agenciamiento, un modo particular de combinar visibilidades y enunciados, articula un régimen de luz y un régimen de decir.

En este punto, Deleuze retoma una cuestión que aparece ya en Las palabras y las cosas cuando Foucault afirma que su proyecto arqueológico busca instalarse en ese plano anterior a todo discurso, se orienta a penetrar ese "suelo de positividades" en que un cierto discurso dado se funda; esto es, qué es lo que ven ciertos sujetos cuando miran su realidad, lo que les permite eventualmente asignar veracidad o falsedad a un enunciado. En definitiva, Foucault no haría más que retomar el proyecto fenomenológico de analizar las condiciones de aparición de los objetos, lo cual nos traslada a un plano de realidad fenomenológica anterior a todo orden conceptual: antes de poder articular un discurso acerca de algo, debemos identificar qué es eso de que hablamos; este investimento primitivo de sentidos de realidad es, para la fenomenología, precisamente el terreno precategorial que la noción husserliana de ego (el sujeto no tético) designa. Pero su enfoque en las instituciones (el sistema penitenciario, la clínica, etc.) como aquellas que articulan un campo de visibilidad dado, el zócalo que precede a la distinción entre teoría y práctica, lo llevaría a reformular de manera fundamental ese proyecto, vinculándolo, por un lado, a un determinado régimen de saber y, por otro lado, a un sistema de relaciones de poder. Este último nos remite a la segunda de las dimensiones de la topología foucaultiana del pensamiento; pero para poder entender cómo llega a ella debemos antes considerar con más detalle la primera, la del saber.

El saber, como vimos, en la interpretación de Deleuze, se despliega, a su vez, en dos planos diversos a los que articula entre sí. Las instituciones ponen en juego un cierto régimen de luz, diseñan un cuadro en el cual se dispersan un conjunto de singularidades que los enunciados recogen y ordenan en secuencias múltiples. Los enunciados trazan curvas que pasan por las vecindades de las singularidades y las ponen en relación. Pero estos enunciados, según los entiende Foucault, no forman estructuras de sentido, no constituyen sistemas homogéneos, como las proposiciones, sino que suponen reglas de pasaje entre órdenes heterogéneos. Deleuze apela aquí, para explicar esto, a la distinción usual en lógica entre proposición (por ejemplo, "El perro es blanco") y enunciado, el cual se trata de un esquema puramente formal (por ejemplo, "x es y"). Esta indeterminación semántica de los enunciados sería lo que les permitiría articular entre sí universos discursivos distintos, dispersarse en pluralidad de sentidos. En definitiva, lo que le interesaría a Foucault sería el hay del lenguaje, que precede a las direcciones lingüísticas que el mismo propone, y resulta irreductible a ellas. Y este ser del lenguaje sería siempre relativo a una determinada formación histórica.

Sin embargo, el punto fundamental que le interesa destacar a Deleuze, y que representa el principal aporte de su lectura de esta dimensión de la topología foucaultiana del pensamiento, es el hecho de que Foucault observe la existencia de una incongruencia inevitable entre ambos planos.

Entre ellos, dice, "no hay isomorfismos",2 dado que suponen, respectivamente, formas heterogéneas. Como lo ilustra la famosa frase impresa en el cuadro de Magritte que Foucault eligiera como título para uno de sus textos, "Esto no es una pipa", lo visible resulta siempre irreductible a lo decible. Y ello conlleva, dice, una ruptura con las teorías lógicas de la referencia. Kant definió la función que pone en relación regiones inconmensurables, que vincula las visibilidades con los enunciados, como "imaginación". Ella produce un esquema por el cual se asigna un referente a un concepto, es decir, provee la regla para la construcción de conceptos. Sin embargo, Deleuze dice seguir aquí a Bergson en cuanto a que el dualismo no sería preparatorio hacia la unidad sino hacia la multiplicidad. El enunciado, asegura, es una función, no una estructura, diseña una trayectoria que regulariza las singularidades sin nunca delimitar un sistema cerrado.

El punto, sin embargo, es que esta disyunción inherente al orden del saber plantea un interrogante, dado que no se trata aquí de objetos naturales, simplemente dados a la conciencia desde fuera de ella, como la cosa en sí kantiana, sino instituidos en el interior de una determinada formación histórica. El hecho de que estas singularidades desplegadas en el cuadro de lo visible mantengan una relación de exterioridad irreductible en relación con el discurso no resulta entonces ya comprensible a priori, demanda una explicación, que no podría descubrirse si permanecemos en el propio plano del saber. De este modo, la búsqueda de una explicación nos traslada a la segunda dimensión de la topología del pensamiento de Foucault: el poder.

Según afirma Deleuze, ningún saber puede explicarse a sí mismo. Ese afuera del saber que según Foucault lo explica es, dice, el poder. A diferencia del ámbito del saber, este no está compuesto de formas sino de relaciones de fuerzas. Mientras que el saber está constituido en estratos (lo visible y lo enunciable) que forman su estructura, las relaciones de fuerzas forman diagramas. Entramos aquí en el plano microfísico de la emisión de las singularidades, esas virtualidades que serán capturadas por el saber. La actualización del poder en el plano del saber conlleva la puesta en forma de fuerzas en devenir.

Las instituciones articulan ambas dimensiones, es decir, arrojan sobre el cuadro las singularidades (la función propia del poder) y al mismo tiempo diseñan el saber por el que se trazan las curvas que integran a nivel molar ese ámbito molecular de las fuerzas y sus diagramas. El cuadro resultante puede esquematizarse como sigue:

Las fuerzas no tienen forma, solo se ponen en relación actuando una sobre otra. Deleuze define la realización de la acción en términos de espontaneidad, a la que opone la receptividad de aquella otra fuerza que es objeto de esa acción. Ambos términos, como veremos luego, son clave pues Deleuze identifica la espontaneidad como el principio mismo de la constitución de la subjetividad, que sería la tercera dimensión dentro de la topología foucaultiana y que, según Deleuze, viene a oponerse a las otras dos.

Su interpretación del ámbito del poder, sin embargo, presenta ya una cierta ambigüedad. En la lectura de Deleuze, las relaciones de fuerzas ocupan el lugar del potencial biológico en Bergson. El poder nos traslada al plano del puro devenir, anterior a toda historia, a toda secuencia significativa y estructurada del tiempo. Como la vida para Bergson, las relaciones de fuerzas rebasan toda articulación, dislocan las formas. La dispersión de las singularidades producidas en el plano del poder, que llama a su integración a partir de las curvas que entre ellas traza el saber, determina también aquella fractura que le es constitutiva. Toda integración es también, dice, diferenciación. De allí esa falla en la configuración del ámbito del saber que disocia lo visible de lo enunciable, que hace imposible la completa congruencia entre ambas formas o estratos del saber (el "esto no es una pipa" de Magritte). Ahora bien, el porqué las relaciones de fuerzas nunca pueden estabilizarse formando estructuras de poder consistentes tampoco podría explicarse por sí mismo, es decir, permaneciendo en el interior del propio ámbito del poder. Así como el poder representa el afuera del saber, debe haber un afuera del afuera. Y este afuera del afuera es el tercero de los planos en que se despliega la topología foucaultiana: la subjetivación. El tratamiento de esta dimensión será, sin embargo, la que le generará más dificultades a Deleuze. Y es aquí también donde las voces de Deleuze y de Foucault tienden a confundirse, volviendo sumamente difícil, si no imposible, distinguir hasta qué punto Deleuze está interpretando a Foucault o está exponiendo ya sus propias ideas al respecto.

Como vimos, el diagrama organiza un cierto orden de relación entre fuerzas. Las singularidades serían aquellos puntos de aplicación de esas fuerzas. Ahora bien, dentro de estas singularidades habría algunas que se separan del resto en tanto constituyen puntos de resistencia al poder. "Resistir -dice- es el poder de la fuerza en tanto no se deja agotar por el diagrama."3 En definitiva, dice Deleuze, el poder se aplica siempre sobre otra fuerza, pero esto supone una resistencia previa sobre la cual se ejerce, y que explicaría, además, las mutaciones en el nivel de los diagramas. "La resistencia no es segunda, es primera", asegura.4 Sin embargo, Deleuze reconoce que a Foucault le resultaría problemático pensar estos puntos de resistencia, en la medida en que rechaza apelar a la idea de una "experiencia salvaje", a lo Merleau-Ponty, a alguna instancia que opere como una suerte de reservorio de potencialidades emancipatorias, un residuo de libertad subjetiva incontaminada por el sistema de las identidades del saber o que no se encuentre siempre ya atrapada en las redes del poder, ya que constituyen sus condiciones mismas de posibilidad.

Su planteo sería el siguiente. Todo pensamiento, como vimos, remite necesariamente hacia un afuera del saber (de la forma), o incluso, aun más allá, un afuera del afuera. El proyecto de una arqueología del saber se funda todo sobre este supuesto del pensamiento como una puesta en relación con un afuera. El tipo particular de relación con el afuera es, en definitiva, lo que delimita los umbrales que articulan los diversos epistemes o regímenes de saber de los que hablaba en Las palabras y las cosas. En la época clásica, el afuera era Dios. La capacidad del pensamiento finito de trascenderse a sí mismo, de elevarse a lo infinito, a lo incondicionado, sería su expresión. Para el pensamiento clásico, solo lo infinito podía ser fundamento de lo finito, solo él es pensado como originario. El hombre se constituiría entonces por referencia a Dios, tomaría su sentido en su relación con este tipo de fuerza del afuera.

La época moderna invierte esto, instalando así una paradoja: que lo finito se vuelva fundamento de sí mismo. La vida, el trabajo y el lenguaje pasarán a ser entonces las fuerzas que constituyen al hombre. El fundamento de todo lo condicionado ya no se colocará del lado de lo incondicionado sino que se situará en su mismo plano. Este es el segundo tipo de relación con la fuerza del afuera, que convierte al hombre en ese "sujeto" que ya no es "substancia", un concepto reflexivo, aquel que contiene dentro de sí el principio de sus propias transformaciones, un reduplicado de inmanencia y trascendencia, subjetividad y objetividad, abriendo así las puertas al surgimiento de una ciencia humana.

Foucault distinguiría aun un tercer tipo que, retomando el término de Nietzsche, define como la constitución del "superhombre", el cual supondría ya una relación de sobrepliegue de la relación con el afuera. Llegado a este punto, sin embargo, es que, para Deleuze, Foucault debería repensar todo su proyecto arqueológico. Este proceso de reformulación es, precisamente, el que ilustraría la Historia de la sexualidad, y que culminaría en el descubrimiento del diagrama griego del gobierno de sí como el modelo de una relación con el afuera opuesto a los anteriores, la matriz misma del proceso de subjetivación (la tercera de las dimensiones topológicas).

En efecto, Foucault se plantearía entonces el interrogante acerca de dónde hallar aquellos puntos de resistencia al poder, lo que Deleuze traduce en los siguientes términos: "cómo la línea del afuera" -el más allá del saber y del poder- "puede no estar librada a la muerte", al se muere de que hablaba Blanchot. Su respuesta será: "solo si la línea del afuera se pliega" produciendo la subjetivación.5 En el pliegue y el despliegue ya no existe propiamente un adentro y un afuera; el interior no es sino la interiorización de un exterior. Esto supone un modelo de subjetivación que ya no se reduce a la exteriorizaciónmanifestación de algún ser interior, a lo Sartre. Aquí no existe un interior que precede al afuera, sino que este se constituye a partir de una relación de un cierto tipo particular con el afuera producida en el marco de una formación histórica dada, como fue el diagrama griego: la relación agonística entre hombres libres. Es solo en el marco de este diagrama peculiar que pudo constituirse el ideal del gobierno de sí. Para los griegos, solo el que es capaz de gobernarse a sí puede gobernar a los otros en tanto que hombres libres. Tal ideal no pudo haber surgido en las monarquías o en otro régimen de poder (poder/saber). A diferencia del gobierno de los demás, que supone la movilización de un saber y un ejercicio de poder, el gobierno de sí se desengancha del saber y es independiente de toda relación de poder.

Este, el gobierno de sí, como dijimos, supondría una operación de pliegue: la idea de una fuerza que ya no se aplica sobre otra fuerza sino sobre sí misma. Esta fuerza ya no tiene un sujeto y un objeto, sino que, al volverse hacia ella, internaliza el exterior, hace del afuera del saber y el poder el adentro. Encontramos aquí, según Deleuze, el procedimiento básico del proceso de subjetivación. Al ascetismo griego orientado hacia el control del propio cuerpo y las pasiones, que da lugar a la construcción estética del Yo, al ideal de una existencia estética, Deleuze lo distingue radicalmente de la problemática cristiana de la carne, que es la forma de captura en el saber de ese sujeto estético (entre los griegos, lo estético estaba aún estrechamente asociado a la vida, en oposición a la reducción moderna, que recluye el ideal estético en la confección de la obra artística). Y esta operación de captura que se inicia con el cristianismo se continuaría en la modernidad. El círculo dialéctico hegeliano, que busca la identidad del sujeto y del objeto, como también el ideal de autenticidad del Ser de Sartre, involucran una forma de conocimiento, un proceso de toma de conciencia. Solo Lukács, asegura, habría comprendido esta irreductibilidad de la subjetividad al saber.

El proceso de subjetivación que descubren los griegos, a diferencia del poder pastoral cristianomoderno, no supone reglas coercitivas, propias del poder, sino reglas facultativas por las cuales el hombre se constituye a sí en tanto que agente libre actuando en el interior de un campo de fuerzas agonísticas.

Los griegos son los primeros que constituyeron el sujeto, constituyeron el interior del exterior. Constituyeron el sujeto bajo la regla facultativa del hombre libre: gobernarse a sí mismo, afectarse a sí mismo, la autoafección o el afecto de sí por sí. Eso es lo que hicieron los griegos. Pero una vez que lo hicieron, en primer lugar, el poder no cesa de querer reconquistar, volver a atrapar esa subjetividad o esta operación de subjetivación y servirse de ella. Es decir, quiere sujetar la subjetivación. Y el saber, por su parte, quiere investir esta nueva forma, la forma del sujeto. La operación de la subjetivación dejará de ser la operación del hombre libre bajo la regla facultativa que da a luz la existencia estética, para devenir y entrar en el reino de las leyes coactivas del poder, y para entrar en las formas del saber. La subjetivación será recuperación por el poder y por el saber.6

La oposición entre reglas facultativas y reglas coactivas toma aquí entonces el lugar de aquella otra entre espontaneidad y receptividad en las relaciones de fuerzas del poder. La operación de pliegue hace que espontaneidad y receptividad coincidan, que converjan sobre un mismo punto, haciendo del mismo una singularidad que escapa ya a los dispositivos del poder, un punto de resistencia.

El proceso de subjetivación, al igual que el ego husserliano (el sujeto no tético), no constituye propiamente un sujeto. La configuración de una identidad subjetiva involucra ya un saber, un dispositivo de poder, una cierta puesta en forma. El ideal griego de una existencia estética nos remitiría a un plano de subjetividad de segundo orden, anterior a toda forma o estructura, como el élan vital de Bergson, un impulso informe, indeterminado. Y si bien los dispositivos biopolíticos atrapan ese impulso, el afán de subjetivación permanece siempre, pugnando por quebrar las fijaciones identitarias de los saberes institucionalizados y su regimentación por el poder. El recuerdo de esa existencia estética que "inventaron" los griegos (la expresión es de Deleuze) no podrá ya borrarse.

Encontramos aquí el giro que, según Deleuze, se habría producido en la obra de Foucault con la Historia de la sexualidad, y por el cual abandona su enfoque centrado en la corta duración. Los procesos de subjetivación, a diferencia de los dispositivos de poder, que son siempre específicos de una formación histórica dada, atraviesan la entera historia del pensamiento, y, contrariamente a aquellos, que habrán de perderse junto con la configuración particular que les dio origen, borrándose sus huellas, permanecen en la memoria como un sustrato, un impulso que tiende a desarticular siempre las cristalizaciones subjetivas instituidas. Siguiendo un esquema que recuerda los momentos arqueológicos y teleológicos de Husserl, los procesos de subjetivación, que siempre recurren, para Deleuze, son los encargados de abrir un nuevo campo de percepción y afección (espontaneidad), y desplegar a partir de él un nuevo horizonte de posibilidades (creatividad). La vieja subjetivación, dice, sigue trabajándonos secretamente.

Arqueología y metafilosofía

Como vimos, en una forma inevitablemente somera, Deleuze desmenuza de manera minuciosa la obra de Foucault en los distintos planos por los que su concepto topológico del pensamiento se despliega, y en los modos en que operan las distintas instancias de realidad fenomenológica: el saber, el poder y la subjetivación. Esta reconstrucción diseña una trayectoria característica. El tránsito de una instancia hacia otra más primitiva (del saber al poder, y del poder a la subjetivación) supone una suerte de rebasamiento hacia aquello que lo excede, un afuera que, sin embargo, no es externo al mismo, sino que lo habita en su interior, un exterior interior. Así, cabría entender la operación de rebasamiento como el resultado de una especie de repliegue sobre sí de la propia instancia en cuestión para hallar dentro aquello que funda su régimen de funcionamiento y al mismo tiempo lo desarticula, que impide su completa congruencia instalando una fisura que le es inherente. En definitiva, la inconsistencia constitutiva de cada plano obliga a trasladar el análisis más allá del mismo, no para encontrar un fundamento en que tales fisuras puedan cerrarse, sino para descubrir las razones de esa misma inconsistencia, lo que conlleva, a su vez, el pliegue sobre sí de este otro nivel que demanda, también, su rebasamiento, y así sucesivamente.

Sin embargo, este juego de rebasamientos sucesivos no podría prolongarse indefinidamente, y es aquí donde el planteo de Deleuze se vuelve problemático y hace surgir dudas, además, acerca de hasta qué punto resulta realmente compatible con la visión de Foucault. Deleuze concibe la tercera de las dimensiones de la topología foucaultiana, la subjetivación, al menos en su versión griega original, no solo como desprendida de las otras dos (el saber y el poder), sino en completa oposición a ellas. Sin embargo, esto no parece desprenderse de la lectura de la Historia de la sexualidad. Si bien Foucault distingue claramente el modo griego del proceso de subjetivación, el gobierno de sí, del modo pastoral, resulta exagerado ver entre ellos una oposición llana, de principio, donde el primero encarnaría un residuo de libertad originaria que el dispositivo pastoralista buscó eliminar atrapándolo dentro de las redes del saber/poder. Según afirma en el prólogo del volumen II de La historia de la sexualidad:

Podríamos establecerlo haciendo válidos los préstamos directos y las continuidades muy estrechas que pueden establecerse entre las primeras doctrinas cristianas y la filosofía moral de la Antigüedad: el primer gran texto cristiano consagrado a la práctica sexual en la vida matrimonial [...] se apoya en cierta cantidad de referencias estructurales, pero igualmente en un conjunto de principios y preceptos directamente tomados de la filosofía pagana. Vemos en él ya cierta asociación de la actividad sexual con el mal, la regla de la monogamia procreadora, la condena de las relaciones de personas del mismo sexo, la exaltación de la continencia. Esto no es todo: en una escala histórica mucho más amplia, podríamos seguir: la permanencia de los temas, inquietudes y exigencias que sin duda marcaron la ética cristiana y la moral de las sociedades europeas modernas ya estaban claramente presentes en el corazón del pensamiento griego o grecorromano. He aquí muchos testimonios de ello: la expresión de un temor, un modelo de comportamiento, la imagen de una actitud descalificada, un ejemplo de abstinencia.7

En realidad, es cierto que, para Foucault, el control del propio cuerpo y de las pasiones no anticipa la problemática cristiana de la carne, pero esto no niega el hecho de que toda subjetivación conlleve fijaciones identitarias, movilice necesariamente algún tipo de saber y suponga un ejercicio de poder. En todo caso, el objeto hacia el que se dirige su estudio no es descubrir algún residuo de libertad originario, aunque tampoco lo es rastrear los anticipos de las interdicciones morales modernas, sino otro muy distinto: descubrir cómo fue que la sexualidad se volvió objeto de reflexión y preocupación, cómo emergió en el interior de un campo de visibilidad dado y se volvió susceptible de un discurso acerca de ella:

Más que buscar las prohibiciones de base que se ocultan o manifiestan en las exigencias de austeridad sexual, era menester buscar a partir de qué regiones de las experiencia, y bajo qué formas se problematizó el comportamiento sexual, convirtiéndose en objeto de inquietud, elemento de reflexión, materia de estilización. [.] ¿Por qué fue ahí, a propósito del cuerpo de la esposa, de los muchachos y de la verdad, donde la práctica de los placeres se puso en duda? ¿Por qué la interferencia de la actividad sexual en estas relaciones se volvió objeto de inquietud, de debate y de reflexión? ¿Por qué estos ejes de la experiencia cotidiana dieron lugar a un pensamiento que buscaba la rarefacción del comportamiento sexual, su moderación, su formalización y la definición de un estilo austero en la práctica de los placeres?8

Para poder plasmar la idea de una oposición de principio entre el ideal antiguo del gobierno de sí con toda la tradición moral cristianomoderna, Deleuze debe producir una cierta operación sobre el pensamiento de Foucault: poner juntos dos planteos que aparecen en dos contextos de discusión muy distintos. Por un lado, retomar la idea que desarrolla hacia el final de "Los usos de los placeres" donde, luego de señalar cómo en el ideal griego del gobierno de sí se encontraban contenidas ya las premisas del concepto pastoralista, insiste, de todas formas, en la distancia que media entre ambos. Básicamente, lo que señala allí es que el conjunto de interdicciones asociadas a la práctica sexual que definen el ascetismo antiguo serían una suerte de principios regulativos que carecían aún de la pretensión de universalidad y del carácter coactivo que cobrarán posteriormente. Por otro lado, debe apelar la idea de un "pensamiento del afuera" que Foucault desarrolla a partir de la obra de Blanchot. Este pensamiento del afuera supondría la vuelta del lenguaje sobre sí por el cual se convierte en un nolugar en el que este sólo se habla a sí mismo, destituido ya de toda subjetividad fundante. El afuera, dice, se abre allí donde el lenguaje escapa al sentido, quebrando el sistema de la representación. "El lenguaje se descubre entonces libre de todos los viejos mitos en que se ha formado nuestra conciencia: de las palabras, de los discursos, de la literatura."9

La operación de Deleuze consiste en aunar ambos conceptos, el del gobierno de sí con el del pensamiento del afuera, y eso le permite identificar sin más el ideal griego de una existencia estética con el supuesto impulso vital que, previo a toda forma, desplegaría esos puntos de resistencia que desarticulan los dispositivos de poder, un "yo abierto" incontaminado por el saber. Tal conjunción resulta, sin embargo, algo dudosa, ya que ambos postulados remiten en Foucault a planos muy distintos, y nada en ellos parece autorizar aquella conclusión.

El resultado de la operación que realiza Deleuze será un cierto diseño de la historia de la filosofía, de su trayectoria y su sentido, que si bien en su trazado resulta sumamente sugerente y arroja muchas claves iluminadoras, termina resolviéndose en un esquema interpretativo escasamente innovador. Desde esta perspectiva, el momento griego sería el del alumbramiento del Ser, que sufriría subsecuentemente un oscurecimiento, pero que pugnaría siempre por resurgir. La historia toda de la filosofía se ve así reducida a una lucha eterna entre una subjetividad oprimida por los dispositivos de saberpoder, de los que busca constantemente emanciparse, una suerte de versión actualizada del viejo tópico del "individuo contra el Estado", una oscilación permanente, una secuencia transhistórica puntuada por momentos de alumbramiento y momentos de oscurecimiento del Ser, que es, precisamente, aquello en lo que Foucault siempre evitó caer, esto es, la pretensión de hallar alguna substancia o principio vital subyaciendo por debajo de los diversos regímenes de saber/poder, de las distintas formaciones históricas. Estas, para él, diseñarían una trayectoria conformada por momentos discretos, irreductibles entre sí, por debajo de los cuales no subyacería ningún sustrato originario común que las unifique, ningún impulso vital uniforme. Es esa la premisa sobre la que descansa todo su proyecto de una arqueología del saber.

De este modo, la lectura de Deleuze lleva a desdibujar el aporte fundamental de Foucault, que nos remite no a la pregunta sobre la posible existencia, o no, de singularidades irreductibles, de puntos de resistencia al poder que remiten más allá del mismo, pregunta que, en realidad, Foucault siempre buscó evitar, pues solo puede dar lugar a respuestas por sí o por no, y a justificaciones de las mismas más bien previsibles. La reconstrucción que hace Deleuze de la obra de Foucault revela, en realidad, hasta qué punto él (Deleuze) se encontraba menos protegido ante la tentación de hallar alguna respuesta a tal pregunta, a intentar resolver el dilema de la libertad humana, en fin, de hallar a Dios (lo incondicionado) en el Sujeto, o más precisamente, de acuerdo con el marco epistémico en que su pensamiento se inscribe, la formación histórica de la que él participa, en el supuesto de un proceso de subjetivación que precede a toda definición identitaria (toda puesta en forma), esa subjetividad de segundo orden cuya matriz conceptual última remite a la fenomenología husserliana y su concepto egológico, del que el pensamiento de Deleuze, y su noción del proceso de subjetivación como operación de pliegue, se apartaría sin aún alcanzar a romper.

El problema que este impulso normativo que subyace a su concepto plantea es que, llegado a ese punto, Deleuze no puede ya evitar reproducir inconscientemente el sistema de saber de su tiempo. Su apelación a un impulso vital previo a las formas y que tiende a desarticularlas se inscribe perfectamente dentro del episteme propio del siglo XX, que, en otro lugar, llamamos la "Era de las Formas", resultante de la dislocación de las visiones teleológicas del siglo XIX, y tensionado por la oposición entre sistemas autorregulados y acción intencional, entre estructuras (formas) y sujeto trascendente (vida).10 En definitiva, no hace más que amplificar aquello que encuentra ya su expresión condensada en el título del trabajo de Lukács sobre Kierkegaard: "Las formas se rompen al chocarse con la vida", es decir, participa del proceso más general de desustancialización del sujeto iniciada con la quiebra de los supuestos teleológicos decimonónicos, y que lo lleva a desplegar esa serie de rebasamientos sucesivos en busca de ese sustrato informe primitivo anterior a toda fijación identitaria, a toda forma (el mecanismo de rebasamiento, como vimos, conduce a la desustancialización progresiva del concepto de sujeto; el paso de una dimensión a otra implica una acentuación gradual del proceso de su disolución formal).

El punto crítico, sin embargo, es que esta suerte de recaída metafísica de Deleuze, que lo vuelve ciego a los regímenes de saber que trabajan su pensamiento por detrás suyo, si bien no le impide realizar una reconstrucción notable del pensamiento foucaultiano, bloquea sí la posibilidad de acceder a aquello que constituye su aporte fundamental. La verdadera pregunta que subyace al planteo de Foucault, nuevamente, no es si existen o no puntos de singularidad que resisten a los dispositivos de poder, sino una mucho más fundamental acerca de cómo es que habrá, en cada caso, de plantearse y reformularse históricamente la interrogación acerca de ello. El concepto de Deleuze se vuelve así sintomático, nos obliga a ir más allá de él para preguntarnos de dónde pudo salir esa idea de que tales puntos de resistencia al poder haya que buscarlos por el lado de la subjetividad, que la búsqueda de los vestigios de algún impulso emancipador nos remitiría al plano de un proceso de subjetivación anterior a toda configuración identitaria subjetiva; en fin, qué tipo de régimen de saber se encuentra operando allí direccionando la interrogación en ese sentido.

Lo que surge aquí, aquel aspecto fundamental que Deleuze pierde de vista, es el hecho de que ya no cabe entender la arqueología foucaultiana propiamente como una filosofía. Su orientación hacia las formaciones históricas, los zócalos anteriores a la distinción entre teoría y práctica que Deleuze señala, lo llevan a trascender el plano de la filosofía en la dirección de las condiciones de posibilidad del propio discurso filosófico, incluida esta vocación redentora que le es propia, esa pretensión persistente de hallar algún sustrato de libertad humana incontaminada y siempre disponible subyaciendo por debajo de las formas institucionalizadas de saber, o saber/ poder, en fin, encontrar a Dios (ese que Deleuze creyó encontrar aún vivo entre los griegos) ya no en el sujeto, sino subyaciendo por detrás de él. Como vimos, el modo en que Deleuze articula esta ansiedad emancipadora se instala plenamente dentro de un suelo arqueológico particular, despliega un cierto horizonte de saber que le viene dado, y que es ya muy distinto al propio del siglo XIX (el episteme "moderno", según Foucault). Lo cierto es que la arqueología foucaultiana traslada el terreno de reflexión; con ella, la filosofía se vuelve metafilosofía, logra objetivar sus mismas premisas para tornarlas susceptibles de análisis históricocrítico. Y ello marca un quiebre ya irreversible, señala un punto de no retorno.

¿En qué consiste este giro de la filosofía a la metafilosofía? Un concepto que Deleuze mismo elabora con referencia a la obra de Bergson ayuda a aclararlo. Allí Deleuze, siguiendo a Bergson, afirma que la tarea de la filosofía no sería hallar las soluciones a los problemas, como tradicionalmente se piensa, sino que consistiría en la formulación de problemas. La búsqueda de soluciones carece de toda dimensión creativa, pues tales soluciones ya estarían, de algún modo, contenidas en la propia formulación de los problemas. Al definir cuáles son los problemas, la filosofía estaría indicando las direcciones posibles por las que se desenvolverá el pensamiento de una época.

Nos equivocamos cuando creemos que lo verdadero y lo falso refieren solo a las soluciones, que solo con las soluciones comienzan. Es este un prejuicio social (pues la sociedad y el lenguaje que trasmite sus consignas nos "dan" los problemas ya hechos, como sacados de las carpetas de los administradores de las ciudades. [...] Es más, se trata de un prejuicio infantil y escolar: quien "da" el problema es el maestro, siendo la tarea del alumno descubrir su solución. Por esta razón nos hemos mantenido en una especie de esclavitud. La verdadera libertad reside en un poder de decisión, de constitución de los problemas mismos: este poder "semidivino", que implica tanto la desaparición de los falsos problemas, como el surgimiento creador de los verdaderos.11

El "descubrir" y explorar estas direcciones trazadas al pensamiento en la formulación del problema no formaría parte de la empresa propiamente filosófica. Todo auténtico filósofo, comprueba Deleuze, se distingue, precisamente, por haber elaborado una cierta problemática peculiar, haber inaugurado un modo de interrogación filosófica. En definitiva, para Deleuze, si esto es así, es porque justamente esta capacidad creativa es la que situaría, performativamente, al filósofo en un plano ontológico de pensamiento, esto es, el de la definición de un campo de objetividades dentro del cual el saber habrá subsecuentemente de desplegarse.

Su solución existe inmediatamente, aunque puede permanecer oculta y, por así decirlo, cubierta: solo queda el descubrirla. Pero plantear el problema no es simplemente descubrir, es inventar. El descubrimiento atañe a lo que ya existe actual o virtualmente: era, pues, seguro que tarde o temprano tenía que llegar. La invención le da el ser a lo que no era y hubiera podido no llegar jamás.12

Y a esta capacidad de invención de problemas, a la que no duda en llamar "poder semidivino", Deleuze le adhiere, a su vez, connotaciones éticas. Siguiendo aquí también a Bergson, cree encontrar en ella el fundamento último de la libertad humana y, en definitiva, de la historicidad del ser, de la "duración" bergsoniana (de allí la famosa máxima de Bergson de que "el tiempo es invención o no es nada").

En este sentido la historia de los hombres, tanto desde el punto de vista de la teoría como de la práctica, es la historia de la constitución de problemáticas. En ella hacen los hombres su propia historia, y la toma de conciencia de esta actividad es como la conquista de la libertad.13

Ahora bien, esta noción de la temporalidad, esta asociación de la subjetividad con la capacidad de invención, que sería la fuente de la historicidad y, en definitiva, con la libertad, es, en verdad, un compuesto conceptual de origen muy reciente. El mismo surge solo a fines del siglo XIX, precisamente en el tiempo en que Bergson está escribiendo esos textos que Deleuze cita. Pero no es Bergson, o ningún otro filósofo, quien lo inventa, sino que forma parte constitutiva de un desplazamiento más general que se produjo en esos años en los regímenes de saber, el cual, en realidad, atraviesa de conjunto al pensamiento occidental.

Y es esto, justamente, lo que el proyecto foucaultiano de una arqueología del saber buscaba señalar. Esto es, trascender el plano del discurso filosófico para remontarlo a aquel suelo de pensamiento a partir del cual el mismo se constituye, y reconfigura históricamente. Según muestra Foucault en Las palabras y las cosas, si queremos entender cabalmente la filosofía del siglo XIX, cómo se articularon los problemas que los filósofos del período habrían de abordar, debemos orientar nuestra mirada hacia la biología, la economía política y la lingüística de la época, las que proporcionaron el sustrato de objetividades sobre las cuales aquella habrá de erigirse. "Solo quienes no saben leer -aseguraba- se asombrarán de que lo haya apresado más claramente en Cuvier, en Bopp y en Ricardo que en Kant o en Hegel."14

En definitiva, contrariamente a lo que afirma Deleuze, lo que se propone Foucault en su arqueología del saber es revelar hasta qué punto los problemas que la filosofía aborda no los inventa ella, sino que le vienen dados, que lo que ella hace no es sino desenvolver problemas cuyos modos de formulación nos remiten a un plano más primitivo de pensamiento. La filosofía marxiana es un ejemplo (aunque, por supuesto, esto podría hacerse extensivo a toda la filosofía del período). Como señala respecto de ella:

En el nivel profundo del saber occidental, el marxismo no ha introducido ningún corte real; se aloja sin dificultad, como una figura plena, tranquila, cómoda y ¡a fe mía! satisfactoria por un tiempo (el suyo), en el interior de una disposición epistemológica que la acogió favorablemente (dado que es justo la que le dio lugar) y que no tenía a su vez el propósito de dar molestias ni, sobre todo, el poder de alterar en lo más mínimo ya que reposaba enteramente sobre ella. El marxismo se encuentra en el pensamiento del siglo XIX como el pez en el agua, es decir, que en cualquier otra parte deja de respirar.15

La filosofía marxiana, como toda la filosofía, no hará más que "descubrir" soluciones que se encontraban ya virtualmente contenidas en el régimen de saber dentro del cual ella habría de inscribirse. Pero es esto también lo indecible en el interior de su mismo discurso, aquello que ninguna filosofía puede admitir sin destruirse. En última instancia, a ella le es inherente un cierto "momento de ingenuidad". Su ilusión característica, constitutiva de su propio régimen de discurso, consiste, precisamente, en pensar que ella "inventa" los problemas. Ilusión que el propio Deleuze no hace más que reproducir en su mismo discurso. Como Foucault decía de Marx, que su pensamiento "nada en el siglo XIX como pez en el agua", lo mismo cabría decir del pensamiento de Deleuze respecto del siglo XX. Podemos decir que, así como para entender el pensamiento de Hegel o de Marx debemos estudiar a Cuvier, Ricardo o Bopp, para entender el pensamiento de Bergson (y de Deleuze) debemos estudiar las teorías de Hugo de Vries o de Maxwell y Faraday. Pero está claro que esto es lo que él nunca puede admitir, pues hacerlo supondría ya un giro fundamental en el modo de articulación de su mismo discurso. En definitiva, dejaría de ser una filosofía para volverse sobre sí a fin de intentar tematizar sus mismos presupuestos epistémicos. Es decir, dejaría de ser una filosofía para convertirse en una metafilosofía. En última instancia, comprender los modos en que habrán de formularse esos mismos problemas que la filosofía en cada momento vendrá a abordar nos obliga a trascender el plano de la propia filosofía y a intentar reconstruir esos universos conceptuales más amplios dentro de los cuales ella, en cada caso, se inscribe, lo cual es, precisamente, el objeto particular de la llamada nueva historia intelectual, y de la cual la arqueología del saber foucaultiana sentaría sus bases metodológicas fundamentales.

 

1 Giles Deleuze, Curso sobre Foucault, 3 vols., Buenos Aires, Cactus, 2013-2015.

2 Deleuze, Curso sobre Foucault, I: El saber, p. 29.

3 Deleuze, Curso sobre Foucault, II: El poder, p. 207.

4 Ibid., p. 208.

5 Deleuze, Curso sobre Foucault, III: La subjetivación, p. 63.

6 Deleuze, Curso sobre Foucault, III: La subjetivación, p. 133.

7 Michel Foucault, Historia de la sexualidad, 2: El uso de los placeres, México, Siglo XXI, 1984, p. 17.

8 Foucalt, Historia de la sexualidad, 2: El uso de los placeres, op. cit., pp. 25-26.

9 Foucault, El pensamiento del afuera, op. cit., p. 76.

10 Véase Elías Palti, "El ‘retorno del sujeto'. Subjetividad, historia y contingencia en el pensamiento moderno", Prismas. Revista de Historia Intelectual, nº 7, 2003, pp. 27-50.

11 Gilles Deleuze, El bergsonismo, Madrid, Cátedra, 1997, p. 11.

12  Ibid., p. 12.

13  Ibid., pp. 12-13.

14  Foucault, Las palabras y las cosas, op. cit., p. 299.

15  Ibid., p. 256.

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