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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.21 no.1 Bernal jun. 2017

 

RESEÑAS

François Furet, La Revolución Francesa en debate. De la utopía liberadora al desencanto en las democracias contemporáneas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016 (trad. Darío Roldán), 176 páginas

 

Si ahora la historia de un menú de restaurante, la historia de un gesto, la historia de lo banal cotidiano es tan importante como la decadencia del imperio romano o como la revolución francesa, el conjunto de los objetivos históricos pierde su relieve y su interés.
François Furet1

El historiador francés François Furet (1927-1997) se dedicó a los grandes temas: la revolución, la democracia moderna y el comunismo fueron sus principales preocupaciones intelectuales. Su trayectoria inicial no es del todo original. Terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía 20 años, se incorporó al Partido Comunista. En 1956, luego de la invasión a Hungría por la Unión Soviética y con el comienzo del proceso de desestalinización, abandonó el comunismo y comenzó a situarse políticamente en la centroizquierda francesa, con una fuerte influencia de la tradición liberal. A partir de aquel momento, la tensión entre la libertad y la igualdad se constituyó en su inquietud fundamental.

Furet desarrolló su carrera como historiador profesional dentro de la Escuela de los Annales. A diferencia de Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel, sus reflexiones no aportaron al campo de las mentalidades ni se inscribieron en los estudios de la larga duración. Para el análisis de la Revolución Francesa siguió una línea alternativa de investigación, original dentro del grupo y para la época, en la que entrecruzó la historia política y la historia de las ideas. En este sentido, también se diferenció de la Escuela de historiadores marxistas sobre la Revolución Francesa de la Universidad de la Sorbona.

La ocasión para revisitar las principales ideas de Furet sobre la Revolución Francesa nos la brinda Siglo XXI Editores que, a fines de 2016, editó La revolución francesa en debate. Se trata de una compilación de artículos publicados por el historiador en Le débat. El prefacio del libro corresponde a un artículo que Furet escribió en el primer número de esta revista de reflexión política fundada en 1980 por el historiador Pierre Nora. La obra, organizada en cinco capítulos, incluye una presentación de Mona Ozouf y un posfacio de Darío Roldán.

Al presentar estos textos, que sorprenden por su unidad conceptual pese a haber sido escritos a lo largo de quince años, Ozouf señala que estamos ante una introducción al trabajo de historiador de Furet. Posiblemente algunos pasajes resulten difíciles de descifrar para quienes no hayan recorrido sus libros anteriores. En este sentido, el posfacio de Roldán se vuelve un aporte imprescindible, gracias al recorrido que el autor hace sobre la biografía intelectual de Furet y las principales cuestiones abordadas en sus escritos.

En el texto que figura como prefacio del libro, titulado "La inteligencia de lo político", Furet se pregunta por qué la intelectualidad francesa contempló con tanta simpatía a un régimen totalitario y asesino como el de Stalin. Este artículo anticipó las preocupaciones que lo llevarían a publicar El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX (1995). Furet entendía que la tradición política e intelectual del jacobinismo, recuperada por el marxismo francés, sirvió de antecedente para justificar la ausencia de libertades formales en las revoluciones francesa y rusa. Para el autor, los atropellos a las libertades de la democracia burguesa fueron exculpados por muchos de sus colegas ya que se los interpretó como el modo posible de alcanzar el fin último de la libertad "real". La pregunta de Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución (1856) sobre el vínculo entre la Revolución Francesa y la instauración de un régimen político despótico es aquí ampliada por Furet para aplicarla al caso soviético. Su idea es que la vigilancia y la represión en la URSS fueron exculpadas por los intelectuales franceses a partir de diferentes argumentos: el recrudecimiento del conflicto de clases, el culto a la personalidad de Stalin y las coyunturas específicas. Furet critica esta postura. Para él, los gulags no fueron una fatalidad fortuita sino el fruto inevitable de la naturaleza totalitaria del régimen soviético. Considera que el terror forma parte de la ideología revolucionaria en tanto esta pretende crear una sociedad sin contradicciones. En este sentido, la violencia no es una circunstancia de la revolución sino parte de su naturaleza. Furet explica que la simpatía de sus colegas y amigos de izquierda hacia la revolución soviética estuvo determinada por sus ideas sobre la Revolución Francesa y, específicamente, sobre la época del Terror, en la que por medio de la fuerza y el miedo se persiguió la utopía de la igualdad aun a costa de la libertad.

En el Capítulo 1, "¿La revolución sin el Terror? El debate de los historiadores del siglo XIX", Furet revisa las diversas interpretaciones sobre el jacobinismo de los primeros historiadores de la revolución, desde Constant y Mme. de Staël hasta Michelet, sin dejar de lado a otros autores franceses del siglo XIX que recuperaron aquel período, como Edgard Quinet y Louis Blanc. Comienza este artículo definiendo el jacobinismo como "un acontecimiento que une el culto del estado y el culto de la nación en torno a los valores igualitarios y a la lucha por la salvación pública" (p. 25). Esta caracterización permite pensar el fenómeno más como una categoría que como una época histórica, permitiendo no solo iluminar el pasado sino también reflexionar sobre el presente. Si, como afirma Constant, el jacobinismo y el Terror son la revolución misma (p. 27), ¿qué se puede decir de la Revolución soviética y el Gulag?, se pregunta Furet. Tal como entendía Quinet, ¿es necesaria una dictadura para fundar un Estado libre o, acaso, es posible pensar una revolución sin dictadura y centralización? Cuando recupera la definición de Michelet sobre el jacobinismo –"un tipo de poder fundado sobre el manejo de una ortodoxia ideológica, la disciplina de un aparato militante centralizado, la depuración sistemática de los adversarios y de los amigos y la manipulación autoritaria de las instituciones electivas"– (p. 52), ¿es factible considerar que estaba trazando un paralelismo con la Rusia estalinista? Probablemente, al recrear las diferentes interpretaciones de los historiadores del siglo XIX sobre el jacobinismo la intención de Furet haya sido repensar las consideraciones de sus colegas contemporáneos sobre el totalitarismo soviético.

Su permanente interés por los problemas del presente también se observa en el Capítulo 2, "La revolución en el imaginario político francés", escrito en 1983. Este ensayo trata sobre la especificidad de la Revolución Francesa, caracterizada por "ser en simultáneo la política y el fundamento de la política" (p. 57). Muchas de las ideas desplegadas en este breve texto han sido desarrolladas por el autor en la primera parte de su libro Pensar la Revolución Francesa (1978). Según Furet, ese gran laboratorio social que fue la Revolución Francesa creó representaciones políticas que permanecieron durante los siglos XIX y XX. Este capítulo permite comprender una de las particularidades del fenómeno francés. La Revolución Francesa fundó la igualdad, lo que significó una nueva sociedad y un hombre nuevo, que buscaron romper simbólica y materialmente con todos los cimientos del mundo previo. Esta igualdad no implica "que todos los hombres nazcan iguales en fuerza o inteligencia, sino que nadie tiene el derecho de someter a los otros puesto que cada uno posee la razón suficiente como para obedecer solo a su propia persona".2 Para ello se forjó la idea del individuo abstracto, que permite plantear la igualdad basándose en dos características de las personas: su autonomía y su racionalidad. La cuestión emergente era, entonces, descubrir cómo se construía una sociedad a partir de individuos aislados. Para ello, fue preciso pensar cuáles eran los lazos políticos que unían al individuo con sus compatriotas. Es decir, se volvió necesario conciliar a estos múltiples individuos aislados y autónomos con el sujeto de la soberanía, que era el pueblo-uno-e-indivisible. Como explica Furet, estos individuos, a la vez particulares e iguales, solo podían formar una comunidad en la exaltación abstracta del Estado. De este modo, la política se creaba a sí misma y creaba a la sociedad. Como se observa en el segundo capítulo, el gran desafío de la Revolución, y luego de la historia moderna de Francia, consistió en intentar conciliar la paradoja irresoluble de un poder soberano indiviso y una sociedad compuesta por individuos concretos con ideas e intereses diversos.

En los capítulos 3 y 4, "La idea francesa de revolución" y "Burke o el fin de una sola historia de Europa", encontramos reflexiones sobre la Revolución inglesa y la Revolución norteamericana que brindan miradas alternativas frente a la aporía propia de la democracia francesa. En la idea inglesa de ciudadanía no se postula una igualdad abstracta. Por el contrario, se comprende que existen diversos intereses en la sociedad encarnados en individuos concretos y que lo que hay que representar es precisamente esos intereses.3 Esto hizo que, por ejemplo, no fuera problemático que existieran individuos sin la posibilidad de elegir a sus representantes políticos, toda vez que se creía que solo tenían que hacerlo aquellos que tuvieran un interés material concreto en el suelo nacional. Se consideraba que había diferencias concretas entre los individuos tanto en el plano socioeconómico como en el político y, por lo tanto, no se percibía de manera conflictiva que algunos tuvieran acceso a elegir a sus representantes y otros no. Los sistemas electorales censitarios son fruto de esta concepción. Como explica Furet en estos capítulos, según la idea inglesa de ciudadanía se entiende que existen diversos intereses en la sociedad y que estos deben tener representación en el mundo político, lo que se basa en la concepción de que el mundo social preexiste a la política y el sentido de comunidad se genera a partir de la representación de estos múltiples intereses. Esta explicación es la que permite entender la representación plural inglesa y plantearla como un contrapunto a la representación del pueblo-uno instaurada por la Revolución Francesa. Furet se detiene en esta cuestión ya que, siguiendo a Edmund Burke, considera que existe un riesgo en la abstracción constitutiva de la democracia: el del despotismo (p. 105). Los ingleses lo solucionaron representando políticamente la multiplicidad que preexistía en la sociedad. Los estadounidenses defendieron las libertades individuales e impusieron un sistema institucional basado en el criterio de checks and balances. En cambio, en Francia este peligro inicial sigue existiendo, toda vez que la relación entre lo uno y lo múltiple se presenta como una aporía. La más clara demostración de ello fueron las apuestas políticas que buscaron consagrar en una persona la encarnación de toda la comunidad.

El último artículo de la compilación es "1789-1917: ida y vuelta". Furet aprovechó la coyuntura de aquel momento –la celebración de los 200 años de la Revolución Francesa y la caída del Muro de Berlín– para pensar de manera conjunta las revoluciones francesa y rusa. Según sostiene el historiador, 1989 inventó algo nuevo y significó una verdadera ruptura con el mundo anterior. No ocurrió lo mismo en 1917: "1789 había dejado una estela resplandeciente de ideas e iniciativas. 1917 solo deja ver un paisaje en ruinas" (p. 119). Furet no recupera aquí a la Revolución Francesa como modalidad para producir cambios sino que prefiere consagrarla como el acontecimiento creador de la democracia. La Revolución Francesa le legó a Occidente dos conceptos fundantes. Por un lado, que los individuos tienen soberanía sobre sí mismos y sobre su modo de estar juntos. Por otro lado, que a través de la voluntad se puede reconfigurar lo social. La Revolución Francesa inauguró el mundo democrático no solo como un fenómeno francés sino como un derecho de todos los hombres (p. 116). Furet afirma que con el fracaso del modelo soviético es posible enterrar los aspectos negativos de la revolución y, al mismo tiempo, mostrar la actualidad de su legado. Con el muro de Berlín también cayó la idea mesiánica de un fin de la historia seguida del advenimiento de la felicidad colectiva que, en las experiencias históricas, se tradujo siempre en gobiernos totalitarios que confundieron la voluntad general, o la voluntad de las mayorías, con la voluntad del todo. El fracaso de la URSS permitió dejar de lado esta dimensión de la Revolución Francesa y retornar a su gran aporte: la invención de la cultura democrática.

Así se llega al final del libro. Esta compilación de artículos, como toda síntesis, demanda un lector activo, que comprenda lo que lee y también aquello que no está desarrollado aquí sino en otro lugar. Sin embargo, hay algo que no pasará desapercibido para nadie y es la fuerza de Furet como provocador. Con sus escritos, propone abandonar la mirada del mundo dividido en izquierdas y derechas y logra pensar las revoluciones francesa y rusa bajo otra perspectiva. Preocupado por el despotismo intrínseco de la pasión revolucionaria que busca reducirlo todo a la política, Furet recupera los temores ya planteados por Tocqueville sobre las sociedades democráticas e insinúa que esta concepción sobre lo político es propia de la modernidad y puede encontrarse, con algunos matices y diferencias, en el mundo occidental del siglo XX y, aunque él no haya llegado a contemplarlo, también en el tiempo presente.

Sabrina Ajmechet
UBA / CONICET

 

1 François Furet, "Democracia, igualdad, revolución", entrevista de Noemí Goldman y Jorge Tula, Debates en la sociedad y la cultura, Nº 4, 1985, p. 42.

2 Furet, François, Pensar la Revolución, Barcelona, Ediciones Petrel, 1980, p. 45.

3 Pitkin, Hannah, El concepto de la representación, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1985, p. 111.

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