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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.21 no.2 Bernal dic. 2017

 

ARGUMENTOS: Repensando The Foundations of Modern Political Thought, de Quentin Skinner

Analizando  Los fundamentos: retrospectiva y reconsideración*

 

Quentin Skinner

* Título original: "Surveying The Foundations: a retrospect and reassessment", en Rethinking the Foundations of Modern Political Tought, editado por Annabel Brett y James Tully, con Holly Hamilton-Bleakley, Cambridge, Cambridge University Press, 2006, pp. 236-261. Traducción autorizada de Eugenia Gay.

 

I

En el inicio de su autobiografía, David Hume observaba: "es difícil para un hombre hablar mucho sobre sí mismo sin vanidad: por lo tanto, seré breve".1 Yo iría más lejos y diría que al escribir el tipo de ensayo autobiográfico en el cual me estoy embarcando es imposible evitar algún elemento de autoelogio. Más aun, no puedo estar de acuerdo con Hume en que la mejor manera de lidiar con el problema fuera simplemente hablar tan brevemente como sea posible. Los capítulos precedentes sobre mi trabajo son de un nivel de interés y originalidad tan excepcionalmente elevado que exigen ser examinados en detalle. La única solución, desde mi punto de vista, es la de disculparme desde el inicio por cualquier vulgaridad en el tono y emprender la tarea.

II

Estoy profundamente en deuda con Annabel Brett, James Tully y Holly Hamilton-Bleakey por editar este volumen, y por darme una oportunidad para reflexionar nuevamente sobre mis intenciones al escribir Los fundamentos del pensamiento político moderno. Al releer el libro, sin embargo, lo que me impacta principalmente es en qué medida no alcanza las aspiraciones que tenía originalmente para él. Mi pretensión inicial –como la registré en los agradecimientos– era producir un relevamiento histórico que abarcara todo el período desde el Renacimiento hasta la Ilustración. Mientras esto aún era un destello en mis ojos, dicté una serie de clases en Cambridge (como recuerda Mark Goldie) bajo el título de "La formación del pensamiento político moderno", en las cuales, entre otras cosas, luché en vano por comprender los orígenes ideológicos de la Revolución Francesa. Quisiera poder declarar que mi decisión de abandonar el plan original surgió del reconocimiento de que había algo inherentemente cuestionable en la idea de rastrear el surgimiento de algo llamado modernidad en el pensamiento político. La verdad, más prosaica, es que perdí la esperanza de adquirir el conocimiento suficiente como para escribir con alguna seguridad sobre un período de tiempo tan extenso. A continuación, resolví limitarme a investigar lo que había pasado a considerar como el tema central en el pensamiento político de la modernidad temprana: la adquisición del concepto de Estado soberano, junto con la idea correspondiente de que los sujetos individuales están dotados de derechos naturales dentro y potencialmente contra el Estado. Confieso que hoy en día estoy menos interesado en escribir este tipo de historia. Ha de admitirse que el objetivo de rastrear los orígenes de nuestras creencias y nuestros órdenes presentes continúa siendo actual, y siempre hay historiadores a mano para asegurarnos que la "historia trata de las continuidades".2 Pero la historia no trata sobre una sola cosa, y entre las muchas cosas que los historiadores pueden investigar con provecho están las discontinuidades. Como señala Marco Geuna, últimamente han pasado a interesarme más los contrastes entre nuestros sistemas de pensamiento pasados y presentes, e inclusive he pasado a creer que este tipo de historia puede tener importancia práctica.3 Establecer que algunos de nuestros conceptos políticos más preciados pueden haber estado completamente ausentes en períodos anteriores, o que pueden haber sido interpretados de manera completamente diferente, me parece una de las maneras más efectivas de desafiar la tendencia perpetua de la filosofía política a degenerar en mera servidumbre de su tiempo.

Esto no pretende sugerir que haya algo ilegítimo en intentar investigar las fuentes de nuestras creencias actuales, y el deseo de embarcarse en tal investigación fue indudablemente lo que me impulsó en Los fundamentos del pensamiento político moderno (al cual me referiré a partir de ahora como Fundamentos). Me sorprende un poco, sin embargo, descubrir cuán irreflexivamente me sentí capaz de equiparar la adquisición del concepto europeo moderno de nación con la construcción de los fundamentos del pensamiento político moderno. Es verdad que, en los siglos transcurridos, los estados-nación se han vuelto un fenómeno global, tanto que tienen ahora una institución –las Naciones Unidas– que debería llamarse propiamente los Estados Unidos, si no fuera que uno de sus miembros se ha reservado ese nombre. También es cierto que la idea concomitante de derechos naturales se ha globalizado igualmente, con el resultado de que las naciones occidentales ahora prefieren hablar de derechos "humanos", e impulsarlos sobre países aún demasiado ignorantes como para ver el mundo desde la perspectiva occidental. Puede sostenerse, sin embargo, que esta retórica continúa apoyándose en un elemento de imperialismo; y es seguro que, en el momento en que escribía los Fundamentos, era menos consciente de la estrechez mental de mi perspectiva de lo que debería haberlo sido.

Cuando finalmente logré organizar mis notas de clase y comenzar a escribir mi libro, en 1972, encontré menos dificultades de las que debería haber considerado para apuntalar lo que me parecían las fronteras apropiadas de mi narrativa. Estaba seguro de que mi relato debía comenzar con el humanismo del rinascimento italiano, y sobre todo con una tentativa de dar sentido al pensamiento político de Maquiavelo. Con respecto a mi percepción de un fin, no tenía dudas (aunque esto era otra perspectiva estrecha) de que mi narrativa debía culminar con la revolución inglesa de mediados del siglo XVII, y sobre todo con la filosofía de Thomas Hobbes.

No es difícil recordar por qué esperaba originalmente terminar con Hobbes. En esos días, Gierke era mi biblia, y bajo su autoridad estaba convencido de que con Hobbes la lucha por articular la idea del Estado como portador de la soberanía se había cerrado triunfalmente.4 Como subrayé debidamente en mi conclusión, el mismo Hobbes declara en De Cive que la tarea de la "ciencia civil" debería ser ahora la de realizar "una búsqueda más curiosa sobre los derechos de los Estados y los deberes de los súbditos".5 Mi elección del punto de partida puede parecer más idiosincrática, pero no me siento inclinado a repetir el relato maravillosamente despectivo de Flaubert en L’education sentimentale, sobre por qué su antihéroe Frédéric se embarca en una empresa desconcertantemente similar. Tratando de olvidar una pasión calamitosa, Frédéric "tomó el primer tema que le pasó por la cabeza, y decidió escribir una Historia del renacimiento".6 Mi propia decisión, sin embargo, estaba fuertemente sobredeterminada.

Una de las razones de mi elección, como reconocen varios de los colaboradores del presente volumen, era que quería examinar y criticar dos perspectivas dominantes sobre el lugar del rinascimento italiano en la historia del pensamiento político moderno. Quería, en primer lugar, cuestionar una presuposición general que había pasado a ser asociada con el nombre de Hans Baron y su estudio clásico, La crisis del Renacimiento italiano temprano.7 Geuna inicia su capítulo recordando el argumento central de Baron: que la teoría política medieval puede distinguirse por su adhesión a un ideal de monarquía imperial, y que el nacimiento de ideas claramente modernas sobre la libertad política y el autogobierno pueden ser rastreadas hasta la disputa entre Florencia y el Milán de los Visconti a comienzos del quattrocento. Baron extraía la conclusión de que el año 1400 marcaba, en consecuencia, una ruptura histórica entre la era medieval y el mundo moderno. Estas perspectivas pasaron a ser generalmente aceptadas, y siempre he asumido que John Pocock, en su gran trabajo El momento maquiavélico, estaba entre aquellos que habían sido influidos por la línea de pensamiento de Baron, aunque Pocock nos informa en su contribución al presente volumen que este nunca fue el caso.

La otra tesis que quería cuestionar estaba más específicamente relacionada con la interpretación del pensamiento de Maquiavelo. Escribía en un tiempo en que la tradición alemana –la tradición de Friedrich Meinecke, Ernst Cassirer y Leo Strauss– era aún dominante en la historiografía de la filosofía política del Renacimiento. Uno de los postulados rectores asociados con estos estudiosos era que Maquiavelo había sido el primer teórico político que organizara su pensamiento alrededor del concepto de lo stato, el concepto de un Estado impersonal y soberano. A lo cual añadían que había sido también el primero en insistir en que los Estados podrían tener razones para sus acciones –ragioni di stato–que no necesariamente contaban como buenas razones en boca de sus propios súbditos.

Contra la primera de estas ortodoxias -la de Baron y sus discípulos- sostuve que la idea de libertas y autogobierno fueron articuladas en el Regnum Italicum en una fecha muy anterior al año mágico de 1400. Como observa Geuna, esta afirmación ya había sido adelantada por varios historiadores que asociaban estos desarrollos con la recepción de la Política de Aristóteles hacia fines del siglo XIII. Sin embargo, yo estaba igualmente insatisfecho con esta periodización, pues me parecía que la emergencia de las ideologías comunales precedía por varias generaciones a la disponibilidad de los textos de Aristóteles, y que las celebraciones pioneras de gobiernos republicanos se debían a las autoridades romanas más que a las griegas. En lo que respecta a Maquiavelo, intenté mostrar que cada uno de sus mayores trabajos intentaba, a su manera, ofrecer un comentario crítico sobre estos patrones previos y duraderos de pensamiento neorromano. aunque llamara El Renacimiento al primer volumen de mi libro, el título no representaba una ironía intencional: mi énfasis estaba en la longue durée, no en un momento determinable de renacimiento.

Falta explicar lo que me atrajo a la idea misma de escribir una historia del pensamiento político de la modernidad temprana. Debe admitirse que, por lo menos al comienzo, no estaba interesado primariamente en contribuir a la historia o a la historiografía del tema. Como señala Goldie, en esos días lejanos estaba mucho más interesado en preguntas sobre la interpretación, la explicación y el método histórico en general. Es verdad que durante mis primeros años de investigación (1963-1966), había publicado algunos ensayos principalmente históricos sobre las teorías políticas de la revolución inglesa, dedicados en particular a la figura de Hobbes. Pero mientras más reflexionaba sobre la literatura interpretativa del Leviatán, más me encontraba reflexionando sobre la naturaleza de la interpretación misma, y en los años siguientes (1966-1971) escribí una serie de artículos intentando dilucidar mi propia perspectiva.8 Cuando en 1972 me dediqué a escribir Fundamentos, lo hice básicamente con la intención de utilizar un lienzo amplio para ilustrar algunas de las conclusiones metodológicas e incluso filosóficas a las que había llegado.

Estaba especialmente interesado en desafiar dos presuposiciones generalizadas sobre la interpretación de los textos políticos. Una era que la forma más esclarecedora de analizar la oeuvre de cualquier escritor político importante debía ser la de extraer, de sus diferentes trabajos, el conjunto de doctrinas más coherente y sistemático que pudieran contener. Entre los teóricos políticos "clásicos", Maquiavelo había sido sometido a este tratamiento con extrema severidad. Federico Chabod, Gennaro Sasso y otros estudiosos italianos se habían ocupado, como nos recuerda Geuna, de establecer que IIprincipe y Discorsi de Maquiavelo debían considerarse como contribuciones parciales a un todo "maquiavélico" comprehensivo, cuya estructura subyacente intentaban develar.

Cuando comencé a estudiar los textos de Maquiavelo por cuenta propia, ya desconfiaba de esta aproximación. Debía esta desconfianza en parte a mis lecturas de R. G. Collingwood, quien me había persuadido de que la manera más reveladora de interpretar cualquier texto filosófico era la de considerarlo como respuesta a un conjunto específico de preguntas e intentar reponer esas preguntas. Pero no estaba menos influido por algunos estudiosos que no solo habían desarrollado una visión similar del método histórico en la década de 1960, sino que lo habían implementado. Pienso en particular en John Pocock y John Dunn. En su capítulo para el presente volumen, John Pocock además señala el nombre de Peter Laslett, cuya edición de Filmer y Locke sin duda encarnaba una perspectiva de pregunta y respuesta. Pero Laslett nunca aportó una explicación teorética de su práctica, mientras que tanto Dunn como Pocock publicaron artículos metodológicos pioneros en los años ’60 (Pocock en 1962, Dunn en 1968),9 después de lo cual procedieron a practicar lo que habían predicado. La monografía clásica de Dunn sobre John Locke apareció en 1969,10 y el mismo año Pocock me permitió leer un borrador completo de su Momento maquiavélico, una obra maestra cuya interpretación de la teoría política de Maquiavelo ejerció una profunda influencia en mi propio trabajo. Sabemos cómo hablar de mortuis, pero somos menos adeptos a saber cómo hablar de viventibus. W. H. Auden ofrece un excelente principio rector: "Honremos, si podemos, al hombre vertical". Entre los hombres verticales con quienes estoy más en deuda se encuentra John Pocock, cuya contribución al presente volumen constituye un espléndido ejemplar de su trabajo. Como siempre, es profundamente generoso, pero como siempre nos desafía a reexaminar nuestros hábitos enraizados de pensamiento. Solo puedo objetar que se refiera a mí como el exponente principal del método histórico que he descrito. Su propio liderazgo ha sido una inspiración para todo historiador intelectual de mi generación y más allá.

El relato que propuse en Fundamentos sobre la teoría política de Maquiavelo reflejaba adecuadamente mi admiración tanto por la filosofía de Collingwood como por la erudición de Pocock. Esto es, suponía que cada uno de los tratados de Maquiavelo preguntaba sus propias preguntas, y buscaba la coherencia solo a nivel de cada texto individual. Geuna objeta que el resultado me exhibe demasiado prisionero de mis compromisos metodológicos. Acepto que fracasé en hacer justicia a los elementos comunes presentes en los trabajos más importantes de Maquiavelo, y estoy de acuerdo con Geuna en que la preocupación constante de Maquiavelo con el papel del tiempo en la política –i tempi, l’occasione– ofrece un buen ejemplo. Pero no me arrepiento de pensar que mi aproximación texto-por-texto es en principio adecuada, y me consuelo con el hecho de que nadie hoy en día podría hablar sobre Maquiavelo como si Principe y Discorsi fueran fragmentos de un tratado más general sobre la política que Maquiavelo hubiera dejado inexplicablemente sin escribir.

Me dedicaré ahora a la otra presuposición general que quería desafiar y si fuera posible desacreditar en Fundamentos. Tenía en vista la opinión de que los historiadores de la teoría política debían centrar su atención en el estudio de un canon de textos "clásicos". El valor de este tipo de historia, nos decían en aquella época, surge del hecho de que estos textos contienen una "sabiduría atemporal" en forma de "ideas universales". La mejor manera de aproximarse a ellos debía ser entonces concentrándose en lo que cada uno expresaba sobre los "conceptos fundamentales" y las "preguntas perennes" de la vida política. Debíamos leerlos, en definitiva, como si fueran "escritos por un contemporáneo" para nuestra propia ilustración y beneficio.11

Existe un consenso general según el cual, entre los teóricos clásicos, Hobbes ofrece el mejor ejemplo de alguien que se dedicara a elucidar los conceptos clave de la teoría política en espíritu puramente filosófico, incluyendo los conceptos de libertad, soberanía, representación, derechos naturales, obligaciones políticas, y así sucesivamente. Sin embargo, como resultado de mis investigaciones de inicios de la década de 1960, había pasado a sentir que esta presuposición básica era cuestionable inclusive en el caso de Hobbes. Como observa apropiadamente Hamilton-Bleakey, la afirmación que más claramente encapsulaba todo lo que había pasado a molestarme sobre la aproximación "canónica" se encontraba en la introducción de John Plamenatz a su Man and Society, de 1963. "Para comprender a Hobbes -declaraba- no necesitamos saber qué se proponía al escribir el Leviatán ni qué opinión tenía de los argumentos de realistas y parlamentaristas" durante la revolución inglesa.12 Esta afirmación me parecía la más equivocada posible. Había pasado a pensar que el Leviatán trataba sobre la revolución inglesa, y que no podía haber ninguna posibilidad de comprender su interpretación de conceptos como la libertad, la soberanía y la representación sin apreciar el carácter específico de la intervención que Hobbes pensaba estar haciendo en la política de su tiempo.

Fue esta intuición, como señala Hamilton-Bleakey, lo que me llevó a los trabajos de Wittgenstein, Austin y Searle. Wittgenstein nos había instado a preguntar no por el significado sino por el uso de las palabras. Austin y Searle habían extendido esta perspectiva a una teoría general de los actos de habla, examinando las múltiples formas en las que se puede decir que estamos haciendo algo tanto como diciendo algo en el acto de emitir cualquier afirmación seria. De su trabajo obtuve no solo la confianza para sostener que la interpretación textual debía ocuparse no solo de recuperar los supuestos significados de los textos sino también -y tal vez principalmente- del abanico de cosas que se puede decir que los textos hacen, y por lo tanto la naturaleza de las intervenciones que se puede decir que constituyen.

Con un gran salto de fe, esto me llevó al principio sobre el cual se basa Fundamentos. Si -me propuse temerariamente- es posible que la forma más esclarecedora de escribir inclusive sobre la teoría política de Hobbes sea tratándolo como un acto político, entonces tal vez esta sea la forma más esclarecedora de escribir sobre teoría política tout court. Utilicé el prefacio de Fundamentos para resumir mi escepticismo sobre la visión rival de los textos clásicos como meditaciones atemporales sobre temas perennes. "Entiendo -respondía- que la vida política misma establece los problemas para el teórico político, provocando que un cierto rango de temas se presente como problemático, y que un rango correspondiente de preguntas se transforme en el tema principal de debate."13 Como ha subrayado recientemente Kari Palonen, todo mi libro fue una tentativa de demostrar este argumento.14 Mi aspiración principal en Fundamentos era la de escribir una historia de la teoría política esencialmente como una historia de las ideologías.15 El capítulo de Goldie provee un análisis altamente perspicaz del estilo de historia al cual esta aspiración dio lugar, y no podría explicarlo mejor aquí. El único punto que quisiera resaltar se relaciona con la orientación práctica de mi perspectiva. Como destaca Hamilton-Bleakley, uno de mis objetivos era dar prioridad a las "formas de vida" sobre las teorías, y así desafiar la presuposición de que la historia intelectual es diferente de la historia de las instituciones y del comportamiento.16 Quería, en otras palabras, socavar la distinción convencional entre teoría y práctica. Escribiendo en tono weberiano, subrayé el hecho de que las prácticas políticas normalmente necesitan ser legitimadas. Sin embargo, como he sostenido, la habilidad de legitimar nuestro comportamiento al mismo tiempo que obtenemos lo que queremos depende en parte de la habilidad para mostrar que nuestras acciones pueden ser descritas según un principio o valor aceptado. Por lo tanto, hay un sentido en el que la dirección de la vida política siempre será controlada por tales principios, y así será inclusive cuando los agentes involucrados no posean ningún vínculo genuino con los valores según los cuales declaran actuar. Así es como sucede que, en el breve resumen de Tully, la pluma sea una espada poderosa.17

Este relato de mis procedimientos –y especialmente de mi deseo de enfocarme en discursos legitimadores antes que en textos clásicos– puede sugerir que había aceptado rígidamente el argumento que Michel Foucault propagaba más o menos en la misma época sobre la muerte del autor.18 Pero como enfatiza acertadamente Hamilton-Bleakley, siempre he querido reservar un lugar para la figura tradicional del autor dentro del estudio más amplio de los "lenguajes" políticos. Una razón es que de otra forma hay un riesgo (como señala Goldie) de deslizarse nuevamente hacia la escritura de la historia desencarnada de los "ismos" o "ideas-unidad", una especie de historia que rápidamente pierde de vista los varios propósitos que pueden servir diferentes sistemas de creencias. Pero mi principal razón para querer hablar de autores y no meramente de textos siempre ha sido la de intentar dar sentido a aquellos momentos en los que una episteme prevaleciente (para citar la terminología de Foucault) es cuestionada u horadada. Me parece una debilidad de la perspectiva más estructuralista de Foucault que tenga tanta dificultad en explicar cómo suceden tales cambios conceptuales.

Considérese, por ejemplo, la visión humanista de la política que discuto en el volumen i de Fundamentos. Según esta visión de la vida pública, la cualidad de la virtù es al mismo tiempo el medio para alcanzar la gloria civil y un compendio de las virtudes morales. Estas presuposiciones fueron sujetas a un desafío que hizo época cuando Maquiavelo propuso en Il príncipe que la cualidad de la virtù debía ser el nombre de cualquier conjunto de atributos (morales u otros) que conducen a la gloria. El resultado fue un furioso debate sobre si había alguna ragione di stato distintiva que trascendiera las reglas morales ordinarias. ¿Cómo podemos esperar explicar este desarrollo a menos que estemos preparados para identificar a Maquiavelo como el autor de la obra que desencadenó la discusión?

Sin embargo, aparte de este elemento tradicional en mi narrativa, ciertamente Fundamentos esperaba enfocarse todo lo posible no en autores individuales sino en genealogías de discurso más amplias. Quería dejar tan claro como fuera posible que ni siquiera los autores más originales son jamás los inventores del lenguaje que hablan, sino que son siempre el producto de una cultura preexistente con la cual inevitablemente dialogan.19 Como señala Goldie, mi libro estaba activamente organizado de manera de forzar al lector a confrontar este argumento. Si, por ejemplo, se consulta la bibliografía de textos primarios en el volumen i, se encontrará una lista de cerca de doscientos títulos. Pero al referirse a la lista de contenidos, solo se encontrará un escritor político mencionado por su nombre: el autor (sic) de IIpríncipe.

Al principio, mi intento de mostrar que la teoría política forma parte de la vida política causó mucha indignación. Michael Oakeshott fue solo el más distinguido entre muchos críticos hostiles que me amonestaron por no comprender que la teoría política "genuina" ocupa un universo filosófico autónomo20 (tampoco fue el único crítico que se facilitó el trabajo insertando su conclusión predilecta en sus premisas). Desde entonces, sin embargo, los tiempos han cambiado, y muy para mejor, creo. Ninguno de los colaboradores del presente volumen parece encontrar cualquier dificultad con mi presuposición cardinal según la cual como en la discusión política no hay nada más que la batalla, la idea de estar por sobre la batalla tiene poco sentido. Por el contrario, muchos de ellos se alinean explícitamente con este punto de vista esencialmente nietzscheano.

Con todo, muchos colaboradores levantan una duda interesante sobre el alcance de mi argumento. Goldie objeta que le falta aquello que él describe como expansividad genérica.21 Una vez que aceptamos, sostiene, que la actividad característica de los teóricos políticos es la de legitimar o desafiar instituciones y creencias existentes, se vuelve meramente arbitrario concentrarse en los textos confesamente "políticos" como medio de ilustrar la tesis. En cambio, debemos reconocer que el poeta, el pintor y el músico pueden ser igualmente hábiles para montar argumentos políticos, y pueden incluso ser capaces de hacerlo con fuerza insuperable. Esto me parece una crítica justa, y que hoy en día quisiera llevar aun más lejos. Una vez que tomamos en serio el argumento de Goldie, la noción de una "historia de la teoría política" particularizada comienza a deshacerse en el aire. Precisamos reemplazarla, argumentaría ahora, con una forma de historia intelectual más general en la que, incluso si seguimos centrándonos en textos "políticos", permitimos que el principio de expansividad genérica reine libremente. Si, por ejemplo, fuera hoy a reescribir los capítulos del volumen i de Fundamentos sobre el republicanismo temprano del Regnum Italicum, definitivamente querría prestar tanta atención a los frescos de Ambrogio Lorenzetti como a los tratados de Marsilio de Padua.22 Si, en el mismo sentido, fuera a escribir sobre el retorno de libertàs como grito de guerra en el risorgimento, podría muy bien inclinarme a atribuir este desarrollo tanto a las primeras óperas de Verdi como a los escritos de Mazzini o a los discursos de Cavour. En definitiva, concuerdo en que debemos cultivar una historia de la teoría política en la que pueda integrarse y ponerse en funcionamiento un abanico mucho más amplio de fuentes. El capítulo de Warren Butcher se dedica a una crítica diferente, sobre el alcance excesivamente estrecho de mi trabajo. Si bien concede que el objetivo básico debe ser el de recuperar aquello que los textos hacen tanto como lo que dicen, enfatiza que muchos agentes además de los autores pueden estar haciendo cosas con textos, incluidos aquellos que los copian, financian su publicación, los recomiendan a otros o expiden advertencias contra su influencia. Más aun, los intereses de estos lectores tardíos serán inevitablemente diferentes de, y podrían muchas veces contradecir, aquellos de los soidisant autores de los textos en cuestión. Como resultado, los significados de estos textos dependerán en parte de tales procesos de transmisión, y puede ser necesario recuperarlos mediante el examen de tradiciones de discurso mucho más amplias de las que he posibilitado.

Esta crítica sin duda asesta un golpe contra mi propuesta de que necesitamos pensar en los textos políticos esencialmente como intervenciones en algún debate identificable. Pero difícilmente sirve para invalidar mi perspectiva. Antes bien, exige una forma suplementaria de interrogación sobre la fortuna de los textos y el rango de cosas que se pueden hacer con ellos. Pocock captura perfectamente el punto cuando habla de mi predilección por intentar "retornar al texto, y a los actos de habla implícitos en su escritura, al contexto lingüístico existente en un momento particular", en contraste con su propio interés en preguntar "qué sucede cuando un lenguaje de discursos persiste y es reasignado en una situación histórica, o contexto, diferente de aquel en el que había sido implementado anteriormente".23 Este último lenguaje no es uno en el que alguna vez haya aspirado a escribir, pero ciertamente concuerdo en que es capaz de producir efectos intensamente esclarecedores. Que es así es evidente en buena parte del trabajo reciente de Pocock,24 y el capítulo de Boutcher provee algunos ejemplos no menos fascinantes. Escribiendo, por ejemplo, sobre De la servitude volontaire de La Boétier, Boutcher puede demostrar que a veces puede ser completamente imposible identificar la naturaleza de la intervención para la que un texto fue pensado originalmente, puede que solo sea posible capturar y examinar su sobrevida posautoral.

De Fundamentos sería acertado decir que era una estructura de dos niveles. Ofrece un examen de la literatura política producida en Europa occidental en el período moderno temprano, y especialmente en el siglo XVI. Pero al mismo tiempo trata estos materiales como contribuciones a una visión emergente del Estado como el portador de la soberanía, y con ello los ve como aspectos de un tema global y unificador. Ofrecer esta caracterización, sin embargo, es sugerir que el libro es un grand récit en el mismo estilo fustigador tan influyente de Jean-François Lyotard en La condition postmoderne.25 En este sentido, una pregunta que surge, como muchos de los colaboradores de este volumen señalan, es hasta qué punto mi libro es culpable de los crímenes asociados por Lyotard y otros críticos posmodernos con la construcción de metanarrativas. La objeción general a los grand récits siempre ha sido que se presentan como el único relato sobre su tema elegido. Una de las razones por la que se sostiene que esto es cuestionable es que, aunque siempre habrá una multiplicidad de relatos rivales que podrían igualmente ser narrados, estos siempre serán suprimidos en nombre de la preservación de la metanarrativa. Esta es sin duda una acusación que puede hacerse con justicia a muchas secciones de mi libro. Annabel Bretto observa, respecto de mi capítulo sobre la segunda escolástica, que, al concentrarse en los puntos de vista de los dominicanos sobre la civitas y la res publica, subestima hasta qué grado mantuvieron una perspectiva internacionalista, resistiendo la idea de las repúblicas individuales como entidades jurídicamente aisladas unas de otras. Martin van Gelderen igualmente reclama que mi énfasis en la soberanía nacional ignora el hecho de que muchos escritores republicanos del período moderno temprano rechazaban explícitamente el Estado soberano en favor de la defensa de modelos rivales de poder localizado y federado.26 El punto en el que convergen estas críticas es que, incluso al final del período sobre el que trabajé, la noción de Estado como la unidad más natural de poder político era tema de intenso debate. Una segunda objeción sobre los grands récits es que, incluso cuando es posible presentar plausiblemente un cuerpo particular de textos como contribución a algún tema global, las exigencias de las metanarrativas harán que los textos en cuestión sean manipulados en un inapropiado estilo de Procusto. Cathy Curtis sugiere que esta crítica puede ser lanzada contra mi tratamiento de la teoría política humanista, mientras que Brett muestra que indudablemente se aplica a mi capítulo sobre la segunda escolástica, en la cual me permito, en sus palabras, elegir y seleccionar.27 Enfocando la incontestable contribución de los escolásticos a la teoría del Estado moderno, me concentro casi enteramente en sus perspectivas sobre la ley, la justicia y la naturaleza del poder soberano. Como resultado, presto poca atención a sus perspectivas igualmente sistemáticas sobre temas como la legitimidad de la propiedad privada, la ética del imperio y las leyes de la guerra. Este reclamo también me parece justificado. Veo ahora que hay varias secciones de mi libro en las que, con el objetivo de satisfacer las demandas de la metanarrativa, desfiguro las teorías que vengo exponiendo.

De todas las objeciones a los grands récits, la más dañina es la de que fuerzan a los agentes históricos a participar en relatos que no les pertenecen. El propósito del capítulo de Harro Höpfl es lanzar precisamente este ataque sobre mi análisis del pensamiento político escolástico. Ninguno de los escolásticos, insiste Höpfl, escribió jamás sobre "política" o publicó tratados de "pensamiento político". El término "política" en su vocabulario se refería a un arte puramente práctico, y por lo tanto a un tema sobre el cual no podían adquirirse certezas. Pero los escolásticos nunca se ocuparon con tales artes; les interesaba solo la adquisición de conocimiento demostrativo, y por lo tanto el estudio de las ciencias genuinas. Hablar de una "contribución" escolástica al "pensamiento político" es por lo tanto hablar en términos deplorablemente anacrónicos.

La acusación de Höpfl es presentada con considerable fuerza, tanto que a veces uno siente que el engranaje comienza a tambalear. Tampoco puede negarse que su punto se sostiene. Hoy en día vería como un deber sagrado, al intentar reproducir el contenido de un argumento, la utilización de la terminología exacta empleada por los propios protagonistas. No hacerlo es atribuirles inevitablemente distinciones que no realizaron, y atribuir a alguien distinciones que no le son familiares significa cesar de reportar sus creencias. Hasta este punto comparto la inquietud de Höpfl, y es para mí una fuente de asombro tanto como de consternación descubrir cuán relativamente desaprensivo de la observación de esta regla vital fui en Fundamentos.

Sin embargo, me siento inclinado a entrecerrar un poco los ojos frente a la crítica de Höpfl. Las tres facultades más importantes en las universidades de la Europa moderna temprana -las facultades en las que se enseñaban las ciencias genuinas- eran las de derecho, teología y medicina. Sin embargo, la medicina también era clasificada como arte práctico. Los escolásticos consideraban posible, en otras palabras, estudiar las artes prácticas de forma genuinamente científica. En una sección fascinante de su capítulo, Brett explora las implicaciones de este compromiso para el análisis de la vida política. Como ella establece, Aquino ya estaba preparado para sostener que, debido a que todas las comunidades son constituidas por seres humanos, podemos esperar llegar a una comprensión científica de cómo deberían ser gobernadas. Según Aquino, el nombre de la ciencia que se ocupaba de tales cuestiones es scientia politica, la ciencia de la política. Siguiendo a Aquino, una serie de escolásticos comenzaron a escribir en detalle sobre tales temas "políticos", incluyendo los temas que destaco en mis capítulos sobre el pensamiento escolástico: la naturaleza del derecho, los requerimientos de la justicia, los poderes del Estado secular. Siendo así, creo que no hay nada de anacrónico en la afirmación de que estos escritores estaban realizando una contribución a la historia del pensamiento político.

Me parece, en definitiva, que el capítulo de Höpfl va demasiado lejos. Para un tratamiento fuertemente contrastante y, diría, más matizado, de la compleja cuestión de la nomenclatura, quisiera referirlo al reciente e innovador estudio, Jesuit political Thought: the Society of Jesus and the State, c.1540-1630. La introducción habla sin reparos sobre los "pensadores políticos" de la segunda escolástica, de sus perspectivas sobre la "autoridad política" y de su preocupación con "cuestiones de Estado". El análisis subsiguiente se dedica a evaluar su contribución distintiva a lo que se describe, nuevamente sin ambages, como "la historia del pensamiento político". Hay una cierta ironía, sin embargo, en llamar la atención de Höpfl a este importante libro, pues lo escribió él mismo.28

IIIComencé señalando que originalmente había planeado cerrar Fundamentos con la política de la revolución inglesa, y más específicamente con la filosofía de Hobbes. Sin embargo, lejos de comprehender la primera mitad del siglo XVII, como hubiera requerido esta ambición, eventualmente lo cerré con los teóricos de la soberanía absoluta y sus adversarios constitucionalistas en las décadas finales del siglo XVI. Pocock resaltó en ese momento que, en vista de mi preocupación general con la idea del Estado, este parecía un momento peculiar para retirarse, y en el presente volumen Goldie afirma que mi libro "se detiene algo abruptamente alrededor de 1600".29

Creo que la acusación de que he construido una columna trunca no se justifica. Como enfaticé en mi introducción, me refería a un tema esencialmente weberiano. Intentaba recuperar las precondiciones, materiales tanto como intelectuales, para la creciente aceptación en la Europa occidental de la idea de que los asuntos de gobierno deberían ser puestos en manos de autoridades unitarias detentoras del monopolio del uso legítimo de la fuerza. Entendí que, con la afirmación de la teoría de la soberanía legislativa absoluta en el trabajo de Jean Bodin y sus seguidores, y con su articulación de la consecuente distinción entre Estados y formas de gobierno, mi relato había llegado a su término. Aun siento que este criterio era intelectualmente defendible, y vale la pena recordar que incluso Julian Franklin, uno de los más insatisfechos de mis críticos originales, entendió que era indisputable.30

Debo admitir, sin embargo, que tenía más razones para abandonar cualquier tentativa de cubrir la primera mitad del siglo XVII. No podía desentrañar el proceso por el cual, en el curso de ese período, el "sujeto" de la soberanía absoluta pasó a ser identificado con la persona ficta del Estado. Podía ver que este debía ser mi tema guía, y podía ver que la declaración de Hobbes en el Leviatán según la cual el Estado es "una persona" sería un final apropiado. Pero no podía ver mucho más que eso.31 Como resultado, Hobbes es sin duda la ausencia más importante de mi libro. Siendo así, estoy especialmente agradecido de que no menos de tres de los capítulos del presente volumen estén dedicados a la teoría del Estado de Hobbes. Me proporcionan una buena oportunidad para decir algo más acerca de la evolución y la orientación de su pensamiento político. El capítulo de David Armitage sirve para recordarme que, si hubiera llevado a cabo mi proyecto más amplio en Fundamentos, habría prolongado el alcance restringido ya observable a lo largo del libro. Como señala Armitage, examino el Estado casi solo en relación con su organización y sus capacidades internas, y no tengo casi nada que decir sobre su papel como agente internacional. Esto es sin duda un defecto, pero no estoy seguro de cuánto lo habría exacerbado si hubiera escrito sobre Hobbes sin examinar esa dimensión de su pensamiento. Después de todo, ¿por qué discute Hobbes la relación entre Estados? Armitage no planteaba la cuestión, aparentemente dando por sentado que Hobbes debe haber entendido que se trataba de un asunto ineludible. Pero creo que puede sostenerse que la razón principal por la que Hobbes introduce el tema no es un interés en la teoría de las relaciones internacionales en sí mismas, sino que pretende introducir un argumento polémico sobre la naturaleza del Estado.

Una de las posiciones que Hobbes está más ansioso por derrumbar en el Leviatán es la que sugiere que solo podemos esperar preservar nuestra libertad si vivimos como ciudadanos de repúblicas o "Estados libres". Habla con aborrecimiento de "esos escritores democráticos" que insisten en "que los súbditos de un Estado popular disfrutan de libertad, pero que en una monarquía son esclavos".32 Para ver de qué manera la exposición de Hobbes sobre las relaciones entre Estados le permite desacreditar o por lo menos ridiculizar esta línea de pensamiento, será útil comenzar con la cuidadosa anatomía de las perspectivas de Hobbes sobre el ámbito internacional propuesta por Armitage. Como demuestra Armitage más allá de toda duda, el argumento básico de Hobbes en todas las versiones maduras de su teoría política es que el derecho de las naciones o ius gentium es directamente idéntico al derecho natural o ius naturale. Como lo resume Hobbes en el capítulo XXX del Leviatán, vienen a ser "lo mismo".33

Lo que necesitamos elucidar para comprender las perspectivas de Hobbes sobre la relación entre Estados es lo que quiere decir con ius naturale. Hobbes proporciona su respuesta más analizada en el capítulo XIV del Leviatán, en el que enuncia dos argumentos estrechamente conectados. Uno es que el ius naturale puede ser equiparado con el derecho natural, el derecho poseído por todos en el estado de naturaleza para hacer lo que sea que crean necesario para protegerse. El segundo argumento es que, a su vez, el derecho natural puede ser representado como una forma específica de libertad o de libertad natural. Como lo resume Hobbes al inicio, "el derecho de naturaleza, que los autores comúnmente llaman Jus Naturale, es la libertad que cada hombre tiene para utilizar su propio poder, como lo crea conveniente, para la preservación de su propia naturaleza, eso es, de su propia vida".34

Armado con este análisis, Hobbes procede, en el capítulo XXI del Leviatán, a exponer uno de sus efectos retóricos más ingeniosos. Ahora podemos ver, declara, de qué deben estar hablando los escritores democráticos cuando exaltan la libertad de los "Estados libres". Dado que el derecho de las naciones no es más que la libertad de la naturaleza, deben estar hablando simplemente de la misma clase de libertad que puede decirse que toda persona posee en el estado de naturaleza. Así como "todo hombre particular" en su condición natural tiene "total y absoluta libertad" para protegerse a sí mismo, también toda república (no todo hombre) tiene absoluta libertad para hacer lo que juzgue" que es "más conveniente para su propio beneficio".35 De esta manera, el movimiento brillantemente deflacionario de Hobbes consiste en insistir en que la tan alardeada libertad supuestamente alcanzable solo en "Estados libres" no es más que la libertad de defenderse a sí mismos contra otros Estados. Como concluye socarronamente, "los atenienses y romanos eran libres, esto es, repúblicas libres: no es que cualquier hombre en particular tuviera libertad para resistir a sus propios representantes, sino que su representante tenía la libertad de resistir o de invadir otro pueblo".36

Armitage señala acertadamente que las reflexiones de Hobbes sobre las relaciones entre Estados son notablemente "superficiales" e incluso "precarias" en su calidad.37 La razón, quisiera proponer, es que puede ser falso suponer, para la concepción del proyecto de Hobbes, que procuraba realizar una "contribución", como asume Armitage, "al pensamiento internacional".38 La desestimación sarcástica de los escritores democráticos por parte de Hobbes, y de sus propuestas sobre los méritos especiales de los "Estados libres", es uno de los grandes golpes retóricos del Leviatán, y depende completamente de su identificación subyacente entre el derecho de las naciones y el derecho de naturaleza. Pero es posible, quiero sugerir, que de no haber estado tan ansioso por urdir este golpe, tal vez no hubiera prestado absolutamente ninguna atención al derecho de las naciones.

A continuación, quisiera examinar las conexiones entre la historia que relato en Fundamentos y el desarrollo de la teoría del Estado de Hobbes. Mi propia visión de Hobbes, como he intentado mostrar en trabajos recientes, es que merece ser reconocido como el escritor contrarrevolucionario más importante de su época.39 Para comprender esta posición, necesitamos comenzar considerando la era de la política revolucionaria en Francia y en los Países Bajos a fines del siglo XVI. Buscando legitimar sus protestas contra las monarquías Valois y Habsburgo, los calvinistas radicales en ambos países comenzaron a reivindicar la legalidad de la resistencia al dominio herético y tiránico. Sostuve en Fundamentos que estos "monarcómacos" –o teóricos mata-reyes, como los estigmatizara William Barclay– utilizaron a su vez doctrinas luteranas originalmente desplegadas contra el emperador Carlos V. Veo ahora que, como señala Gelderen, este argumento adicional puede ser cuestionable, pues los luteranos generalmente se limitaban a reivindicar el derecho de autodefensa. Pero no puede haber ninguna duda sobre mi argumento principal: que entre los monarcómacos calvinistas más importantes –escritores como Johannes Althusius en Holanda y el autor de los Vindiciae, contra tyrannos en Francia– el derecho general del pueblo o de sus representantes para recurrir a la resistencia por la fuerza contra la tiranía era inequívocamente admitido.

Frente al desafío revolucionario, varios escritores políticos respondieron con la insistencia en la necesidad de una soberanía absoluta e irresistible, entre ellos Jean Bodin y William Barclay en Francia y Hugo Grotius en Holanda. Hobbes pertenece, sostengo, esencialmente a este grupo de contrarrevolucionarios. Con el estallido de la guerra civil inglesa en 1642, parlamentaristas como Henry Parker, William Prynne y sus seguidores, lograron introducir los argumentos más radicales de los monarcómacos en el pensamiento político anglófono. El Leviatán, según mi punto de vista, es esencialmente la respuesta de Hobbes a estos escritores democráticos y la marea teñida de sangre que desataron.40

El principal propósito de Richard Tuck en su brillante capítulo es cuestionar toda esta genealogía. Lejos de ser un enemigo declarado de los escritores democráticos –replica–, Hobbes era un teórico sofisticado y profundo de la democracia.41 Uno de los grandes logros de Hobbes, especialmente en las primeras versiones de su teoría política –sobre la cual se concentra principalmente Tuck– fue la de proporcionar una "nueva teoría de la democracia".42 "La contribución de Hobbes a la teoría democrática" nos dice, fue "tal vez uno de sus legados más importantes".43

Según Tuck, la forma de democracia que interesaba principalmente a Hobbes era la que fuera descrita por Aristóteles en la Política como "radical" o "extrema". Aristóteles es citado diciendo que en su forma "extrema", "no la ley, sino la multitud, tiene el poder supremo, y sustituye la ley por sus decretos".44 Tuck propone dos argumentos sobre este tipo de gobierno, el primero de los cuales se refiere a la relación que hay al respecto entre los análisis de Aristóteles y de Hobbes. Hubo un intermediario clave, sostiene Tuck, a saber, la traducción latina de la Política de Aristóteles de Pietro Vettori, publicada por primera vez en 1576. Cuando Vettori comenta la frase prínceps enim populus fit, "el pueblo se vuelve monarca", explica que esta transformación surge cuando el pueblo "se reúne y compone un solo hombre". Anclado en la referencia de Vettori al pueblo como "un solo hombre", Tuck declara que esta "debe haber sido la fuente de la reflexión de Hobbes sobre el tema".45 Eso es ciertamente posible, pero no hay ninguna evidencia independiente de que Hobbes conociera la traducción de Vettori, de manera que la afirmación "debe haber" estado en la mente de Hobbes parece bastante fuerte. Además, una fuente más probable es ciertamente la versión inglesa de la Política de John Dee, publicada por primera vez en 1598, en la cual leemos, en el pasaje que nos interesa, que "el pueblo se transforma en monarca" cuando gobiernan "todos juntos como uno".46

La cuestión de la transmisión, sin embargo, es menos importante para Tuck que el segundo y central argumento que pretende presentar sobre la democracia "extrema". Sostiene que esta forma de gobierno era "especial" para Hobbes, en dos maneras distintas.47 Primero afirma que, cuando Hobbes discute "la formación de cada forma de gobierno", especialmente en De Cive, sostiene que "la democracia extrema es el gobierno paradigmático".48 En otras palabras, una de las formas en que la democracia es "especial" para Hobbes es que se dice que todas las otras formas de gobierno surgen de ella.

Concuerdo en que cuando Hobbes considera la manera en que se "instituyen" las asociaciones civiles –en Elementos de Derecho tanto como en De Cive– entiende que la democracia es, como afirma en Elementos, "primera en el orden temporal".49 La explicación más clara de Hobbes sobre por qué esto es así se encuentra en el capítulo VII de De Cive. Debe suponerse que cuando los miembros de una multitud se reúnen para crear una república, concuerdan en que cada decisión tomada por la mayoría será vinculante para el resto. Tan pronto como comienzan a operar según este principio, estarán efectivamente operando según un sistema de gobierno democrático.50 Por eso es que, como lo expresa Hobbes en Elementos, "la democracia precede a todas las otras instituciones de gobierno".51 No obstante, existen dos dudas que deben ser registradas sobre esta parte del argumento de Tuck. Kinch Hoekstra las señala adecuadamente en el curso de su crítica tenaz y abrumadoramente erudita, y debo decir que ambas me parecen bien fundadas. En primer lugar, es una exageración sostener que, al discutir los orígenes del gobierno, Hobbes considere que la democracia es "paradigmática" en todos los casos.52 Hobbes formula dos paradigmas distintos en todas las versiones de su teoría política, a uno de los cuales denomina "gobierno por institución", y al otro "gobierno por adquisición". Se dice que un gobierno es "instituido" cuando los miembros de la multitud acuerdan, entre ellos, establecer un poder soberano.53 Sin embargo, cuando un gobierno es "adquirido", ellos simplemente someten sus voluntades al poder absoluto de un conquistador a cambio de que se les garantice su vida y su libertad personal.54 El segundo caso no involucra ningún proceso democrático de decisión.

También es una exageración sostener que la perspectiva de Hobbes sobre estos asuntos en Elementos y en De Cive sea "ampliamente compatible" con sus tratamientos posteriores.55 Cuando Hobbes replanteó su teoría política en el Leviatán, primero en inglés y luego en latín, uno de los argumentos que revisó con más cuidado fue su propuesta inicial de que todas las repúblicas instituidas comienzan su vida como democracias. En ambas versiones del Leviatán presenta una nueva y fuertemente contrastante teoría según la cual, tanto el "gobierno por institución" como el "gobierno por adquisición" surgen cuando los miembros individuales de una multitud autorizan a un representante soberano para que hable y actúe en su nombre.56 Su proposición anterior de que en el caso del gobierno por institución podemos trazar una secuencia cronológica que comienza con la democracia es completamente suprimida.

Me referiré ahora al otro aspecto por el cual, según Tuck, Hobbes otorga a la democracia "extrema" un "estatus muy especial" en su teoría política, y lo hace de forma "sin precedentes".57 Tuck comienza concediendo que Hobbes reconocía no ser admirador del gobierno por asambleas deliberativas. Sin embargo, creía que mientras las democracias evitaran comprometerse con este tipo de sistema administrativo, eran capaces de ser "tan efectivas y admirables como las monarquías".58 Creía, en definitiva, que la democracia no era necesariamente "en absoluto inferior a la monarquía", y que incluso podría sostenerse que la democracia puede haber sido su forma preferida de gobierno.59 Me parece que esta interpretación descansa sobre la incapacidad de apreciar que la estructura del argumento de Hobbes sobre la democracia es profundamente irónica.60 En su influyente análisis sobre las figuras y los tropos, Quintiliano introdujo una distinción entre la ironía como tropo discursivo y como figura de pensamiento. Cuando empleamos la ironía como tropo, damos meramente una inflexión distintiva a alguna afirmación particular. Buscando introducir un tono de burla, "decimos lo contrario de lo que queremos que se entienda".61 Cuando, por el contrario, empleamos la ironía como figura de pensamiento, buscamos producir un efecto retórico mucho más ambicioso. En este caso, buscamos presentar una cadena completa de razonamiento de manera que confunda y con eso ridiculice las expectativas de nuestra audiencia.62 Quintiliano da el ejemplo de Sócrates, cuyo posicionamiento tomara la forma de "presentarse como un hombre ignorante que admira intensamente la sabiduría de otros".63 El objetivo final de Sócrates al hacerlo era mostrar a sus interlocutores que sus premisas podían contener conclusiones de un tipo completamente inesperado y contradictorio.

Esta es exactamente la estrategia irónica que Hobbes despliega en todas las versiones de su teoría política contra los escritores democráticos de su época. Como hemos analizado, se concentra en su tesis principal, según la cual a menos que vivamos en una "república popular" nos veremos condenados a vivir como esclavos. Confrontando este argumento, Hobbes se abstiene cuidadosamente de cuestionar la presuposición subyacente de que la mejor forma de asociación civil debe ser aquella en que gobierne el pueblo. Lo que intenta mostrar es que, si se sostiene la idea de que esta es la mejor forma de asociación civil, entonces no debería defenderse la democracia. Ningún gobierno democrático podrá ser jamás, en la práctica, más que una aristocracia de oradores embelesados con su propia gloria y con sus objetivos facciosos.64 Si se desea genuinamente que gobierne el pueblo, entonces debe instituirse, en cambio, una monarquía absoluta. El fragmento decisivo en el cual Hobbes acciona su trampa mortal está en el capítulo XII de De Cive. Citaré de la traducción de 1651, pues esta es la versión cuya publicación permitiera y tal vez incluso autorizara Hobbes:

El Pueblo manda en todos los gobiernos, pues incluso en las monarquías el pueblo comanda; pues el pueblo realiza su voluntad mediante la voluntad de un hombre; pero la multitud son los ciudadanos, esto es, los súbditos. En una democracia, y en una aristocracia, los súbditos son la multitud, y (aunque parezca una paradoja), el rey es el pueblo.65

Tuck entiende que este fragmento es crucial para defender su propio argumento. Es aquí, sostiene, que encontramos la sugerencia que Vettori desarrollara a partir de la Política de Aristóteles y cediera a Hobbes. Se nos dice que aquí hay una forma de gobierno –una forma que Hobbes considera admirable– en la cual el pueblo es un hombre y es al mismo tiempo el rey. Pero me parece que eso es precisamente lo contrario de lo que sostiene aquí Hobbes: no está diciendo que es posible que el pueblo sea rey; dice que es posible que un rey sea el pueblo. No sostiene que haya una forma extrema de democracia en la cual el pueblo es el rey, y que esta sea una forma admirable de gobierno. Ni siquiera está hablando sobre democracia, extrema o de cualquier otro tipo. Está hablando sobre la monarquía, y defendiendo una conclusión abiertamente paradójica según la cual, incluso en esta forma de gobierno, puede decirse que el pueblo gobierna, porque "el rey es el pueblo".

Resta a Hobbes desentrañar esta paradoja y explicarnos qué quiere decir cuando establece que el rey "es" el pueblo. En Elementos, explica, más bien torpemente, que lo que tenía en mente es que puede decirse que la voluntad del pueblo está "involucrada" o "incluida" en la voluntad del rey.66 En De Cive, por el contrario, sugiere, más perspicuamente, que puede argumentarse que la voluntad del rey "está por" las voluntades de todos.67 Pero es solo en el Leviatán que logra transformar esta paradoja en un argumento aceptable. Lo hace mediante la introducción, por primera vez en su teoría, del concepto clave de autorización. Esto le permite sostener que como cada uno de nosotros autoriza la conducta del soberano, continuamos siendo los autores, y por lo tanto los "dueños" de cualquier acción que decida realizar en nuestro nombre.68 En otras palabras, las acciones de nuestro soberano cuentan como nuestras propias acciones, por las cuales debemos asumir completa responsabilidad.69 Pero esto significa que cuando un soberano autorizado actúa, de hecho quien actúa es el pueblo, y a su vez esto significa que el pueblo gobierna todo el tiempo.

Con este argumento, Hobbes llega a la culminación de su ironía. Según los escritores democráticos, la ejecución del rey Carlos I en 1649 sirvió para liberar al pueblo de Inglaterra de una tiranía esclavizadora. Con la abolición de la monarquía y el establecimiento del "Estado libre", el pueblo finalmente fue capaz de gobernarse a sí mismo a través de la agencia de la Casa de los Comunes como su representante autorizado.70 Según la teoría de Hobbes, sin embargo, los súbditos del rey Carlos I, como "dueños" de sus acciones ya gobernaban ellos mismos a través de la agencia de un representante autorizado.71 Por lo tanto, la trágica ironía es que el rey fue asesinado y la constitución destruida con el objetivo de producir un resultado que, bajo el gobierno del rey, ya había sido completamente alcanzado.

Tuck tiene un argumento más para presentar, y por momentos parece ser el que más le interesa. Hoekstra no comenta demasiado sobre este aspecto del caso de Tuck, y en este punto sus dos brillantes capítulos se complementan (si yo fuera Tuck, me inclinaría a reproducir a Buck Mullingan en Ulises: "Dios, Kinch, si solo tú y yo pudiéramos trabajar juntos…").72 La hipótesis adicional de Tuck es que la idea de la democracia "extrema" descendió al mundo moderno básicamente desde el De Cive de Hobbes. Fue principalmente como autor de De Cive que Hobbes fue reconocido por Pufendorf, Leibniz, Spinoza, y tal vez Rousseau, y fue en De Cive que se presentaron por completo sus perspectivas sobre la democracia "extrema".

Resulta fácil imaginar un libro importante sobre la historia de la democracia "extrema", y esperamos devotamente que sea el mismo Tuck quien lo escriba. La única nota de advertencia que escucharía es la que suena en el argumento de Boutcher. Puede ser que el De Cive de Hobbes haya inspirado a escritores posteriores dedicados a la soberanía popular, y valdría la pena especialmente investigar su posible influencia sobre Rousseau. Pero si bien este puede haber sido un elemento importante en la sobrevida del texto de Hobbes, sigo convencido de que al mismo Hobbes le hubiera parecido un ejemplo indeseable del tipo de ironía que él normalmente disfrutaba tanto. Puede haber influido la evolución de la teoría democrática, pero los escritores democráticos de su propio tiempo eran a quienes más temía.

Quisiera expresar una palabra especial de agradecimiento a aquellos colaboradores que han reconocido que uno de mis objetivos principales en Fundamentos era el de desmontar un mito histórico que disfrutaba de un amplio favor en ese momento. El mito se centraba sobre la supuesta contribución de la reforma protestante al mundo moderno. Según una parte del relato, la teoría moderna del constitucionalismo surgió del ataque monarcómaco sobre la tiranía y la subsecuente "revolución de los santos". No obstante, como enfatizan tanto Goldie como Brett, una de mis ambiciones principales en el volumen II de Fundamentos era establecer que los argumentos desplegados por los revolucionarios protestantes habían sido tomados casi enteramente de sus enemigos católicos. Los conceptos fundamentales del constitucionalismo moderno se fundaron originalmente en el conciliarismo tardo medieval y en las teorías del derecho natural del segundo escolasticismo.

Según un segundo elemento del mito, el crecimiento del constitucionalismo en el siglo XVII dio origen a una teoría de la libertad que ha demostrado ubicarse entre los ítems más valiosos de nuestra herencia intelectual. El concepto de libertad pasó a ser entendido en términos negativos como la ausencia de interferencia, y pasó a ser aceptado que una de las principales tareas del Estado era proteger y ampliar esta área de no interferencia tanto como fuera posible. Sin embargo, como señalan tanto Geuna como Van Gelderen, el volumen i de Fundamentos estaba diseñado en parte para sugerir que el triunfo de esta visión de la política encarnaba una grave pérdida. La entronización de la idea de libertad como no interferencia involucraba el rechazo de una comprensión mucho más estricta del concepto, que yo asociaba con el humanismo del Renacimiento. Según el ideal humanista de vivere libero, la libertad de los ciudadanos individuales es socavada no solo por las limitaciones activas sino también, y más fundamentalmente, por las condiciones de dependencia y servidumbre de fondo. El concepto desteñido de libertad como no interferencia solo pudo conquistar el mundo moderno a partir del rechazo de esta comprensión más democrática de la libertad política. No puedo decir que haya tenido éxito en articular la visión humanista de la libertad con la sofisticación filosófica que merecía. aunque escribí sobre dependenza y servitù, solo logré esclarecer satisfactoriamente las características que definen la teoría que yo había delineado con la ayuda del trabajo esclarecedor de Philip Pettit.73 También debo reconocer que puedo haber sobreenfatizado el grado en que los humanistas del Renacimiento respaldaron sin ambigüedades el contraste entre la libertad y la servidumbre. Como muestra el capítulo de Curtis, existen muchos humanistas importantes, en particular Sir Tomás Moro, cuyas perspectivas sobre esta distinción aún son, por lo menos, poco claras. No obstante, continúo al menos insatisfecho con los capítulos de Fundamentos sobre el ideal de vivere libero. Ayudaron, creo, a abrir una ventana hacia un mundo que el liberalismo había cerrado, y ofrecieron algunas bases para pensar que el balance general de costos y beneficios debía ser reevaluado.

Sin embargo, antes de sucumbir a la enajenación, debo reconocer que Pocock registra alguna preocupación sobre esta parte de mi argumento. Pocock sostiene que, cuando los defensores del vivere libero hablan de la libertà de los ciudadanos, están invocando lo que él describe como "la forma aristotélica [del] concepto ‘republicano’ de ciudadanía activa". Esta es la forma, agrega, que "articula a un alto nivel el concepto ‘positivo’ de libertad".74 Aquí nos refiere explícitamente al intento de Isaiah Berlin por distinguir entre lo que llamara libertad "positiva" y "negativa".75 Cuando Berlin habla de libertad "negativa", la define de manera bastante consistente como la perspectiva de que somos libres cuando y solo cuando no somos sometidos a interferencia física o coercitiva.76 Cuando se refiere a la libertad "positiva", habla con mucha menos coherencia,77 pero en general la define como la idea de que somos completamente libres si y solo si actuamos de manera de realizar nuestra verdadera naturaleza.78 Es esta interpretación "positiva" de la libertad la que Pocock atribuye a los protagonistas del vivere libero. Ellos creen, sostiene Pocock, que lo que distingue a un ciudadano libre es que el patrón de sus acciones lo revela como "la criatura política que se dice que uno es, y que debe ser, por naturaleza". Consecuentemente, creen que el goce de la libertad no es una cuestión "negativa" de poder actuar sin interferencia; es una cuestión "positiva" de dedicarse, como lo expresa Pocock, al ejercicio de la virtud en el ámbito público.79

No obstante, he encontrado poca evidencia de que Maquiavelo, Guicciardini y los otros protagonistas principales del vivere libero hayan adoptado este punto de vista sobre lo que significa ser un ciudadano libre. Me parece que, como sugieren sus repetidos contrastes entre libertà y servitù, se aferran a la concepción esencialmente romana de libertad que ya he mencionado, la concepción que celebrara Cicerón, que conmemoraba Tácito y que el Digesto de Justiniano eventualmente definió en términos legales formales.80 De acuerdo con el Digesto, la distinción básica que debemos establecer es la que se encuentra entre la independencia que caracteriza a los ciudadanos libres y la dependencia que caracteriza a los esclavos. La "esclavitud", como expresa el Digesto, "es una institución del ius gentium según la cual alguien es, contra la naturaleza, sometido al dominio de otro".81 Se sigue que, como en una civitas todos están atados o libres, un civis o ciudadano libre debe ser alguien que no se encuentra bajo el dominio de nadie más, sino que es sui iuris, capaz de actuar de propio derecho.82 Se sigue igualmente que para una persona carecer del estatus de ciudadano libre significa no ser sui iuris, sino sub potestate, bajo el poder y consecuentemente dependiente de la voluntad de otra persona.

Esta es la perspectiva de la libertad cuyo eco escucho a través de textos como el Diálogo de Guicciardini y los Discorsi de Maquiavelo. Consecuentemente, cuando estos y otros defensores del vivere libero agregan que el ejercicio de la virtù es indispensable para la preservación de la libertà, no creo que estén argumentando que la libertad pueda ser de alguna forma equiparada con el ejercicio de la virtud. Entiendo que proponen que, a menos que estemos preparados para participar en el ámbito público, y por lo tanto para cultivar las cualidades necesarias para la participación efectiva, seremos dependientes de las voluntades y las decisiones de otros, perdiendo con eso nuestro estatus como ciudadanos libres y descendiendo a la condición de servidumbre.

Pocock pasa entonces a distinguir la libertad de los vivere libero de la libertad demandada por los opositores a la corona en la Inglaterra de inicios del siglo XVII. "El ciudadano italiano que afirma sus virtudes –declara– y el súbdito inglés que defiende sus derechos pueden ser, sin distorsiones, considerados como representantes de los polos ‘positivo’ y ‘negativo’ de los ‘dos conceptos de libertad’ de Isaiah Berlin."83 Esto significa, sin embargo, que en Inglaterra la identificación de la libertad con la virtud fue reemplazada por una visión de la libertad como no interferencia, y esta interpretación no me parece sostenible. Es verdad que los críticos de la corona en los primeros tiempos de la Inglaterra de los Estuardo temían un incremento en la interferencia con los derechos establecidos, como torna evidente la Petición de Derechos, cuando denuncia que el pueblo está siendo sometido a obligaciones abusivas y además "acosado e inquietado" en el ejercicio de sus libertades.84 Pero este no es el único y ni siquiera el principal sentido en que el Parlamento denuncia una pérdida de libertad. La acusación básica que dirigen contra la corona es que está haciendo que el pueblo de Inglaterra pierda su posición como liberihomines u hombres-libres.85 Insisten en que la existencia misma de la prerrogativa real tiene el efecto de tornar a todos dependientes de la buena voluntad del rey para la conservación de sus libertades, y esta condición de dependencia reduce su condición de hombres-libres a la de esclavos. Esta manera neorromana de pensar ya es evidente en los debates parlamentarios que llevaron a la Petición de Derechos en 1628, y resurgió con fuerza tan pronto como el Parlamento volvió a reunirse en 1640.86 A partir de entonces el argumento fue utilizado por la mayoría de los voceros parlamentarios al inicio de la guerra civil. Lo encontramos en las Observaciones de Henry Parker en Julio de 1642,87 en el Debate in Law de John Marsh en 1642,88 y en panfletos anónimos de inicios de 1643 como A soveraigne Salve,89 Anhonestbroker90 y Touching the Fundamentall Lawes.91 Pero tal vez la síntesis más clara puede ser encontrada en el Anti-Cavalierisme de John Goodwin, de octubre de 1642. Lo que significa ser "hombres y mujeres libres", afirma Goodwin, es "disponer de uno mismo y de todas sus opciones" de acuerdo con la propia voluntad, antes que ser sometido a la voluntad de cualquier otro. Si los gobernantes poseen poderes discrecionales, será uno obligado a vivir "según la ley de sus deseos y placeres" y "a estar a merced de su arbitrio y voluntad en todas las cosas". Pero si pueden "tornarse Señores sobre uno" de esta manera, entonces el derecho de nacimiento a la "libertad civil o política" será cancelado, y en cambio será uno reducido a "esclavitud miserable y servidumbre".92 En definitiva, no veo ninguna diferencia entre la libertad celebrada por los teóricos republicanos del Renacimiento y la libertad que los opositores a la corona reclamaban en los comienzos de la Inglaterra de los Estuardo. Todos insisten en el contraste básico entre libertad y dependencia, y por lo tanto entre hombres libres y esclavos. No se trata de un contraste que la distinción de Berlin entre libertad "positiva" y libertad como no interferencia sea capaz de acomodar, y es posible que la razón por la que Pocock continúa, en sus palabras, "sospechando un poco" de mis referencias a la libertad neorromana93 sea que continúa siguiendo el análisis de Berlin. Mi propia opinión es que sería mejor olvidar las distinciones de Berlin: cuando se las aplica al período moderno temprano no son solo anacrónicas sino que no logran capturar la variedad de categorías que se utilizaban entonces.

A pesar de estas diferencias, concuerdo con Pocock en que hay algo "extrañamente incompleto" en la discusión sobre la libertad y la ciudadanía en los comienzos de la Inglaterra Estuardo en comparación con la Italia renacentista.94 Desde mi punto de vista, este estado incompleto deriva del hecho de que no se dice casi nada sobre la necesidad de que el cuerpo del pueblo cultive sus virtudes cívicas. La razón, sostendría, es que los escritores ingleses ya no toman a la polis o a la civitas como modelo de asociación civil, sino que piensan en el gobierno de estados territoriales de gran escala.

Dentro de tales comunidades, como explica Henry Parker, el cuerpo del pueblo se ve impedido por "la inmensidad de su propio volumen" de la posibilidad de actuar por sí mismo. Como resultado, es necesario "regular las mociones" de "un cuerpo tan complejo", y el mejor método de regulación, como han descubierto la mayoría de los países, es instituir asambleas representativas a las cuales el pueblo entrega sus derechos políticos para que sean ejercidos en su nombre.95 Se dice al pueblo de Inglaterra, en otras palabras, que ya no hay necesidad de que ejercite las cualidades de la ciudadanía activa. Continúan siendo hombres libres, se asegura, porque la Casa de los Comunes "es" (mediante la alquimia de la representación) el cuerpo del pueblo, de modo que puede decirse que el pueblo aún gobierna.96 No obstante, se les asigna ahora un rol político pasivo, demasiado familiar para nosotros desde nuestra frustrante experiencia de vivir bajo regímenes democráticos modernos.

Pocock termina preguntando generosamente sobre la dirección de mi investigación actual. Como debe haber quedado claro, he pasado a creer que entre los conceptos clave de la teoría política de la modernidad temprana que deben ser explorados más profundamente se encuentran los de libertad y representación, especialmente en relación con el ideal de la soberanía popular. Estos fueron los temas a los que me dediqué en mis conferencias Ford, sobre las cuales Pocock pregunta al final de su capítulo. Espero ahora profundizar mi comprensión del proceso por el cual los ideales de libertad cívica y autogobierno del Renacimiento fueron sustituidos por el concepto contradictorio de la democracia representativa en buena parte del mundo moderno.

VMientras escribía esta réplica a mis críticos, me he encontrado más de una vez reflexionando sobre la famosa pintura del Téméraire de Turner. Contra un sol poniente vemos un barco a vapor remolcando un viejo velero. Es una imagen embarazosamente trillada, pero no es de sorprender que aparezca revoloteando por mi cabeza. No se puede negar que Fundamentos es una embarcación muy antigua en relación a los estándares de los estudios contemporáneos. Y aunque aún permanece a flote, está indudablemente agujereada bajo la línea del agua en muchos lugares, como han señalado muy claramente los colaboradores de este volumen. Pero esto solo hace que les esté más agradecido por su disposición a escribir sobre mi libro, y por su generosidad al reconsiderar y comentar sus argumentos. Les agradezco a todos, en la elegante frase de Hobbes, por dedicar alguna atención a mis estudios.

Notas

1 David Hume, "My Own Life", en Ernest Campbell Mossner, The Life of David Hume, Londres, Nelson, 1954, Apéndice A, p. 611.

2 Para la más reciente aparición de este cliché en el momento de la escritura, véase The Times Literary Supplement, 5 de agosto de 2005, p. 25.

3Anuncié este compromiso en términos generales en un artículo originalmente publicado en 1969. Véase Quentin Skinner, Visions of Politics, vol. i: Regarding Method, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, pp. 86-89. Pero solo más recientemente este compromiso se ha tornado central para mi investigación. Véase especialmente Quentin Skinner, Liberty befare Liberalism, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, pp. 101-120.

4 Otto von Gierke, Natural Law and the Theory of Society, 1500 to 1800, trad. de Ernest Barker, Boston (ma), Beacon Press, 1957, p. 139.

5 Quentin Skinner, The Foundations of Modern Political Thought, vol. II: The Age of Reformation, Cambridge, Cambridge University Press, 1978) [os fundamentos del pensamiento político moderno, trad. de Juan José Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica, 1985-1986, p. 349].

6 Gustav Flaubert, L’education sentimentale, ed. De René Dumesnil, 2 vols., París, 1942, p. 236.

7 Hans Baron, The Crisis of the Early Italian Renaissance, 2ª ed., Princeton, Princeton University Press, 1966. Sin embargo, debo resaltar que tengo una gran deuda con el artículo clásico de Baron sobre Maquiavelo (Hans Baron, "Machiavelli: the Republican Citizen and Author of The Prince", English Historical Review, Nº 76, 1961, pp. 217-253) y que hay un sentido más general, como señala Eric Nelson, The Greek Tradition in Republican Thought, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, pp. 8-9 en el que estoy en deuda con el análisis de Baron sobre los usos de la historia romana en el Renacimiento.

8 Algunos de los artículos que escribí durante este período fueron publicados muchos años después.

9 J. G. A. Pocock, "The History of Political Thought: a Methodological Enquiry", en Peter Laslett y W. G. Runciman (eds.), Philosophy, Politics and Society, segunda serie, Oxford, Oxford University Press, 1962, pp. 183-202; John Dunn, "The Identity of the History of Ideas", Philosophy, Nº 43, 1968, pp. 85-104.

10 John Dunn, The Political Thought of John Locke: an Historical Account of the Argument of the "Two Treatises of Government", Cambridge, Cambridge University Press, 1969.

11 Para las fuentes de las citas en este párrafo, véase Skinner, Visions, op. cit., I, p. 57.

12 J. P. Plamenatz, Man and Society: a Critical Examination of Some Important Social and Political Theories from Machiavelli to Marx, Londres, Longmans 1963, vol. I, p. IX.

13 Quentin Skinner, The Foundations of Modern Political Thought, vol. I: The Renaissance, Cambridge, Cambridge University Press, 1978, p. IX.

14  Kari Palonen, "Political Theorizing as a Dimension of Political Life", European Journal of Political Theory, 4, 2005, pp. 351-366.

15 Mis referencias a "ideologías" ocasionaron alguna confusión, de modo que tal vez valga la pena reiterar que empleaba el término no en sentido marxista para referirme a las distorsiones de la realidad social, sino en sentido weberiano, para referirme a los discursos de legitimación.

16 Para una evaluación valiosa de este punto, véase Annabel Brett, "What is Intellectual History Now?", en David Cannadine (ed.), What is History Now?, Londres, Palgrave, 2002, pp. 113-131, esp. p. 115.

17 James Tully (ed.), Meaning and Context: Quentin Skinner and his Critics, Cambridge, Polity Press, 1988, pp. 7-25.

18 Véase especialmente Michel Foucault, "What is an Author?", en Josué V. Harari (ed.), Textual Strategies, Ithaca (ny), Cornell University Press, 1979, pp. 141-160.

19 Para esta formulación, véase Brett, "What is Intellectual History Now?", op. cit., p. 118.

20  Michael Oakeshott, "The Foundations of Modern Political Thought", The Historical Journal, Nº 23, 1980, pp. 449-453.

21 Goldie, "The context of The Foundations", en este volumen, pp. 3-19.

22 Como lo hice cuando volví a escribir sobre la teoría política del trecento en los ‘80s. Véase Quentin Skinner, Visions of Politics, vol. II: Renaissance Virtues, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 39-92.

23 Pocock, "Foundations and Moments", en este volumen, p. 40.

24 Véase especialmente J. G. A. Pocock, Barbarism and Religion, vol. III: The First Decline and Fall, Cambridge, Cambridge University Press, 2003.

25 Jean-François Lyotard, La condition postmoderne: Rapport sur le savoir, París, les Editions de Minuit, 1979, esp. pp. 7-9 y 35-43.

26  Martin van Gelderen, "Aristotelians, Monarchomachs and Republicans: Sovereignty and res publica mixta in Dutch and German Political Thought, 1580-1650", en Martin van Gelderen y Quentin Skinner (eds.), Republicanism: a Shared European Heritage, vol. I: Republicanism and Constitutionalism in Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, pp. 195-217.

27 Annabel Brett, "Scholastic political thought and the modern concept of the state", en este volumen, p. 142.

28 Harro Höpfl, Jesuit Political Thought: The Society of Jesus and the State, c. 1540-1630, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 2, 4 y 5.

29 Goldie, en este volumen, p. 13.

30 Julian Franklin, "Review of The Foundations of Modern Political Though", Political Theory, Nº 7, 1979, pp. 552-558, esp. p. 553.

31 El intento de dar sentido a la idea de que el Estado es una persona ficta representada ha sido, en consecuencia, tema de buena parte de mis investigaciones recientes. Véase especialmente Skinner, Visions, op. cit., II, pp. 386-413; Visions of Politics, vol. III: Hobbes and Civil Science, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, pp. 177-208; Quentin Skinner, "Hobbes on Representation", European Journal of Philosophy, Nº 13, 2005, pp. 155-184.

32 Thomas Hobbes, Leviathan, or The Matter, Forme & Power of a Common-wealth Ecclesiasticall and Civill, ed. de Richard Tuck, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, p. 226.

33 Ibid., p. 244.

34 Ibid., p. 91.

35 Ibid., p. 149.

36 Ibid.

37 David Armitage, "Hobbes and the foundations of modern international thought", en este volumen, pp. 224, 221.

38 Ibid., p. 221.

39 Véase Skinner, Visions, op. cit., II, p. 405.

40 Para un desarrollo completo de este caso, véase Skinner, "Hobbes on Representation", op. cit.

41 Tuck, "Hobbes and democracy", en este volumen, p. 171.

42 Ibid., p. 190.

43 Ibid., p. 171.

44 Ibid., p. 176.

45 Ibid., p. 181.

46 Aristotle, Politiques, or Discourses of Government, Londres, 1598, p. 192.

47 Tuck, en este volumen, pp. 183-184.

48 Ibid.

49 Thomas Hobbes, The Elements of Law Natural and Politic, 2ª ed., ed. de Ferdinand Tönnies, introducción de M. M. Goldsmith, Londres, Frank Cass, 1969, p. 118.

50 Thomas Hobbes, De Cive: the English Version, ed. de Howard Warrender, Oxford, Clarendon Press, 1983, p. 109.

51 Hobbes, The Elements of Law, op. cit., p. 118.

52 Tuck, en este volumen, p. 184.

53 Hobbes, The Elements of Law, op. cit., p. 108; Hobbes, De Cive, op. cit., p. 90; Hobbes, Leviathan, op. cit., p. 121.

54 Hobbes, The Elements of Law, op. cit., p. 127; Hobbes, De Cive, op. cit., p. 117; Hobbes, Leviathan, op. cit., p. 121.

55 Tuck, en este volumen, p. 172.

56 Hobbes, Leviathan, op. cit., pp. 120, 138; Thomas Hobbes, Leviathan, sive De Materia, Forma, & Potestate Civitatis Ecclesiasticae et Civilis, en Opera philosophica, ed. de Sir William Molesworth, vol. III, Londres, 1841, pp. 123, 131-132, 150-151.

57 Tuck, en este volumen, p. 183.

58 Ibid., p. 186.

59 Ibid., p. 187.

60 Esto puede ser lo que Kinch Hoekstra tiene en mente cuando dice, en este volumen, que Hobbes habla de la democracia "con seria ironía" (p. 217).

61 Quintiliano, Institutio oratoria, ed. y trad. De H. E. Butler, 4 vols., Londres 1920-1922, IX.VI.56, vol. III, p. 332: "quodam contraria dicunturi is quae intellegi volunt".

62 Ibid., IX.II. 48, vol. III, p. 402.

63 Ibid., IX.II. 46, vol. III, p. 400: "agens imperitum et admirationem aliorum tanquam sapientium".

64 Hobbes, The Elements of Law, op. cit., pp. 120-121; Hobbes, De Cive, op. cit., p. 133; Hobbes, Leviathan, op. cit., pp. 131-132.

65 Hobbes, De Cive, op. cit., p. 151.

66 Hobbes, The Elements of Law, op. cit., pp. 63, 124.

67 Hobbes, De Cive, op. cit., p. 89.

68 Hobbes, Leviathan, op. cit., pp. 112, 114.

69 Ibid., pp. 122-124.

70  S. R. Gardiner, The Constitutional Documents of the Puritan Revolution, 1625-1660, 3ª ed., Oxford, Clarendon Press, 1906, pp. 386-387.

71 Hobbes, Leviathan, op. cit., p. 130.

72 James Joyce, Ulysses, Londres, Bodley Head, 1960, p. 6.

73 Philip Pettit, Republicanism: a Theory of Freedom and Government, Oxford, Oxford University Press, 1997.

74 Pocock, "Foundations and moments", en este volumen, p. 43.

75 Isaiah Berlin, "Two Concepts of Liberty", en Henry Hardy (ed.), Liberty, Oxford, Oxford University Press, 2002, pp. 166-217.

76 Berlin, "Two Concepts", op. cit., p. 170.

77 Para las diferentes formulaciones del concepto véase Berlin, "Two Concepts", op. cit., pp. 178-180; sobre la incompatibilidad entre ellos, véase Quentin Skinner, "A Third Concept of Liberty", Proceedings of the British Academy, Nº 117, 2002, pp. 237-268, en pp. 238-240.

78 Véase Berlin, "Two Concepts", op. cit., p. 180, donde la libertad "positiva" es equiparada con la autorrealización, y sobre todo con la idea (como lo expresa Berlin) del yo mismo en su mejor expresión. Su perspectiva más reconocida del concepto positivo es que, como finalmente resume (p. 180), "cualquiera sea el verdadero objetivo del hombre [...] debe ser idéntico a su libertad".

79 Pocock, en este volumen, p. 43.

80 Para este relato, véase Quentin Skinner, "Classical Liberty and the Coming of the English Civil War", en Martin van Gelderen y Quentin Skinner (eds.), Republicanism: a Shared European Heritage, vol. II: The Values of Republicanism in Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, pp. 9-28.

81 Theodor Mommsen y Paul Krueger (eds.), The Digest of Justinian, trad. De Alan Watson, 4 vols., Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1985, I.V.4.35: ‘Servitus est constitution iurisgentium, qua quis dominio alieno contra naturam subicitur’.

82 Ibid., I.VI.1.36: "Algunas personas están bajo su propio poder, algunas están sujetas al poder de otros, como los esclavos, que están bajo el poder de sus amos" [quaedam personae sui iuris sunt, quaedam alieno iuri subiectae sunt . . . in potestate sunt servi dominorum . . ."].

83 Pocock, en este volumen, p. 46.

84 Gardiner, The Constitutional Documents, op. cit., pp. 66–70.

85 El término a veces se escribe como dos palabras, a veces como una sola, pero en general separado con un guión.

86 Véase Skinner, "A Third Concept of Liberty", op. cit., pp. 250-253.

87 Henry Parker, Observations upon some of his Majesties late Answers and Expresses, Londres, 1642, pp. 9-10, 17, 43-44.

88 John Marsh, An Argument Or, Debate in Law, Londres, 1642, pp. 13, 24.

89 A Soveraigne Salve to Cure the Blind, Londres, 1643, pp. 16-17, 36-38.

90 An Honest Broker, Londres, 1643, Sig. C, 2v-3r, Sig. E, 3v-4v.

91 Touching the Fundamentall Lawes, Londres, 1643, pp. 10, 12 (recte14).

92 John Goodwin, Anti-Cavalierisme, Londres, 1642, pp. 38-39.

93 Pocock, en este volumen, p. 44.

94 Pocock, en este volumen, p. 46.

95 Parker, Observations, op. cit., pp. 14-15.

96 Ibid., pp. 28, 45.

 

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