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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.21 no.2 Bernal dic. 2017

 

LECTURAS: Tres lecturas sobre La historia es una literatura contemporánea, de Ivan Jablonka

 

Por una historia escrita

 

Lila Caimari
Universidad de San Andrés / CONICET

Los tres textos que contiene esta sección reconocen un punto de partida común: el libro de Ivan Jablonka La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales, editado originalmente en francés en 2014 (trad. esp. por Horacio Pons, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016). Considerando que la traducción al español de esta provocadora obra constituye una ocasión para debatirla y siguiendo la sugerencia de su subtítulo, el Consejo Editorial de Prismas ha invitado a Lila Caimari, Renato Ortiz y Ana Clarisa Agüero a que escriban sobre ella.

Al comienzo de La historia es una literatura contemporánea, Ivan Jablonka explica que el libro nació como fundamento teórico y metodológico de otro libro, La historia de los abuelos que no tuve, saga a la vez histórica y personal, íntima y panorámica, que da cuenta de sus antepasados en el terrible periplo del shtetl a Auschwitz. Publicado dos años antes, ese libro se desplegaba en un género híbrido, que entrelazaba la laboriosa reconstrucción de la vida de Mates e Idesa Jablonka en archivos de varios países con el relato de esa misma reconstrucción, incluyendo recreaciones de diálogos con testigos y tramos de meditación personal, entre otros recursos narrativos. (El subtítulo incluido en el original, "Une enquête", subrayaba la intención de visibilizar ese camino.)

La obra instaló el trabajo de Jablonka –hasta entonces, el de un reconocido historiador social y cultural, versátil editor del sitio la viedesidées.fr– en un marco que excedía el de sus lectores colegas y estudiantes, conectándolo al vasto ámbito de estudios del Holocausto y de la memoria, y reservándole sendas traducciones al inglés y el castellano.1 Luego, apenas dos años después del manifiesto que fundamentaba el proyecto narrativo de esa obra, Jablonka publicaba Laëtitia ou la fin des hommes, crónica del atroz secuestro y asesinato de una joven de 18 años cometido en París (un caso célebre de la era Sarkozy), donde el camino de investigación volvía a tomar el primer plano, en la voz del narrador emocionalmente involucrado.2 Laëtitia ganó el premio Medicis (uno de los grandes galardones literarios de la temporada francesa), catapultando a Jablonka a la lista de best-sellers, y consagrando su acceso a los circuitos más masivos del mundo editorial.

La publicación de La historia es una literatura contemporánea entre dos obras de carácter experimental y difusión tan amplia ha invitado lecturas que conectan a las tres. El vínculo entre la primera y la segunda fue establecido en el planteo inicial del mismo Jablonka, como se dijo, quien luego de la gran pesquisa sobre sus antepasados regresaba al recoleto ámbito de la historia académica para compartir sus reflexiones sobre las posibilidades de escritura de los historiadores. Pero en la estela del gran éxito de Laëtitia, la continuidad también fue asumida por quienes desde los claustros impugnaron algunas de las operaciones subyacentes a este best-seller, y proyectaron las críticas sobre el programa general: "Ivan Jablonka, la historia no es una literatura contemporánea", reaccionó su colega Philippe Artières.3

La intervención que sigue opta por un camino distinto. Asumiendo que este trabajo reviste una relevancia otra que la justificación de obras particulares, y que el programa que propone puede ser leído con independencia de la fortuna de sus ilustraciones eventuales, elige recortarlo del resto de la obra del prolífico Jablonka, para mantenerse fiel al ámbito de interlocución más específico de este "manifiesto por las ciencias sociales": el del quehacer de la historia, y el de la gran cuestión de la escritura de la historia.

Resulta difícil hacer otra cosa, en verdad, porque quien entra en contacto con este apasionado argumento en su versión castellana –y en la excelente traducción de Horacio Pons– estará inmerso en una caja de resonancia muy sensible a sus implicaciones. Esa receptividad –la sintonía que este libro ha encontrado en sus primeros lectores argentinos, el instantáneo boca-a-boca que despertó– lleva las marcas de las discusiones sobre el curso que ha tomado la historia profesional de las últimas dos décadas, una discusión que tiene muchos escenarios en el mundo, pero que en nuestro medio ha cobrado singular urgencia.4 Tras el interés que ha despertado este llamado a recuperar la esencia narrativa del oficio está, seguramente, la constatación cotidiana de que el crecimiento de la producción disciplinar se ha cobrado un precio. Este libro llega en un momento de reflexión (o de deseo de reflexión, muchas veces pospuesto por la urgencia de los tiempos políticos e institucionales) que atañe al ámbito de la producción de la historia, a la búsqueda de rumbos después del big bang. Por los mismos motivos, también habla a aquellos (editores, lectores del común) que se lamentan del divorcio entre los historiadores y el público masivo, del encierro en el hermetismo de la hiper especialización y el desprecio de la dimensión social y comunicacional de la historia. Al poner la cuestión de la escritura en el centro de la discusión sobre la reconstrucción del pasado, Jablonka obliga a volver sobre la cualidad narrativa de la disciplina, sin excusas ni disimulos. Y allí donde el encuadramiento en los géneros profesionales no se ha dado sin resistencias –allí donde las objeciones al imperio del paper y la revista indexada estuvieron siempre– son muchos los que se entregan de buena gana a la lectura de un llamado a la rebelión.

Afortunadamente, La historia es una literatura contemporánea es mucho más que un recurso para confirmar diagnósticos, y circunscribirlo a una búsqueda instrumental de argumentos para un debate que sería empobrecedor. Porque ocurre que este libro que se dice un manifiesto tiene la escala y la ambición de un tratado de gran aliento sobre los vínculos entre historia y literatura. (O más bien: de la historia con la literatura, pues si bien la productividad que la historia reserva a los escritores es enunciada varias veces, el peso del argumento está sesgado en la otra dirección). El llamado a la reconciliación con la esencia narrativa se despliega, efectivamente, a lo largo de un estudio minucioso sobre los caminos que fueron acercando y alejando (desviando) de esa vocación, y sobre las vías posibles, pensables (y deseables) del regreso. Sin jamás olvidar que historia y literatura no pueden ni deben separarse, y que celebrar esa verdad es la empresa entre manos, el argumento se desarrolla en un registro que pronto pasa de la interpelación al modo de razonamiento más tradicionalmente historiográfico, con inflexiones metodológicas y estéticas. Un manifiesto, entonces. Pero inserto en un vehículo que amortigua el impulso rupturista, disolviéndolo en un mundo de referencias, una genealogía erudita, una caja de herramientas que ya tiene sus usuarios.

Los momentos propositivo-disruptivos del libro enmarcan, así, inflexiones analíticas mucho más apacibles. El potente llamado de la Introducción (la historia como posibilidad de escritura, la escritura como parte intrínseca del método histórico, la búsqueda de nuevas formas expresivas como horizonte del historiador actual) es seguido de un freno a ese impulso. No se pierde de vista el rumbo: cada pieza del libro acompaña al argumento, a la vez visceral y largamente meditado, macerado, trabajado. Pero sí hay un cambio de tono y de velocidad, mientras el desarrollo pasa a modo informativo-contextual, internándose en los momentos fundamentales de la relación entre historia y literatura.

El recorrido que da cuenta de la "Gran separación" (Primera Parte) se inicia con el nacimiento de la historia y culmina en la "historia-ciencia" decimonónica. Contrariamente a lo que podría esperarse, no es una saga de armonías perdidas. Más bien lo contrario, pues el periplo está puntuado, desde el principio –desde las críticas de Tucídides y Polibio a Herodoto– de las desconfianzas que suscitó la escritura excesiva de los hechos del pasado. La oposición entre historia nuda e historia ornata es tan antigua como la historia, entonces, como lo son las objeciones a la prosa elocuente y acicalada. Evitar las trampas de la palabra para ceñirse a la austera verdad: el principio siempre estuvo entre los mandatos de este quehacer. ¿Cuánta literatura necesita la historia para poder construir un objeto necesariamente artificial sin destruir su aspiración a la verdad (o al efecto de verdad)? Cargada de implicaciones epistemológicas, la pregunta ha vuelto muchas veces, dice Jablonka, y seguimos buscando la respuesta.

El tardío siglo XVIII y el siglo XIX ocupan un lugar estelar en este recorrido, y los motivos sobran. Desde las grandes novelas históricas de Walter Scott a los cuadros histórico-literarios de Chateubriand, de las reconstrucciones románticas de la Revolución Francesa de Michelet a la ficción realista de Balzac: todo parece confluir en un largo (y feliz) momento en el que historia y literatura se nutren en sucesivas versiones de su mejor potencial. Lejos de todo atisbo de condescendencia, la lectura de este corpus tiene momentos de entusiasmo admirado, a medida que el historiador-escritor identifica los préstamos, y pone de relieve el uso virtuoso de los recursos que insuflan energía en la narrativa. "Los historiadores afirmarán que también ellos pueden ser creadores. No por inventar seres de ficción; lo que sucede es que, al personificar colectivos, designar fuerzas, dan origen a nuevos personajes [...]" (p. 67). Al inventar personajes que existen –el héroe, el pueblo– tanto Scott como Michelet son demiurgos. Este don de vida, que transmite su energía a sujetos muertos hace décadas y acerca la historia a miles de lectores, no es distinto al de la creación literaria, afirma Jablonka. El trabajo de reconstrucción del pasado necesita de los recursos de la literatura: personificación, simbolización y escorzos dramáticos no están ahí para falsear sino para implicar al lector. Sobre todo: para inyectar tensión emotiva.

La emoción es un elemento que vuelve a lo largo de este razonamiento, pues el lugar que le ha sido (y le sigue siendo) acordado o negado es percibido como un índice de la relevancia social a la que puede aspirar la narrativa histórica. Es justamente la pérdida del poder de conmover, la renuncia voluntaria y completa a la potencia empática del lenguaje, lo que habría sellado la deriva hacia la historia tal como la conocemos hoy. Expulsadas en nombre de la jerarquización científica, emoción e imaginación narrativa (casi una misma cosa) perdieron legitimidad como herramientas para comunicar el pasado. Esta renuncia, que data de fines del siglo XIX, deparó más pérdidas que ganancias, diagnostica Jablonka, mientras daba paso a los tonos y a los formatos propios de la historia-ciencia.

El momento de "gran separación", de renuncia a la literatura por la historia, es uno de los tramos más pesimistas del libro y (quizá por eso mismo) uno de sus momentos de mayor eficacia narrativa. La emergente historia-ciencia tuvo su expresión escrita en el "no-texto", dice Jablonka, género que describe en lenguaje incisivo, tenso de imaginación crítica. Ser objetivo, insiste, pasó a ser sinónimo de no escribir; y el no escribir se volvió garantía de cientificidad. Así, la historia se despidió de la literatura para conquistar su autonomía, y en ese gesto, procedió a purgar lo que la ruborizaba: el compromiso del yo, las incertidumbres del saber, la emoción, el placer del lector (ahora desdeñado). "La escritura se convierte en el tormento de la historia, obligada a realizar sobre sí misma un constante esfuerzo de restricción. Escribir, pero lo menos posible. Utilizar palabras, pero insonoras; un plan, pero mecánico; hacerse insignificante, como el gris de la pared" (p. 102). "Al dejar el sistema de las bellas letras para unirse al campo de la ciencia, la historia abandonó la idea de que ella misma era una forma" (p. 103). Es en la universidad donde esta preferencia por la "austeridad huraña" encontró sus mayores defensores, pues el descuido de la forma (y podría agregarse: la consagración de formas débiles e insípidas como envoltorio del saber) se volvió, en sus claustros, garantía de verdad, de cientificidad.

No deja de ser paradójico que este diagnóstico provenga del centro de un mundo académico donde la historia siempre ha sido más escrita que en ningún otro, y donde la reflexión sobre el vínculo entre narrativa y saberes del pasado ha encontrado algunos de sus pensadores más decisivos. Como sabemos, los grandes exponentes de la historiografía francesa del siglo XX –de Fernand Braudel a Georges Duby, de Alain Corbin a Michelle Perrot, de Jacques Le Goff a Arlette Farge– se sirvieron ampliamente de sus aptitudes narrativas para construir visiones del pasado que se querían innovadoras. La introducción de nuevos objetos historizables, por ejemplo –el mar, los olores, el rumor callejero, el purgatorio, el cuerpo– requirió de escrituras seguras de sí, de prosas refinadas, muy poco vergonzantes por cierto.5 Algo similar podría decirse de los discípulos de estos grandes maestros, y de la generación del propio Jablonka, que ha producido (y sigue produciendo) obras donde la "buena escritura" entendida en sentido convencional se combina con experimentos formales más lúdicos y audaces.6 Sin duda, no costaría encontrar climas académicos más sujetos a los rigores expresivos de la ciencia y los formatos de la social science que el que ha prevalecido en el mundo francés del último siglo, y la calidad y cantidad de ejemplos de voluntad narrativa y curiosidad formal que ofrece el libro están ahí para mostrarlo.

Así pues, en la más respetada tradición de la influyente historiografía francesa, las tendencias anti-literarias de la historia-ciencia fueron conjuradas con fortuna –incluida, en algunos casos, la fortuna editorial–. Y en ese mismo mundo donde el mandato cientificista no lograba desalojar a la escritura en la práctica de la historia, la reflexión epistemológica produjo algunos de los pensadores más incisivos del vínculo entre historia y narrativa, de la relación entre intriga y evidencia, ficción y verdad –Paul Veyne, Paul Ricoer, Michel de Certeau, entre otros–. El espíritu escrupuloso que guía este vasto recorrido obliga incluso a hacerse cargo de las versiones más filosas de esta herencia teórica. Los dilemas que para el estatus de la historia deparó la provocativa equiparación de Veyne entre narración histórica y literaria publicada en 1970 –que adelantaba en sus argumentos centrales el terremoto generado por el Metahistory de Hayden White (1973)– son restituidos plenamente.7 Naturalmente, la reconstrucción resiste la inmersión en la "tina ácida" del lingüistic turn. Que la historia se narra con los recursos de la literatura, dice Jablonka, es algo evidente, pero no algo que corresponda deplorar o esconder o reconocer defensivamente. En la perspectiva que se plantea aquí, la herencia de Veyne y de White debe recuperarse para una suerte de contraataque. Lejos de disculparse o de disimularlo, este rasgo de la historia constituiría una vía adicional de acceso a la verdad, una posibilidad creativa de la que hay que sacar partido. En estos tramos, La historia es una literatura contemporánea se lee como una respuesta visceral y desafiante a aquellas dudas epistemológicas.

No es sorprendente, en verdad, que la respuesta a los interdictos de la historia-ciencia y a las versiones más corrosivas del giro lingüístico provenga de un autor que se ubica en el centro de la más escrita de las historiografías. Esa colocación ha permitido, primero, desarrollar una sensibilidad, y sin duda ha acompañado su capacidad casi prodigiosa para formular diagnósticos en lenguaje a la vez preciso y creativo. Y también permite desarrollar un argumento que, a la vez que se presenta como "manifiesto", se recuesta en los vastos recursos que provee una tradición donde el desdén por los programas de licuación del lenguaje histórico ha sido todo menos marginal. Si este libro está encontrando tantos lectores a favor –lectores que asienten silenciosamente, página tras página, y coinciden en tantos puntos– también es porque avanza en un terreno abonado, porque es libro-manifiesto a la vez que libro-heredero.

¿A quién se dirige, entonces, este llamado? ¿Y por qué sería un manifiesto? Quizá porque en Francia –como en la Argentina, como en tantas partes del mundo–, la producción histórica está lejos de restringirse a sus exponentes más exquisitos. Las búsquedas expresivas han sido el patrimonio de grupos muy selectos: la mayoría de los que leen y escriben historia (y recordemos que Jablonka es también profesor) habitan mundos donde resulta más difícil encontrar un reconocimiento de los problemas que aborda este libro.

Como los contextos de sentido de este argumento son enunciados de modo genérico –mandatos de homogeneización, rutinización expresiva, desdén por los lectores– su contenido puede proyectarse a encarnaciones particulares del proceso de profesionalización de la historia, que tiene escala internacional. En nuestro medio, la lectura de los tramos en clave manifiesto funcionará forzosamente sobre el telón de fondo de las discusiones en torno de los efectos de esa razón profesional más "dura", que ha impuesto un régimen de producción medido en cantidad de ponencias presentadas, cantidad de artículos en revistas indexadas, indicadores numéricos de citas de esos artículos y demás variables cuantitativas.

"Me encanta la regla que corrige la emoción": la expresión de Georges Braque asoma en un epígrafe (p. 261), encabezando el capítulo sobre las coacciones estéticas y expresivas de la historia. En un libro que a primera vista podría tomarse por una rebelión romántica contra las asfixiantes imposiciones de la profesión, es elocuente esta toma de distancia de cualquier llamado a la pura libertad estilística –otro freno al impulso inicial, podría decirse, que habla de la experiencia del Jablonka-escritor–. Tal como aparece formulada, la regla que libera funciona como otra dimensión del deseado encuentro entre historia y literatura: en vez de ver esa regla como pura obstrucción, se argumenta, hay que volverla a favor, aprovechar las prohibiciones que permiten identificar rumbos posibles con mayor comodidad. Así pensados, los requisitos que imponen las revistas académicas (el formato que hoy abre y cierra las puertas de la profesión) también podrían ser considerados en sus márgenes creativos, que son mayores de lo que habitualmente se dice. En lugar de abandonar las reglas de escritura de la disciplina, la invitación va en el sentido de la reflexión crítica sobre ellas, para probar sus posibilidades, para buscar allí los márgenes de movimiento e invención. Pues acaso tan nocivo como la rigidez de los formatos prevalecientes haya sido su aceptación innecesariamente dócil, la adaptación ansiosa a un corsé definido exclusivamente en términos de sus prohibiciones.

Sabemos que la debilidad expresiva de l a historia no está hecha solo de sumisión, sino también del descuido y del apuro. Es decir: de esa presión sistémica que ha aumentado los incentivos para pasar al próximo texto hasta hacerlos prevalecer sobre los que premian el cuidado del texto entre manos (y más que el no-texto, su producto sería el texto a medias). En ese régimen se inscribe la labor de la mayoría de los historiadores, también sabemos, y en especial la de esas numerosísimas nuevas generaciones que han accedido a un oficio con reglas de producción más codificadas que nunca.

Por supuesto, no todos en este amplio contingente quieren (o pueden) escribir, en el sentido fuerte que propone Jablonka. Por eso cabe hacerse la pregunta inversa a la que plantea este libro: ¿hasta dónde puede y debe llegar el compromiso narrativo de los historiadores que no necesariamente se sienten autores, aquellos para quienes la escritura debe ser un instrumento eficaz para comunicar sus argumentos, pero que no abrigan expectativas creativas más allá de esa función?

La lectura de este llamado a recuperar la escritura admite al menos dos entradas. Por un lado, hay un llamado a la toma de conciencia por los historiadores todos en relación al lugar de la escritura en su repertorio de destrezas, un llamado que vale tanto para quienes cultivan las áreas temáticas más "escritas" (historia política, intelectual o cultural, por ejemplo) como para quienes cultivan campos más afines a los estilos parcos y despojados. Por menos que se haya incursionado en el oficio, es evidente de inmediato que el texto de la historia es más que el mero envoltorio de otra cosa. Y por menos que se atienda a la cuestión, la forma final de ese texto será siempre el resultado de una infinidad de micro-decisiones. El adversario principal de quien escribe no es tanto el rigor represivo que llevaría al no-texto como la multiplicación del texto adormecido, inconsciente de su condición. Todos los temas –incluso los más austeros, y quizás especialmente los más austeros– requieren asumir la responsabilidad de alguna escritura. Pensemos en la prosa de E. P. Thompson, por ejemplo, en la fuerza expresiva de esta obra universalmente admirada en nuestra historiografía. Pocos han sido más conscientes que él, gran lector de William Blake, de la diferencia que hace la voz que narra ese pasado, una diferencia que es estética, afectiva, y también política. La atención a la escritura no tiene por qué limitarse a los campos temáticos más "letrados", ni conduce necesariamente a prosas "bellas" en sentido convencional. Por el contrario, la escritura consciente de sí, deliberada en lo que acepta y lo que excluye de su repertorio, permite que esa infinidad de micro-decisiones se aleje de automatismos y lugares comunes. Y no hay tema que no se beneficie de ese ejercicio.

Esta lectura "de mínima" se desprende casi naturalmente en el contexto actual de producción de la investigación histórica. Pero el llamado principal, claro está, es mucho más ambicioso que un esfuerzo de calidad. Y en la medida en que invita a reconsiderar los límites del género histórico académico –a repensar las formas de la historia– traza un horizonte para quienes buscan efectivamente escribir más lo que ya escriben. En cierto sentido, es una propuesta muy de nuestro tiempo, y no solamente porque será leída como reacción a un estado de cosas que ha alcanzado un límite evidente; también lo es porque se monta sobre la certeza de que el estatus disciplinar tan arduamente obtenido ya está consolidado, y por eso el uso franco de las posibilidades narrativas de la historia en nada implican una renuncia a esa condición. El lugar de la disciplina es inexpugnable, sus reglas de validación inamovibles: gracias a eso, renovación creativa y reencuentro con lectores del común pueden transcurrir, tranquilamente, dentro de la misma economía de verdad.

Tal como la imagina Jablonka, esa empresa llevaría por los caminos del non-fiction que él mismo ha transitado con tanta fortuna. En otras palabras, la exploración de nuevas escrituras del saber consiste, esencialmente, en la anexión controlada de recursos de la ficción. Tampoco faltan antecedentes, claro, pues desde Walsh y Capote las escrituras de lo real han encontrado cultores en el mundo de la literatura, el periodismo y, sí, en el de las ciencias sociales. (Pensemos en el gran libro de Didier Eribon, Regreso a Reims, donde autobiografía y teoría sociológica se entrelazan y completan en un producto a la vez desgarrador y esclarecedor.)8 Ninguna de las posibilidades que abre esta amplia paleta es contemplada con más detenimiento que el horizonte de liberación del interdicto de la primera persona: la identificación de sus falsas modestias y del borramiento de responsabilidades está entre lo más agudo de este diagnóstico. Como es evidente, no todos en el mundo académico estarán interesados en experimentar a tal punto, o de esa manera. Ni tienen por qué hacerlo. Este segundo llamado, el que procura conectar la historia con el ecléctico torrente de escrituras de lo real, es más limitado en sus destinatarios. Pero en esa invitación hay un fondo que toca el compromiso con el producto de este oficio, que sí puede extenderse a los muchos que hoy escriben (escribimos) la historia. "Lo importante es dejar de avergonzarse", dice Jablonka al comienzo de su recorrido (p. 23). Y dice al final: "Investigador, no tengas miedo de tu herida. Escribe el libro de tu vida, el que te ayude a comprender quién eres" (p. 291). La desnudez de la interpelación (que es casi un grito) desestabiliza los códigos de ese mundo donde circunspección y distancia emotiva son actitudes mucho más cotizadas que el reconocimiento de la pasión, aun la más controlada. La recuperación de la escritura contiene otra invitación, entonces, que toca el ámbito del deseo como motor de la investigación del pasado. Y quién podrá decir que la lectura de esas líneas no nos hace asentir también con la cabeza.

Notas

1 Originalmente publicado en 2012, el libro pronto tuvo una edición argentina: Ivan Jablonka, Historia de los abuelos que no tuve, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2015.

2 Ivan Jablonka, Laëtitia ou la fin des hommes, París, Seuil, 2016.

3 "Ivan Jablonka, l’histoire n’est pas une litterature contemporaine!", Libération, 6 de noviembre de 2016 http://www.liberation.fr/debats/2016/11/06/ivan-jablonka-l-histoire-n-est-pas-une-litterature-contempo-raine_1526604.

4 A modo de ejemplo, remito al reciente dossier coordinado por Sergio Serulnikov, "La historia como campo profesional: balances, dilemas, propuestas", Investigaciones y Ensayos, Nº 63, pp. 11-107.

5 Si bien los ejemplos son especialmente numerosos en Francia, Jablonka hace honor a algunos de los exponentes surgidos en otros horizontes, como el de Johan Huizinga, quien en los años 1940 publicaba, muy en soledad, su extraordinario (y muy escrito) Otoño de la Edad Media.

6 Véase, por ejemplo, las apuestas colectivas experimentales en concepción y composición, en Philippe Artières y Dominique Kalifa, Vidal. Le tueur de femmes, une bio-graphie sociale, París, Librairie académique Perrin, 2001; Ph. Artières, D. Kalifa et al., Le dossier Bertrand, jeux d’histoire, París, Ed. Manuella, 2008.

7 Paul Veyne, Comment on écrit l’histoire, París, Seuil, 1970; Hayden White, Metahistory, The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1973.

8 Didier Eribon, Regreso a Reims, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2000.

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