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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.21 no.2 Bernal dic. 2017

 

LECTURAS: Tres lecturas sobre La historia es una literatura contemporánea, de Ivan Jablonka

Novedad, innovación y ganancia historiográfica

 

Ana Clarisa Agüero
UNC / CONICET

 

Entre 2015 y 2016 vieron la luz en la Argentina dos libros de Ivan Jablonka, representante de una generación intermedia de historiadores franceses y animador central del portal La vie des idées. Publicados en Francia entre 2012 y 2014, ambos libros se encuentran enlazados en su origen: el primero, la Historia de los abuelos que no tuve, constituye una experimentación de cierta ambición en torno de la biografía familiar; el segundo, La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales, despliega en registro académico los fundamentos conceptuales y metodológicos de esa incursión historiográfica. La noción de "Manifiesto" subraya la pretensión de la empresa de Jablonka; convendría, no obstante, dejarla en segundo plano, para mejor apreciar ambos trabajos. Salvarlos de la vocación rupturista y también del éxito francés que precedió a sus traducciones argentinas, para así considerar la propuesta historiográfica a la luz de los resultados y despejar las zonas en las que la novedad es menos que el indudable interés de un ángulo de visión o la perspectiva temporal ofrecida. Nada de eso se hace aquí exhaustivamente. Lo que sigue es apenas una lectura posible, cifrada en el juego entre voluntad de innovación y ganancia historiográfica y acaso amparada en cierta libertad de la periferia; no la de rehuir la rigurosidad o la experimentación, sino la de reparar en diálogos no establecidos o ausencias sensibles, tal como pueden aparecerse a un lector menos informado por los varios, y a veces contrastantes, cedazos parisinos.

La historia como literatura contemporánea

A pesar de haber sido publicado en segundo término, conviene comenzar por La historia es una literatura contemporánea, texto que intenta fundamentar y condensar un programa historiográfico que Ivan Jablonka identifica especialmente con el libro dedicado a la historia de sus abuelos.1 Es la pretensión de renovar las ciencias sociales a través de un reencuentro productivo con la literatura lo que sostiene la vocación inaugural de este trabajo, subrayada por la noción de "Manifiesto". Un paso más allá de los ya lejanos debates en torno al carácter narrativo (o no) de la historia y a los elementos que permitirían distinguirla (o no) de la literatura, Jablonka se interroga así respecto de la posibilidad de una renovación escrituraria de historia y ciencias sociales, de una escritura de lo real que las comprenda y de producir textos que sean, a la vez, literatura y ciencias sociales. Las respuestas, dadas en forma de programa, vienen en parte balizadas por los supuestos de partida: la historia es una literatura (y el historiador un escritor), aunque sujeta a condicionamientos específicos; la literatura excede la escritura de ficción, comprendiendo tanto la tragedia/poesía cuanto la oratoria, el panegírico antiguo o sus sucedáneos; y la historia participa de las ciencias sociales, lo que haría extensiva a la sociología o la antropología la validez de ciertas conclusiones. Con todo, el mirador es fundamentalmente el de la historia, que es la que más páginas consume, la que domina el índice y la que más lecciones podría extraer del recorrido.

Compuesto en tres partes, ese recorrido incluye una aproximación histórica a la relación entre historia y literatura, una consideración epistemológico-metodológica de la historia y la señalada instancia programática. "La gran separación" busca establecer los cambiantes términos de la relación historia-literatura desde la antigüedad hasta el siglo XIX, cuando la hegemonía de la novela (en especial naturalista y realista) y la emergencia de la historia metódica condujeron a una cesura bastante definitiva, tensada por las pretensiones de ambas de escudriñar el mundo. De esa disociación respecto de las bellas letras provendría el lugar incierto de la historia, volcada a unas ciencias que no la contienen y partícipe, por ello, al igual que la sociología y la antropología, de esa "tercera cultura" sugerida por Lepenies.

"El razonamiento histórico", por su parte, busca poner de relieve una especificidad que distinguiría a la historia de otras prácticas de escritura, colocándola en una específica relación con la verdad (de búsqueda, de horizonte último), distante del efecto de realidad y del ideal de verosimilitud caros a la ficción. Poniendo en el centro la dimensión escrituraria, Jablonka revisa aquí algunas marcas procedimentales antes atendidas por figuras como Michel de Certeau o Roger Chartier, al tiempo que releva las formas efectivas en las que, pese a todo, la historia invoca la ficción: las ficciones de método (hipótesis, ejercicios contrafácticos, procedimientos narrativos, etc.) a través de las cuales la historia abona su propia empresa cognitiva (no mimética, provisoria, conjetural y orientada a la verdad).

En "Literatura y ciencias sociales" Jablonka despliega su manifiesto/programa: un tipo de relación entre historia y literatura que, partiendo de la condición literaria de la historia, asuma la escritura como empresa cognitiva y estética y se nutra conscientemente de los innumerables recursos que las diversas formas narrativas, argumentativas y expresivas proveen. Desde esta perspectiva, no se trata de un vínculo que pase por la buena pluma del historiador/escritor, sino del esfuerzo por hacer de la escritura un momento de la empresa cognitiva: como medio en y a través del cual se despliega un razonamiento histórico. La postulación de un texto-investigación y una literatura-verdad como horizonte proviene de allí. En tanto programática, la cuestión tiene varias aristas ya que, si constituye una evidente reválida experimental de la historia (que puede transitar diversos géneros, jugar con las temporalidades y los ritmos, escoger formas evolutivas o regresivas de narración, etc.), sin duda dialoga también con una inquietud de otro orden: la cuestión del público, la posibilidad cierta de desarrollar una historia a la vez rigurosa y atractiva, capaz de vulnerar una escritura para pares.

La contemporaneidad de lo no contemporáneo

La historia es una literatura contemporánea es un libro, a la vez, erudito y ameno, atractivo e informado. Más que en su originalidad, su mayor fortaleza reside en el modo de construir la relación literatura e historia como problema, en la calidad de la retrospectiva y en la detallada revista de las múltiples vías de diálogo abiertas entre literatura e historia (o ciencias sociales): de la novela a los reportajes de cierta densidad, de los libros de viaje a las autobiografías. Frente a esos puntos fuertes, es la voluntad de ruptura, anclada en la tercera parte y propuesta como clave general del libro, la que más inquietud produce: porque las innovaciones tienen mucho de retornos, porque ciertas proposiciones acusan el peso de un modo más general de digestión histórica, y porque ciertas vías en particular (comenzando por el aliento a abrazar el yo historiador) parecen menos prometedoras cuando el programa se piensa junto a sus productos. Si con algo podría identificarse el esfuerzo escriturario cifrado, a la vez, en una voluntad cognitiva y una vocación expresiva y comunicativa, es con los microhistoriadores italianos. Por lo demás, la propuesta experimental es en ellos tan abierta como la preocupación por el público. Jacques Revel consideró muy puntualmente el asunto en un texto que tiene ya ciertos años, en el que distinguió la escritura de Carlo Ginzburg y Giovanni Levi, entre otros, en su asimilación a ciertos modelos literarios (policial, judicial, la escritura en abismo, etc.) pero también en su específica pretensión cognitiva:

En esta evolución los microhistoriadores desempeñan un rol central porque consideran que una elección narrativa concierne a la experimentación histórica tanto como a los procedimientos de investigación en sí mismos […] La invención de un modo de exposición no induce solamente efectos de conocimiento. Ella contribuye explícitamente a la producción de un cierto tipo de inteligibilidad en condiciones experimentales definidas.2

Ginzburg, considerado en La historia… entre quienes intentaron rebatir los ataques narrativistas a la disciplina, se desdibuja en ese otro plano; y sin embargo, El queso y los gusanos o La herencia inmaterial son antecedentes del tipo de texto-investigación que señala Jablonka.3 Ejercicios efectivos de historiografía experimental, no exentos ni de pretensión epistemológica, ni de tensión literaria, ni de preocupación por el público. Todos, también, entrenados en la elección que Jablonka defiende en el libro sobre sus abuelos: un modo de exposición que explicita el curso del razonamiento y de la indagación (lo que llevó a Giovanni Levi a hablar de una "escritura analógica", que es tanto sobre el objeto cuanto del método).

En este sentido, al menos, la inquietud no parece exclusiva de una generación ni de una escena. Es, precisamente, parte de las cuestiones respecto de las cuales la disciplina ha acumulado búsquedas y salidas muy valiosas en los últimos cuarenta años. La novedad parece acentuarse en otro sitio, acaso el lugar deliberadamente defendido para el yo del historiador. Pero incluso eso, que parecería una marca muy actual, sugiere la gravitación de un cuadro de conjunto que ha sido muy considerado. Un régimen de historicidad en que ciertas generaciones se vieron envueltas de repente y otras se formaron por completo. Es decir, cuestiones en común, contemporáneas en ese sentido, pero también momentos diferentes, más o menos signados por la sensación de continuidad o ruptura.

La historia de los abuelos

La Historia de los abuelos que no tuve constituye un ejercicio del tipo de texto-investigación o historia creativa promovido por Jablonka, dado en el registro de una biografía familiar que plantea desafíos adicionales: es, intenta ser, la historia de sus abuelos, jóvenes judíos, antes comunistas y entonces previsibles resistentes, asesinados en Auschwitz. La materia de esta historia es así una cuestión que anuda otras que no son forzosamente su tema: la experiencia, el trauma, la memoria. Bien llevada en muchos puntos, conmovedora siempre, esta historia es por ello alternativamente lacerante, tierna, terrible. Y, sin duda, también se aprende de ella.

Como parte del señalado intento programático, esta historia despliega sus cuestiones, narra las alternativas de la búsqueda y expone incluso los criterios de construcción de las series documentales. Un archivo disperso y exiguo, producto de la clandestinidad y la diáspora, junto a los viajes de rescate y las entrevistas; otros archivos insolentemente sistemáticos, como los de la Seguridad Nacional; calles y edificios contemporáneos, en los que se ejercita el arte de aprender a mirar con sutileza y discernir lo que estaba de lo que fue arrancado, torcido, sobreimpreso por la historia.

Si se pone en suspenso lo que esta historia impide suspender, su propia tragicidad y su permanente urgencia, el ejercicio no es nuevo; como se dijo, estaba de manera abierta al menos entre los microhistoriadores: la escritura analógica mencionada por Levi apuntaba tanto a la relevancia de volver constantemente sobre el procedimiento como de hacer partícipe al público del proceso de investigación. A la vez, la inquietud por el público, en la que la insistencia de Ginzburg fue central, llamaba a ejercitar una historia que fuese capaz de torcer la balanza más del lado de los 500.000 que de los 50 lectores, pese a las furias de Ruggiero Romano.4 Lo que no estuvo en esos historiadores fue, en cambio, el deseo de hacer la historia de una tragedia que conocían tan bien, respecto de la que ocupaban un lugar análogo al padre de Jablonka; exceptuadas ciertas intervenciones contemporáneas, fugaron hacia los anónimos –y no– de los siglos XVI y XVII, desplazaron allí su esfuerzo empático y enfrentaron otro tipo de escasez documental y de lagunas, distancia que no deja de ser sugerente.

Qué hacer con el yo

Entre otras cosas, La historia es una literatura contemporánea convoca a asumir el yo del historiador en la práctica disciplinar: en lugar de neutralizarlo, en busca de un tipo de objetividad imposible, ponerlo a jugar en la historia, atender sus condicionamientos y motivaciones, reivindicar su sensibilidad y potencialidad. Ofreciendo un nuevo estatuto al demiurgo, quizá Jablonka introduce uno de los elementos de mayor originalidad respecto de sus antecedentes, pero de máxima comunidad respecto de otros fenómenos contemporáneos (como sugieren las últimas dos décadas de cine documental, en gran parte dominado por la ficcionalización de la búsqueda del director, ocasionalmente proyectado en algún alter ego).

En tal sentido, la propuesta se aleja del propósito abierto de los ensayos de ego-historia promovidos por Pierre Nora en los años ochenta, cuyo origen este considera vinculado al del proyecto sobre los lugares de memoria y motivado por las mismas razones: la intuición, favorecida por las armas del historiador pero promovida por una situación generacional, de que luego de la guerra un nuevo régimen de historicidad se había impuesto, que este estaba dominado por el presente y, precisamente por ello, reservaba un sitio nuevo a la memoria.5 Según la mirada retrospectiva de Nora, había más que casualidad en la coexistencia de sus propias iniciativas editoriales e historiográficas y las diversas formas de retorno del sujeto o de la cuestión nacional. Pero de la biografía o la autobiografía canónicas a la ego-historia mediaba precisamente el desafío de lanzar sobre la propia vida las armas de la disciplina, buscando experimentar en torno al más completo de los archivos posibles y someter a ese yo a las mismas exigencias que al resto. Algo que, bien visto, puede ser muy distinto que deslizar el yo del historiador al corazón de la historia de los otros.

Porque la Historia de los abuelos que no tuve, que hace de esa historia su objeto, tiene por punto de partida la falta del historiador, protagonista principal del primer capítulo (el comienzo de la búsqueda, el viaje al shtetl polaco, las emociones confusas a que da lugar, la verdadera razón de esa historia) y figura central, como investigador/nieto, de todos los que siguen. Colocada bajo el signo de la experimentación, como muchas de sus predecesoras, el camino elegido por esta historia no merece a priori más reparos ni obliga a otros parámetros que ellas. En todo caso, cumplidos con creces los objetivos de cualquier historia de cierta calidad, la cuestión es si esta ofrece, además, nuevos ángulos de comprensión, si ilumina nuevas zonas de historicidad. Por momentos, ese logro es indiscutible; en otros menos, y lo más interesante parece asomar en el sustrato de la propia práctica historiadora. En términos de ganancia de conocimiento, nada parece recomendar más este tipo de experimentación que otros, no obstante lo cual el ejercicio es estimulante a muchos niveles. Más que el convite de la novedad, retengamos eso.

Historia con H e historia con h

En un pasaje de la Historia de los abuelos que no tuve, se lee:

La distinción entre nuestras historias de familia y lo que quiere denominarse Historia, con su pomposa mayúscula, no tiene sentido. En rigor de verdad es lo mismo. No están, por un lado, los grandes de este mundo, con sus cetros y sus intervenciones televisadas y, por el otro, el vaivén de la vida cotidiana, las iras y las esperanzas sin porvenir, las lágrimas anónimas… (p. 156).

Como el pasaje es a la vez enfatizado por la edición, que lo reitera en la contratapa, es probable que no haya que sobreestimar su protagonismo analítico, y que deba leerse, ante todo, como parte de ese llamado concertado a un público más vasto. Sin embargo, la voluntad de disolver esa jerarquía algo anacrónica aparece también en otros sitios, como si no hubiera estado antes en el corazón del proyecto de los Annales o marcado sucesivas oleadas de atención a las multitudes anónimas, los sectores subalternos, los obreros silenciosos, a lo largo del siglo XX.

La impresión de que hay allí un llamado paralelo se agudiza al considerar que, en este caso, la distinción se opera menos entre los individuos del poder y los del llano que entre una historia cifrada en los primeros (suerte de arcaísmo) y otra ceñida a la vida individual o familiar, a las emociones y la subjetividad del historiador o del lector. La complicidad parece buscarse más en el giro subjetivo general que en la proposición de un descentramiento fundado en algún tipo de razón política o disciplinar.

Los días que siguen a la dramática entrada alemana a través del Mosa y el Sedán, en 1940, son los que llevan a Mates –ostjuden clandestino en París, enrolado voluntariamente en los ejércitos franceses– al frente de guerra. El desastre se abate sobre Francia, como amargamente reconsidera Marc Bloch, valeroso voluntario en los estados mayores.6 Colocado en el centro de los acontecimientos, Bloch renuncia a hacer una historia de esa guerra (p. 57), pero desea ardientemente dar testimonio de lo allí vivido y exponer su juicio sobre esa lamentable campaña que ha abierto a Hitler las puertas de su país: la derrota francesa, se lee, debe interpretarse ante todo como una apabullante victoria intelectual alemana; la responsabilidad inexcusable es de los altos mandos, que pretenden librar en 1940 la misma guerra que en 1914, y estos no hacen sino expresar la crisis de la sociedad francesa. Como Bloch no puede sino ver todo con su enorme penetración de historiador (las velocidades y las distancias, los aprovisionamientos y las líneas de defensa), esa es al cabo su hipótesis.

Por momentos, el movimiento es casi inverso al de Jablonka, no solo porque va de la experiencia de primer grado y el testimonio a la historia, por mucho que la disciplina marque el modo de comprensión, sino también porque la escritura se justifica en una urgencia colectiva, que es donde se verifica el rostro amenazante del futuro (es el mismo grupo social que produjo a aquellos altos mandos el que se desintegra). Como se sabe, Bloch podía todavía querer morir por la patria. Es claro que para él no hay historia con mayúsculas e historia con minúsculas, pero el desmantelamiento de esas jerarquías, entonces muy activas dentro y fuera de la disciplina, bebe de fuentes muy distintas. Testimonio extraordinario, construido en circunstancias críticas pero con armas de historiador, La extraña derrota no declina explicitar cuáles son los ojos que ven y desde dónde lo hacen:

Escribir sobre historia y enseñarla: ése es, desde hará poco treinta y cuatro años, mi oficio"; "Soy judío, no por una religión que no practico, sino por nacimiento. No me enorgullezco ni avergüenzo de ello […] Sólo reivindico mi origen en un caso: frente a un antisemita"; "por último, Francia, el país del que algunos estarían dispuestos a conspirar para expulsarme ahora y quizá (¿quién sabe?) lo consigan, será siempre, pase lo que pase, la patria de la que no podría desarraigar mi corazón […] sólo respiro bien bajo su cielo y, por mi parte, he tratado de defenderla con todas mis fuerzas (pp. 29 a 32).

Ciertamente, no hay Historia vs. historia, pero podría concederse que esta idea participa de una larga acumulación. Y sin duda la escritura de la historia puede ser, con ganancia, el desplegarse de un cierto tipo de razonamiento, por eso muchos predecesores marcaron con la misma voluntad incluso textos que participaban de otros géneros. Exponer el yo del historiador, no escamotearlo en beneficio de una presunta objetividad, no parece patrimonio de alguna generación de historiadores, aunque no configure el cuadro dominante. Y, como se ve, tanto la conmoción inicial como la capacidad de conmover tienen vasto linaje entre los historiadores. Bloch, el que denuncia la desafortunada y trágica disposición de un ejército, el que observa y escudriña los rostros y los comportamientos de soldados y mandos, es también el que intenta transmitir el efecto aterrador del silbido de los aviones o el impacto devastador de la conciencia de ciertos yerros militares. Su testimonio no es, y a la vez sí es, una historia; una historia en primera persona, negada y realizada, que debió ser por mucho tiempo un modo avanzado de pensar la Campaña del Norte, como concedería Febvre.

La tragedia es de ellos

La Historia de los abuelos que no tuve comienza con las primeras alternativas de la búsqueda del nieto/historiador, deliberado narrador y protagonista de este ejercicio de literatura-verdad. El presente, la falta, el oficio, lo impulsan a Parczew, Polonia, el pueblo de sus abuelos y de muchos otros judíos, vaciado de ellos por las persecuciones y las masacres. ¿Debía o no escribirse una historia tan próxima? Sin duda, entrado el nuevo siglo muchas cosas en el mundo y en la disciplina obraban para que eso pareciera posible, incluso deseable. A la vez, los términos en que esa proximidad se establece resultan altamente sugerentes para pensar este libro de dos modos, simétricamente inversos al de Bloch: como lo que se presenta, la historia de Mates e Idesa (y a través de ellos de la Europa de los años treinta y cuarenta) y como testimonio involuntario de un estado de cosas contemporáneo, sobre el que gravita onerosamente un cierto régimen de historicidad. Tragedia universal en tanto daño irreparable a la humanidad, la tragedia peculiar de la vejación y el exterminio fue de ellos. Como lo fue del hijo la de haber sido arrancado de los suyos, salvado, escondido y criado por diversos justos, en un grado también intransferible. Dado el extraordinario relevamiento realizado por Jablonka, y su manera inteligente de tratar testimonios muy diversos, ¿qué viene a añadir a esta historia, que podría desplegarse de muchas maneras igualmente efectivas, la perspectiva del nieto, cuya carencia se ofrece como el punto cero del relato?

La cuestión puede sugerir un prurito a derribar, pero podrían señalarse muchos pasajes en que ese protagonismo roza la intrusión, en detrimento de la historicidad de Mates e Idesa. Luego de una prodigiosa reconstrucción de las diversas estaciones de sus vidas, desde su shtetl polaco a Auschwitz, pasando por una complejísima París, Jablonka intenta recrear las últimas y previsiblemente amargas reflexiones del abuelo, ante una muerte segura en el campo:

El alma quebrada de Mates se va progresivamente. La revolución en Polonia, la sociedad sin clases, el fin de la opresión, ¡qué farsa! Sus ilusiones se fueron desvaneciendo unas tras otras, como abscesos. Su vida es un fracaso continuo, para morirse de risa (p. 339).

No es la novedad del recurso lo que inquieta, es la sensación de que a veces hace menos que poner en primer plano las alternativas del drama de los abuelos y demasiado más que sugerir a la comprensión el abanico de posibilidades abiertas.

Jablonka apunta en varias ocasiones que no tiene certeza respecto de la desvinculación de Mates del comunismo ni sobre su articulación a la Resistencia. Hay, no obstante, muchos indicios de que ambas cosas pudieron haber tenido lugar. Lo "quebrado" de su alma remite, a la vez, a una cuestión urticante que Jablonka sí llega a determinar, la integración de su abuelo, como de gran parte de los hombres jóvenes que llegaban a Auschwitz, al Sonderkommando, el equipo que asumía las tareas prácticas de esa industria de la muerte en plena modernización: recoger los cuerpos de las cámaras, trasladarlos, quemarlos. Dada la complejidad moral y política de la cuestión, que involucra tanto el papel cumplido como las previsibles ventajas ligadas a esa posición en la cotidianeidad del campo, y dados los juicios cruzados durante décadas al respecto, ese descubrimiento del historiador abre una zona de extremo interés, porque su expectativa emotiva se encuentra con algo que no esperaba, ni deseaba. A la vez, de algunos de esos comandos, en los que no parecen haber faltado otros antiguos militantes, surgieron varias revueltas frustradas en vísperas de la liberación, lo que lleva y trae sentimientos respecto de la figura. Idesa, que probablemente haya llegado herida al campo y sido enviada directamente a la cámara de gas, no plantea esta ambigüedad.

En todo caso, se sabe más de las vidas de ambos antes del campo que en él, y ese saber, que permite reconocer en ellos una cierta mirada política del mundo, no es forzosamente compatible con aquello que según Jablonka pudo haber ocupado la mente de Mates en una situación tan extrema. Lo es más, en cambio, con el modo en que el historiador se autositúa: "soy un investigador parisino, un social-demócrata, casi un burgués […] Mi franco-judaísmo asimilado contra su judeo-bolchevismo resplandeciente" (p. 346). En esta zona incierta, en que la explicitación del yo no compensa la estilización de los otros, la intervención ocasional de un hermano de Mates ilumina. Ante una queja banal de otro de ellos, lo censura: "Mates fue el de la vida difícil, no tú" (p. 340).

El punto interesa porque recuerda enfáticamente el espesor de la experiencia de los otros más allá de nuestras propias emociones y motivaciones. Esa tragedia es y no es la nuestra, al menos reconocidas las diversas experiencias que de ella pudieron tenerse y admitido que nuestra participación en el trauma viene modulada por ellas. En el momento que interesa a esta historia, que llega hasta la muerte de los abuelos, la tragedia es indiscutiblemente la suya, que se ha impreso de otro modo, aunque para siempre, en la vida de los hijos. Para los que sigan, la cuestión revestirá otras formas, ligadas a una peculiar experiencia generacional pero también a la configuración de aquella experiencia umbral como experiencia histórica.7 No hay muchas dudas de que esto se precisa y refuerza por el despliegue simultáneo de memorias de mayor o menor amplitud (judías, partisanas, de la resistencia), sujetas a su propia dinámica de transmisión y encadenamiento generacional.8 Es atento a estas cuestiones que el libro puede leerse también como testimonio de fenómenos muy generales y significativos, ofreciendo sin buscarlo varias otras cosas: un escorzo del encadenamiento de generaciones en la elaboración de una experiencia en tanto experiencia histórica; un ejemplo discreto, a escala familiar, de las complejidades de transmisión de una memoria (la memoria del holocausto o cierta memoria judía, laica y de izquierdas); una muestra inquietante de las restricciones planteadas por el régimen de historicidad dominante, aun a los intentos más advertidos de posar hondamente la curiosidad en la experiencia de los otros.

Notas

1 Como señala Lila Caimari en esta misma sección, luego vendrían otros. Se omiten aquí ciertas precisiones respecto de La historia es una literatura contemporánea, muy bien marcadas por su intervención.

2 Jacques Revel, "Microanálisis y construcción de lo social", en Un momento historiográfico. Trece ensayos de historia social, Buenos Aires, Manantial, 2005, p. 60. Revel subraya además que fueron viejos géneros, como la biografía, los que primero se prestaron al ejercicio experimental.

3 Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Muchnik, 1981; Giovanni Levi, La herencia inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo XVII, Madrid, Nerea, 1990.

4 En contraste con la atención prestada a los italianos, y a El queso y los gusanos en particular, por Fernand Braudel, Romano cedería al exabrupto: "Que el micropensamiento historiográfico de Carlo Ginzburg ambicione un millón de lectores, no sorprende. Desagrada que Giovanni Levi, historiador de estirpe, se oriente hacia el medio millón". Ruggiero Romano, Braudel y nosotros. Reflexiones sobre la cultura histórica de nuestro tiempo, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 104.

5 Pierre Nora, "L’ego histoire estelle possible?", Historein, vol. 3, Atenas, 2001. Una consideración del problema en otra duración en François Hartog, Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo, México, uia, 1997, en especial cap. 4.

7 Reinhart Koselleck, "Mutation de l’expérience et changement de méthode. Esquisse historico-anthropologique", en L’expérience de l’histoire, París, Gallimard/Éditions du Seuil, 1997.

8 Yosef Yerushalmi, "Reflexiones sobre el olvido", en Y. Yerushalmi y otros, Usos del olvido, Buenos Aires, Nueva Visión, 1989.

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